NHAN había pasado una mala noche. Tuvo un sueño que la aterrorizó.
En cuanto mandó sus tres hermanos al colegio y antes de que su tío se levantara de la cama, tomó un pousse-pousse hasta la Tumba del Mariscal Le-van-Duyet. En la entrada compró un surtido de verduras y flores para entregarlas como ofrenda. Entró al templo y depositó su ofrenda entre las otras que ya había sobre la mesa larga.
Se arrodilló y rezó unos momentos, y luego con la mente más en calma, compró dos velas, las encendió y las colocó en un candil ya repleto de velas.
Después arrodillándose, levanto un carcaj que contenía una cantidad de varillitas de madera, cada una con un número. Con mucho cuidado y tranquilidad empezó a sacudir el carcaj con las dos manos hasta que una de las varillitas saltó y cayó en el piso de piedra. Miró el número y vio que era el 16. Fue hasta una pared donde había un recuadro con números y de una especie de palomar con el número 16 sacó un rollito de papel rosado.
Tomó el papel y se lo llevó a un viejo que estaba sentado a la entrada de la tumba. Era uno de los cinco hombres que se ubicaban allí para decir la buenaventura. Leyó lo que estaba escrito en el papel y se quedó mirando unos minutos a Nhan. Era el mejor y el más bueno de todos los que decían la buenaventura y Nhan le tenía mucha fe.
Le dijo a Nhan que debería tener mucho cuidado en todo lo que hiciera en los próximos dos días. Esos dos días le dijo, serán los más críticos de su vida. Después que pasen, ya no tendría que temer, pero sería mejor que se volviera a su casa y rezara, y se quedara rezando hasta que trascurrieran los dos días.
En vez de volver a su casa, Nhan tomó el ómnibus de las nueve para Thudaumot. Sentía urgente necesidad de estar con Steve y de sentirse abrazada por Jaffe podía, tenía esa sensación, proporcionarle consuelo y más esperanza que la oración.
Cuando el ómnibus salía del Mercado Central para Ludaumot, el teniente Hambley llegaba a su oficina. Sobre el escritorio encontró una cantidad de datos contestaciones para un amplio informe referente a hurtos en los aprovisionamientos de la embajada. El informe y los datos le tendrían totalmente ocupado por lo menos durante dos días, y cuando se puso a trabajar, se acordó que debía ir hasta la Tumba del Mariscal Le-van-Duyet para hablar con el tío dé Nhan Lee Quon.
Bueno, yo no puedo hacer todo, se dijo. Le daré el nombre de la bailarina a Ngoc-Linh y que la busque.
Cuando a las once el secretario le trajo una taza de café, hizo una pausa en el trabajo y llamó por teléfono al inspector.
—Su teoría de que Jaffe era un degenerado es demasiado estrafalaria —dijo cuando el inspector estuvo al habla—. He conversado con amigos de Jaffe y no hay ninguna prueba de que fuera maricón ni de que persiguiera a las mujeres. Tiene una querida. Será mejor que usted hable con ella. La muchacha le dirá que no era nada de eso.
El inspector, mientras lo escuchaba, tenía los ojos entornados de exasperación.
—Si pudiera encontrar a la muchacha, teniente —le dijo controlando la irritación—, con toda seguridad hablaría con ella, pero no sé quién es ni dónde puedo encontrarla.
Hambley se sonrió.
—Me sorprende, inspector: Yo no tuve ningún problema para descubrir quién era. El nombre me lo dio esa china que estaba con Wade. Fue muy fácil.
El inspector se echó hacia adelante, prendido del teléfono.
—¿Y quién es?
—Es una taxi-girl del Paradise Club —contestó Hambley—. Se llama Nhan Lee Quon. No sé dónde vive, pero sé que el tío dice la buenaventura en la Tumba del Mariscal Le-van-Duyet. Él podrá decirle dónde encontrarla.
El inspector hizo una profunda inspiración.
—Gracias teniente, voy a hacer lo que usted dice —y colgó.
Durante un buen rato se quedó inmóvil, mirando al frente. Luego levantó el teléfono y llamó al coronel On-dinh-Khuc. Le dijo que sabía quién era la chica de Jaffe.
—Yo mismo la interrogaré —dijo el coronel con un tono desagradable en la voz—. Arréstela sin barullo. Tráigamela inmediatamente.
Al inspector no le tomó mucho tiempo averiguar la dirección de Nhan. En la oficina había un registro de todas las taxi-girls. El inspector llamó a dos policías vestidos de civil y fue con ellos hasta la casa de Nhan. Dejando el auto a la vuelta de la esquina, se dirigió caminando con uno de los hombres hasta la casa de departamentos.
La madre de Nhan abrió la puerta.
Su hija había salido, le dijo al inspector. No sabía adónde fue. Estaría de vuelta a mediodía y si no con seguridad a las dieciocho.
El inspector dejó un hombre dentro del departamento. Le ordenó que esperara hasta que llegara Nhan y que mientras tanto la madre de la muchacha no debía salir bajo ningún pretexto.
Cuando el inspector se fue, el hombre se sentó en un banco al lado de la puerta y encendió un cigarrillo. La madre de Nhan se acurrucó mirándolo con terror. Después de un rato el hombre se aburrió de fumar. Cerró la puerta con llave y empezó a revisar todo lo que había en el departamento, abriendo y cerrando armarios, revolviendo cajones y vaciando su contenido mientras la madre de Nhan lo seguía observando.
Jaffe se sintió sorprendido y contento cuando se abrió la puerta del cuarto y entró Nhan. Le pareció cansada y por la forma de besarlo notó que estaba nerviosa. Se sentó en la cama y la hizo ubicarse a su lado recostándose en él, mientras la rodeaba con un brazo. Le contó la entrevista con Blackie. No mencionó al policía.
—Salimos mañana a la noche —le dijo—. Pasado mañana estaremos en Hong Kong.
Nhan vaciló antes de decir:
—¿No podemos esperar dos días más, Steve? Me parece que sería mejor. Consulté al oráculo esta mañana y los dos días próximos son malos para mí; Por favor, espera. Dentro de dos días más todo saldrá bien —lo miraba ansiosa con miedo de que se enojara y se fastidiara con ella, pero en cambio Jaffe sonrió.
—Mira, Nhan, sí vas a ser ciudadana americana, tienes que dejar de ser supersticiosa; todo eso es una tontería, pura superstición. Los oráculos están muy bien para una pequeñita taxi-girl vietnam esa, pero no para una ciudadana americana.
—Comprendo —dijo Nhan con impotencia. Quería tanto ganarse la aprobación de Steve y hacerle buena impresión. De repente tuvo la seguridad de que nunca vería a Hong Kong. ¿Acaso no le había dicho ese viejo que los dos próximos días eran los más críticos de su vida?—. ¿No es posible esperar?
—No. Ya está todo arreglado —contestó Jaffe—. Ahora no te preocupes por nada. Todo saldrá bien. Se recostó en la cama y empezó a besarla.
Nhan cerró los ojos y trató de aflojar la tensión con sus caricias, pero su mente estaba atravesada por el mismo temor que podía sentir una laucha que tratara de escapar de las garras de un gato.
—Mira, ¿por qué no te quedas conmigo? —dijo Jaffe—. ¿Para qué vas a volver a Saigón? Saldremos mañana por la noche. ¿Te quedarás?
Se apoyó sobre un codo y se inclinó sobre Nhan, dibujando lentamente con un dedo el contorno de la nariz de Nhan, rozándole los labios y acariciándole el mentón mientras ella lo miraba.
—No puedo quedarme —le contestó sacudiendo la cabeza—. Tengo que decirle a mi madre que me voy. Tengo mucho que hacer todavía. Arreglar mis cosas. No me puedo ir sin despedirme de mis hermanos.
¡La familia! Pensó Jaffe con fastidio. Es como una bola de hierro encadenada a la pierna de un hombre que trata de correr. Es una manta que ahoga los impulsos.
Se sentía contento de no tener familia; ni madre para avisarle que se iba, ni hermanos para decirles adiós.
Se encogió de hombros y en su rostro se notó el fastidio.
—Bueno, está bien. Es tu familia. Blackie irá a buscarte a tu departamento mañana a las veintidós. Vendrás con él. Ya está arreglado.
—Estaré lista —contestó Nhan.
—Nos encontraremos a las veintitrés en el templo destruido y nos llevarán a algún lugar donde el helicóptero pueda aterrizar. En cuanto lleguemos a Kratie, estaremos a salvo.
Como el presentimiento del peligro iba en aumento y persistía en obsesionarla, tomó con suavidad la cara de Jaffe entre las dos manos y sonriéndole dijo:
—¿No podríamos ahora hacer un poquito el amor, Steve…? Sería la última vez… —hizo una pausa, luego continuó—, antes de llegar a Hong Kong.
Steve la miró, extrañado.
—¿Todavía estás asustada, no? —le dijo y empezó a desvestirla—. No tienes que estar asustada. Todo va a salir muy bien. Lo sé. Debes tenerme confianza.
Se le entregó como nunca se le había entregado antes. Era como si con desesperación estuviera tratando de expresarle el amor que sentía por él de tal manera que pudiera dejarle en la mente una marca indeleble; algo que siempre le hiciera recordarla a través de los años por venir y que debería vivir sin ella.
Mientras Nhan iba en el ómnibus hacia Thudaumot y el teniente Hambley hablaba por teléfono con el inspector Ngoc-Linh, Blackie llevaba en el coche a su hermano hasta el aeropuerto.
Charlie había tenido la suerte de obtener asiento en el Dakota que saldría a las veintidós hacia Phnom-Phen. Con anterioridad había enviado un telegrama a Lee Watkins; el piloto que trabajaba en la carrera del opio, pidiéndole que lo esperara en el aeropuerto de Phnom-Phen.
Mientras el coche grande americano corría por el camino, los dos hermanos guardaban silencio, pero sus mentes trabajaban.
De pronto dijo Blackie:
—Watkins tiene que conocer un lugar seguro para aterrizar. Debe ser cerca de Thudaumot. No quiero hacer un viaje largo con Jaffe; sería demasiado arriesgado.
Charlie asintió con la cabeza.
—Lo arreglaré —hizo una pausa mientras Blackie disminuía la velocidad y se hacía a un costado para pasar dos búfalos que iban por el camino, luego cuando Blackie aceleró, continuó—: Ha llegado el momento de decidir cómo le sacaremos los diamantes al americano cuando salga de aquí.
—Estuve pensando en eso —dijo Blackie—. No me parece muy seguro dejarlo llegar a Hong Kong con los diamantes. El momento de sacárselos será cuando llegue a Kratie.
Charlie lo pensó. Se dio cuenta de que Blackie tenía razón. Sería casi imposible quitarle a Jaffe los diamantes cuando llegaran a Hong Kong, pero en Kratie, sería muchísimo más sencillo.
—Sí, Una vez que las piedras estén fuera de Vietnam, no tiene importancia. Después de hablar con Watkins buscaré a alguien a quien le pagaré para le se encargue de Jaffe.
Blackie había estado madurando ese problema durante las primeras horas de la mañana. Había llegado una cierta conclusión. Vacilaba en decírselo a su hermano, pero después de una pausa, se obligó a hablar:
—No podemos confiar eso a ningún extraño, Charlie. Podría robarse las piedras. Sugiero que vayas con Jaffe a Kratie —volvió a hacer una pausa—. Le sacarás los diamantes.
Charles titubeó.
—Eres más joven y más fuerte, Blackie —dijo—. Me parece que tú deberías hacerlo.
—Yo también pensé eso —dijo Blackie—, pero hay muchas complicaciones. ¿Cómo haré para volver? No podemos pretender que Watkins haga otro viaje pera traerme. No tengo visa para Cambodia como tienes tú. Tendría que entrar a Hong Kong con los diamantes. No, lo siento Charlie, pero tendrás que hacerlo.
—Ese americano es peligroso —dijo Charlie, enderezándose molesto—. A lo mejor no se los puedo sacar.
—También lo pensé —contestó Blackie—. Hay que prevenir todo. La mejor forma me parece ésta: le dirás al americano que deberán aterrizar en las afueras de Kratie. Que allí habrá un coche esperándolo que lo llevará al aeropuerto para ir a Hong Kong. Arreglarás con Watkins para que aterrice en algún lugar solitario. Además conseguirás un auto que te espere allí. Necesitarás un revólver con silenciador. Cuando Watkins se haya ido irás con Jaffe hasta donde espera el coche. Debe ser en el camino, a poca distancia de donde aterricen. Te las arreglarás de manera que Jaffe camine delante de ti. En el trayecto le disparas. No podemos correr riesgos, Charlie. Hay dos millones de dólares de por medio. Si lo detienes y tratas de quitarle los diamantes, Jaffe podría ganarte. Este plan no me gusta mucho, pero no hay otra alternativa. Cuando esté muerto le sacas las piedras y vas hasta el auto. Le dirás al conductor que el pasajero no pudo llegar.
Charlie consideraba lo que su hermano acababa de decir. Un asesinato no era algo extraño para él. Doce años antes mató a una mujer que le estuvo haciendo chantaje. No tuvo ningún escrúpulo en matarla. Con el pretexto de pagarle la cuota mensual del chantaje fue y la ahogó en la bañera. Se creyó que se había resbalado golpeándose contra la canilla y ahogándose.
La idea de asesinara Jaffe no perturbó a Charlie.
No había nada que no fuera capaz de hacer para conseguir esos dos millones de dólares, pero no era el mismo hombre de hacía quince años. Los nervios no eran tan firmes. Le acobardaba la idea de caminar en medio de una jungla oscura con un hombre tan peligroso como Jaffe. Si Jaffe sospechaba lo que iba a ocurrir y atacaba primero, tenía toda la posibilidad de ganar. Charlie no quería morir. Le habría gustado más algún plan mas seguro.
—Nos estamos olvidando de la bailarina —dijo—. Ella también estará allí.
—No lo he olvidado —contestó Blackie. Deliberadamente no había mencionado a Nhan. Quiso que su hermano se acostumbrara primero a la idea de un asesinato—. Ella también tendrá que ir. Lo siento, Charlie, pero no creo que el americano se vaya si la muchacha no va con él. Primero pensé si se podría arreglar de alguna manera para que ella no fuera, pero pensándolo mejor, sería demasiado arriesgado. Jaffe podría negarse a partir si no va con él. También habrá que eliminarla.
¡Dos asesinatos! pensó Charlie y sintió que empezaba a traspirar de miedo.
Visualizó la escena. Jaffe y la joven caminando adelante; él, siguiéndolos. Sacaría el revólver y le tiraría a Jaffe por la espalda. Jaffe caería. Podría no estar muerto, pero por lo menos sería inofensivo. ¿Qué haría la muchacha? Podría salir corriendo. Estaría oscuro. Si empezaba a correr antes de que pudiera apuntarle con el revólver podría escaparse. Sería un grave inconveniente.
Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Blackie agregó con suavidad:
—Está enamorada del americano. Cuando éste caiga, se le acercará. Será muy fácil el segundo tiro, Charlie.
—Parece que has pensado en todo —contestó Charlie, con una nota de amargura en la voz—. Hubo un tiempo en que era yo quien pensaba por los demás.
Blackie no contestó nada. Ahora todo dependía de que Charlie quisiera hacerlo. Pues él no se animaba a matar. Sabía que Charlie ya tenía en sus manos un asesinato. Y sabía que él nunca sería capaz de matar a Jaffe y a Nhan. Esa era otra de las diferencias entre él y Charlie; había en Charlie una veta de crueldad que Blackie le envidiaba.
Ahora ya tenían el aeropuerto a la vista.
—El arreglo —dijo Charlie—, es demasiado desparejo. Tú no corres ningún riesgo, Blackie. Yo tengo que hacer todo el trabajo y correr todos los riesgos. Cuando encuentren los cadáveres, Watkins sospechará que los maté. Podría tratar de hacerme un chantaje.
—Y a tu vez tú también puedes hacerle chantaje —contestó Blackie—. Le pueden dar diez años por llevar opio a Bangkok. No tienes que preocuparte por Watkins.
—Y está el conductor del auto.
—Arregla con Watkins para utilizar a uno de sus hombres. Así no tendrás que preocuparte.
Charlie se encogió de hombros. Iba a aceptar el plan, pero, estaba demostrando una cierta oposición para abrir el camino a un arreglo mejor.
—Si tengo que hacer todo eso —dijo—, debemos hacer un nuevo arreglo financiero. Si no corres ningún riesgo no deberías pensar en quedarte con la mitad del dinero. Me parece que estaría mejor si fuera un cuarto para tí y tres cuartos para mí.
Blackie había esperado que su hermano pidiera más dinero, pero las tres cuartas partes era, por supuesto, absurdo.
—Vamos a ser socios, Charlie —le dijo—. Quiero utilizar el dinero para instalar un salón de baile en Hong Kong, que deje ganancias para los dos. Estoy de acuerdo en que recibas más dinero, pero las tres cuartas partes no me parece razonable. Sugiero que retengas cincuenta mil dólares del capital, y el resto se divida por partes iguales.
—Entonces, digamos cien mil —contestó Charlie—, y el 60 por ciento de las ganancias del club.
Blackie vaciló, después se encogió de hombros. Si él hubiera tenido que hacer lo que Charlie debería hacer hubiera pedido mejores condiciones.
—Está bien —le dijo—. Estoy de acuerdo.
Charlie asintió con la cabeza. Estaba satisfecho. Cuando Blackie detuvo el coche frente a la entrada del aeropuerto, Charlie dijo:
—Estaré de vuelta mañana por la mañana. No te olvides del revólver.
Blackie no esperó a verlo partir. Volvió otra vez a Saigón sin darse cuenta de que lo siguieron hasta el aeropuerto y de que ahora lo seguían también dos detectives de la Policía de Seguridad. Cuando vieron a Blackie entrar al club, uno de ellos fue a hablar por teléfono al inspector mientras el otro se quedó esperando en el coche que había estacionado a pocos metros de distancia del club.
El detective no notó que acurrucado debajo de un árbol, Yo-Yo subía y bajaba su juguete mientras observaba al detective.
Yo-Yo había visto que los dos hombres siguieron en un auto a Blackie y a su hermano. Vio volver a Blackie solo siempre seguido por los dos detectives. La situación le interesó, y después de pensarlo unos minutos, se levantó y caminó hacia el club. Subió la escalera y entró al salón de baile.
Atravesó la pista y penetró en la oficina de Blackie sin llamar. Cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Blackie estaba tomando un vaso de té. Levantó la mirada. Cuando vio a Yo-Yo su rostro se hizo impasible.
—¿Qué pasa?
—Tengo cierta información para venderle —dijo Yo-YO—. Le costará cinco mil piastras, pero vale más, se lo aseguro.
—¿Qué información?
—Primero quiero el dinero.
—Puedes irte —le dijo Blackie, depositando el vaso de té—, antes de que te eche.
Yo-Yo sonrió con sorna.
—Se trata de la policía y de usted, Mr. Blackie. Es importante.
Blackie sintió de pronto helársele el corazón. No dudó mucho. Sacó la billetera y contó cinco mil piastras y por sobre el escritorio se las tendió a Yo-Yo.
—¿De qué se trata?
Yo-Yo recogió los billetes.
—Dos detectives de la Policía de Seguridad lo están siguiendo —le dijo—. Lo siguieron cuando salió esta mañana con Mr. Charlie. Lo venían siguiendo cuando volvió. Ahora están sentados afuera en el coche; un Citroën negro.
Blackie se quedó unos momentos mirando a Yo-Yo, después con visible esfuerzo, dijo:
—La próxima vez que vengas aquí, llama a la puerta. Ahora, vete.
Yo-Yo miró el dinero que tenía en la mano sucia y luego le hizo un guiño a Blackie.
—Algunos tienen buena suerte, otros no. Lo siento por usted Mr. Blackie —y se fue.
En cuanto cerró la puerta, Blackie se levantó rápidamente y se acercó a la ventana. Con cuidado espió a través de la persiana cerrada. Alcanzó a al ver Citroën. No podía distinguir quién estaba sentado adentro, pero era alguien que estaba fumando. Por la ventanilla abierta del coche subían espirales de humo de cigarrillo.
¿Qué significaría eso? se preguntó. ¿Por qué lo vigilaban? ¿Sospecharían que tenía contactos con Jaffe? ¿O lo vigilaban con la esperanza de que los llevara hasta Nhan? ¿O sería algo que no tenía nada que ver con Jaffe?
Se alejó de la ventana, sacando el pañuelo para enjugarse la cara. Por la espina dorsal le corría un pánico helado. Si no hubiera sido por esa rata de Yo-Yo, dentro de diez minutos habría salido a buscar el revólver y el silenciador. Si lo detenían con eso, le hubieran dado dos años.
Lentamente volvió al escritorio y se sentó. Sería mejor que se quedara en la oficina, se dijo. Yu-Lan podría ir a buscar el revólver. Pensó con envidia en Charlie, a salvo en el Dakota que lo llevaba a Phnom-Phen. ¿Le avisaría a Charlie que la policía lo vigilaba? Vaciló, después decidió esperar un poco. A lo mejor no tenía nada que ver con Jaffe. A lo mejor alguien había charlado de ese manejo de cambio de dinero que hizo hacía unas dos semanas. Quizás por eso lo vigilaban.
Se levantó, se acercó a un armario y se sirvió una buena dosis de whisky, después volvió al escritorio y escribió una nota. De la billetera sacó varios billetes que puso en un sobre con la carta, cerró el sobre y escribió la dirección.
Entonces fue hasta el salón de baile donde Yu-Lan estaba arreglando unas flores.
—Llévale esta carta a Fat Wo —le dijo Blackie—. Lleva una canasta de compras. Compra algunas frutas y verduras. Fat Wo te dará un paquete. Coloca el paquete debajo de la fruta y la verdura y después te vuelves.
—¿Qué hay en el paquete? —preguntó Yu-Lan con mirada ansiosa.
—No es asunto tuyo —dijo Blackie—. Tienes que ir en seguida. Es una cuestión muy urgente.
Yu-Lan vaciló, después viendo que no estaba de humor para tolerar una desobediencia, salió a buscar el canasto de compras.
Blackie volvió a la oficina. Terminó el whisky y le sintió menos nervioso. Se paró cerca de la ventana observando cómo Yu-Lan caminaba por la calle hacia el restaurante de Fat Wo. Nadie la siguió. El hombre del Citroën seguía fumando. Blackie esperó en la ventana. Veinte minutos después, vio volver a Yu-Lan, con la canasta llena de verdura. La esperó en la puerta del club.
—¿Lo trajiste? —preguntó.
Yu-Lan depositó la canasta, levantó algunas verduras y sacó un paquete muy bien envuelto en papel madera y atado con un piolín.
—¿Qué está pasando? —preguntó Yu-Lan—. Estoy preocupada. Estás planeando algo. ¿Puedo saber de qué se trata?
Tomó el paquete.
—No —le dijo—. Es un asunto de hombres.
Volvió a la oficina, cerró la puerta y le puso llave, después abrió el paquete. Le gustó la automática 38 con el gran silenciador. Controló la cámara, después se acercó a la caja fuerte, y guardó el arma adentro.
Dos días más, pensó, antes de tener los diamantes. Le parecía que eran una eternidad. Volvió a acercarse a la ventana y espió por entre la persiana. El Citroën seguía allí.
Mientras vigilaba al coche y se preguntaba qué podría significar esa actitud policial, el inspector Ngoc-Linh estaba parado ante el escritorio del coronel On-dinh-Khuc, dando un informe respecto al policía encontrado muerto en una zanja del camino de Thudaumot.
Eran las quince y media. El cadáver del policía acababa de ser encontrado. Había desaparecido desde que salió del puesto policial a las veintidós y media de la noche anterior. Se le había encargado que vigilara el coche de Blackie Lee. El inspector no se podía explicar si lo mataron los bandidos o si lo mató Jaffe.
El coronel no tenía interés en el policía muerto.
Durante la mañana había mantenido una conversación inquietante con Lam-Than. Este le advirtió que le estaban moviendo el piso. Uno de los espías de Lam-Than en la presidencia le había contado que el grupo que hacía oposición al coronel había convencido finalmente al presidente para que tomara medidas contra él. Para fines de la semana ya no seria Jefe de la Policía de Seguridad. Lo hubieran destituido inmediatamente pero el hombre que debería reemplazarlo estaba en París, y hasta que no volviera dentro de tres días, no se podría tomar ninguna medida contra el coronel.
¡Tres días! pensaba el coronel mientras escuchaba el informe del inspector. Si el rumor era cierto, sólo tenía tres días más para conseguir los diamantes y salir del país.
—¿Dónde está la taxi-girl? —dijo—. ¿Hasta cuándo tengo que esperar?
—La muchacha volverá a su casa a las dieciocho —contestó el inspector—. A las dieciocho y diez, señor, estará en esta habitación.
El coronel se quedó mirándolo, le brillaban los ojos.
—Tendrá que ajustarse a esa declaración —dijo—, la muchacha no está aquí a las dieciocho y diez, usted lamentará haber nacido.
Hubo una pausa, luego el inspector agregó:
—Ese hombre, Blackie Lee, llevó a su hermano al aeropuerto esta mañana. El hermano viajó a Phnom-Phen. Tiene pasaje de vuelta y llegará aquí mañana por la mañana. Esos dos hombres saben algo de Jaffe. Respetuosamente le sugiero que ahora deben arrestarlos e interrogarlos.
El coronel sacudió la cabeza.
—Todavía no —le dijo—. Tráigame la muchacha. Ella me dirá lo que quiero saber. Tráigame la muchacha.