NHAN SE DESPERTÓ de un sueño pesado. Se quedó acostada sin hacer ningún movimiento mirando al cielo raso de madera mientras escuchaba el lejano ruido de la gente y de algún coche que pasaba frente a la casa.
En el cuartito hacía mucho calor. Se sentía soñolienta y tranquila. Dio vuelta la cabeza para mirar a Steve que dormía a su lado. Entonces moviéndose despacito para no despertarlo, se incorporó para mirar el reloj pulsera que dejara en la mesa de al lado. Eran las dieciséis. Volvió a acostarse con un suspiro de satisfacción.
El ómnibus para Saigón salía a las diecisiete y quince minutos. La dejaría en el Mercado Central a las dieciocho menos cinco. Estaría de vuelta en su casa a las dieciocho para preparar la comida de sus hermanos.
Por el momento los temores la habían abandonado.
La habilidad amorosa de Jaffe le había satisfecho el cuerpo y relajado la mente.
Estiró las piernas desnudas con otro suspiro de satisfacción y colocó las manos sobre sus pechos, apretando los codos contra la delgada cintura.
Steve se movió. Abrió los ojos, pestañeó y luego al ver que Nhan lo observaba, le sonrió.
—Hola, Mrs. Jaffe —le dijo y le tomó una mano—. ¿Qué hora es?
Nhan lo miró con adoración. Jaffe no había podido decirle nada más lindo que ese sencillo «Hola, Mrs. Jaffe».
—No son más que las dieciséis.
Jaffe le pasó un brazo por debajo de los hombros y la acercó a él.
—Cómo estaré de contento cuando salga de aquí —le dijo, acariciándola ausente—. Treinta y una horas más. Es realmente extraño cómo en unas pocas horas más puede cambiarle a uno toda la vida. Dentro de treinta y una horas tú y yo estaremos en un helicóptero. ¿Subiste alguna vez a un helicóptero?
—No.
—Yo tampoco. Será la primera de muchas nuevas experiencias que vamos a compartir juntos —vio asomar en sus ojos la expresión preocupada y sacudió la cabeza, sonriéndole—. Lo primero que voy a hacer cuando llegue a Hong Kong es buscar un abogado para arreglar el problema de tu familia. ¿Estás preocupada por ellos, verdad?
—Un poco. Van a estar tristes cuando los deje.
—Ya se les pasará —se quedó callado unos instantes, después agregó—: ¿Por qué no cambias de idea, te quedas aquí conmigo? Tu abuelo puede ir y decirles que te has ido para casarte conmigo. Le daré dinero para un taxi. Vamos, Nhan, decídete. Tratemos de conocernos mejor. Tendremos treinta y una horas para pasarlas conversando en este cuartito. Nos conoceremos mucho mejor después de treinta y una horas de conversación, ¿no te parece?
—Sí.
Estaba tentada de quedarse. Es extraño, pensó, cuando estoy con él, no estoy asustada. Con él, sosteniéndome, puedo creer que realmente iré a Hong Kong y me alojaré en el mejor hotel y que tendré un auto para mí y el collar de perlas que me prometió. Aunque lo único que de veras me interesa es él.
Luchó contra la tentación de quedarse. Sus tres hermanos no lo querían al abuelo. Nunca supo bien por qué. No mejoraría las cosas que el abuelo fuera a verlos para decirles que ella se iba de Saigón y no la verían durante mucho tiempo. Contaban con ella. Les faltaría mucho. Era su deber explicarles ella misma por qué se iba.
—Tengo que ir, Steve —le dijo mirándolo ansiosa—. Quiero quedarme, pero como me voy a ir a vivir contigo, no sería correcto que no se lo dijera yo misma.
—Me parece que tienes razón —Jaffe se inclinó y la besó—. Eres una muchachita encantadora Nhan. Te admiro porque eres capaz de sentir de esa manera. Yo no podría, no soy así.
—Eres muy bueno.
—No, no lo soy —contestó Jaffe frunciendo el ceño—. Estoy enamorado de ti. No fui bueno contigo mientras no supe que te quería. Ahora me es fácil ser bueno contigo, pero no con los demás —se levantó de la cama y se puso los shorts, después acercándose al bolsón que estaba en el piso sacó la cajita de cinta de máquina de escribir y volvió con Nhan—. No te muevas —dijo, y abriendo la cajita, con mucha suavidad le puso los diamantes en el hueco pequeño entre los pechos.
Nhan levantó la cabeza y miró las piedras que relucían como luciérnagas contra su piel oscura. Eran muy fríos, y Nhan contuvo un escalofrío cuando Jaffe con mucho cuidado los movía con los dedos, formando con ellos un pequeño dibujo.
—Son estupendos, ¿no? —le dijo—. ¡Míralos! Sentiré venderlos. Guardaré el mejor para mandarte hacer un anillo.
El sentir los diamantes sobre la piel le produjo la misma sensación de horror que sintiera una vez cuando acostada en el pasto, una culebra se le trepó sobre las piernas desnudas. Entonces, se levantó de un salto, gritando. Ahora, al ver el placer que le proporcionaba a Jaffe el verlos allí, dominó el horror y controló el impulso de quitárselos y gritar.
Pero no pudo ocultar la repentina tensión de sus músculos, y Jaffe, asombrado, los recogió y los volvió a guardar en la cajita.
—Me pregunto si alguna vez aprenderé a comprenderte, Nhan —le dijo—. De pronto estás feliz y tranquila y al instante siguiente estás asustada hasta la médula. Me gustaría saber qué pasa entonces por tu cabecita.
Se frotó con las manos como si tratara de quitarse la sensación de los diamantes.
—Yo también me pregunto a veces qué pasa por tu cabeza, Steve.
—Me lo imagino —miró las piedras antes de ponerle la tapa a la cajita—. Estas piedras me producen más placer que cualquier otra cosa en el mundo… excepto tú.
—Me alegro.
Se levantó de la cama. No podía soportar seguir hablando de los diamantes ni un minuto más. Si no hubiera sido por esas piedras relucientes, Haum Seguiría con vida y a ellos dos no les estaría sucediendo esa pesadilla que les sucedía.
—Tengo que vestirme. No quiero perder el ómnibus.
—Hay tiempo —se estiró en la cama y encendió un cigarrillo mientras la observaba vestirse. Cuando Nhan se acercó al espejo para peinarse, le dijo—: ¿Has comprendido lo que debes hacer, Nhan? No debes cometer ningún error. Blackie te irá a buscar mañana a las veintidós. Te traerá al viejo templo. Yo estaré allí a las veintitrés. No traigas muchas cosas… basta con una valijita. Cuando lleguemos a Hong Kong te compraré todo lo que quieras.
—Comprendo.
Guardó el peine en la cartera, después sacó de la misma un objeto pequeño y se acercó a Jaffe. Se sentó en el borde de la cama, mirándolo muy seria.
—Quiero que guardes esto hasta que volvamos a vernos.
—¿Qué es?
Le tomó la mano y le puso el objeto allí. Frunciendo el ceño, acercó la mano para examinarlo. Era Buda chiquito tallado en marfil.
—Perteneció a mi padre —dijo Nhan—. Te protegerá. Es muy poderoso, Steve. Guárdalo. Mientras lo tengas, no te sucederá nada malo.
Lo emocionó la sencillez de su fe.
—Lo guardaré —le contestó. No se le ocurrió que Nhan hacía un gran sacrificio al entregarle el Buda. Durante toda su vida había tenido esa talla de marfil. Contaba con ella para alentarse; al dársela se desprendía de lo más valioso e importante que poseía. Jaffe puso el Buda en la mesa al lado de su reloj—. Bueno, chiquita, no será por mucho tiempo —se sentó rodeándola con un brazo—. Te estaré esperando. No te pongas tan seria. Todo va a salir bien.
—Sí. Tengo que irme —le tocó la cara con los dedos, luego inclinándose hacia adelante lo besó en la boca—. Adiós, Steve.
La acompañó hasta la puerta.
—Hasta dentro de treinta horas y cuarto —dijo y le sonrió—. Hasta entonces querida —la abrazó, luego dio un paso atrás y la observó bajar la escalera.
Nhan no miró hacia atrás.
Jaffe se acercó a la ventana y la vio alejarse por el camino polvoriento. Admiró su porte elegante y la forma en que sostenía la cabeza.
Durante el viaje de vuelta a Saigón, la mente de Nhan se trasformó en un tormento de miedo, aprensión e indecisión. Sin la fortaleza y la confianza de Steve para apoyarla, se sentía perdida y terriblemente sola.
Después de preparar la comida para sus tres hermanos, se dijo, iría a la pagoda de Dakao y pasaría la noche en oración. Encendería cuatro velas. Deseaba ahora no haberle dado su Buda a Steve. No creía que lo valorara, y sin él se sentía perdida.
Estaba contenta de que por fin el ómnibus estacionara en el Mercado Central. Caminó por la calle repleta de vendedores de comida ofreciendo sopa china, jugo de caña de azúcar y pasas. Un vendedor le tendió una culebra, sonriendo burlón cuando Nhan se apartó de un salto dando vuelta la cabeza y apurando el paso.
El sol de la tarde era fuerte. En la calle repleta de ruidosos automóviles, pousse-pousse y bicicletas se producía un movimiento estridente que destrozaba los nervios.
Al acercarse a la casa de departamentos no notó el Citroën negro estacionado a pocos metros de distancia de la casa. En el coche estaba sentado el inspector Ngoc-Linh y a su lado un detective de particular. Los dos hombres fumaban. El inspector miraba preocupado el reloj. Eran las dieciocho y un minuto.
Los dos hombres observaron cómo Nhan entraba a la casa de departamentos y se miraron.
—Puede ser ella —dijo el inspector y bajó del auto—. Espere aquí.
Nhan subió corriendo la escalera hasta el segundo piso. Se detuvo un momento frente a la puerta del departamento para tranquilizarse. No debía asustar a sus hermanos. Iba a ser muy difícil explicarles que se iba. Debería convencerlos bien de que así era muy feliz. La querían mucho. Si se convencían de que era realmente su felicidad, no les importaría mucho que los dejara.
Intentó ensayar una sonrisa. Los músculos de su cara estaban tan tensos que la sonrisa resultó dolorosa. Giró el pestillo, empujó la puerta y penetró al living.
La vista de un hombre extraño en medio de la habitación la hizo detenerse en seco. En el cuarto no había nadie más. No necesitó que le dijeran que ese hombre era de la Policía de Seguridad. La pobre vestimenta europea, el rostro inexpresivo, la expresión brillante y alerta de los ojos no podían pertenecer sino a un miembro de la Policía de Seguridad.
Se quedó parada, con la sensación de que al corazón le faltaba sangre y que su cuerpo se helaba.
—¿Usted es Nhan Lee Quon? —preguntó el hombre con voz dura e impersonal.
Trató de decir algo pero no pudo articular ningún sonido. Tuvo conciencia de unos pasos rápidos por el corredor, luego el inspector Ngoc-Linh entró a la habitación.
Lo reconoció. El inspector era muy conocido en Saigón. Recordó lo que le había dicho el hombre que decía la buenaventura. Los dos próximos días serán los más críticos de su vida.
—¿Usted es Nhan Lee Quon? —preguntó el inspector mirándola—. ¿Es taxi-girl en el Paradise Club?
—Sí.
Obligó a salir de sus labios a esa palabra.
—Tendrá que venir conmigo —agregó el inspector.
Señaló hacia el detective quien se adelantó y abrió la puerta. Salió al corredor y quedó esperando.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó Nhan.
El inspector se acercó a la puerta del dormitorio.
—Venga conmigo.
—¿No puedo ver a mi madre y a mis hermanos? —preguntó Nhan.
—Ahora no, después —la tomó del brazo y la sacó del cuarto.
El detective iba delante. Nhan lo seguía, y el inspector cerraba la fila.
A Nhan le costó bajar la escalera. Temblaba con violencia. En un momento dado se tambaleó y el inspector la tomó del brazo. Siguió sosteniéndola hasta que llegaron al hall, luego la soltó.
El detective encabezaba la marcha hacia el auto y abrió la puerta posterior. Nhan entró al coche y el inspector se sentó a su lado.
Varias personas se detuvieron a mirar. Sabían que el coche pertenecía a la Policía de Seguridad. Se preguntaban qué harían con Nhan los detectives.
El coche arrancó y se encaminó rápidamente hacia las oficinas de la Policía. Eran las dieciocho y diez.
Nhan estaba acurrucada en un rincón. Su mente estaba paralizada por el terror. ¿Qué le pasaría ahora? ¿Volvería a ver a Steve alguna vez?
El coche sólo demoró dos minutos en llegar a la Policía. En cuanto el coche estacionó en el patio, el inspector bajó.
—Venga —dijo.
Nhan salió. Sentía las piernas tan débiles que se hubiera caído si el inspector no la toma del brazo. La hizo cruzar una puerta, recorrer un pasillo, empujándola con rudeza hacia adelante.
Al final del corredor había una puerta. El inspector golpeó la puerta, la abrió y empujó a Nhan dentro de la oficina del coronel On-dinh-Khuc.
El coronel sentado frente al escritorio, esperaba. Al lado de la ventana en otro escritorio estaba Lam-Than ocupado con un legajo de papeles. Ni se molestó en levantar la vista cuando Nhan entró.
Nhan se quedó mirando al coronel, sintiendo sobre la piel el escozor del terror.
El inspector la empujó hasta frente al escritorio.
—Nhan Lee Quon —dijo.
El coronel miró su reloj pulsera. Eran las dieciocho y catorce minutos.
—Llegó tarde —dijo.
El inspector no contestó nada. Hubo una pausa, después el coronel con la mano le hizo señas de que se retirara. El inspector salió de la habitación, cerrando con suavidad la puerta.
El coronel se quedó un momento mirando a Nhan, luego se echó hacia adelante, apoyando las manos gordas sobre el secante.
—¿Usted es Nhan Lee Quon?
Nhan asintió con la cabeza.
—¿Trabaja como taxi-girl en el Paradise Club?
Volvió a asentir con la cabeza.
—¿Tiene relaciones con un americano, Steve Jaffe?
El corazón se le encogió. Al escuchar el nombre de Steve recuperó valor. Por primera vez desde que había entrado al departamento y encontrado al detective, su mente empezó a funcionar. Ese hombre sentado frente al escritorio, quería saber dónde estaba Steve. Tendría que tener mucho cuidado con lo que decía. Le ocurriera lo que le ocurriese ese hombre no debía encontrar a Steve.
—Sí.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
Vaciló, luego dijo:
—El domingo por la noche.
—¿No lo vio desde entonces?
—No.
—¿Ahora dónde está?
—No sé.
El coronel hizo un movimiento de impaciencia.
—Le pregunté dónde está.
—No sé —esta vez no hubo cavilación.
—¿Dónde estuvo esta tarde?
Cuidado, Nhan, se dijo. Cuidado, mucho cuidado.
—Salí a caminar.
—¿Adónde fue?
—A caminar no más.
El coronel buscó un cigarrillo. Lo encendió mientras miraba fijo a la joven.
—Escúcheme —le dijo—. Sé que me está mintiendo. Trato de encontrar al americano. Usted sabe dónde está. Si me lo dice, cuando lo hayamos encontrado, la soltaré y podrá volver a su casa. Si no me lo dice la obligaré a hablar. Para el Estado es importante encontrar al americano. Para el Estado no tiene ninguna importancia lo que le pase a usted. Hay muchos modos para hacer que la persona más obstinada nos diga lo que queremos saber. Se evitará muchos sufrimientos si nos dice la verdad ahora en seguida. Si es obstinada, la pondré en manos de hombres que son especialistas en hacer hablar a la gente. ¿Ha comprendido?
Dentro de veintinueve horas, pensó Nhan, Steve estará a salvo. Si puedo guardar silencio hasta entonces, ya no lo podrán alcanzar. ¡Veintinueve horas! El pensamiento de esas largas horas que se extendían frente a ella como una eternidad la llenó de fría desesperación.
—¿Ha comprendido? —preguntó el coronel.
—Sí.
—Muy bien —se echó todavía más hacia adelante—. ¿Dónde está el americano Jaffe?
Nhan levantó la cabeza y miró fijo esos ojos negros que la miraban.
—No sé.
El coronel aplastó el cigarrillo, luego apretó un timbre que había en un costado del escritorio.
Hubo una larga pausa mientras el coronel empezó a revisar unos papeles, que tenía sobre el escritorio. Lam-Than se levantó y le trajo el legajo. Lo puso muy cerca de la mano del coronel.
—No necesita más que firmarlo, señor —dijo—. No tiene mayor importancia.
Nhan sintió que le corrían las lágrimas. Se las enjugó con el dorso de la mano. El ruido de una puerta al abrirse la hizo endurecerse. Los dos hombrecitos que ahogaron a Dong Ham en un balde de agua, entraron. Se detuvieron en cuanto entraron, esperando.
El coronel firmó el papel y le tendió el legajo a Lam-Than quien volvió a su escritorio, luego miró a los dos hombrecitos.
—Esta mujer tiene información que necesito rápido —dijo—. Llévensela y destruyan su obstinación. Apúrense, pero cualquier cosa que le hagan para hacerla sufrir, fíjense bien que no se muera.
Cuando los dos hombrecitos se le acercaron, Nhan empezó a gritar.
El coronel On-dinh-Khuc estaba concluyendo de comer su comida de Cha Gio y carne de cangrejo rociada con vino chino tibio. De cuando en cuando echaba una mirada al reloj de oro del escritorio. Eran las veintiuna y veinte.
Hacía tres horas que la mujer estaba en manos de sus hombres. Le sorprendía el hecho de que la información que esperaba no se le hubiera suministrado todavía. Hasta ahora sus hombres fueron capaces de obtener información de sus víctimas con mucha rapidez. La espera lo irritaba, pero tenía mucha confianza en sus hombres. Era esa mujer y su ridícula obstinación lo que lo irritaba. Hizo una mueca gruñona. Bueno, estaría pagando caro la obstinación. Sus hombres no tenían piedad. No le hubiera gustado ser la mujer que tenían en sus manos.
Puso de lado el tazón y alcanzó una manzana. La lustró contra la manga antes de clavarle los dientes. Masticaba lentamente, saboreando el gusto de la manzana cuando oyó un golpecito en la puerta y entró Lam-Than.
—La mujer está ahora dispuesta a hablar —dijo—. ¿Quiere interrogarla personalmente?
El coronel dio otro mordisco a la manzana.
—Se ha demorado bastante, ¿qué grado de severidad se utilizó?
—El máximo —contestó Lam-Than—. Sabiendo que usted quería la información rápido, se la sometió a continua presión. Ha cedido hace unos momentos.
El coronel terminó la manzana, después empujó la silla hacia atrás y se levantó.
—La interrogaré yo mismo —dijo—. Vamos. Salieron de la oficina, caminaron por un corredor y bajaron un tramo de escalera hasta la habitación donde se interrogaba a los prisioneros.
Era un cuarto pequeño: las paredes y el piso eran de azulejos blancos. Una mesa de metal, con las patas engrampadas al piso, estaba ubicada debajo de una poderosa lámpara que colgaba del techo.
Nhan estaba acostada sobre la mesa, las muñecas y los tobillos sujetos con correas. Los ojos estaban cerrados. El rostro demacrado y ojeroso era de un color amarillo verdoso. Respiraba con dificultad con suspiros temblorosos y cortos.
Los dos hombrecitos estaban acurrucados uno al lado del otro lejos de la joven. Los dos parecían cansados y aburridos. Se levantaron cuando entró el coronel.
Este se acercó a Nhan y se quedó mirándola.
—¿Bueno? ¿Dónde está el americano Jaffe?
Nhan abrió los ojos lentamente: estaban empañados como si sólo estuviera a medias consciente. Balbuceó algo que el coronel no alcanzó a oír.
Uno de los hombrecitos se le acercó y le dio una cachetada. Abrió los ojos más grandes y pareció reaccionar algo. Las lágrimas le corrían por la cara.
—¿Dónde está el americano Jaffe?
La continua tortura a que la habían sometido y la agonía resultante le advirtieron a Nhan que una posterior resistencia estaba fuera de la cuestión. Podría, se dijo, ser capaz de no hablar durante una hora, más quizás, pero antes o después, a menos que consiguiera un respiro, se entregaría y traicionaría a Steve. Sufriendo y resistiéndose ya le había ganado tres horas, pero las veintiséis horas restantes que se extendían por delante antes de que Jaffe estuviera a salvo, lo sabía muy bien, eran una prueba imposible de soportar; tenía que ganar tiempo. Tenía que «Convencer a ese hombre que se inclinaba sobre ella de que Steve estaba en alguna parte lejos de Thudaumot». Mientras lo fueran a buscar a ese lugar, ella podía llegar a reponer fuerzas para resistir el nuevo ataque a su cuerpo tembloroso.
—En Dalat —susurró y cerré los ojos.
Algunos meses antes Steve la llevó a pasar un fin de semana a Dalat: un punto de veraneo en las montañas donde la gente iba para escapar del calor de la ciudad. Lo recordaba lo suficiente como para poder mentir al respecto.
—¿Dónde en Dalat? —preguntó el coronel de mal modo.
—En una casa.
—¿De quién es la casa?
—De un americano.
—¿Dónde queda esa casa?
—Es la tercera al lado de la estación de ferrocarril; tiene el techo colorado y un portón amarillo —dijo Nhan manteniendo los ojos cerrados, aterrada de pensar que se dieran cuenta de que mentía.
El coronel hizo una profunda inspiración.
—¿Está ahí ahora?
—Sí.
El coronel se inclinó más sobre Nhan, los ojitos le brillaban. Murmuró de manera que sólo Nhan pudiera oírle.
—¿Tiene ahí las piedras?
—Si.
El coronel se enderezó.
—Vamos —le dijo a Lam-Than—. Ya he perdido mucho tiempo. Voy a Dalat inmediatamente.
Lam-Than miraba a Nhan.
—Puede haber mentido para ganar tiempo —dijo.
El rostro del coronel se ensombreció.
—¡No se atrevería! ¡Si ha mentido la voy a hacer pedazos! —Agarró con fuerza un brazo de Nhan y la sacudió.
—¡Escúcheme! —gruñó el coronel—. ¿No me está mintiendo? Mejor es que me diga la verdad. Si descubro que ha mentido, se va a arrepentir.
Nhan sacudió la cabeza débilmente.
Se forzó para decir con voz temblorosa:
—Es la verdad. Está en Dalat.
El coronel apartó al hombrecito.
—No miente —dijo—. Ya le dieron bastante. Ha sido una estúpida en resistirse tanto tiempo —empezó a dirigirse hacia la puerta, luego se detuvo y miró a los dos hombrecitos—. Denle agua y déjenla descansar. Apaguen la luz. Estaré de vuelta dentro de unas diez horas. Entonces decidiré qué se hará con ella.
Nhan empezó a sollozar en forma convulsiva. ¡Diez horas! Diez horas de descanso y todavía diez y seis horas más para soportar; ¿podría mantenerse?
De vuelta en la oficina, el coronel le dijo a Lam-Than que llamara al inspector Ngoc-Linh.
—Voy a ir con él a Dalat —dijo el coronel—. Cuando matemos al americano y tenga los diamantes, eliminaré al inspector. Diré que el americano le disparó un tiro y que tratando de defender al inspector, me vi obligado a matar al americano.
—Puede que no encuentre allí al americano —dijo Lam-Than—. Sigo pensando que pudo mentirle.
—Estará allí —gruñó el coronel—. Su pesimismo me cansa. La muchacha no mentía.
Lam-Than se inclinó. No estaba convencido. Salió a buscar al inspector.