MIENTRAS a Blackie Lee lo conducían de vuelta a su club en el pousse-pousse, una escena curiosa se desarrollaba en las oficinas de la Policía de Seguridad. En la parte posterior del edificio de esas oficinas y donde se guardaban los coches había un callejón angosto bordeado por un lado por una alta pared de ladrillos que rodeaba al edificio de la policía y por el otro por un cerco alto y tupido.
Ese callejón angosto era utilizado muy pocas veces excepto por algunos campesinos que cortaban camino para llegar al Mercado Central.
Unos pocos minutos después de medio día, dos policías uniformados abrieron los portones del garaje y caminaron rápidamente hasta el final del callejón. Se quedaron parados dándose la espalda uno al otro, separados por cuarenta metros de calles de polvoriento pedregullo. Tenían órdenes estrictas de detener a cualquiera que quisiera utilizar el callejón durante los próximos veinte minutos.
Mientras se ubicaban, otro policía uniformado, chiquito y con aspecto de criatura, subió a un jeep de la policía y puso en marcha el motor. Cualquiera que lo hubiera mirado bien de cerca habría notado que traspiraba profusamente y su cara morena demostraba una tensión que parecía extraña para el sencillo trabajo que aparentaba estar haciendo.
Exactamente a las doce y quince, cuando Blackie Lee estaba pagando al muchacho del pousse-pousse, My-Lang-To que estuviera sentada en una celda oscura y calurosa durante las últimas tres horas, oyó poner la llave en la cerradura y descorrer el cerrojo.
Se puso de pie en el momento en que la puerta de acero giraba abriéndose. Un policía uniformado la llamó por señas.
—Ya no la necesitan más —dijo el policía—. Puede irse a su casa.
My-Lang-To salió tímidamente del horno oscuro al corredor lleno de sol.
—¿No hay noticias de mi novio? —preguntó—. ¿No lo encontraron?
El policía la tomó con fuerza de un brazo y la empujó por el corredor hasta un patio donde estaban estacionados varios jeeps de la policía.
—Cuando haya noticias de su novio, se lo dirán —le dijo y le señaló los portones abiertos—. Salga por aquí. Dése por satisfecha con haber recuperado la libertad.
En la voz del hombre había algo que asustó a la muchacha. De pronto sintió urgencia por alejarse de ese lugar: una urgencia frenética que la hizo ponerse rígida y apurar sus pasos hasta casi correr.
Formaba una figura clara y encantadora con su túnica blanca ajustada, sus pantalones de seda blancos y el sombrero cónico de paja al cruzar corriendo el patio lleno de sol.
El policía que estaba sentado en el jeep, con el motor en marcha, puso la palanca en primera velocidad. El sudor de la cara le caía sobre las solapas de la inmaculada chaquetilla.
My-Lang-To pasó a través de los portones abiertos y se internó por el callejón. Dobló hacia la derecha y empezó el largo camino hacia la calle principal. Delante de ella, vio la espalda de un policía que estaba parado al final del callejón.
Caminó unos veinte metros antes de escuchar el ruido de un coche que rápidamente se acercaba por detrás. Miró por sobre el hombro al jeep de la policía que había cruzado los portones abiertos y se dirigía hacia ella.
Caminó hacia un costado y se recostó contra la pared para dejarle paso al jeep. Fue sólo en los últimos breves instantes de su vida cuando se dio cuenta de que el conductor del jeep no tenía intención de pasarla. De pronto hizo girar la dirección y antes de que My-Lang-To pudiera moverse, el paragolpes de acero del jeep la golpeó aplastándola contra la pared.
Ninguno de los policías que estaban al final más alejado del callejón se dio vuelta al oír el grito de My-Lang-To. Se les había dicho que no miraran a ninguna parte. Oyeron al jeep volverse y regresar al patio, luego en el callejón hubo un largo silencio.
Cumpliendo instrucciones, se alejaron hacia la calle principal a continuar su rutina diaria, pero ninguno de los dos pudo borrar de su mente, el penetrante grito de terror que habían escuchado.
El cadáver de My-Lang-To fue encontrado diez minutos más tarde por un campesino que pasaba apurado por llegar al mercado con un paquete de verduras hábilmente equilibrado en una vara larga de bambú que llevaba sobre los hombros.
Se quedó mirando horrorizado durante algunos minutos la encogida silueta y la túnica de nylon teñida de rojo, antes de bajar la vara de bambú y echarse a correr frenéticamente hacia los portones de la Policía de Seguridad donde golpeó con fuerza mientras gemía su descubrimiento.
Mientras My-Lang-To caminaba hacia la muerte, en otra oficina de la Policía de Seguridad, Dong-Ham también estaba por morir.
Sentado en una celda reducida, pellizcándose nervioso el pellejo seco de la mano oyó abrirse la puerta de la celda.
Entraron dos hombres que sólo tenían puestos unos shorts kaki. Uno llevaba un balde grande con agua que colocó en el centro de la celda. Su compañero hizo señas al viejo de que se parara.
Dong-Ham supo que iba a morir. Se puso de pie con tranquilidad y con valor. Permitió que terminaran con él esos dos hombres que lo manejaron con la habilidad de verdugos experimentados. Ni siquiera intentó luchar cuando le metieron la cabeza en el balde lleno de agua y se la sostuvieron dentro. Se ahogó en muy pocos minutos casi sin hacer ningún movimiento. Era un hombre que aceptaba lo inevitable en la creencia de que la muerte era una liberación hacia un mundo mejor y que a su edad esa liberación era muy bien venida.
El hombre que causó la muerte de esas dos personas sencillas estaba acostado a todo lo largo sobre angostos tablones de madera, mirando con frialdad el cielo raso de madera y fumando un cigarrillo.
Jaffe se quedó mirando el reloj. Pasarían todavía tres horas antes de que llegara Nhan trayendo algunas noticias. Podía oír al abuelo dando vueltas en la habitación de abajo. Esperaba que al viejo no se le ocurriera subir y empezar a conversarlo. Ya había tenido bastante de él.
De cualquier modo, se dijo Jaffe, era una suerte que pudiera estar ahí. La casa no tenía vecinos. La construcción más cercana estaba a unos cincuenta metros más abajo en el camino: era una gran fábrica de laca. Estuvo mirando por la ventana en horas de la mañana mientras el viejo le conversaba. Pasaron muy pocos coches; la mayoría llenos de turistas que iban a visitar la fábrica. Pensó que allí estaría bastante seguro mientras no se dejara ver.
Ahora volvió sus pensamientos al problema de cómo salir del país. Ya había decidido sin muchas ganas que le pediría ayuda a Blackie Lee. Habría querido saber hasta dónde podía confiar en el chino gordo. Existía la posibilidad de que cuando Blackie supiera la razón por la cual estaba escondido intentara hacerle un chantaje.
Giró sobre un costado, haciéndole una mueca a la dureza de las tablas y sacó del bolsillo la cajita que contenía los diamantes. La abrió y los examinó, sintiendo surgir otra vez en su interior esa excitación a la vista de su fulgor. Los contó. Había cincuenta piedras grandes y ciento veinte más chicas. No había duda de que eran de la mejor calidad. Con mucho cuidado levantó una de las más chicas y la sostuvo a la luz. No tenía idea de su valor, pero no debería de ser menos de seiscientos dólares. También podía ser mucho más.
Mientras Jaffe estaba allí acostado soñando despierto cómo gastaría el dinero una vez que vendiera las gemas, Blackie Lee estaba muy ocupado utilizando el teléfono. Llamó a varios números hasta que por fin localizó a Tung Whu, un periodista que escribía para el diario chino.
Tung Whu no parecía muy contento de hablar con Blackie Lee, pero para Blackie eso no tenía importancia. Tung Whu le debía veinte mil piastras que le había prestado para cubrir una urgente deuda de juego. Desde entonces estaba en deuda con Blackie, quien hasta ese momento le había dicho a Tung Whu que no tenía urgencia por el dinero.
Por teléfono, Tung Whu le dijo que estaba muy ocupado. Blackie le contestó que un hombre muy ocupado debía ser un hombre agradecido. Al hombre que no tenía trabajo ni dinero (recalcando la palabra) era al que se le debía tener lástima.
Entonces hubo una pausa, luego Tung Whu, ahora que se había mencionado la palabra «dinero», preguntó con un tono mucho más suave si podía serle útil en algo.
—Sí —le contestó Blackie—. Puede venir almorzar conmigo. Lo esperaré —y colgó el receptor antes de que Tung Whu pudiera empezar a protestar.
Treinta minutos después, Yu-Lan introdujo a Tung Whu a la oficina de Blackie.
Tung Whu era un chino do mucha más edad, que usaba un raído traje europeo y apretaba un portafolio de cuero gastado que contenía una cámara fotográfica bastante estropeada y muchas libretitas de apuntes.
Blackie le hizo una inclinación de cabeza y le dio la mano. Le indicó que se sentara en una silla y con la cabeza le hizo señas a Yu-Lan que estaba parada esperando al lado de la puerta.
Tung Whu manifestó que en realidad no podía quedarse mucho tiempo. Estaba sumamente ocupado. Había ocurrido algo inesperado y todavía no había escrito el artículo para la edición de la mañana siguiente.
Blackie le preguntó inocentemente qué había ocurrido. Tung Whu le contó que un americano había sido secuestrado por bandidos del Viet Minh.
Mientras estaba hablando entró uno de los mozos del club trayendo una bandeja con unos tazones de sopa china, camarones en salsa dulce fermentada y arroz frito.
Mientras los dos hombres comían, Blackie le sonsacó al reportero todos los hechos conocidos por él y referentes al secuestro.
—Tiene preocupadas a las autoridades de la embajada el hecho de que ese hombre Jaffe fuera manejando por el camino a Bien Hoa con su sirviente cuando le había dicho a su amigo que iba ir aeropuerto con una mujer —manifestó Tung Whu mientras sorbía la sopa—. Se piensa que el americano estaba a punto de pasar por el puesto de policía cuando tiraron la primera granada. La policía de seguridad y la policía americana, las dos piensan que al americano pudo matarlo la metralla de la granada y los bandidos se llevaron el cadáver y lo escondieron en alguna parte. Están tratando de encontrar el cadáver.
—¿Así que no es cierto que el americano fue al aeropuerto con una mujer? —preguntó Blackie como por casualidad.
Tung Whu prensó con los palillos uno de los camarones y se lo puso en la boca. Sacudió la cabeza.
—Se cree que fue un pretexto para convencer a su amigo de que le prestara el coche. No se comprende para qué quería el coche pues encontraron su propio Dauphine y lo revisaron. No le pasaba nada, pero al amigo le había manifestado que no andaba. En todo este asunto hay una cantidad de cosas que no concuerdan.
En ese momento sonó el teléfono y cuando Blackie contestó, una voz preguntó muy agitada sí Tung Whu estaba allí.
Blackie le tendió el receptor y observó a Tung Whu mientras escuchaba la explosiva charla del otro lado de la línea. Tung Whu dijo:
—Voy en seguida.
Colgó el receptor y se puso de pie.
—Hay una novedad —le contó a Blackie—. La novia del sirviente fue a las oficinas de la policía para que la interrogaran y al salir la atropelló un auto y la mató.
Los ojos de Blackie se empañaron de pronto.
—¿Y el chofer del auto? .
—Disparó: Ahora la policía lo está buscando. Tengo que volver a la oficina.
Después que se fue, Blackie encendió un cigarrillo y se quedó mirando pensativo hacia el espacio. Seguía inmóvil cuando entró el mozo a retirar los restos de la comida y con impaciencia le hizo señas de que se fuera.
Sus pensamientos eran demasiado importantes para que lo molestaran.
Un joven vietnamés apoyado contra un árbol, observaba el tránsito que se movía flor la majestuosa avenida que llevaba al Palacio Doc Lap. Tenía puesto un saco a rayas blanco y negro que se había hecho hacer especialmente copiándolo de uno que viera en un periódico americano. Era una mala imitación de un «zoot»[2] exagerado, con unas hombreras enormes, puños angostos, y tan largo que casi le llegaba a las rodillas. Tenía unos pantalones bombilla negros, una camisa blanca sucia con una corbata muy estirada, y en la cabeza un sombrero mejicano de paja duro.
El joven era conocido por el nombre de Yo-Yo.
Nadie había oído nunca su verdadero nombre ni tampoco nadie se había preocupado por averiguarlo. Le decían Yo-Yo porque siempre estaba con un Yo-Yo en las manos. Era un experto con ese juguete de madera, al que hacía girar indefinidamente al final del piolín para fascinación de sus amigos y de los chicos del vecindario.
Yo-Yo era pequeñito y de mirada rencorosa y mezquina. Ganaba unas pocas piastras trabajando para Blackie Lee. Cuando no trabajaba para Blackie Lee, aumentaba su renta precaria registrando bolsillos y exigiéndoles dinero a algunos de los muchachos de los pousse-pousse.
Jugaba con el Yo-Yo, los ojos negros vivaces medio entornados para protegerse del sol del mediodía, cuando un chiquilín sucio y andrajoso se le acercó corriendo y casi sin aliento para decirle que Blackie lo llamaba.
Yo-Yo miró al muchachito. Se le acercó extendiendo los dedos huesudos y le pellizcó la nariz. Las uñas sucias marcaron una media luna en la carne del muchachito y lo hicieron gritar de dolor. Mientras el chico salía corriendo, chillando y agarrándose la nariz, Yo-Yo hizo señas a un pousse-pousse y dijo al muchacho que lo llevara al Paradise Club.
Allí, Blackie le dijo que fuera inmediatamente al departamento de Nhan Lee Quon y la vigilara. Debía seguir a la muchacha a cualquier lugar que fuera, pero con mucho cuidado de que no lo viera. Le daría cuarenta piastras. Cuando extendió la mano para tomar el dinero, Blackie le dijo que esperaba la información para esa misma noche.
Yo-Yo tomó el dinero, asintió levemente con la cabeza y bajó las escaleras murmurando entre dientes.
Muy poco después de las catorce, Nhan salió del departamento, sin darse cuenta de que Yo-Yo la seguía con todo disimulo. Continuó caminando y un poco más lejos entró en una cigarrería donde compró un cartón de cigarrillos Lucky Strike.
Yo-Yo la siguió hasta la estación del ómnibus donde Nhan compró un diario y subió al ómnibus que hacía el viaje Saigón-Thudaumot. El muchacho se sentó en el fondo del ómnibus y jugó con el Yo-Yo mientras los campesinos sentados en derredor observaban con ojos fascinados el carretel de madera que giraba sin cesar.
El ómnibus se detuvo en la fábrica de laca y Nhan bajó empujando al pasar a Yo-Yo, pero sin fijarse en él. Este la siguió deteniéndose bajo la sombra de un árbol, la vio descender por la calle polvorienta y entrar en una pequeña casita de madera, con las paredes cubiertas de buganvilla rosada y violeta. La vio golpear y entrar, cerrando luego la puerta.
Encendió un cigarrillo y se puso en cuclillas apoyando la espalda contra el árbol y haciendo girar el Yo-Yo a todo lo largo del piolín y con un pequeño movimiento de la muñeca lo hizo volver hasta la palma sucia de su mano.
Nhan subió corriendo la escalera y se arrojó en brazos de Jaffe. Steve la besó con impaciencia, luego sacándole el diario que traía debajo del brazo, volvió al cuarto y acercándose a la ventana revisó los títulos. Al no encontrar nada en ellos, dio vuelta rápidamente las páginas hasta convencerse de que no decía nada. Tiró el diario, pensando que no debió esperar todavía noticias. Bueno, por lo menos eso significaba que todavía no habrían empezado a buscarlo, Y se permitió sentirse aliviado.
Miró a Nhan que se había quitado el sombrero de forma cónica Y se arreglaba el pelo frente al espejo de la pared. Su belleza de muñeca lo emocionó, se le acercó, la alzó y la sentó en las rodillas. Al hacerla la sintió titubear y endurecerse y la miró extrañado.
—¿Te molesto? ¿Qué te pasa?
Nhan sacudió la cabeza.
—No. Nada. No me molestas —con sus pequeñas manos tomó la de él—. Estoy preocupada. La policía fue a ver a Blackie.
Jaffe sintió que el corazón le daba un brinco.
—Bueno, continúa. ¿Cómo lo sabes? —le preguntó mirándola.
Sentada rígida sobre las rodillas de Jaffe le relató la visita de Blackie Lee y lo que éste le dijo. Jaffe escuchaba, el rostro endurecido, los ojos intranquilos.
De manera que después de todo ya habían comenzado a buscarlo, pensó con amargura. Debió sospechar que a esa altura ya habrían encontrado el cadáver de Haum.
—¿Te delató? —preguntó.
Nhan trató de controlar un estremecimiento de temor.
—No sé.
—Voy a tener que confiar en él. No conozco a ninguna otra persona en quien confiar. ¿Sabe que tu abuelo vive aquí?
—Nunca se lo dije. No creo que lo sepa.
—Voy a arreglar con él. Tendré que verlo en alguna parte. ¿Dónde podría encontrarme con Blackie, Nhan? En Saigón, no. Sería demasiado arriesgado pero no podrá ser lejos de aquí. Tendré que ir caminando.
—Podrías utilizar la bicicleta de mi abuelo —le dijo.
No se le había ocurrido que un hombre tan viejo como el abuelo pudiera tener una bicicleta. Se alegró.
—Sería espléndido. Bueno, entonces, ¿dónde podríamos encontrarnos?
Nhan estuvo pensando unos instantes.
—Hay un viejo templo no muy lejos de aquí. Está abandonado. Podrían encontrarse allí —y empezó a explicarle dónde quedaba el templo.
—¡Espléndido! Bueno, mira, dile que has hablado conmigo y quiero verlo. Dile que se encuentre conmigo en el templo esta noche a la una.
Nhan asintió con la cabeza.
—¿Y qué pasó con tu madre y tu tío? —le preguntó.
—Está todo arreglado —ya no podía soportar durante más tiempo el dolor de estar sentada sobre esas rodillas musculosas. Todavía le dolían mucho los golpes que le diera su tío. Se deslizó de las rodillas y se acurrucó frente a él, los ojos apagados por el dolor continuo—. Les hablé. Y comprendieron.
Bueno, ya era algo, pensó, por lo que no tendría que preocuparse. ¡Si pudiera saber si podría confiar o no en ese chino gordo!
Miró a Nhan y de pronto se dio cuenta de lo bonita que era. Los ojos preocupados, el rostro pequeño y de facciones finas le hicieron brincar el corazón y sintió una urgente necesidad de poseerla. Se levantó y cruzando hasta la puerta, movió el pestillo y la abrió.
—Entra —le dijo y acercándose a la cama se sentó allí.
Nhan se le acercó sin mucho interés y se quedó parada a su lado mientras Jaffe la desvestía, era algo que siempre le gustaba hacer.
Después la alzó. La mano sintió en el muslo una cosa dura, hinchada. Asombrado, la acostó de boca en la cama. La vista de esos lívidos cardenales en la carne dorada le hicieron subir la sangre a la cabeza.
El deseo desapareció. Tenía conciencia de una extraordinaria sensación que hasta entonces nunca había experimentado. Se sintió invadido por una sensación de furia que lo hacía temblar con violencia. En ese momento de ciega furia, de repente se dio cuenta de que amaba a esa muchacha, era algo que hasta entonces no había percibido. Sintió un deseo asesino de ponerle las manos encima y hacer pedazos a la persona que le había infligido semejante castigo.
—¿Quién te lo hizo? —preguntó con voz ronca y violenta.
Nhan se puso a llorar, escondiendo la cara en la almohada como si estuviera avergonzada.
No podía soportar la vista de esa piel lastimada y desgarrada. Con mucho cuidado le puso la túnica azul ajustada, después se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo con mano temblorosa.
—¿Quién te lo hizo? —volvió a preguntar haciendo un esfuerzo para suavizar la voz.
—No tiene importancia —sollozó Nhan—. Acércate Steve. Por favor. No tiene importancia.
Tengo que haber estado loco del todo para complicarla en esto, pensó. Soy un inmundo egoísta miserable.
Tiró el cigarrillo por la ventana abierta, sin darse cuenta de que se estaba mostrando a Yo-Yo quien se había corrido hasta un lugar frente a la casita y lo miraba acurrucado desde la sombra, mientras continuamente hacía girar el Yo-Yo.
Jaffe se dio vuelta y volvió hacia donde estaba Nhan y la abrazó. La sostuvo así muy junto a él, haciendo correr sus dedos por entre los cabellos de la muchacha. Después de un ratito Nhan dejó de llorar y se le colgó del pescuezo. Le contó que el tío le había pegado.
—Era su deber —dijo—. Sentía que no le podía mentir a la policía. Es mejor así.
Jaffe se sintió mal. Se dio cuenta de que siempre la había tratado como si fuera sólo una muñeca bonita. La había utilizado cuando le había parecido, y la había abandonado cuando se había aburrido de ella. Solamente ahora se daba cuenta de que era un ser humano con sentimientos, y se sintió profundamente avergonzado de sí mismo.
En ese preciso instante decidió que se casaría con ella tan pronto como le fuera posible y que se la llevaría con él a Hong Kong. Le gustó imaginarse viéndose con ella, observando su encanto cuando le comprara cosas, viendo su asombro cuando conociera América.
Se quedó a su lado, sosteniéndola bien junto a sí y conversándole. Le habló de todo lo que iban a hacer juntos en cuanto se casaran y en ese momento era sincero realmente y sabía lo que estaba diciendo. Mientras hacía desfilar sus sueños, Nhan descanso en sus brazos, olvidando su cuerpo dolorido, acariciándole la nuca con los dedos delgados, mucho más feliz de lo que había sido antes en toda su vida.
Precisamente antes de las diecinueve Yo-Yo la volvió a ver cuando salía de la casa y se dirigió caminando hacia la parada del ómnibus.
Se puso de pie y la siguió. Había sido una tarde muy satisfactoria. Descansó a la sombra y le pagaron por no hacer nada. Esa clase de trabajo era el que a Yo-Yo le encantaba.
Sin embargo, era curioso. Durante la larga espera frente a la casa, se había estado preguntando por qué Blackie Lee querría hacer vigilar a una de las bailarinas del club. ¿Quién sería ese americano que había visto por la ventana?
Mientras el ómnibus se zarandeaba camino a Saigón se dijo que esa pregunta necesitaba una contestación.
En el Mercado Central Nhan bajó del ómnibus y tomó un pousse-pousse para ir al club. Yo-Yo se sorprendió y la siguió en otro pousse-pousse. La observó subir las escaleras del club, luego, encogiéndose de hombros, cruzó la calle hasta donde había un hombre que vendía comida y sentándose a su lado, compró un tazón de sopa china y se la tomó con avidez.
Blackie Lee conversaba con el director de la orquesta cuando Nhan entró al desierto salón de baile. La vio inmediatamente y dejando al director, se dirigió a su encuentro.
—Te dije que no vinieras por aquí —dijo—. Vete en seguida.
—Necesito hablar con usted —le contestó Nhan y se sorprendió de su seguridad—. Se trata de Mr. Jaffe.
Blackie se demostró inmediatamente interesado.
—Vamos a mi oficina.
Después de cerrar la puerta de la oficina se sentó frente al escritorio.
—Bueno, ¿de qué se trata?
Nhan se sentó con sumo cuidado. Se seguía sintiendo realmente muy feliz ahora que estaba segura de que Jaffe la quería y se casarían y se irían juntos a Hong Kong. Antes nunca había estado muy convencida a pesar de las cosas que Jaffe le decía, pero esta vez la convenció la expresión de sus ojos. Y los ojos de un hombre no mienten, se dijo a sí misma. Estaba contenta y agradecida de que su tío le hubiera pegado. Las marcas de su cuerpo despertaron finalmente en Steve ese nuevo amor. Ahora se sentía segura, y Blackie tenía conciencia de esa nueva seguridad.
Dijo que Jaffe quería hablar con Blackie. ¿Querría Blackie encontrarlo en el viejo templo del camino a Bien-Hoa?
Blackie dudó más o menos unos instantes.
—¿Dónde está escondido? —preguntó.
—Ese es el mensaje que me dio para usted —contestó Nhan con firmeza—. No tengo ninguna otra cosa que decirle.
Blackie se encogió de hombros.
—Iré a encontrarme con él. Ahora vete y no vuelvas por acá.
Unos pocos minutos después de haber salido Nhan, la puerta se abrió y Yo-Yo penetró en la oficina. Le contó a Blackie lo ocurrido por la tarde y cómo había visto al americano en el cuarto de arriba de la casa.
—Ese lugar pertenece al abuelo de la muchacha —dijo—. Ella salió para tomar el ómnibus de las diecinueve y vino para acá.
Blackie asintió con la cabeza. Sacó de la billetera cinco billetes de diez piastras y por sobre el escritorio se los tendió a Yo-Yo.
—Cuando vuelva a precisarte —le dijo indicándole la puerta—, te mandaré buscar.
—¿Sigo vigilando a la muchacha? —preguntó Yo-Yo.
—No. Es suficiente con lo que me has contado. El asunto está terminado.
Yo-Yo asintió con la cabeza y salió a la calle cuando oscurecía.
En cuanto a él se refería, el asunto no estaba terminado. ¿Para qué había ido Nhan a ver a Blackie? ¿De qué hablaron para que Blackie Lee perdiera el interés de seguir vigilándola?
Yo-Yo se compró otro tazón de sopa china. Mientras lo tomaba, decidió que vigilaría a Blackie Lee.
Ya hacía un tiempo que tenía la idea de que algunas de las actividades de Blackie se prestaban a investigación. Si llegaba a descubrir alguna cosa, sabía que Blackie Lee se trasformaría en sujeto de extorsión más ventajoso que los miserables muchachos de los pousse-pousse de quienes Yo-Yo debía aprovecharse para conseguir alguna entrada extra.
Un sujeto mucho más ventajoso, pero también mucho más peligroso, se dijo. Tendría que tener mucho cuidado.