A LA MAÑANA siguiente Nhan tomó el ómnibus de las nueve para Thudaumot. Llevaba con ella una canasta con un buen número de revistas americanas, tres novelas en ediciones baratas y los diarios de la mañana. Todo cuidadosamente disimulado debajo de algunas verduras y productos de almacén que compró antes de tomar el ómnibus.
Había pasado la noche muy preocupada. Entusiasmada con los proyectos de Steve, cuando estuvo en la cama y suficientemente descansada se puso a pensar con seriedad en el futuro de cuyas dificultades comenzaba a darse cuenta. Lo que más le preocupaba era pensar qué sería de su madre, de su tío y de sus tres hermanos si ella se iba a Hong Kong con Steve. Dependían por completo de ella para mantenerse. Tendría que hablar con Steve: a no ser que a él se le ocurriera algo práctico; no veía cómo podría dejarlos.
Por lo menos se le había pasado un poco el terror. Leyó los diarios. La policía parecía convencida del secuestro de Steve. No se mencionaban las gemas. No comprendía cómo pudieron encontrar a Haum en la zanja, pero pensó que así sería mejor para Steve. Así no existía el problema de que la policía creyera que mató a Haum. Se preguntaba qué habría ocurrido en la entrevista de Steve con Blackie Lee. Tenía que hablar con Steve de tantas cosas. ¡Estaba tan impaciente por volver a verlo!
Jaffe también estaba impaciente por verla. Se paseaba por la pequeña habitación y continuamente miraba la hora en su reloj. Cuando oyó llegar el ómnibus se acercó a la ventana y lo observó cuando se detuvo frente a la fábrica de laca.
En el ómnibus viajaba muy poca gente. Vio descender a Nhan. Sobre los pantalones blancos tenía puesta una túnica azul eléctrico y no llevaba sombrero. El verla le produjo una sensación de afecto.
Cuando Nhan entró a la habitación, la mantuvo muy apretada, tocándole suavemente la cara con los labios mientras ella se abandonaba contra él, sonriéndole con los ojos cerrados. Dejó que la acariciara unos momentos, luego se empinó y lo besó.
—Te traje los diarios —le dijo.
Se sentaron en la cama juntos, apoyando Nhan la cabeza en el hombro de Jaffe mientras éste examinaba los tipos mal impresos.
Le produjo una sensación deprimente ver su nombre en letras de molde. El diario no le dijo nada que ya no supiera por Blackie desde la noche antes. Como lo esperaba, no se mencionaban los diamantes. Una, rápida mirada a los diarios se lo confirmó.
Pero al revés de Nhan no se engañó con la declaración de la policía de que había sido secuestrado por bandidos y probablemente estuviera muerto. Tenía la seguridad de que lo seguían buscando secretamente, esperando encontrarlo vivo. No podían decir, por supuesto, si había sido secuestrado o no, pero estaba completamente seguro de que alguien entre las autoridades sabía de los diamantes y continuaría persiguiéndolo hasta que alguien les proporcionara las pruebas convincentes de que estaba muerto y las piedras fuera de alcance.
—Ya ves —dijo Nhan—, las cosas van a salir bien. No saben qué le ocurrió a Haum. Creen que te secuestraron. Es mejor así, ¿no?
—Sí, es mejor así —le mintió. No tenía objeto asustarla mientras no fuera necesario. Y empezó a contarle la entrevista con Blackie—. Estuvo conforme en que te llevaré conmigo —concluyó—. Para fin de semana podrá estar resuelto. ¿Quién sabe? Dentro de diez días, a lo mejor menos, podremos estar en Hong Kong.
Vio ensombrecerse la cara de Nhan.
—¿Qué te pasa? ¿No quieres venir conmigo a Hong Kong?
Sí, quería ir, le contestó, pero también tenía que pensar en otras cosas. Estaban su madre, su tío y sus hermanos. No podría ser verdaderamente feliz si los abandonaba y dejaba que se las arreglaran solos.
Jaffe la rodeó con un brazo.
—No te preocupes por eso —contestó—. Ya lo solucionaré. Veré en Hong Kong a algún abogado para arreglar de pasarles una mensualidad. Cuando haya salido de aquí, seré un hombre rico. No tienes que preocuparte por ellos, chiquita. Lo solucionaré.
Mientras ellos conversaban, el teniente Hambley y el inspector Ngoc-Linh estaban parados en la amplia sala de la casa de Jaffe.
Hambley había revisado toda la casa con una minuciosidad que hacía sentirse molesto al inspector.
—Me doy cuenta que en esto hay algo más que un secuestro —manifestó Hambley, mirando al inspector—. Este individuo huyó. Controlé con la Pan Am y conseguí el informe de su equipaje cuando llegó aquí. Traía tres valijas. Una ha desaparecido. La máquina de afeitar ha desaparecido. Cuando se fue se llevó todo el dinero —señaló con un dedo al inspector—. Jaffe huía. No tenía ninguna intención de volver por acá. Por eso le pidió prestado el coche a Wade.· Esperaba poder ocultar su salida con las chapas diplomáticas.
Las cosas podrían ponerse muy difíciles, pensó el inspector, si Hambley insistía en su teoría. Tenía que convencer a ese inspector demasiado astuto de que su teoría estaba equivocada.
—Me gustaría hablarle con franqueza —le dijo—. ¿Hace mucho tiempo que está en Saigón, teniente?
Hambley se quedó mirándolo.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Si mal no recuerdo llegó usted hace dos meses. Dos meses es muy poco tiempo para llegar a comprender la mentalidad y los métodos de nuestro enemigo.
Hambley se puso tieso. Desde que llegara a Saigón tenía conciencia de no estar muy bien pertrechado para el trabajo que debía hacer. Le molestaba no ser capaz de hablar el mismo idioma y tener que trabajar siempre por medio de intérpretes. Encontraba todo el tiempo que la mentalidad vietnamesa era muy poco franca.
—No entiendo mucho de esto —dijo agresivo—. ¿Pero adónde quiere llegar?
—Por ahora parte —continuó el inspector, ignorando la interrupción—, nosotros tenemos años de experiencia con esos bandidos. Sabemos que el único propósito de sus actividades contra nosotros es provocar inconvenientes políticos. Nada les gustaría más que provocar un malentendido en las relaciones entre su país y el mío, o provocar un desagradable incidente que pudiera tener repercusiones en la prensa mundial.
Hambley tuvo conciencia de que en la habitación hacía mucho calor y de que estaba traspirando. Sacó el pañuelo y, perplejo, se enjugó el rostro.
—En la reunión de anoche —continuó el inspector—, usted hizo notar varios puntos interesantes que dijo eran misteriosos y siniestros a la vez. Tenía razón al decir que eran misteriosos, pero estaba equivocado en cuanto a lo de siniestros.
—¿No le parece siniestro que a la chica la mataran cuando salía de las oficinas de la policía y que el cocinero haya desaparecido?
—El cocinero no ha desaparecido —dijo el inspector con seriedad—. Lo encontraron en el río unas horas después.
Hambley se quedó mirándolo.
—¿Muerto?
—Oh, sí. Está muerto.
—Supongo que me va a decir que se suicidó —manifestó Hambley, la voz cargada de sarcasmo—. Bueno, eso lo hace todavía más siniestro. El sirviente, la muchacha y ahora el cocinero… todos muertos. Cada, uno de ellos habría podido darme algún indicio. ¡Maldito si es siniestro!
El inspector sonrió con paciencia.
—Si yo estuviera en su lugar, teniente, pensaría lo mismo, pero con las informaciones que tengo, le aseguro que no tiene nada de siniestro. Parece la más lógica consecuencia imaginable de los acontecimientos.
Hambley hizo una profunda inspiración. Se sentía indignado, pero con un esfuerzo consiguió dominarse.
—Mire, ¿qué le parece si terminamos con tantas vueltas y vamos a los hechos? Si usted sabe tanto, ¡veamos de qué se trata!
—La clave de este aparente misterio —dijo el inspector con suavidad—, es que Haum, la muchacha y Dong Ham eran agentes del Viet Minh. Sabido eso la situación no es ni misteriosa ni siniestra.
Hambley se sintió de pronto desinflado e inseguro de si mismo. Para darse tiempo a pensar, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.
—¿Por qué no lo dijo en la reunión? —le preguntó.
—Mi querido teniente, si entonces lo hubiera sabido, por supuesto lo habría dicho, pero lo supe esta mañana.
—¿Cómo lo supo?
—En Saigón hay muchos agentes del Viet Minh. De vez en cuando algunos se dan cuenta de que aquí la vida es mucho mejor que en Hanoi. Se trasforman en conversos. Y es a través de esos conversos que conseguimos algunas de nuestras informaciones. Este informante no quería denunciar a Haum, a la muchacha y a Dong Ham mientras estuvieran con vida, pero en cuanto supo que habían muerto, vino a verme y me contó que todos fueron activos agentes del Viet Minh.
Hambley soltó un gruñido. Tenía la seguridad de que lo estaban envolviendo en una maraña de mentiras, pero de todas maneras, ahora tendría que andar con mucha astucia. Esa historia fantástica hasta podría ser cierta.
—¿Pero qué tiene que ver todo eso con la desaparición de Jaffe? —le preguntó—. No me va a decir que Jaffe también era agente del Viet Minh, ¿verdad? Porque, francamente, si me lo dice, no le creo.
El inspector sacudió la cabeza.
—Oh, no, teniente, eso sería una niñería. Dígame, ¿qué sabe de Mr. Jaffe? Es compatriota suyo. Hace tres años que vive en Saigón. ¿Qué clase de hombre diría usted que es, o mejor dicho qué clase de hombre diría usted que era?
Hambley no había conocido a Jaffe lo suficiente como para opinar. Lo había visto pocas veces durante esos dos meses en algún bar o en un club nocturno, pero nunca se tomó interés por averiguar algo a su respecto. Con enojoso fastidio se dio cuenta de que no sabía absolutamente nada de Jaffe.
Mientras lo observaba, el inspector se sentía contento por la forma en que se desarrollaba la conversación. Ese hombre joven super astuto estaba decididamente poniéndose a la defensiva. Ya no se sentía tan seguro de sí mismo como antes.
—Bueno; sé que era un hombre de negocios a quien le iba muy «bien» —aventuró Hambley—. En cuanto he podido saber no se mezclaba en dificultades. No…
—Me refiero a la vida privada que llevaba, teniente —interrumpió el inspector—. Un hombre debe ser juzgado sólo por su vida privada.
Hambley volvió a enjugarse la cara.
—No sé nada de su vida privada —admitió un tanto hosco.
El inspector estaba ahora listo para mostrar uno de los ases que su mente ágil había creado durante la conversación.
—Usted mencionó que Jaffe había retirado todo su dinero del banco —dijo—. Y retiró el dinero en forma apurada y un domingo por la tarde y por intermedio de dos hoteles; ya que el banco estaba cerrado. Para usted, la acción de Mr. Jaffe sugiere la idea de un hombre que huye. Sin embargo, ¿no diría que puede haber otra explicación para ese hecho?
Hambley lo miró asombrado. Sintió subírsele la sangre al rostro.
—¿Chantaje?
—Exactamente. Yo mismo diría que es la acción de un hombre que actúa bajo presión y en la necesidad de una fuerte suma de dinero y cuando surge una situación semejante, siempre pienso en un chantaje.
Hambley se encontró de pronto disculpándose a sí mismo.
—No tengo ninguna razón para pensar que Jaffe era un hombre al que se le podía hacer un chantaje, —dijo lentamente—. ¿Usted tiene alguna razón para pensarlo?
El inspector pareció vacilar.
—Desgraciadamente, sí. Mr. Jaffe era sin ninguna duda un pervertido y un degenerado.
Hambley se quedó mirándolo.
—¿Qué le hace decir eso?
—Hay una explicación muy simple para que haya pedido prestado el coche a Mr. Weidey esa explicación no tiene nada que ver con la chapa diplomática. Desde hace algún tiempo, mis hombres han visto a Mr. Jaffe tratando de perseguir chicas con el coche. Durante varias semanas no tuvo ningún éxito. A mí me parece una teoría aceptable que desilusionado por su falta de éxito le haya echado la culpa de su fracaso a la pequeñez del Dauphine más que a la decencia de las muchachas a quienes trataba de molestar. Creo que Mr. Jaffe pidió prestado el coche más grande y más lujoso de Mr. Wade con la esperanza de cambiar su suerte. Después de todo le mencionó a Mr. Wade que quería el coche para un propósito non sancto.
Hambley aplastó el cigarrillo.
—Si se dedicaba a perseguir y molestar mujeres por la calle —dijo cortante—, ¿por qué sus hombres no lo detuvieron?
El inspector levantó los hombros.
—Generalmente, si se puede, evitamos arrestar americanos. Las chicas no le hacían caso. No se llegó a ningún problema y oficialmente no se presentó ninguna queja contra él, por eso no se tomó ninguna medida en su contra aunque a mí me pasaron un informe.
—Todo eso sigue sin explicar la intervención de Haum, ni por qué le hacían chantaje a Jaffe ni la razón de llevarse el revólver ni el motivo de llevar la valija. ¿O sugiere usted que tuvo algún lío desagradable con alguna chica y entonces resolvió escaparse?
—Nada de eso, teniente. Es algo un poquito más complicado. Le sorprendería saber que Haum era un homosexual.
Hambley se puso rígido. ¡Por amor de Dios! pensó. ¿Y ahora qué vendrá?
—Creo que ya se había decidido hace tiempo secuestrar a Mr. Jaffe para pedir un rescate. Creo que a Haum y a Dong Ham los colocaron en casa de Mr. Jaffe con el objeto expreso de llevar a cabo el secuestro en el momento oportuno. Sin embargo, creo que Haum decidió por su cuenta ganar algún dinero. Y se lo pidió a Mr. Jaffe.
Hambley hizo una mueca.
—¿Le parece que Jaffe y el sirviente…?
—Creo que no hay ninguna duda —dijo el inspector con toda tranquilidad—. Ese hombre era un degenerado. ¿Recuerda que Mr. Wade dijo que cuando se encontró con Mr. Jaffe en el bar del Majestic le pareció que estaba intranquilo y preocupado? Después cambió los cheques. Mientras Jaffe andaba en esas cosas, creo que Haum recibió un llamado telefónico. Le dijeron que llevara a Mr. Jaffe al puesto policial de Bien Hoa. La idea era matar dos pájaros de un tiro. Atacar a un puesto policial muy cercano a Saigón y como los bandidos tenían a sus hombres allí, secuestrar a Mr. Jaffe.
—¿Pero cómo diablos sabe todo eso? —preguntó Hambley—. ¿Cómo podría Haum obligar a Jaffe a ir al puesto policial?
—Yo no sé todas esas cosas en la forma que usted lo supone, teniente —dijo el inspector con suavidad—. Sólo estoy adelantando lo que me parece ser una explicación razonable basada en mis años de experiencia con esos bandidos. Me parece que Haum sabía que Jaffe tenía un revólver. Creo que tomó el revólver y obligó a Mr. Jaffe a ir en auto hasta el puesto policial. El ataque ocurrió, pero en la confusión Mr. Jaffe trató de escaparse. Me parece lo más probable que él matara a Haum. En la cara y el pescuezo del muchacho hay impresiones digitales de Mr. Jaffe. Era un hombre de mucha fuerza. Le bastaba con darle un buen golpe al muchacho para desnucarlo. Creo que por eso mataron a Mr. Jaffe. Mi experiencia me dice que al atacar a Haum, automáticamente se jugó la vida. Nuestros enemigos trabajan así: una vida se paga con otra vida. Además tiene usted que recordar algo, Mr. Jaffe tenía encima 8.000 piastras…
—¿En qué se basa para decirlo? —espetó Hambley—. Si su teoría es cierta, sacó el dinero para dárselo al muchacho. Seguramente Haum ya lo tendría antes de obligar a Jaffe a ir hasta el puesto policial.
El inspector inclinó la cabeza. Se había dicho a sí mismo que debería tener mucho cuidado. Ese joven no era por cierto tan tonto como creyera el inspector.
—No tiene importancia, teniente, el que fuera Jaffe o el muchacho quien tuviera el dinero. Uno de los dos lo tenía porque en la casa no hay ni rastros de él. Creo que Mr. Jaffe lo retuvo cuando lo amenazaron con el revólver. Pudo haber dicho que no había podido juntar semejante suma. Creo que cuando los bandidos se dieron cuenta de que había muerto a Haum y al registrarlo le encontraron el dinero, entonces lo mataron. Los bandidos deben haberse repartido el dinero entre ellos antes de volver a sus cuarteles. Si se llevaban a Mr. Jaffe vivo, éste le contaría al jefe lo del dinero, y el jefe podría sacárselos para guardárselo él. Para los bandidos era mucho más conveniente llevarse a Jaffe muerto. Creo que es así como ocurrió.
Hambley se frotó la barbilla mientras se quedó mirando al inspector.
—Usted ha compaginado todo esto, ¿no? —le dijo—. ¿Y qué me dice de la valija y las cosas de afeitar?
—Era intención del Viet Minh quedarse con Mr. Jaffe para pedir rescate. Por eso lo iban a tratar bien; naturalmente, necesitaría sus cosas de afeitar y una muda de ropa. Sin duda Haum ya las había metido en la valija cuando Jaffe volvió a su casa.
—¿Y la muchacha y el cocinero?
—Eran unos veletas, teniente. Mi converso informante me ha dicho que si no hubiera sido por la influencia de Haum los dos habrían cambiado de modo de pensar. Cuando supieran que Haum había muerto, nada los detendría por salir de la influencia del Viet Minh. Sin duda los mataron por órdenes dadas desde Hanoi para que sirvieran de ejemplo a otros veletas.
Hambley se levantó la gorra militar y se pasó los dedos por entre el pelo húmedo de traspiración. Puede ser que este manita tenga razón, pensaba. Es una historia fantástica, pero posible. Si Jaffe era un degenerado es mejor no desparramarlo. Sería muy desagradable que en los periódicos se publicara toda esta inmundicia.
Al observarlo, el inspector vio que había tenido éxito en dirigir la atención y el interés del teniente hacia canales mucho menos peligrosos. Tendría que ver inmediatamente al coronel e informarle sobre la entrevista. Solo esperaba que el coronel estuviera de acuerdo y apoyara la teoría fabricada.
Hambley se puso de pie.
—Tendré que informar esto —dijo.
—Por supuesto —contestó el inspector—, el coronel On-dinh-Khuc enviará un informe confidencial referente a todos estos puntos que he señalado. Su embajador puede tener la seguridad de que no habrá ninguna publicidad indeseable en este desgraciado asunto. Si lo creen necesario les podemos dar las pruebas de que Jaffe era un degenerado. La recompensa ofrecida esta mañana en los periódicos ha hecho presentarse a mucha gente que tuvo relaciones con Mr. Jaffe y están decididos a atestiguarlo, pero sugiero que sería mejor dejar las cosas como están.
Mientras tanto puede confiar en que continuaré la búsqueda del cadáver de Mr. Jaffe.
—Sí —contestó Hambley—. Bueno. Está bien. Ya lo veré, inspector —y enderezándose la gorra, le estrechó la mano y se fue.
El inspector se quedó parado unos minutos mirando a través de la ventana hasta oír alejarse el jeep, luego con lentitud se acercó hasta el cuadro de la pared y lo miró. Era una suerte, pensó, que al teniente no se le hubiera ocurrido sacar el cuadro. Se habría extrañado mucho al encontrar el boquete en la pared.
Entonces con mucho cuidado lo levantó un poco, para mirar detrás. La sólida pared con que su mirada se encontró le hizo una profunda impresión. No había ninguna señal de que el día anterior hubiera habido un boquete en la pared. Quienquiera fuese el que la había reparado era sin duda un muy hábil artesano.
Mientras colocaba el cuadro de nuevo en su lugar, el inspector recordó que el hermano de Lam-Than era decorador de interiores.
Con una expresión preocupada en los ojitos negros, salió de la casa y rápidamente volvió en el auto a la oficina de la Policía de Seguridad.
Frente al aeropuerto de Saigón Blackie Lee estaba sentado en su coche y se hurgueteaba los dientes con una pajita de bambú. Esperaba con impaciencia que los pasajeros del avión recién llegado de Hong Kong pasaran por el control aduanero y de inmigración.
Ya había alcanzado a ver a su hermano, Charlie, cuando éste bajó del avión. Le había producido un inmenso alivio que Charlie contestara tan rápidamente su S.O.S.
Charlie Lee era cinco años mayor que su hermano; era un hombre mucho más serio y ambicioso, pero mucho menos rico que Blackie.
El inconveniente de Charlie, Blackie se lo decía muy menudo a Yu-Lan es que nunca se dedicaba a un verdadero trabajo. Siempre estaba tratando de especular, de hacer mucho dinero fácil y rápidamente. Siempre sueña con que alguno de sus descabellados proyectos le haga ganar de golpe mucho dinero. Siempre está desperdiciando oportunidades al buscar oro en un arco iris cuando debería abrir en Hong Kong un salón de baile como el que yo tengo.
Pero con un trabajo como el que ahora se presentaba, el trabajo de llevar a Hong Kong al americano, Blackie no podía pensar en nadie más apropiado que Charlie. Si a Charlie no se le ocurría nada, entonces el americano podía darse por muerto.
Vio cómo Charlie salía del aeropuerto, se detenía y miraba en torno. Le pareció que su hermano tenía un aspecto un tanto más delgado y un poco más pobre que la última vez que lo viera hacía unos meses.
Charlie ubicó el coche americano y se acercó; Blackie bajó y lo saludó. Los dos hombres se quedaron parados bajo un sol ardiente y conversaron unos pocos minutos. Se preguntaron mutuamente por su estado de salud, después Charlie preguntó por Yu-Lan a quien apreciaba mucho. Ninguno de los dos mencionó el telegrama urgente que Blackie le mandara a su hermano pidiéndole que dejara todo y viniera en seguida.
Subieron al coche y sin prisa se dirigieron al club.
Durante el viaje Blackie le preguntó a su hermano cómo andaban los negocios, y Charlie con un resignado levantar de manos le contestó que por el momento no andaban muy bien. Tenía algunas dificultades con el equipo de los muchachos de sus rickshaws; en Hong Kong el tránsito era cada vez mayor y gradualmente estaba desplazando de las calles a los rickshaws. Los muchachos lo sabían. Pedían cada vez más salario para poder ahorrar algo para cuando no pudieran trabajar. Las cuatro muchachas que Charlie protegía, también le daban preocupaciones. Desde la publicación de ese libro que se refería a una prostituta de Hong Kong, las autoridades americanas prohibieron a todos los marineros americanos entrar en cualquiera de los hoteles donde trabajaban esas mujeres. La reglamentación repercutió con mal efecto en los negocios y para que las cosas fueran todavía peor las muchachas pedían un porcentaje mayor.
Blackie escuchaba, con algún gruñido de simpatía de cuando en cuando. Seguían conversando de los negocios de Charlie cuando subieron las escaleras del club donde Yu-Lan recibió a Charlie con un saludo afectuoso.
El almuerzo ya estaba listo y los tres se sentaron a comer los ocho platos espléndidamente preparados. Durante el almuerzo se conversó muy poco y cuando concluyeron los dos hermanos se retiraron a la oficina de Blackie mientras Yu-Lan se fue a su dormitorio a hacer una siesta. Charlie se sentó en el sillón más cómodo mientras Blackie se ubicó frente al escritorio. Le ofreció a Charlie un cigarro que éste aceptó.
Hubo un corto silencio mientras Charlie encendía el cigarro, luego dijo:
—¿Hay quizás algo que yo pudiera hacer por ti?
Blackie inmediatamente entró de lleno en el asunto. Con admirable claridad, le refirió a su hermano la historia de Jaffe. Le suministró hasta la menor información que había podido recoger sin complicar los hechos con sus propios pensamientos u opiniones.
Charlie se recostó en el sillón y saboreaba el cigarro con rostro totalmente inexpresivo. A medida que Blackie hablaba, Charlie con toda rapidez se dio cuenta de lo peligroso del asunto. Hasta ese entonces, ni él ni Blackie nunca habían intervenido en algo realmente peligroso; algún pequeño contrabando de opio, por supuesto; alguna negociación poco limpia de cambio de dinero; cierto número de refugiados introducidos clandestinamente en Hong Kong, pero nada que pudiera llevarlos a tener que enfrentar un piquete de fusilamiento, y este asunto en que Blackie se había metido podía fácilmente terminar ante unos rifles de la Policía de Seguridad apuntándoles.
Charlie había vivido muchos años en Saigón. Salió de allí cuando se fueron los franceses y el Presidente Viem tomó el gobierno. Sintió que era su deber prevenir alguna vía de escape para su hermano menor en caso de necesidad, y se instaló en Hong Kong. Pero conocía muy bien los métodos y la mentalidad vietnameses. Sabía que tomarían las medidas más extremas contra un chino si descubrían que ayudó a escapar a un fugitivo de la justicia.
Blackie dijo:
—El americano tiene dinero. Si conseguimos hacerlo salir pagará quince mil dólares americanos. Es una suma respetable. Pensé que fueran cinco para ti y diez para mí. ¿Qué te parece?
—Mi vida vale mucho más de cinco mil dólares americanos —contestó Charlie con tranquilidad.
Blackie frunció el ceño. Estaba desilusionado, creyó que su hermano pegaría un salto al escuchar semejante oferta.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es algo demasiado peligroso —contestó Charle—. Lo siento, pero por el momento no puedo considerar el asunto; es demasiado peligroso.
Blackie sabía cómo tratar con su hermano. Sacó del bolsillo los dos diamantes que le diera Jaffe.
—El americano está dispuesto a confiar en mí —dijo—. Me dio estas dos piedras. Me dijo que valen más de mil dólares americanos. Con eso se pagarían los primeros gastos. Cuando llegue a Hong Kong nos pagará quince mil dólares americanos —puso los dos espléndidos diamantes sobre el secante.
Charlie era un perito en toda clase de piedras preciosas. En una época fue tallador de diamantes para un joyero de Saigón, pero desgraciadamente lo encontraron robando oro y eso puso fin a su carrera en el negocio de joyería.
Recogió los diamantes y los observó. Luego sacó del bolsillo una lupa de relojero, se la colocó en el ojo y examinó las piedras con sumo cuidado. Hubo una larga pausa durante la cual Blackie lo observaba. Por último Charlie se sacó la lupa del ojo y volvió a colocar los diamantes sobre el secante.
Recostándose en el sillón, preguntó:
—¿El americano te dio estas piedras?
—Sí.
—¿De dónde las sacó?
—De Hong Kong. Las compró para una muchacha, pero después cambió de idea.
—¿Cuánto te dijo que valían?
Blackie frunció el ceño.
—Mil dólares.
—¿Te sorprenderías si te dijera que valen tres mil dólares? —opinó Charlie.
Los ojos de Blackie se ensombrecieron. Se hundió en la silla y se quedó mirando a su hermano.
—El americano no compró estos diamantes en Hong Kong —continuó Charlie—. Te ha mentido.
—No comprendo —contestó Blackie—. ¿Por qué me los dio entonces si son tan valiosos?
—Porque no sabe cuánto valen, y eso significa que no los compró.
—No comprendo —dijo Blackie—. ¿Si no los compró, entonces de dónde los sacó?
—Los robó —contestó Charlie—. Es una coincidencia muy extraña —señaló las gemas—. Hace seis años yo mismo tallé estas piedras. Tienen mi marca.
—Pero es extraordinario —le replicó Blackie—. ¿Estás seguro?
—Por supuesto. Hasta puedo decirte quién era el propietario de esos diamantes. ¿Te acuerdas del general Nguyen Van Tho?
Blackie asintió con la cabeza.
—Encargó a la casa donde yo trabajaba ciento veinte diamantes. Y los pagó en efectivo. Fue una transacción secreta, pero supe que en otro comercio compró otras cincuenta piedras más grandes y mejores. En total compró por valor de dos millones de dólares americanos. Y para comprar las piedras utilizó fondos del ejército. Tenía proyectado irse del país, pero no llegó a hacerla. Lo mató una bomba y las piedras nunca aparecieron. ¡Creo que el americano las encontró!
Los dos hombres se quedaron mirándose. Blackie sintió que por la cara le corrían gotas de traspiración. ¡Dos millones de dólares americanos!
—¡Pero, claro! —dijo—. ¡Jaffe vivía en una casa que perteneció a la querida del general! El general debió esconder las piedras y Jaffe las encontró. ¡Por eso asesinó al sirviente! ¡El muchacho habrá sabido que Jaffe encontró los diamantes!
Charlie continuaba fumando el cigarro, pero su mente estaba en actividad. Por fin llegó, pensaba, la oportunidad que estuve esperando. ¡Dos millones de dólares! ¡Una fortuna! ¡Por fin!
—Pero no sabemos si tiene los otros que faltan —dijo Blackie en forma dudosa—. Pudo no haber encontrado más que estos dos.
—¿Y por dos piedras mató al sirviente? —Charlie sacudió la cabeza—. No; las encontró todas. Puedes estar bien seguro.
—Sé donde está escondido —agregó Blackie, bajando la voz—. Sería muy sencillo sorprenderlo. Tengo varios hombres que se ocuparían de él.
Charlie levantó la cabeza para mirar a su hermano.
—Supongamos que consigues los diamantes —le dijo—. ¿Qué harías con ellos acá en Saigón?
—Los llevaría a Hong Kong —contestó Blackie con impaciencia.
—La última vez que salí de Saigón, me buscaban —agregó Charlie con tranquilidad—. A ti también te buscarían. Los dos somos sospechosos. Si nos agarran con los diamantes, nos harán desaparecer. ¿Te das cuenta de eso, verdad?
—¿Y entonces, qué vamos a hacer? —preguntó Blackie.
—Vamos a hacer lo que quiera el americano. Vamos a sacarlo del país. Naturalmente, viajará con los diamantes. Correrá todos los riesgos. Nosotros lo estaremos esperando en Hong Kong. Y cuando llegue a Hong Kong, entonces se los sacaremos. ¿Estás de acuerdo?
—Pero acabas de decir que no querías considerar el asunto —le recordó Blackie.
Charlie se sonrió.
—Por dos millones de dólares americanos, no hay nada que no pueda considerar. Puedes decirle que lo sacaremos del país.
—¿Y cómo vamos a hacer?
Charlie cerró los ojos.
—Es algo que debo pensar. Ya no estoy tan joven como antes. Un sueñito me hará mucho bien. ¿Quieres ocuparte de que no me molesten?
Blackie se levantó y se acercó a la puerta. Se detuvo. En sus ojos había una expresión preocupada.
—No será fácil quitar le las gemas al americano —dijo—. Es un hombre de mucha fuerza.
Charlie se acomodó mejor en el sillón.
—No podemos pretender ganarnos dos millones de dólares sin tener ningún inconveniente —le dijo—. Gracias por recordármelo. Lo tendré muy en cuenta.
Unos pocos minutos después de haber salido Blackie de la oficina, Charlie empezó a roncar con suavidad.