LA RECOMPENSA de 20.000 piastras ofrecida por cualquier información referente a los últimos movimientos de Jaffe antes de que lo secuestraran fue origen de escenas caóticas frente a las oficinas de Seguridad.
El inspector Ngoc-Linh esperaba que eso ocurriera. Sabía que todos los coolies inútiles, los muchachos de los pousse-pousse, los vendedores ambulantes y tipos por el estilo llegarían corriendo a contar sus historias, resueltos a reclamar la recompensa.
Sabía que él y sus hombres tendrían que examinar cientos de historias con la esperanza de obtener algún hecho insignificante que pudiera probar que Jaffe se ocultaba y no estaba en manos de los del Viet Minh. El inspector esperaba también conseguir algún rastro de la joven que tenía relaciones con Jaffe. Dio instrucciones de que no despidieran a ninguno de los que se presentaran. Todo el que llegara diciendo que tenía información debía ser entrevistarlo.
El hombre que pudo haberle dicho dónde se ocultaba Jaffe no sabia nada del ofrecimiento de la recompensa, pues Yo-Yo nunca aprendió a leer y en consecuencia nunca miraba un diario.
Mientras el inspector controlaba y tamizaba las respuestas a sus preguntas, Yo-Yo se acurrucaba frente al Paradise Club, su rostro sucio y maligno fruncido en una expresión de perplejidad.
Vio llegar a Charlie. Conocía a Charlie desde hacía tiempo y sabía que vivía en Hong Kong. Se imaginó que lo habían mandado buscar. Supo entonces con seguridad que ocurría algo de mucha importancia. ¿Pero cómo podría hacer para descubrirlo? Se preguntaba si iría hasta la casa de la taxi-girl para hablar con ella. Podría convencerla de que le dijera por qué fue a visitar al americano, pero en seguida pensó que si no conseguía asustarla bastante para que hablara se vería en dificultades con Blackie. El riesgo era demasiado grande.
Entonces se sentó en la sombra, jugueteando con el Yo-Yo y esperando. A menos de diez metros de distancia el vendedor de comida estaba leyendo lo de la recompensa y preguntándose con astucia qué historia podría contarle a la policía para convencerla de que él se merecía la recompensa. Conocía a Jaffe. Muchas veces lo vio entrar y salir del club, pero no se podía acordar si lo había visto la noche del domingo. Recordaba vagamente que Jaffe estuvo allí sentado en el coche frente al club, pero no sabía si fue el sábado o el domingo.
Decidió que de todas maneras le diría a la policía que fue el domingo. Se impresionarían más si les decía que fue el domingo, porque, según el periódico, ese fue el día que Jaffe desapareció. En cuanto pasara la hora del almuerzo, iría a la policía y les contaría que vio a Jaffe sentado en el auto. Aunque no le dieran toda la recompensa, con seguridad le darían algo.
En la embajada americana, el teniente Hambley estaba sentado en la oficina, pinchando el secante con el cortapapel, con expresión pensativa y preocupada en el rostro.
Esperaba la llegada de Sam Wade. Lo había llamado por teléfono en cuanto volvió a su oficina. Wade le dijo que iría en seguida.
Cuando entró, Hambley le hizo señas de que se sentara.
—Estoy ocupándome de este asunto de Jaffe —le dijo—. ¿Usted lo conocía bastante, no?
—Sí, supongo que lo conocía bastante. Jugábamos juntos al golf. Era un golfista de primera. Hacía unos tiros largos muy buenos.
—¿Qué clase de tipo era?
—Buen compañero. Me resultaba.
Hambley hizo más agujeros en el secante.
—¿Era maricón?
Wade abrió unos ojos inmensos.
—¿Está bromeando? —le preguntó, la voz cortante—. ¿Jaffe maricón? ¿De donde ha sacado eso?
—Hay rumores de que lo era —dijo Hambley con calma—. Se dice que tenía relaciones con el sirviente.
Wade parecía disgustado.
—El tipo que ha hecho correr ese rumor merece que le den de patadas. ¿Qué pretenderá conseguir con una estúpida mentira semejante?
Hambley miraba con interés el rostro indignado de Wade.
—¿Está seguro?
—Ya lo creo que estoy seguro, no faltaba más —contestó Wade, la cara enrojecida—. ¿Pero, de dónde ha salido eso?
Hambley le explicó la teoría del inspector.
—Bueno, es una mentira —contestó Wade—. Sé perfectamente bien que Jaffe·tenía relaciones con una bailarina. Nunca anduvo persiguiendo mujeres. ¡Esa historia de por qué me pidió prestado el coche es demasiado absurda!
—Entonces, ¿quién es ella? —preguntó Hambley.
—No sé. De todas maneras, ¿qué importa? Sé que iba a visitarlo tres veces por semana. Usted sabe cómo llega uno a enterarse de esas cosas. Mi sirviente siempre me está contando quién duerme con quién. Cuando uno juega al golf con alguien, se llega a saber qué clase de persona es. Jaffe era un sportsman; un tipo muy bien. Se lo aseguro.
—Me gustaría conversar con esa joven —dijo Hambley—. ¿Cómo la podría encontrar?
Wade se frotó la quijada mientras pensaba.
—La persona más indicada para decírselo es esa china que estuvo conmigo el domingo a la noche; es una loca y una ladrona —y le dio la dirección a Hambley.
Hambley buscó la gorra de uniforme y se la plantó en la cabeza.
—Bueno, muchas gracias —le dijo—. Me voy ayer a esa china —miró el reloj. Eran exactamente las doce y media—. Usted me ha resultado muy útil.
Quince minutos después estaba parado frente a la puerta del departamento de Ann Fai Wah. Tocó el timbre y esperó. Después de una espera de dos minutos volvió a tocar el timbre. Estaba por decirse que la china habría salido, cuando la puerta se abrió y apareció la muchacha que se quedó parada allí, mirándolo. Sus ojos almendrados lo recorrieron de arriba abajo, observando los detalles del uniforme antes de mirarle la cara.
—Soy Hambley de la Policía Militar —dijo el teniente saludando—. ¿Puedo entrar un momento?
La mujer retrocedió unos pasos e hizo un pequeño movimiento de duda con sus dedos largos y hermosos. Tenía puesto un cheongsam color paloma con dos tajos a los costados que le llegaban hasta la mitad del muslo. Las piernas largas estaban desnudas y la piel era de color marfil viejo. Bajo la seda gris se perfilaba la forma de los pechos. Hambley pensó que no tenía nada debajo del cheongsam.
Entró a la salita. Sobre la mesa estaba el periódico de la mañana. Al lado de una bandeja había una taza y un plato, una cafetera y una botella por la mitad de coñac Remy Martin.
Ano Fai Wah se sentó en el brazo de un cómodo sillón de cuero y estiró su brazo sobre el respaldo. A Hambley le costó no quedarse mirándole las piernas al separarse las aberturas del cheongsam cuando ella se sentó.
—¿Qué deseaba? —preguntó la muchacha levantando unas cejas muy pintadas.
Hambley se animó.
—¿Todavía no leyó el diario?
Se inclinó y señaló los títulos que hablaban del secuestro de Jaffe.
—Hummmm.
Asintió con la cabeza, los dedos delgados jugaban con un rulo de un costado de la nuca.
—¿Conocía a Jaffe?
Ella sacudió la cabeza.
—Tenía una amiga, una taxi-girl vietnamesa. Estoy tratando de encontrarla. ¿Usted no sabe quién es y dónde vive?
—Puede ser.
Hambley se balanceaba de uno a otro pie. Los ojos oscuros y almendrados le resultaban sumamente desconcertantes. Lo miraban en la misma forma en que un hacendado examinaría un toro de raza.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿La conoce o no, la conoce?
La mujer se inclinó hacia adelante para buscar un cigarrillo. Al hacerla la seda de su ropa marcó más los pechos. Se puso el cigarrillo entre los labios muy pintados y lo miró como esperando.
Hambley buscó en el bolsillo el encendedor, lo encontró y le costó encenderlo. Al acercarse para darle fuego le molestó darse cuenta de que estaba confundido y actuando como un adolescente.
—¿Qué quiere saber? —le preguntó la muchacha, echándose de nuevo hacia atrás, mientras largaba por sus narices gran cantidad de humo del cigarrillo.
—Estamos tratando de verificar los últimos movimientos de Jaffe hasta el momento en que lo secuestraron —explicó Hambley—. Pensamos que esa bailarina pudiera ayudarnos.
—Si pudiera, se habría presentado, ¿no le parece?
—Quién sabe. A lo mejor no quiere verse complicada.
Ann Fai Wah levantó el diario y le echó un vistazo.
—Veo que aquí ofrecen una recompensa. Si le digo quién es ¿me darán la recompensa?
—La Policía de Seguridad es la que ofrece la recompensa. Si usted habla con ellos puede ser que se la den.
—No quiero hablar con ellos. Prefiero hablar con usted. Si me da 20.000 piastras, le diré quién es la chica.
—¿Entonces lo sabe?
Otra vez volvieron a levantarse las cejas pintadas.
—A lo mejor.
—No tengo autoridad para entregarle el dinero —dijo Hambley—. Pero dirigiré su pedido a quien corresponda. ¿Quién es ella?
Ann Fai Wah levantó los hombros.
—Lo he olvidado. Lo siento. ¿Eso era todo? Le ruego me disculpe.
—Mire, niña —dijo Hambley volviendo a ser de pronto el rudo policía—, a usted le podrá parecer divertido todo esto, pero o me lo dice a mí o tendrá que decírselo a la Policía de Seguridad. ¡Elija!
La expresión de Ann Fai Wah no se modificó en absoluto, pero la mente rápida y perspicaz la advirtió del peligro. Si ese americano le decía a la Policía de Seguridad que creía que ella tenía la información, la llevarían para interrogarla a las oficinas de la Policía. Sabía qué ocurría con la gente que no quería hablar. No tenía la menor intención de que le lastimaran las espaldas con una caña de bambú.
—¿Y la recompensa?
—Ya le dije: haré el pedido. No le prometo que se la darán, pero haré todo lo que pueda.
Vaciló, se quedó mirándolo y al ver que estaba decidido, dijo:
—Se llama Nhan Lee Quon. No sé dónde vive. Su tío dice la buenaventura frente a la Tumba del Mariscal Le-van-Duyet.
—Gracias —contestó Hambley—. ¿Qué aspecto tiene el tío?
—Es un hombre gordo con barba.
Hambley recogió su gorra.
—Voy a hablar con él —dijo y se encaminó hacia la puerta.
Ann Fai Wah aplastó el cigarrillo y lo siguió lentamente.
—¿No olvidará la recompensa, teniente?
—No la olvidaré.
—¿Por qué no vuelve a verme una de estas noches?
Hambley le sonrió.
—Podría ser.
La muchacha tomó el botón superior de la chaquetilla y lo examinó. Su cara se acercó mucho a la de Hambley.
—El tío no va al templo hasta las tres —le dijo—. Tiene mucho tiempo todavía. ¿Quizás ahora quisiera quedarse un rato? .
Hambley le apartó la mano. El contacto de esos dedos fríos le hizo latir el corazón un poco más rápido. Indudablemente, es atractiva, estaba pensando. Le gustaría quedarse.
—En algún otro momento, niña —dijo como lamentándolo y le sonrió—. Tengo que trabajar.
Abrió a medias la puerta, se detuvo y volvió a mirarla. Ella le devolvió la mirada; los ojos negros brillaban con promesas sugestivas.
Hambley cerró lentamente la puerta y se apoyó contra ella.
—Bueno, quizás puedo quedarme un rato.
La muchacha se dio vuelta y cruzó lentamente la habitación hacia la otra puerta. Hambley, sin quitarle los ojos de encima, la siguió.
El vendedor de comida que se llamaba Cheong-Su tuvo que hacer una larga espera hasta que por fin se encontró frente al inspector Ngoc-Linh, pero no le importó haber esperado tanto. Lo fascinaba la actividad de esa amplia habitación además del suspenso de preguntarse si en esa larga cola que esperaba para dar información habría alguien que se llevara la recompensa antes de que a él le llegara el turno.
Cuando Cheong-Su se encontró por fin frente al inspector, le manifestó sencilla y firmemente que había ido a reclamar la recompensa.
—¿Qué le hace pensar que se la ganará? —preguntó el inspector, mirando al viejo con ojitos perspicaces y una expresión amarga en el rostro cansado.
—Vi al americano el domingo por la noche —dijo Cheong-Su—. Estaba sentado en el auto frente al Paradise Club. Era después de las veintidós.
El inspector aguzó el oído. Era la primera información referente a los últimos movimientos de Jaffe que obtuviera durante las cinco horas que estuvo sentado frente a esa mesa.
—¿Qué estaba haciendo?
Cheong-Su parpadeó.
—Estaba sentado en el coche.
—¿Qué coche?
—Un coche rojo pequeño.
—¿Cuánto tiempo estuvo sentado en el coche?
Cheong-Su parpadeó.
—No mucho.
—¿Cuánto tiempo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Media hora?
—Quizás media hora.
—¿Y después qué pasó?
—Llegó la chica y se bajó del auto —decía Cheong-Su lentamente, pensándolo bien—. Le dio dinero y la muchacha entró al club. Después salió y los dos subieron al coche y se fueron.
El inspector miró para otro lado. No quería que el vendedor de comida notara que estaba excitado.
—¿Qué chica? —preguntó con indiferencia. Cheong-Su encogió los hombros huesudos.
—No sé… una chica.
—¿No sabe quién era?
—No.
—¿No la había visto antes, entrando o saliendo del club?
Cheong-Su volvió a encogerse de hombros.
—Muchas chicas entran y salen del club. Yo ya no miro más a las chicas.
El inspector podría haberlo estrangulado. Dijo con voz sumamente controlada:
—¿El americano le dio dinero y ella entró al club? ¿Cuánto tiempo se quedó allí?
—No mucho.
—¿Diez minutos? ¿Media hora?
—Quizás cinco minutos.
Así que era una taxi-girl, pensaba el inspector. El americano le dio dinero para que le pagara su parte a Blackie Lee así podían salir juntos. Blackie Lee le mintió al decirle que no sabía que tuviera una chica determinada.
—¿Está seguro de no haber visto antes a la chica?
—Todas parecen iguales. A lo mejor la vi antes.
—¿Es todo lo que tiene que decirme?
Cheong-Su parecía indignado.
—¿Y que más quiere? —le preguntó—. He venido a reclamar la recompensa.
El inspector señaló al uniformado policía que le dio a Cheong-Su un buen golpe en las costillas con el bastón blanco.
A Cheong-Su se le saltaban los ojos.
—Camine —le dijo.
—¿Pero la recompensa? —balbuceó—. ¿No me van dar nada?
El policía le dio con el bastón un fuerte golpazo en la canilla, que al viejo lo hizo saltar y bramar de dolor. Los que esperaban en la cola se reían encantados al ver los saltos del viejo que se frotaba la canilla. El bastón volvió a caer, esta vez sobre las nalgas huesudas del viejo que, sosteniéndose las asentaderas con las dos manos, salió saltando por la habitación dirigiéndose a la salida.
El inspector retiró la silla hacia atrás y se puso de pie. Le hizo señas a uno de sus hombres para que lo reemplazara. Tenía que ver al coronel en seguida. El coronel pensaría que ya era tiempo de traer a Blackie Lee y entregárselo para un interrogatorio especial. El rostro del inspector se endureció al pensar cómo le mintió Blackie Lee. Ya le parecía ver a Blackie Lee en la apartada habitación fría y con azulejos destinada al interrogatorio especial. El temor que habría en esa cara gorda y grasienta, se dijo el inspector, sería algo digno de verse.
El objeto de los pensamientos del inspector había dormido una siesta y ahora volvía a su oficina para ver qué pasaba con su hermano. Encontró a Charlie fumándose otro cigarro con los pies puestos sobre el escritorio de Blackie.
Los dos hombres se miraron.
—¿Se te ocurrió algo? —preguntó Blackie esperanzado, sentándose en la silla del escritorio.
—Me parece que sí —contestó Charlie—. Pero necesitaríamos más dinero. El de la venta de los diamantes no será suficiente. Hay un solo modo de sacarlo: el vuelo del contrabando de opio.
Blackie levantó las manos con gesto de impotencia. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? se preguntaba. Era tan sencillo que no lo pensó. Esa era la diferencia entre Charlie y él. Charlie tenía más cerebro; no había ninguna duda y como tenía más cerebro se prendía de esos dos millones de dólares.
—¿Quién hace los vuelos ahora? —preguntó. Hacía como unos dos años que no tenía nada que ver con el contrabando de opio, y por eso había perdido los contactos. Pero sabía que Charlie seguía contrabandeando opio de Laos a Bangkok.
—Lee Watkins —contestó Charlie—. Es nuevo. No hace mucho que está en el asunto, pero es un buen hombre. El padre era inglés, la madre china. Era Piloto de la C.P.A. pero tuvo unos líos con una camarera y lo despidieron. Se metió en el asunto del opio. Está ganando mucho dinero. No le tiene asco a ningún trabajo siempre que se lo paguen bien.
Blackie hizo una mueca.
—¿Cuánto?
—Por lo menos tres mil dólares americanos, además habrá que hacer otros gastos. Se necesitará un helicóptero para llevar al americano a Kratie. Aquí no hay ningún lugar seguro donde pueda aterrizar un avión. Tendrá que ser con un helicóptero. Costará alrededor de cinco mil dólares americanos.
Blackie silbó.
—Bueno, si tiene los diamantes, puede pagarlos. Si no los tiene, no vale la pena.
Charlie masticó el cigarro.
—Los tiene —pensó un momento, luego agregó—: ¿Cuándo lo vas a ver?
—Mañana a la noche.
—Sería mejor esta noche. Averigua si puede pagar los cinco mil. Si te ofrece diamantes, acéptalos. Una vez que esté conforme con el precio, me pondré en comunicación con Watkins.· Tendré que ir a Phnom-Phen. No tengo visa para Laos.
Blackie miró el reloj. Eran las quince y veinte.
—Le voy a decir a Nhan que vaya a verlo en seguida y arregle la entrevista.
Charlie dijo:
—Hay que hacerle saber que necesitas más dinero. Podría no llevar las piedras.
Blackie asintió con la cabeza y salió.
En el estudio del coronel On-dinh-Khuc, el inspector estaba comunicando su informe.
—Blackie Lee mentía como yo pensaba —dijo el inspector—. Sabe quién es la bailarina. Solicito autorización para traer a ese hombre y hacerle un interrogatorio especial.
El coronel se tironeó el bigote. Por la policía del aeropuerto sabía que Charlie Lee acababa de llegar. Conocía hacía tiempo a Charlie; sabía que era un individuo con influencia. Si detenían a Blackie Lee, Charlie provocaría dificultades. El coronel sabía que Charlie le suministraba opio a uno de los miembros dirigentes de la oposición. El coronel no tenía ninguna duda de que Charlie iría a ver a ese hombre y solicitaría una investigación de por qué se habían llevado a su hermano para hacerle un interrogatorio especial.
—Todavía no —dijo—. Pero téngalo vigilado. Ponga dos de sus mejores hombres para que lo sigan.
—Ese individuo puede decirnos quién es la chica —insistió el inspector—. Hoy he interrogado a más de doscientas personas sin haber podido descubrir quién es. Blackie Lee lo sabe. Si es tan importante encontrarla, ese hombre nos puede decir quién es.
El coronel se quedó mirándolo con frialdad.
—Ya oyó lo que dije: todavía no. Manténgalo vigilado.
Encogiéndose de hombros, el inspector fue a buscar dos hombres para que vigilaran a Blackie; pero, era un tanto demasiado tarde pues Blackie en esos momentos ya estaba de vuelta de ver a Nhan, quien se apuró a tomar el ómnibus de las diecisiete para Thudaumot.
Vigilado por Yo-Yo, Blackie estacionó el automóvil y entró al club. Yo-Yo tenia hambre. Miró buscando a Cheong-Su a quien siempre le compraba la sopa. El viejo no estaba en su lugar habitual, pero Yo-Yo lo vio venir llegando con el hornillo y el cacharro con sopa balanceándose en una vara de bambú que llevaba sobre los hombros.
Cheong-Su se ubicó como siempre en el borde de la vereda, y después de frotarse la canilla magullada y gruñendo en voz baja, avivó el carbón encendido y colocó encima el cacharro de la sopa.
Yo-Yo se le acercó.
Inmediatamente el viejo empezó a quejarse enojado con la policía por cómo lo habían engañado con la recompensa prometida. Yo-Yo no tenía la menor idea de lo que el viejo le estaba contando y le dijo que se callara la boca. Pero Cheong-Su se sentía demasiado ofendido para fijarse en la falta de interés de Yo-Yo. Mientras le servía la sopa siguió quejándose hasta que la palabra «americano» despertó el interés de Yo-Yo.
—¿De qué estás hablando? —le soltó—. ¿De qué americano? ¿De qué recompensa?
Cheong-Su sacó el diario todo arrugado y se lo mostró a Yo-Yo.
Furioso, porque odiaba tener que admitir que no sabía leer, Yo-Yo le pidió que se lo leyera, pero en ese momento llegaron tres clientes a buscar su sopa, Cheong-Su dejó a Yo-Yo mirando el impreso inteligible, hirviendo de furia maligna contra su propio analfabetismo.
Había llegado el momento de mayor venta de sopa y Yo-Yo tuvo que esperar. Tuvo que escuchar el relato del trato increíble dado a Cheong-Su en las oficinas de Seguridad todas las veces que el viejo se lo contó a cada uno de los clientes que se acercaba.
¿Sería ese americano, se preguntaba Yo-Yo, que había visto en la ventana de la casita de Thudaumot, el hombre que la policía estaba buscando? Si lo era, entonces la muchacha Nhan, y Blackie Lee estaban complicados. Seguramente esa podría ser la oportunidad que estuviera esperando para hacerle un chantaje a Blackie.
Estaba tan absorto escuchando por vigésima vez el relato de la experiencia de Cheong-Su que no se dio cuenta de que Blackie salía del club. Ya eran las diecinueve y veinte. Antes de salir para Thudaumot Blackie, quería pasar por lo de un buen joyero chino que, estaba seguro, le compraría los diamantes que Jaffe le diera. Sería una larga transacción. El joyero trataría de convencer a Blackie de que las piedras valían muy poco. Antes de que Blackie pudiera obtener del joyero los tres mil dólares americanos perdería varias horas en un amable, pero amargo regateo. Blackie quería estar seguro de tener tiempo suficiente antes de su encuentro con Jaffe a las veintitrés.
Cuando por fin Yo-Yo consiguió que Cheong-Su le leyera el relato del periódico sobre el secuestro de Jaffe, tuvo la absoluta seguridad de que Jaffe era el americano que viera por la ventana. Su reacción inmediata fue ir corriendo a la Policía de Seguridad y reclamar la recompensa, pero al recordar el trato recibido por Cheong-Su, decidió hablar primero con Blackie. Era posible que Blackie hasta le ofreciera más de 20.000 piastras, pero cuando entró al club se encontró con que Blackie había salido.
Yu-Lan que no le tenía simpatía a Yo-Yo le dijo directamente que se fuera. Su marido, manifestó, volvería muy tarde esa noche. Cuando quisiera hablar con Yo-Yo ya lo mandaría buscar.
Mientras tanto el teniente Hambley no había adelantado nada. Salió del departamento de Ann Fai Wah después de las dieciséis. Se sentía disminuido y avergonzado. Estaba también fastidiado porque la joven china estimaba muy alto sus atractivos que, desde el punto de vista de Hambley, fueron muy desilusionantes. Hubo una sórdida discusión sobre el regalo que debía entregarle y por último como la china empezó a gritar con todas sus fuerzas diciendo que se había aprovechado de ella, se fue dándole prácticamente su salario de una semana y salió muy apurado de la casa de departamentos antes de que llegaran los vecinos a preguntar por qué era todo ese barullo.
No pudo encontrar al misterioso tío de la muchacha vietnamesa en el Templo del Mariscal Le-van-Duyet. Como no sabía hablar vietnamés, no tenía forma de preguntar a qué hora solía estar el viejo en el templo. Los otros que también decían la buenaventura en el templo se quedaron mirándolo, riendo desconcertados, cuando trataba de hacerles comprender qué estaba buscando.
Cuando llegó de vuelta a su oficina estaba sofocado y agotado. Decidió archivar el asunto hasta la mañana siguiente.
Sin que Jaffe y Nhan lo supieran, habían ganado así otro día de seguridad.