EXACTAMENTE antes de medianoche, Jaffe salió del dormitorio y a tientas bajó la escalera hasta la puerta de calle. Detrás de una puerta cerrada podía escuchar los ronquidos del abuelo de Nhan. Se quedó parado un momento escuchando, asegurándose de no haber despertado al viejo; después tanteó el picaporte, y corrió el cerrojo.
Al abrirse, la puerta hizo un leve crujido. Espió a través de la oscuridad. La luna se escondía detrás de un grupo de nubes. Apenas podía distinguir la delgada silueta de los árboles, y a la distancia, la del techo de la fábrica de laca contra el cielo de la noche.
Con muchas precauciones recorrió el sendero que llevaba al galpón donde el viejo guardaba la bicicleta. Nhan le había dado instrucciones bien precisas. No tuvo dificultad en encontrar la bicicleta que llevó al camino, y montándola, partió para su cita con Blackie Lee.
Después que Nhan se fue, Jaffe se acordó de limpiar el revólver. El saber que tenía revólver y que funcionaba le proporcionó una fuerte sensación de seguridad.
Había sacado de la cajita dos de los diamantes más pequeños y los envolvió en un pedacito de papel de diario, guardándolos después en el bolsillo de la camisa. No sabía si dejar o no los otros en el cuarto, pero decidió que hacerla era demasiado arriesgado, por eso volvió a meter la cajita en el bolsillo posterior del pantalón.
Mientras pedaleaba por el camino principal de Bien-Hoa, ensayó la historia que proyectaba contarle a Blackie. Estaba seguro de que los diarios no mencionarían los diamantes. Le habría gustado saber bien cómo relatarían las cosas, y qué había descubierto hasta entonces la policía, o qué sospechaba. Tendría que ser muy cauteloso con Blackie. No debería dejarle ver que no le tenía mucha confianza, pero al mismo tiempo, tampoco podía confiar le toda la verdad.
Durante los primeros quinientos metros tuvo el camino totalmente a su disposición. Vigilaba constantemente por si se acercaba algún coche o por si había algún movimiento en cualquiera de los dos lados del bosque.
Se dio un susto bastante grande cuando un búfalo que estaba tirado en el pantano al oírlo acercarse bufó y se levantó. Y poco más adelante al ver los faros de un coche saltó de la bicicleta con toda rapidez, se apartó del camino y se tiró entre los yuyos húmedos hasta oír alejarse el motor del coche.
Fuera del búfalo y de ese automóvil, el viaje hasta el templo trascurrió sin novedades, y llegó allí a la una menos veinte.
El templo se levantaba en un patio rodeado por muros altos y en ruinas. Quedaba a unos doscientos metros del camino principal. El angosto sendero que llevaba hasta el templo estaba lleno de baches y en parte cubierto por pasto y maleza. Era un lugar muy apropiado para encontrarse con Blackie Lee pues éste podría entrar el coche al patio donde no lo verían desde el camino principal.
Jaffe llevando la bicicleta recorrió el angosto sendero y cuando estuvo cerca de los portones del templo, dejó la máquina entre el pasto alto donde quedó bastante oculta. Siguió caminando hasta el templo e inspeccionó el patio. Estaba demasiado oscuro para poder ver nada. Decidió esperar afuera. No tenía ningún interés en penetrar en esa calurosa oscuridad y caer en alguna trampa.
Descubrió un grupito de arbustos detrás de los que pudo esconderse y al mismo tiempo tener una vista permanente del camino principal y del sendero que llevaba al templo.
A la una en punto vio acercarse los faros de un coche. El coche americano grande y pesado de Blackie Lee se zarandeaba y saltaba avanzando lentamente por el sendero angosto.
Jaffe pudo ver que llegaba solo y se sintió aliviado, consciente de pronto de que mientras el coche se iba acercando había estado con la mano en la culata del revólver.
Observó cómo el coche atravesó el portón para entrar al patio, entonces se puso de pie y caminando por el pasto se acercó hasta Blackie quien en ese momento bajaba del coche.
—Hablaremos en el auto —dijo Jaffe, y dando la vuelta hasta el otro lado se sentó junto al asiento del conductor mientras Blackie, luego de un momento de vacilación, volvía a colocarse frente al volante.
Blackie había decidido escuchar y hablar muy poco. No quería dejar que el americano supiera que ya estaba enterado en parte del asunto. Sería más interesante y probablemente más ventajoso escucharlo que el americano tenía que decir y descubrir si le estaba mintiendo o no.
Le dijo:
—Mr. Jaffe no comprendo qué ocurre. Esta tarde me fue a ver Nhan para decirme que usted quería hablar conmigo aquí. ¿Por qué no podíamos encontrarnos en el club, o en su casa? Todo esto es muy misterioso y extraño. Me gustaría mucho que me lo explicara.
—Para eso he venido —replicó Jaffe—. Estoy en dificultades. Yo soy la persona que quería el pasaporte falso. Tengo que salir del país, y rápido.
—No soy ningún tonto —dijo Blackie con suavidad—. Sospeché que el pasaporte era para usted. Creo que puedo ayudarlo. Costará dinero, pero con tal de que no haya cometido un crimen capital o político, el asunto no va a ser difícil de arreglar.
Jaffe sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Blackie quien lo rechazó con la cabeza. Encendió uno para él y Blackie que lo estaba observando vio una mano poco firme al acercar el fósforo al cigarrillo.
—En forma accidental maté a mi sirviente —dijo Jaffe.
A Blackie fue como si le hubieran dado un golpe. Era lo último que esperaba oír.
Recordó lo que le había dicho Tung Whu. La policía americana y vietnamesa, las dos, creían que al muchacho lo asesinaron los bandidos. Y ahora el americano le confesaba que fue él quien lo mató.
Se las arregló para decir con toda tranquilidad:
—No comprendo Mr. Jaffe. Lo que me está diciendo es algo muy serio. ¿Cómo puede alguien matar a un hombre por accidente?
—Lo pesqué robándome dinero de la billetera. Trató de escaparse. Estaba aterrado. Me imagino que no sospeché mi propia fuerza. Mientras el muchacho luchaba por zafarse, no sé cómo le rompí la nuca.
Blackie miró directamente a Jaffe, con la vista recorrió su musculatura.
—Usted es un hombre muy fuerte —dijo con una nota de respeta en la voz—. Sí, es posible que pueda haber ocurrido así.
—Bueno, pues ahí estaba con un cadáver en mis manos —dijo Jaffe, sintiéndose aliviado al ver que Blackie parecía creer su historia—. Las apariencias eran bastante malas. Decidí desaparecer. Usted ya sabe cómo es aquí la policía. Podrían meterme en la cárcel. Confío en usted para poder llegar a Hong Kong.
Blackie no podía aceptar semejante historia. No tenía sentido.
—¿Pero no pensó en presentarse a la policía y explicar la situación, Mr. Jaffe? Ya se sabe que los sirvientes muchas veces son ladrones. Si les contaba…
—Pensé en todo eso —contestó. Jaffe cortante—. A estos vietnameses no les gustan los americanos. Me podrían cocinar en la cárcel. No quise correr el riesgo.
Todo eso seguía sin tener sentido para Blackie, pero decidió seguirle la corriente al americano.
—¿Y el cadáver? —preguntó—. ¿Qué hizo con él?
—Lo metí dentro de un ropero de mi casa —dijo Jaffe—. La policía fue a verlo a usted, ¿no es cierto?
Blackie asintió con la cabeza. Estaba intrigado y asombrado. Si Jaffe había dejado el cadáver en su casa, ¿cómo fue a dar a la zanja con los bandidos muertos? ¿Quién lo llevó de la casa a la zanja? ¿La policía? ¿Por qué informaron a los periódicos que a Haum lo mataron los bandidos?
—Me fueron a ver —dijo—. Me dijeron que a usted lo habían secuestrado unos bandidos del Viet Minh. Querían saber si tenía relaciones con alguna bailarina determinada. Por supuesto les dije que no le conocía ninguna chica.
—Nhan no tiene nada que ver con todo esto. Sucedió anoche antes de encontrarme con ella. No tiene absolutamente nada que ver.
Blackie no contestó ni una palabra. Era una mentira pasable. Estaba seguro de que Nhan sabía bastante de todo el asunto. No podía comprender por qué motivo la policía había trasladado el cadáver de Haum. No tenía objeto seguir ocultándoselo a Jaffe. De todas maneras se enteraría por los diarios de la mañana. Decidió decírselo.
—Esta tarde hablé con un periodista —dijo—. Me contó que la policía les comunicó que a Haum lo mataron los bandidos. Encontraron el cadáver cerca del coche destrozado que usted iba manejando.
Durante unos instantes Jaffe se quedó completamente inmóvil, no muy seguro de haber oído bien. Entonces se dio cuenta de que si era cierto se había puesto prematuramente en manos de Blackie Lee al confesarle que mató a Haum. Se maldijo por no haber esperado a leer los diarios antes de ver a Blackie. En seguida se dio cuenta de por qué la policía había trasladado el cadáver de Haum. ¡Entre las autoridades alguien quería los diamantes!
Encontraron el boquete de la pared, pensó, y saben que la casa perteneció antes a la querida del general. Han sospechado que encontré los diamantes y maté a Haum para que no hablara. Están preparando la escena para poder cerrarme la boca cuando me encuentren, y quedarse con las gemas.
Blackie seguía diciendo:
—Este es un asunto muy confuso, Mr. Jaffe. ¿Cómo explica usted que encontraran el cadáver de Haum en una zanja?
—Quizás no quieran provocar con esto un incidente internacional. Después de todo, soy americano —contestó Jaffe con cautela.
—No me parece que sea una buena explicación —contestó Blackie—. Hace unos pocos meses un marinero americano asesinó en Cholon a una prostituta. La policía no vaciló en arrestarlo. ¿Por qué vacilarían en arrestarlo a usted? ¿Por qué arreglaron las cosas de manera que pareciera un ataque del Viet Minh?
—Quizás ellos no trasladaron el cadáver. Quizás lo hicieron el cocinero y la muchacha.
—Si se refiere a My-Lang-To —dijo Blackie—, esa sugerencia está fuera de la cuestión. ¿Cómo iban a poder llevar el cadáver tan lejos? Quizás le interese saber que al cocinero y a esa chica los llevaron a la policía para interrogarlos. Cuando la muchacha salía de las oficinas de la policía la atropelló y la mató un coche que desapareció. Cosas así han ocurrido antes, de vez en cuando, a gente que detuvieron para interrogar. Es un método muy eficiente para deshacerse de las personas que pudieran resultar les molestas.
Jaffe sintió que sobre su mano caía una gota de sudor. Se dio cuenta de que estaba repentinamente alarmado.
—De Dong Ham no se había sabido más nada —continuó Blackie—. No me sorprendería que para estos momentos también él ya estuviera muerto.
Y si me encuentran a mí, pensó Jaffe; también me van a matar.
—No entiendo absolutamente nada —dijo—. Todo esto me resulta tan misterioso como a usted.
Eso, mi amigo, es una mentira, pensó Blackie. ¿Se tratará de algún problema político? ¿Estará este americano trabajando con algún grupo para derrocar al régimen? Haum lo habrá descubierto y el americano lo mató para que no hablara. No, no puede ser. No me pediría ayuda a mí si estuviera trabajando para algún grupo. Ellos ya se ocuparían de sacarlo del país. Entonces, ¿cuál será la explicación?
—No me gustan los misterios —dijo—. Quiero conocer todos los hechos antes de comprometerme. Mr. Jaffe, ¿cuándo le pidió el coche a su amigo, estaba tratando de escaparse?
—Así es. Pensé que con las chapas diplomáticas podrían disimular mi ida a Cambodia. En el momento en que llegué al puesto de policía, empezó el ataque y el coche quedó inutilizado.
—¿Nhan estaba con usted?
—No —Jaffe hizo una pausa, luego continuó con voz endurecida—. Estamos perdiendo el tiempo. ¿Puede o no puede hacerme salir de aquí?
—Aunque me gustaría mucho ayudarlo —dijo Blackie—, lo que usted me pide es algo imposible. No hay camino por donde poderlo sacar del país: ahora ya deben estar clausuradas todas las salidas. La policía de seguridad es muy eficiente. Además de la imposibilidad, también tengo que considerar mi situación, Mr. Jaffe. Tengo mujer y un negocio que marcha muy bien. Si descubren que estuve hablando con usted, me clausurarán el club. Sí descubren que trato de ayudarlo a escapar, me meterán en la cárcel.
Jaffe conocía suficientemente la idiosincrasia china para saber que esa no era la última palabra.
—Lo comprendo muy bien —dijo—, pero nada es realmente imposible cuando hay un interés lo bastante grande. Yo tengo que irme. Estoy dispuesto a pagar.
Blackie sacudió la cabeza.
—Aun cuando pudiera pensar en alguna forma de sacarlo, Mr. Jaffe, el costo sería casi prohibitivo.
—Eso lo tengo que decidir yo. Suponga que hay fondos sin límite, ¿cuánto fijaría?
—¿Fondos sin límite? Supongo que se podría arreglar algo, pero estamos perdiendo el tiempo. ¿Quién tiene fondos sin límite?
—Le he puesto a mi vida un precio muy alto —continuó Jaffe—. Admito que no soy millonario, pero en América tengo dinero. Puedo estirarme hasta diez mil dólares americanos.
Detrás del volante Blackie parecía soñoliento, pero su mente estaba bien alerta. Esa era la clase de dinero al que alguna vez esperaba poder ponerle las manos encima.
—Podría sacarlo por la mitad de esa suma, Mr. Jaffe —dijo—, si no fuera un asunto de asesinato pero desgraciadamente lo es. Me parece que le costará bastante más.
—¿Cuánto más? —preguntó Jaffe quien ya había esperado tener que regatear con Blackie.
—Veinte mil se acercaría más a la cantidad.
—No los tengo, pero quizá pudiera pedir prestado algo más a algún amigo. Doce mil sería el máximo que podría dar.
—Para mí, doce mil sería suficiente, pero tengo que pedirle a mi hermano que me ayude y eso también hay que considerarlo.
—Es cosa suya. Usted tendrá que arreglarse con él.
Blackie sacudió la cabeza con tristeza.
—Lo lamento, Mr. Jaffe. Por doce mil me arriesgaría a perder mi negocio, pero por menos no. Mi hermano querrá cinco mil. Sin él es imposible sacarlo del país.
—Pero con su hermano, ¿podría?
Blackie se cubrió.
—Es algo que debería pensarlo un poco y discutirlo con mi hermano.
Jaffe hizo como si pensara unos momentos, luego le dijo:
—Le pagaré a su hermano cuatro mil: en total serían diez y seis mil y nada más.
—Diecisiete mil —dijo Blackie, seguro ahora de conseguirlos y preguntándose cuánto tendría que darle a Charlie, su hermano.
Jaffe negociaba deliberadamente el próximo regateo.
—Bueno, está bien —dijo con un gesto de derrota—. Diecisiete mil, pero Nhan también viene sin pagar nada más.
Blackie se sorprendió.
—¿Quiere llevarse a la chica?
—Sí. ¿Trato hecho?
Blackie vaciló.
—Ella puede complicar las cosas, Mr. Jaffe.
—¿Trato hecho?
Blackie se encogió de hombros.
—Trato hecho, pero no puedo prometer nada. Por diecisiete mil dólares americanos haré todo lo que pueda por usted, pero no le puedo garantizar nada.
—No recibirá el dinero hasta llegar a Hong Kong —especificó Jaffe—. No lo tengo aquí. De manera que si no consigue hacerme salir, no recibirá el dinero.
Blackie esperaba esto.
—Habrá algunos gastos preliminares. Necesito ya algo de dinero. Francamente, no tengo intención de adelantar dinero mío para una cosa tan arriesgada. Y a menos que no pueda proporcionar me inmediatamente mil dólares americanos para hacer frente a los primeros gastos y al pasaje de mi hermano, entonces con mucho sentimiento lamentaría no poder considerar el ayudarlo.
—Pero si le doy esa suma —aclaró Jaffe—, y usted no consigue encontrar la forma de hacerme salir, saldré perdiendo.
—Sería de lamentarlo —contestó Blackie—. Pero debemos ser realistas. Si yo no lo puedo hacer salir, usted no necesitará el dinero… nunca volverá a necesitar dinero. ¿Ha pensado en eso?
Jaffe se agitó molesto. Lo había pensado.
—No tengo mil dólares americanos, pero tengo aquí un par de diamantes. Los compré en Hong Kong hace unos años. Iba a hacerlos montar en un anillo para una joven que conocía entonces. Por lo menos valen mil dólares.
Blackie parecía sorprendido.
—Preferiría dinero en efectivo.
Jaffe sacó el paquetito de papel de diario y se lo tendió a Blackie.
—No tengo efectivo. Esto lo puede vender en cualquier parte.
Blackie encendió la luz del tablero e inclinándose hacia adelante con mucho cuidado extendió el papel y examinó los diamantes. No entendía mucho de piedras preciosas, pero se veía que eran buenos; si valían o no mil dólares americanos, solamente Charlie se lo podría decir.
Fue un momento de tensión para Jaffe. El rostro suave y gordo de. Blackie no le decía nada. ¿Habría creído el cuento de los diamantes? Parecía que sí. ¿Los aceptaría en pago?
Blackie levantó la vista.
—Muy bien, Mr. Jaffe. Ahora volveré a casa y le enviaré un telegrama a mi hermano. No se puede hacer nada hasta hablar con él.
—¿Cuánto tiempo demorará?
—Propongo que nos volvamos a encontrar aquí a la misma hora del miércoles. Para entonces ya sabré si puedo o no ayudarlo.
—Estaré aquí.
Jaffe bajó del coche.
—Confío en usted —y le extendió la mano a través de la ventanilla abierta.
—Haré todo lo que pueda —contestó Blackie y le estrechó la mano.
Observó cómo Jaffe desaparecía en la oscuridad, luego volvió a inclinarse a la luz para examinar los diamantes; una expresión meditabunda oscureció su rostro.
Durante las últimas doce horas hubo una incesante actividad en la búsqueda del desaparecido Jaffe.
Mientras éste iba en bicicleta a su cita con Blackie Lee, se realizaba una reunión en las oficinas de la Policía de Seguridad. El coronel On-dinh-Khuc y el inspector Ngoc-Linh estaban sentados de un lado de la mesa y del otro se ubicó el teniente Harry Hambley de la Policía militar de los Estados Unidos.
La reunión duró una hora y al terminar los tres hombres estaban tan lejos de encontrar a Jaffe como cuando se sentaron.
Con un discurso largo, lleno de palabrerías, el coronel explicó qué pasos se habían dado para encontrar al americano desaparecido. Unos quinientos agentes seguían registrando los alrededores. Seis sospechosos de simpatizar con el Viet Minh habían sido arrestados e interrogados, pero sin ningún resultado. Se habían impreso avisos ofreciendo una buena recompensa por la vuelta del americano. Esos avisos se habían colocado en árboles en lugares por donde se sabía que a veces los bandidos entraban a Vietnam. En los diarios del día siguiente aparecería el ofrecimiento de una buena recompensa para quien pudiera dar cualquier clase de información concerniente al secuestro.
El teniente Hambley había escuchado con manifiesta impaciencia. Ese hombre joven provocaba un leve malestar en el coronel. Lo desconcertaba un poco que el teniente le devolviera la mirada en forma tan dura e inflexible como la suya.
Por último el coronel hizo una pausa y Hambley aprovechó la oportunidad para soltar un discurso que todavía desconcertó mucho más al coronel.
—No sabemos con certeza —aseguró Hambley—, que Jaffe haya sido secuestrado… A mí me parece que está ocurriendo algo muy misterioso y siniestro. Y les diré por qué. Sabemos que Jaffe le pidió prestado el coche a Sam Wade diciéndole que era para ir al aeropuerto con una joven, pero al coche se le encontró a millas del aeropuerto y no había ninguna mujer, en cambio estaba el cadáver del sirviente de Jaffe. Jaffe tenía una pistola 45 y ha desaparecido: y lo mismo su pasaporte. Antes de desaparecer, retiró todo el dinero del banco. ¿Por qué lo hizo? Quise hablar con su novia de Haum, pero en cuanto su gente la interrogó, la mató misteriosamente un automóvil que desapareció. Quise hablar con Dong Ham, el cocinero, pero ha desaparecido por completo. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir? Es todo muy misterioso y siniestro.
El coronel echó la silla hacia atrás. Dijo que estudiaría todos esos puntos especificados por el teniente. Se harían nuevas investigaciones. Se le pasaría el informe. El embajador americano podía tener la seguridad de que no se dejaría piedra sin mover hasta encontrar a Jaffe.
El coronel entonces se puso de pie, indicando que la reunión había terminado. Luego de una vacilación, Hambley les dio la mano. Dijo que esperaba tener noticias del coronel al día siguiente, y se retiró.
El coronel Khuc miró al inspector Ngoc-Linh, con mirada fría y enojada.
—¿Todavía no tiene ninguna idea de donde está secuestrado o escondido el americano? —preguntó.
—No, señor —admitió el inspector—. Sigo tratando de encontrar el rastro de esa chica que solía visitar al americano. Podría sernos útil.
—Este teniente nos va a traer complicaciones —dijo el coronel—. Tenga cuidado cuando trate con él. Ahora vaya y encuentre a esa mujer.
Cuando el inspector salió el coronel tocó el timbre para que Lam-Than se presentara.
—El teniente Hambley probablemente le pedirá visitar, otra vez, mañana la casa de Jaffe para echar un vistazo. Algo está sospechando —dijo el coronel—. Por supuesto, es esencial que no descubra el boquete de la pared.
Lam-Than se permitió una sonrisa.
—Hace unas tres horas, señor —dijo— fue reparada la pared. El trabajo lo hizo mi hermano que es muy hábil para muchas cosas y en quien se puede confiar.
El coronel gruñó.
—Ngoc-Linh todavía no encontró a la mujer —dijo—. ¿No tiene alguna idea de cómo podríamos hacer para encontrarla?
—Si hay alguien que la conoce es el propietario del Paradise Club. Conoce a todas las mujeres que tienen relaciones con americanos —contestó Lam-Than—. Podemos arrestarlo y hacerle un interrogatorio.
—El inspector ya lo interrogó.
Los ojos de Lam-Than se iluminaron malignos.
—Si lo hubiéramos tenido aquí, estoy seguro de que habríamos podido convencerlo para que hablara.
El coronel vaciló, luego de mala gana sacudió la cabeza.
—Ese hombre es demasiado conocido por los americanos. Sería peligroso arrestarlo… ahora. Debemos tener mucho cuidado. Si no hay otro remedio… bueno, lo haremos, pero primero veremos si Ngoc-Linh puede encontrarla —se refregó la chata nariz—. ¿Está seguro de que el americano no podrá escaparse del país?
—Todas las salidas están vigiladas —contestó Lam-Than.
El coronel se frotó la calva.
—Está armado.
—Los hombres están advertidos. Dispararán en cuanto lo vean.
—¿Pero, y si le encuentran los diamantes?
Lam Than sonrió.
—Los recuperaré —le contestó.