BLACKIE LEE volvió al club un momento antes de las veintidós. Había tenido todo el éxito que se pudiera esperar en la venta de los diamantes. Luego de una pelea que duró dos horas, vendió finalmente las piedras por dos mil novecientos dólares americanos. Guardó el dinero en la caja fuerte, y después pasó por el salón de baile para hablar unas palabras con Yu-Lan antes de salir para Thudaumot.
Mientras atravesaba el hall hacia la mesa del rincón donde ella siempre se sentaba, notó con satisfacción que la pista de baile estaba repleta.
Cuando llegó a la mesa de Yu-Lan, se detuvo, levantando las cejas. Yu-Lan le dijo que Charlie se había ido a la cama.
Asintió con la cabeza.
—Voy a tener una noche muy ocupada. No podré volver antes de la una.
No le había contado nada a Yu-Lan de lo que proyectaban hacer con Charlie. No acostumbraba a contarle ciertas cosas a su mujer; pero Yu-Lan se dio cuenta de que en el ambiente flotaba algo importante y estaba preocupada. Sabía que era inútil hacerle preguntas o prevenir a Blackie. Siempre hacía su voluntad.
Blackie salió del club y caminó hasta donde tenía el coche estacionado.
Dos vietnameses, vestidos con humildes trajes europeos, estaban sentados en un coche estacionado a muy poca distancia del de Blackie. Fumaban y conversaban. Cuando Blackie salió del club uno de ellos codeó al otro. Su compañero, sentado frente al volante, apretó el arranque en cuanto Blackie arrancó con su coche.
Siguieron a Blackie por entre el tránsito pesado hasta que llegaron a la ruta Bien Hoa-Thudaumot. Eran experimentados oficiales de policía y sabían, que a esas horas de la noche, habría muy poco tránsito par el camino y por lo tanto Blackie en seguida se dada cuenta de que lo seguían. Tenían estrictas instrucciones del inspector Ngoc-Linh de que Blackie no sospechara que lo vigilaban.
El conductor disminuyó la marcha, dejando que Blackie se adelantara y en uno o dos minutos, perdieron de vista al coche. El conductor se apuró entonces por llegar al teléfono policial más cercano y desde allí llamó al puesto policial de camino de Bien Hoa. Le describió al patrullero el coche de Blackie y le dio el número de la patente. Le indicó que siguiera al coche durante un corto trecho y luego alertara a todos los puestos policiales de la ruta para que tuvieran listos a policías en bicicleta con el fin de tener al coche vigilado hasta que llegara a destino.
Una vez en la ruta desierta, Blackie tomó la precaución de observar continuamente por el espejo para estar seguro de que no lo seguían: No tenía ningún motivo para pensar que así lo hicieran, pero no quería correr riesgos.
No vio al patrullero en motocicleta a unos doscientos metros detrás porque el patrullero viajaba sin luz.
Blackie debería detenerse en el puesto policial Thudaumot-Bien Hoa que ya fuera reparado. El policía de turno controló sus documentos, después lo despidió. Observó que Blackie doblaba hacia la izquierda y se adelantaba hacia Thudaumot. Kilómetro y medio más adelante ya había un policía en bicicleta esperándolo. El policía fue hasta el puesto policial y habló por teléfono al puesto de Thudaumot, advirtiéndoles que Blackie se dirigía hacia allí.
Eran exactamente las veintitrés cuando Blackie enfiló por el sendero abandonado cubierto de pasto que conducía al templo.
El policía que pacientemente esperaba quinientos metros más adelante, vio de pronto desaparecer los faros del coche de Blackie. A esa altura del camino el campo era llano y sin árboles. La torre destruida del templo, oscura y desdibujada contra el cielo, era el único mojón que podía ver el policía, pero su vista aguda divisó el reflejo de las luces posteriores del coche de Blackie que se zarandeaba sobre los baches, y se dio cuenta de que Blackie había salido de la ruta para dirigirse hacia el templo.
Se trepó a la bicicleta y pedaleó velozmente por el camino. Blackie enfiló el coche por entre los portones del templo y se detuvo. Vio salir de la oscuridad a Jaffe quien caminando se dirigía hacia allí. Se quedó en el coche esperando.
Jaffe abrió la otra puerta del coche y se sentó a su lado.
—¿Bueno? —su voz era incisiva—. ¿Qué pasa? Dentro de unos instantes, pensó Blackie, sabré si encontró todos los diamantes. Se daba cuenta de que tenía las manos húmedas de sudor por la agitación y sacando el pañuelo se las enjugó antes de decir:
—Llegó mi 6hermano. Como lo esperaba, puede ayudarlo. ¿Le dijo Nhan que precisábamos más dinero?
Jaffe hizo un movimiento de enojo con sus manos grandes.
—¡Ya tiene dinero! ¡Ya le di mil dólares! ¿De dónde diablos se cree que puedo sacar más dinero?
Blackie dio un respingo.
—Necesitamos otros dos mil dólares —dijo—. En cuanto los tengamos, podremos irnos.
Jaffe lo miró fijo.
—¿Cómo harán?
—Mi hermano conoce un piloto de Laos. Lo sacará de aquí en helicóptero y lo llevará a Kratie. Desde Kratie, será muy sencillo volar a Hong Kong. Podríamos arreglar para hacerla salir pasado mañana.
Jaffe se sintió más aliviado. Hizo una profunda inspiración. ¡Al fin eso tenía otro aspecto! Durante dos días y dos noches estuvo encerrado en un cuartito caluroso y tan aburrido que estaba a punto de ponerse hecho un histérico. Le costara lo que le costase, estaba decidido a irse.
—¿El piloto es de confianza? —preguntó y Blackie percibió la ansiedad de su voz.
—Mi hermano lo conoce mucho. Puede tenerle confianza, pero quiere más dinero por adelantado. Por lo menos tres mil dólares.
—Páguele —dijo Jaffe—.· Yo arreglaré con usted en Hong Kong.
—Lo siento, Jaffe, pero no puedo hacerlo —contestó Blackie con decisión—. Si usted no puede darme dos mil dólares más, entonces retiro mi ayuda.
Jaffe hubiera querido saber el valor de los diamantes más chicos. A lo mejor, podría estar desperdiciando una pequeña fortuna al entregar esas piedras, pero no tenía otra alternativa. El tono decidido de la voz de Blackie le advirtió que éste tenía la última palabra.
—Tengo otro diamante más —le dijo—. Vale mil dólares. Le deberé el resto.
Blackie sacudió la cabeza.
—Lo siento. No me gusta recibirlos. Me costó bastante vender los otros dos que me dio.
—¿Cuánto sacó? —preguntó Jaffe.
—Un poco menos de mil dólares —mintió Blackie—. Si esa piedra que me está ofreciendo es igual a las otras dos, la cantidad que se saque no será suficiente.
Jaffe había llevado con él dos de las gemas, pero envueltas por separado cada una en un pedacito de papel. Sacó uno de los bollitos y se lo dio a Blackie.
Blackie se inclinó adelante, y encendió la luz del tablero. Examinó la piedra. Le pareció muy semejante a las otras dos que vendiera. Ahora respiraba un poco más ligero. Charlie tenía razón. El americano había encontrado todos los diamantes.
—De éste sólo sacaré quinientos dólares —dijo Blackie—. No llega a ser suficiente.
Una mano pesada lo alcanzó y lo tomó del hombro.
Unos dedos como tenazas se le incrustaron en la carne. Le hicieron darse vuelta. Se quedó mirando a Jaffe, el corazón le dio un ligero brinco de susto. La expresión del rostro del americano lo había alarmado.
—Es todo cuanto tengo —dijo Jaffe hablando lenta y distintamente—. Ahora ya no puede elegir, amigo. Si me pescan, hablaré. El rastro de los diamantes los llevará hasta usted. Ya sabe lo que le harán, no necesito decírselo. O arregla las cosas o se hunde conmigo.
—Me está lastimando, Mr. Jaffe —contestó Blackie molesto. Podía comprender ahora lo fácil que le había sido al americano matar al sirviente. Lo horrorizó la fuerza de esos dedos de acero.
Jaffe lo soltó.
—Ya le entregué tres. Cuando llegue a Hong Kong le daré el resto del dinero, pero hasta entonces no le daré nada más.
La mente de Blackie funcionaba con rapidez. Con los tres diamantes ya tenía en sus manos más de cuatro mil dólares. Era suficiente para pagarle al piloto y hacerse cargo del pasaje en avión de Charlie. Vio que sería peligroso presionar más a Jaffe. Hizo como al vacilara, luego sonrió, levantando unos hombros gordos.
—Porque le tengo confianza, Mr. Jaffe, es trato hecho —dijo—. Tendré que poner dinero de mi bolsillo para completar la diferencia, pero por usted, lo haré.
—Es mejor que lo haga —contestó Jaffe sombrío—. Y no lo olvide… si me hundo, usted se hunde conmigo.
—Eso no ocurrirá.
—Depende de usted —hubo una pausa, luego Jaffe continuó—: ¿Cómo se harán las cosas?
—Ahora tengo que volver y arreglarlo —dijo Blackie. Se frotaba con suavidad el hombro dolorido—. Esté listo para salir pasado mañana. O mi hermano o yo vendremos a buscarlo aquí a las veintitrés en mi coche. Se le llevará a un lugar que debe decidirse todavía donde el helicóptero pueda aterrizar con seguridad. Aquí no: es demasiado cerca del puesto policial. ¿Ha comprendido?
Jaffe asintió con la cabeza.
—¿Traerá a Nhan?
—La traeré.
—Muy bien entonces, el jueves por la noche, aquí, a las veintitrés y con Nhan.
Blackie observó salir del auto al americano y luego encendió el motor.
—He depositado mi confianza en usted —dijo Jaffe inclinándose para mirar a Blackie a través de la ventanilla—. Recuerde lo que le dije: nos hundiremos juntos.
Blackie tuvo una sensación de incomodidad. De pronto deseó no haberse mezclado en ese asunto. Podría resultar mal. Recordó la advertencia de su hermano sobre el pelotón de fusilamiento. Sintió empapársele la cara con una traspiración de temor.
—Todo saldrá bien —dijo—. Puede confiar en mí.
Retrocedió con el coche a través de los portones del templo, dio vuelta y emprendió el regreso por el angosto sendero hasta el camino principal.
El policía, que se llamaba Din-Buong-Khun, acababa de llegar, sin aliento, unos minutos antes, y estaba ahora escondido entre el pasto, con la bicicleta oculta detrás de una mata de bambú. Vio cómo el coche de Blackie doblaba hacia la derecha al llegar al camino principal para dirigirse rápidamente hacia Saigón. Khun sabía que hacia el otro lado tres kilómetros más abajo estaría en el camino otro policía esperando ubicar a Blackie para seguir vigilándolo. Miró hacia el templo preguntándose qué habría estado haciendo Blackie entre esas viejas ruinas. Se preguntaba si llegaría allí, pero no tenía linterna y sabía que dentro del templo no llegaría a ver nada. Era algo que tendría que hacer al día siguiente.
Cuando estaba a punto de pararse, su oído perspicaz percibió un ruido como de movimiento. Volvió a tirarse al pasto, mirando hacia el templo.
Sin tener conciencia de que lo observaban, Jaffe caminó cruzando el portón del templo y luego se detuvo, tratando de recordar dónde había dejado la bicicleta. Era una noche muy oscura; unas pocas estrellas pálidas colgaban del firmamento, y la luna se ocultaba detrás de un espeso conjunto de nubes.
Dos días más, pensaba Jaffe en ese momento ¡y después Hong Kong! Se tenía confianza y se sentía seguro ahora que había conseguido meterle a Blackie un susto lo bastante grande como para convencerlo y tenerlo a su disposición. Pero le preocupaban los diamantes que había entregado a Blackie. Antes de volver a pagarle un solo dólar más haría tasar las otras piedras. Si podía evitarlo, Blackie no lo iba a esquilmar.
Sin pensarlo, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno. Khun, que vigilaba, vio la llamita del fósforo. Pudo distinguir delineada contra el cielo la maciza figura de Jaffe, y sus labios gruesos mostraron los dientes en una mueca de excitación.
La mano se deslizó hasta la cartuchera, la abrió y los dedos se cerraron sobre la culata del revólver.
Es Jaffe, el americano, se dijo. No había error en el tamaño del hombre. El sargento del puesto de policía le había dado órdenes.
—El hombre está armado y es peligroso. La orden es tirar a matar.
El revólver salió fácilmente de la cartuchera. Khun lo levantó y apuntó. Pero era un tiro difícil: a cincuenta metros por lo menos y sólo una silueta oscura como blanco. Por primera vez en su carrera policial dudó si podría alcanzar el objetivo. Había sido siempre un tirador del montón y acertar en esas condiciones con una pistola treinta y ocho sería una buena marca hasta para un tirador de primera.
Empezó a arrastrarse hacia adelante, deslizándose sobre el pasto duro como una culebra, con la cabeza apenas levantada para no perder de vista a Jaffe.
En ese momento Jaffe estaba pensando en Nhan.
Antes de terminar la semana, estarían juntos en Hong Kong, se dijo. Tomarían uno de los mejores departamentos del Hotel Península. Su primera comida sería en el Grill Parisien. Unos buenos camarones, pensó, sonriéndose a sí mismo; en Saigón no se podía encontrar algo por el estilo.
Echó una buena bocanada de humo. ¿Pero dónde habría dejado la bicicleta? Empezó a cruzar el pasto duro en el mismo momento en que Khun, ahora a menos de treinta metros, volvía a levantar el revólver.
El blanco era todavía más difícil. Un hombre en movimiento, le habían advertido sus instructores, es la cosa más difícil de alcanzar con un tiro de revólver. Si hay que tirar se debe apuntar un tanto más adelante, pero es mejor esperar hasta que el blanco se detenga. Khun empezó a deslizarse otra vez sobre el pasto a medida que Jaffe aumentaba la distancia entre ellos.
Jaffe encontró la bicicleta medio escondida entre el pasto y la levantó. Cuando se enderezaba, Khun, al ver la bicicleta se dio cuenta de que en pocos instantes más habría perdido la oportunidad; y se apuró a apuntar mirando por el caño del revólver y disparó.
En ese instante Jaffe estaba pasando la pierna por sobre la montura de la bicicleta cuando Khun le disparó. Para Khun el tiro era notablemente bueno, si se tenía en cuenta que estaba aturdido y que apenas había apuntado.
Jaffe oyó que algo pasó casi rozándole la cara, tan cerca que sintió en la piel una sensación de quemadura. Inmediatamente siguió el fogonazo del arma que parecía llegar desde un punto a sólo pocos metros de distancia. En el silencio de la noche el estampido se oyó con pesada violencia.
Jaffe, instintivamente, se echó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó al pasto con la bicicleta enredada en las piernas.
Khun sintió surgir en su interior una excitación de triunfo. Había tirado y vio caer a Jaffe. Por la altura del pasto dejó de verlo, pero estaba seguro de haberlo alcanzado. Habría de verse todavía si lo mató o no, pero por lo menos, estaba seguro de haberlo alcanzado.
La primera reacción de Jaffe fue librarse de la bicicleta y ponerse de pie, pero se contuvo. Fuera quien fuese quien le había disparado estaba a unos treinta metros de distancia y tirado en el pasto. Si se movía estaría invitando a un segundo disparo, y esa vez el hombre del revólver no le iba a errar. Muy despacito y con mucho cuidado, extendió la mano hasta el bolsillo posterior y sacó su revólver, soltándole el seguro consciente de que el corazón le martillaba y de que respiraba con dificultad.
Khun se quedó donde estaba, apuntando con el revólver hacia el lugar donde viera a Jaffe por última vez. Se le había ocurrido una idea que lo hizo detenerse y perder bastante la confianza. ¿Y si por casualidad, pensó, mientras le empezaba a traspirar la cara, el hombre grande a quien había disparado no era el americano Jaffe? De entrada había llegado a la conclusión de que la pesada silueta desdibujada del hombre que había visto contra el cielo no podía ser otra que la del americano buscado, ¿pero, y si no era? ¿Y si era otro americano?
Jaffe levantó despacito la cabeza y miró por sobre el pasto duro. No podía ver nada más que pasto y algunas matas. Escuchó con atención preguntándose quién podría ser el hombre que le había disparado.
Khun se decidió a investigar. No podía estar seguro de que el hombre estuviera muerto. Podía estar herido solamente. Si era Jaffe, Khun sabía que estaba armado. No pensaba levantarse para presentar un blanco.
De repente Jaffe lo vio. El uniforme blanco lo destacaba sobre la oscuridad del pasto. El hombre se arrastraba como una culebra, y estaba a menos de quince metros de Jaffe.
Khun también ubicó a Jaffe. La camisa kaki también era visible contra el pasto oscuro. Khun dejó de moverse y se quedó mirando la oscura silueta del hombre caído, con el revólver echado hacia adelante, corriéndole por la cara la traspiración mientras vigilaba hasta el más mínimo movimiento.
Jaffe pudo descubrir el revólver en la mano de Khun. Más que verlo se imaginó que le estaba apuntando.
No sabe si estoy vivo o muerto, pensó Jaffe, tratando de controlar el pánico que se apoderaba de él. Disparará otra vez antes de acercarse más. Si hago el menor movimiento, hará fuego. Y aunque no lo haga, también puede disparar:
Sostenía el revólver a un costado de su cuerpo. Tendría que levantarlo y apuntar. Por estar muy acostado en el pasto Khun era un blanco casi imposible de alcanzar. Jaffe se dijo que no podía permitirse errar. Empezó él, levantar el revólver, centímetro por centímetro.
Khun tirado en el pasto, se quedó mirando al hombre que estaba a unos doce metros frente a él. No sabía qué hacer. Tenía ganas de disparar sobre la oscura silueta, y sin embargo su mente le seguía advirtiendo que si no era Jaffe, podrían acusarlo de asesinato.
Estaba ha allí acostado, tratando de decidirse. Los minutos pasaban. Jaffe lo vigilaba. Había levantado el revólver y apuntaba en dirección al casco que Jaffe alcanzaba a distinguir contra el fondo oscuro, pero todavía sería un tiro demasiado difícil. Por eso esperó.
Después de lo que pareció ser una eternidad, y que en realidad sólo fueron cinco minutos, Khun empezó a aflojarse. El hombre está muerto, se dijo. Ninguna persona mal herida puede quedarse tan quieta durante tanto tiempo. Tenía que ver si era Jaffe. Estimulado por una sensación de pánico, se puso de rodillas, luego se levantó y empezó a caminar con mucha cautela hacia el hombre caído.
Jaffe levantó el caño del revólver, manteniendo el arma al costado de su cuerpo de manera que el hombre que se acercaba no pudiera verlo, y cuando Khun estuvo a menos de diez metros de distancia, con toda suavidad apretó el gatillo.
El gatillo se movió, pero el tiro no salió. La bala de tres años traicionó a Jaffe en el momento de mayor urgencia.
Khun oyó el ruido y pegó un salto de costado, la respiración le silbaba por entre la boca abierta. Vio levantarse del piso una figura grande que se le vino encima y tiró a ciegas.
La bala rozó el brazo de Jaffe. Sintió dolor de quemadura pero no disminuyó la embestida. Khun no tenía ya oportunidad de dispararle directamente de nuevo. Los brazos de Jaffe rodearon las piernas huesudas y con el hombro le golpeó en la ingle. Khun sintió como si lo hubiera embestido un toro. Se sintió volar por el aire y apretó el gatillo del revólver: la bala zumbó en la noche oscura y el fogonazo del arma cegó momentáneamente a Jaffe.
Los dos hombres cayeron sobre el pasto. El revólver voló de la mano de Khun. Gritó de terror al sentir que lo invadía un inmenso dolor. Jaffe le golpeó con el puño cerrado en un costado de la cabeza y el hombrecito en desesperante desventaja, saltó hacia arriba y luego cayó al suelo.
Jaffe casi se le echó encima, respirando fuerte. Las manos se apoyaron en el pescuezo de Khun, listas para ahogar un segundo grito. Khun gruñó algo en vietnamés que Jaffe no comprendió. Entonces del pescuezo se oyó un curioso ruido seco, como crujido de hojas secas. A Jaffe el ruido le hizo parársele las pelos de punta. La cabeza de Khun cayó de costado, y Jaffe supo que estaba muerto.
Se quedó agachado sobre el hombrecito durante algunos instantes demasiado asombrado para moverse, después por último, haciendo un esfuerzo, se levantó.
¡Otro muerto más! pensó. Esta gente chiquita es tan quebradiza como fósforos de madera. Sospecho que le rompí la columna. Bueno, por lo menos, fue en defensa propia. Si no lo ataco, me mata.
¿Y ahora qué vaya hacer? se preguntó. Si encuentran aquí el cadáver del hombrecito, pondrán una trampa en el templo. Blackie volverá pasado mañana. Tengo que sacarlo de aquí.
Caminando rápido, muy alarmado, volvió donde estaba la bicicleta. Buscó a tientas durante varios segundos antes de encontrar el revólver. Se lo guardó en el bolsillo de atrás. Ese revólver no servía, se dijo. Fue sólo por suerte que disparó la primera vez. Pero ya no le tenía confianza.
Enderezó la bicicleta y la condujo hasta donde estaba tirado Khun. Sin ningún problema, cargó el cadáver sobre el hombro, después, siempre llevando la bicicleta, cruzó el pasto y se dirigió hacia el camino principal.
Antes de llegar al camino encontró la bicicleta de Khun. No podía dejarla donde estaba. Equilibrando bien al muerto sobre los hombros, siguió su marcha llevando las dos máquinas sosteniendo una con cada mano. Cuando llegó al camino se subió a su bicicleta, y llevando siempre la otra pedaleó por el camino.
Lo único que me falta es encontrarme con alguien, pensó. Es lo único que necesito para completar esta noche maldita.
Pero no se encontró con nadie. Y después de andar unos siete kilómetros tiró el cadáver de Khun en una zanja y la bicicleta encima.
Antes de irse, se llevó el revólver de Khun y el cinturón con las balas.
Mientras volvía de vuelta a Thudaumot, tenía la esperanza de que la policía creyera que la muerte del hombrecito era otro ataque del Viet Minh.
Blackie Lee llegó de vuelta al club a la una menos veinte de la mañana. Estacionó el coche, bajó y se quedó unos instantes respirando el aire caliente y enrarecido.
En la calle no había movimiento. Tres rickshaws estaban detenidos junto al cordón de la vereda. Los tres muchachos dormían en sus vehículos. Las luces de neón que iluminaban el frente del club estaban apagadas. Se apagaban todas las noches exactamente a las veinticuatro horas. Mirando hacia el oscuro edificio, Blackie sonrió. En Hong Kong esas luces brillarían hasta las primeras horas de la mañana. En Hong Kong no había desgraciadas restricciones.
Se encaminó hacia el club, luego se detuvo al ver que una figura se levantaba de un portal oscuro y se dirigía a su encuentro. Reconoció el sombrero duro mejicano que siempre usaba Yo-Yo y frunció el ceño con impaciencia.
Yo-Yo se le puso al lado.
—Buenas noches, Mr. Blackie —le dijo—. Quiero hablar con usted.
—En otro momento —contestó Blackie cortante—. Es tarde. Vuelve mañana —y dirigiéndose a la entrada del club metió la mano en el bolsillo buscando las llaves.
Yo-Yo lo siguió.
—No quiero esperar a mañana, Mr. Blackie. Quiero su consejo. Se trata del americano, Jaffe.
Haciendo un esfuerzo Blackie contuvo un principio de alarma. Su mente ágil trabajaba rápidamente. ¡Qué estúpido había sido! Había olvidado por completo que mandara a Yo-Yo para vigilar a Nhan. ¡Esa rata sabía dónde se ocultaba Jaffe! Habría leído en los diarios lo de la recompensa.
—¿Jaffe? —dijo, mirando por sobre el hombro a Yo-Yo, la cara gorda totalmente inexpresiva—. ¿Quién es Jaffe?
—El americano que secuestraron, Mr. Blackie —contestó Yo-Yo con un dejo burlón en la voz.
Blackie vaciló, luego le dijo:
—Es mejor que subas —y le indicó a Yo-Yo que fuera adelante.
Mientras Blackie lo seguía por la escalera, el optimismo lo abandonó. Si esa rata se ha dado cuenta de las cosas y sacado las consecuencias, pensó, nos puede arruinar todos nuestros planes.
En el salón de baile había una única luz. Estaba sobre el escritorio de la caja donde Yu-Lan controlaba las entradas. El escritorio estaba lleno de dinero. Cuando entraron los dos hombres levantó la vista. El corazón le dio un brinco al ver a Yo-Yo.
Blackie no le dijo ni una palabra. Siguió de largo hasta la oficina, seguido por Yo-Yo quien se detuvo un momento para mirar el dinero que había sobre el escritorio.
Ya en la oficina, Blackie se sentó detrás del escritorio. Yo-Yo se quedó parado enfrente, masticando la delgada tira de cuero que colgaba de su sombrero.
—¿Bueno? ¿De qué se trata?
—Ofrecen 20.000 piastras por la información referente al americano —dijo Yo-Yo—. Sé que no lo secuestraron y sé dónde está. Pensé que antes de reclamar la recompensa sería mejor que hablara con usted.
—¿Qué te hace pensar que tengo algo que ver en eso?
Yo-Yo se frotaba una mancha de comida del saco.
—¿Y no es así? —preguntó sin mirar a Blackie—. Es el hombre que vi en la casita de Thudaumot. El que Nhan fue a visitar.
—¿Cómo lo sabes?
Yo-Yo levantó la vista y sus labios gruesos se abrieron en una sonrisa burlona.
—Lo sé, Mr. Blackie. Y pensé que debería verlo primero a usted. Usted siempre fue bueno conmigo. No quiero meterlo en ningún lío.
Blackie respiraba profundamente a través de sus anchas narices. Sintió en el corazón un frío apretón de temor, pero el rostro permaneció impasible.
—¿Por qué tendría líos?
Yo-Yo se encogió de hombros. No dijo nada.
Para darse tiempo a pensar, Blackie encendió un cigarrillo. Mientras apagaba el fósforo, dijo:
—Sería mejor que no te presentaras a la policía. Estoy pensando en Nhan. Si puedo evitarlo no me gusta dejar que ninguna de mis bailarinas tenga dificultades con la policía.
Yo-Yo amplió la sonrisa.
—Lo sé, Mr. Blackie.
—Bueno, muy bien. No te acerques a la policía. Mucho cuidado con eso. Los informantes de la policía no son muy bien vistos por aquí.
Yo-Yo asintió con la cabeza.
Hubo una pausa, luego Blackie continuó:
—Ya es tiempo de que te ubiques en algún buen trabajo. Vuelve a verme mañana. Te buscaré algo: algo que sea bueno —e hizo un ligero movimiento de despedida.
Yo-Yo no se movió.
—¿Qué hay de la recompensa, Mr. Blackie?
Le voy a tener que dar dinero, pensó Blackie, pero no parará ahí. En cuanto lo haya gastado, volverá a pedir más. A esta rata la voy a tener siempre encima ahora.
—La policía no te pagará —le dijo—. Te escucharán, pero no te pagarán. Ya debías saberlo.
—Creo que sí me pagarán, Mr. Blackie —dijo Yo-Yo—. Necesito el dinero. A lo mejor usted querrá dármelo.
—Te daré trabajo —dijo Blackie con una firmeza que no sentía—. A tu edad ya se debe tener algún trabajo fijo.
—No quiero un trabajo fijo, Mr. Blackie —le contestó Yo-Yo y en su voz se notó un tono de dureza—. Quiero 20.000 piastras.
Blackie se quedó mirándolo un buen rato, luego se puso de pie.
—Espera aquí —dijo—, y no vayas a tocar nada. Salió cerrando la puerta detrás de sí. Pasó por una puerta que llevaba a la parte de los dormitorios en el fondo del club, ignorando a Yu-Lan que lo miraba afligida desde el otro lado del salón. Fue hasta el dormitorio de Charlie y entró.
Había una velita encendida debajo de la amplia fotografía del padre de Blackie y Charlie colocada sobre una repisa contra la pared. La velita daba suficiente luz como para que Blackie viera a su hermano durmiendo en la tarima del otro lado del cuarto.
Cuando Blackie cerró la puerta, Charlie abrió los ojos y se sentó.
—¿Qué pasa? —preguntó Charlie.
Con toda tranquilidad Blackie le contó la entrevista con Jaffe.
—Tiene los diamantes —le dijo—. Me dio otro más.
Charlie extendió la mano y Blackie le dio el bollito de papel donde estaba la piedra. Charlie la examinó y asintió con la cabeza.
—Es otro de los míos —dijo—. ¿Accedió al precio?
—Sí.
—Mañana por la mañana iré en avión a Phnom-Phen.
—Hay una complicación —agregó Blackie y le contó lo de Yo-Yo.
—Esas cosas suelen ocurrir —dijo Charlie con filosofía—. Tienes que pagarle. Por supuesto, después querrá más. Cuando tengamos los diamantes tendremos que resolver qué se hará con él, pero hasta que los tengamos, no.
—Es lo que yo pensé. Muy bien, le pagaré.
—¿No crees que después que le pagues se presentará a la policía? Podría tener la tentación de reclamar también la recompensa.
—No, no lo hará —contestó Blackie—. La policía sabe demasiadas cosas suyas. No creo que le dieran u un centavo; y Yo-Yo lo sabe tan bien como yo.
Charlie asintió con la cabeza.
—Entonces, págale.