ANN FAI WAH se despertó asombrada y de un salto se sentó en la cama. Podía oír cómo la campanilla de la puerta de calle sonaba con fuerza y en forma insistente.
A tientas alcanzó la perilla de la lámpara de la mesa de luz, mirando mientras tanto el reloj de cuero que estaba debajo de la lámpara. Eran las cinco menos veinte.
Sus ojos almendrados se dilataron alarmados y sacudió la dormida silueta gorda de Sam Wade, hundiéndole en el brazo unas uñas largas.
Medio dormido Sam protestó, después levantó la cabeza y se quedó mirándola.
—¿Qué te pasa? ¿Qué diablos…?
Entonces él también oyó el persistente sonido de la campanilla y se sentó, la mente repentinamente despejada y alarmada.
—¿Qué es eso?
—Hay alguien tocando el timbre de la puerta de calle —contestó Ann Fai Wah.
—No debe tener nada que ver conmigo —contestó Wade, pero el sonido continuo y persistente de la campanilla lo alarmaba. ¿Tendría marido o amante esta mujer? ¿Empezaría a plantearse algún problema? Empezó a maldecirse por haber pasado la noche con ella. De cualquier manera fue un maldito fracaso: le había resultado tan apasionada como una bolsa de arroz—. ¿Qué hora es?
Ann Fai Wah se lo dijo mientras se levantaba de la cama. Su desnudez resultaba bastante atrayente, pero Wade estaba demasiado alarmado como para ni siquiera mirarla.
—Va a despertar a toda la casa —dijo la china mientras se ponía un batón de seda—. Por favor, acompáñame.
—Al diablo con todo esto —contestó Wade—. ¡Te quedas aquí donde estás!
Pero ella ya había atravesado el cuarto y, luego de un momento de duda, desapareció en la salita.
Maldiciendo, Wade se tiró de la cama y se puso los pantalones. Miró desesperado en derredor buscando algo que pudiera utilizar como arma, pero no encontraba nada suficientemente adecuado. Se estaba poniendo la camisa cuando la campanilla dejó de sonar.
Abrochándose el pantalón, fue en puntas de pie basta la puerta del dormitorio para escuchar.
Pudo distinguir una voz de hombre, luego Ann Fai Wah dijo algo y después hubo una larga pausa. ¡Maldita! pensó, ¡dejó entrar al tipo!
Estaba poniéndose los zapatos cuando se abrió del todo la puerta del dormitorio y Ann Fai Wah entró. Su rostro estaba endurecido con una expresión tal de furia que Wade se acobardó.
—¿Qué pasa? —dijo medio atontado y retrocediendo.
—Es la policía —le chilló y por un instante Wade pensó que iba a arrancarle los ojos—. ¡Te buscan!
No podía creer lo que acababa de escuchar.
—¿La policía? —tartamudeó, sintiendo escalofríos—. ¿Me busca?
Con gesto indignado la muchacha le señalaba la puerta.
—¡Fuera de aquí!
¡La policía! pensó. No, me pueden detener por haber dormido con una china, ¿o sí? ¡Tengo que haber estado loco para haber venido aquí! ¡Sólo podía resultar un desastre!
Salió a la salita y cerró la puerta de un golpe detrás de él. Esperaba encontrar la habitación llena de policías de uniforme blanco, pero en el centro del cuarto el hombrecito parado en actitud de disculpa resultó un ridículo anti-clímax.
El hombre era muy pequeño y delgado y estaba pobremente vestido. El rostro de tez oscura era típicamente vietnamés. El pelo negro lo tenía cortado en una mala imitación de corte militar. Los zapatos estaban llenos de tierra, la chaqueta blanca manchada y la corbata rojo oscuro gastada por el constante atar y desatar.
Wade se quedó mirándolo y se pasó la mano traspirada por sobre la cabeza desgreñada. Sabía que debía tener un aspecto bastante extraño. Nunca tenía muy buen aspecto hasta que no se bañaba y se afeitaba.
—¿Mr. Wade? —preguntó el hombrecito con amabilidad.
—Así es —contestó Wade—. ¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere?
—Soy el inspector Ngoc-Linh de la Policía de Seguridad. Le ruego disculpe esta visita. No hubiera querido molestarlo, pero el asunto es urgente.
¡Policía de Seguridad! pensó Wade. Se sobresaltó. Podía ser algo serio. Para disimular la agitación, se acercó a una mesita, y tomó uno de los cigarrillos de Ann Fai Wah.
—¿Cómo diablos supieron que yo estaba aquí? —le preguntó.
—Uno de mis hombres lo vio anoche con esa mujer china. Como no lo encontré en su casa, vine hasta aquí.
¡Malditos espías amarillos! pensó Wade. Uno no puede ni sonarse las narices sin que lo sepan.
—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó mirando al inspector.
—Le han robado el auto.
Wade sintió que la sangre se le subía a la cabeza. De pronto se puso tan furioso que tenía ganas de agarrar del pescuezo al hombrecito y tirarlo por la ventana.
—¿Quiere decir que ha venido aquí y me ha despertado para decirme eso? —bramó—. ¡Al diablo! ¡Lo voy a denunciar! ¡Lo voy… lo voy…!
—El coche ha sido encontrado destrozado en el camino a Bien Hoa —dijo el inspector con toda tranquilidad.
—¿Mi coche? —Wade se quedó mirando con estupidez al inspector. Su furia se desinfló como un globo pinchado—. ¿Destrozado?
—Así es —contestó el inspector, sin apartar los ojos negros y chatos del rostro de Wade.
¡Ese maldito Jaffe! pensó Wade. ¡Destrozarme el auto! ¡Debo haber tenido una laguna en la cabeza para dejar que se lo llevara!
—¡Pero usted está en un error! —le dijo enojado—. No me robaron el coche. Se lo presté a un amigo mío. ¿Dónde está el coche? Lo iré a buscar más tarde —entonces de pronto se le ocurrió algo y preguntó preocupado—: ¿Hay algún herido?
—En el coche no había nadie —dijo el inspector—. Estaba abandonado.
Bueno, ¡qué maravilla! pensó Wade, dejándose llevar por otro ataque de furia. Ese hijo de perra me rompe el coche y después muy tranquilo se va caminando. ¡Ni siquiera tiene la decencia de hablarme por teléfono!
—Ahora no me puedo ocupar de eso —le contestó—. ¿No pretenderá que vaya a esta hora, no?
—¿A quién le prestó usted el coche, Mr. Wade?
Wade lo miró de mala manera.
—Eso no tiene nada que ver con su maldito trabajo. Yo le presto el auto a quien se me da la gana.
—Ha ocurrido un serio accidente y no se pasó el informe. Es una infracción muy seria, Mr. Wade.
Es cierto, pensó Wade. A todos los miembros del cuerpo diplomático se les había advertido repetidas veces que cualquier contravención a los reglamentos del tránsito que no fuera denunciada sería considerada como una infracción seria. Pensó con rencor: ¡se lo tiene merecido! ¡Deshacerme el auto y mandarse mudar! ¡Le arrancaría las orejas!
—Se lo presté a Steve Jaffe —contestó y le dio la dirección.
—Muchas gracias, Mr. Wade —dijo el inspector y anotó la dirección en su libretita—. Lamento haberlo molestado. Quizás tenga que molestarlo más tarde. ¿Lo puedo llamar a la Embajada?
—Sí, por cierto —refunfuñó Wade—, pero no antes de las diez y media. ¡Y trate de no meterme a mí en este asunto! No hice más que prestar mi coche. Si Jaffe ha sido tan idiota como para tener un accidente, yo no tengo la culpa.
—¿Puedo preguntarle por qué le prestó el coche, Mr. Wade?
—Porque su coche estaba descompuesto y tenía que ir al aeropuerto.
Los ojos oscuros que miraban con tanta fijeza, pestañearon un poco.
—¿Al aeropuerto? ¿Está seguro, Mr. Wade?
—Es lo que me dijo.
—El accidente ocurrió en el camino de Bien Hoa. Sabrá que está en dirección contraria al aeropuerto.
Wade se movió con impaciencia.
—¡Le estoy repitiendo lo que me dijo!
—¿Estaba con alguien?
Wade tenía la seguridad de que no tenía nada que ver con la policía de Saigón el que Jaffe estuviera p no con una joven. Ni soñaba darle ninguna otra información que se relacionara con el accidente.
—Por lo que sé, podría haber tenido el coche lleno de coolies chinos.
Los ojitos negros volvieron a pestañear.
—¿De veras había salido con coolies chinos, Mr. Wade?
—¡No sé si llevaba a alguien, ni me importa un comino!
—¿Entonces, llevaba a alguien?
—¡Le he dicho que no sé! ¡Ya estoy cansado de esto! ¡Quiero seguir durmiendo!
El inspector hizo una inclinación.
—Comprendo. Lamento haberlo molestado. Lo veré luego más tarde. Gracias por su colaboración —y dando media vuelta salió del cuarto.
Cuando Wade oyó cerrarse la puerta, soltó un gran suspiro de alivio. Volvió al dormitorio para encontrarse con Ann Fai Wah parada al lado de la puerta, mirándolo.
—¡Me has traído policía a mi casa! —le dijo rencorosa—. ¡No quiero que vuelvas aquí nunca más! ¡Andate!
—¿Y quién querría volver? —gruñó Wade—. ¿A quién estás engañando china mentirosa?
Empezó a gritarle que la había ultrajado, mitad en chino, mitad en francés, pero Wade estaba demasiado enojado para que le importara. La hizo a un lado para entrar al dormitorio, recogió el saco, y mientras ella seguía gritándole, se mandó mudar del departamento.
Cuando llegó a la calle, se dio cuenta de que tendría que caminar hasta su casa. Cuando por fin llegó descubrió que Ann Fai Wah le había robado todo el dinero que llevaba en la billetera.
Evidentemente había sido una noche del demonio.
El auto de la policía se detuvo frente a la casa de Jaffe y el inspector Ngoc-Linh bajó del coche. Le indicó al conductor uniformado que esperara allí y se dirigió por el sendero hasta la puerta del frente.
No esperaba encontrar allí a Jaffe. Ya se había formado una opinión sobre lo que le había ocurrido al conductor del destrozado Chrysler, pero quería asegurarse.
El ataque al puesto de policía se descubrió quince minutos después que Jaffe y Nhan se alejaran en las bicicletas.
Al oír el ruido de una lejana explosión, dos policías patrulleros se apuraron en llegar al puesto. Por suerte se encontraron con que el teléfono seguía funcionando, y en menos de veinte minutos, unos cuantos policías de seguridad, incluyendo al Inspector Ngoc-Linh, llegaron al lugar.
Fuera del Chrysler destrozado, todo parecía ser una típica demostración del Viet Minh aunque era bastante raro que los bandidos dejaran en el lugar después de un ataque semejante a algunos de sus propios muertos.
La presencia del Chrysler desconcertó al inspector, pero después de saber que Wade le prestó el coche a Jaffe, estaba convencido de que Jaffe o estaba muerto o lo habían secuestrado.
Llamó a la puerta del frente y no se sorprendió al no obtener respuesta. Ya se iba cuando vio a Dong Ham acercarse por el costado de la casa desde las habitaciones de servicio.
Escuchó la ansiosa historia del viejo con mucha atención e interés.
La historia intrigó al inspector que no le encontraba ni pies ni cabeza.
—¿Y Mr. Jaffe? —le preguntó—, ¿salió?
—Salió a las dieciocho horas llevándose el coche —dijo Dong Ram, la cara apergaminada contraída por la alarma.
El inspector le daba vueltas en la cabeza a lo que acababa de oír, pero seguía sin comprender qué podía haber en todo ello.
—¿Tiene alguna llave de la casa? —le preguntó por último.
Dong Ham le tendió una llave.
—¿Y no entró?
—No. Soy el cocinero. No tengo nada que hacer dentro de la casa.
El inspector sopesaba la llave en la palma de la mano mientras consideraba qué debía hacer. Entrar a una propiedad alquilada por un americano podría provocar un incidente diplomático, pero en vista de lo que acababa de escuchar, decidió que se justificaba ir a ver si el sirviente estaba o no en la casa.
Le dijo a Dong Ram que esperara allí, luego se dirigió a la puerta posterior, la abrió y penetró en la cocina.
Vio la escalera apoyada contra la pared. Luego entró a la salita y miró. Todo parecía estar en orden menos un vaso roto y una mancha en el piso que podría ser de whisky.
Fue al hall, abrió la puerta del frente y le hizo señas a Dong Ham quien subió los escalones de mala gana.
—¿Ha estado aquí antes? —preguntó el inspector. Dong Ham contestó que había estado dos veces para ayudarle a Haum a mover algunos muebles.
—Entre y dígame si ve algo raro en la habitación.
Dong Ham entró a la salita y miró en derredor.
Inmediatamente señaló el cuadro que estaba en la pared. Manifestó no haberlo visto antes.
El inspector examinó el cuadro que no le llamó la atención. Eso explicaría por qué Haum fue a buscar la escalera y el martillo. Solucionado ese pequeño problema, el inspector lo eliminó de su mente y procedió a observar el restó de la casa. Abrió los armarios de la cocina y de la sala, y al no encontrar nada que le interesara, subió la escalera, dejando a Dong Ham en el hall.
Una rápida mirada al baño le mostró que todo estaba en orden y por el corredor se dirigió al dormitorio de Jaffe. Encontró la puerta cerrada con llave. Era raro, pensó, mirando ceñudo la puerta, cerrar con llave la puerta de un dormitorio y llevarse la llave. Golpeó la puerta y escuchó, pero no oyó nada. Luego caminó sin hacer ruido hasta la baranda del pasillo y miró hacia abajo para asegurarse de que Dong Ham seguía todavía allí; al ver que así era, sacó del bolsillo una ganzúa y abrió la puerta del dormitorio.
Entró al cuarto. El contraste entre el corredor caluroso y el fresco del dormitorio le hizo sentir un pequeño escalofrío. Miró el amplio ropero y sus ojos decididos pestañearon. Trató de abrir la puerta pero estaba con llave. Utilizando la ganzúa la abrió.
Dong Ham mientras esperaba en el hall y se pellizcaba con nerviosidad el pellejo reseco de la mano, podía oír los movimientos del inspector en el piso de arriba. El viejo esperaba angustiado. Estaba completamente seguro de que a Haum, a quien apreciaba, le había ocurrido algo.
Pasó una buena media hora antes de que el inspector Ngoc-Linh bajara la escalera. Dong Ham lo observaba acercarse: no podía leer nada en ese rostro sombrío e inexpresivo.
—Volveré dentro de un rato —dijo el inspector—. Mientras tanto que nadie entre a la casa, y eso lo incluye a usted. ¿Me ha comprendido?
Dong Ham asintió con la cabeza. Estaba demasiado aterrorizado para hacer la pregunta que lo atormentaba.
El inspector le indicó que saliera de la casa, luego siguiéndolo, cerró la puerta posterior con llave. Llamó al conductor uniformado quien bajó del coche y se acercó a paso vivo.
—Quédese aquí y no permita que nadie entre a la casa —le dijo el inspector—. No deje que nadie lo vea, a menos por supuesto, para evitar que alguien entre. Será por una o dos horas, hasta que yo vuelva.
Dejando al chofer mirando en forma sospechosa a Dong Ham que lo observaba molesto, el inspector se dirigió al auto, subió y se alejó rápidamente.
El coronel On-dinh-Khuc, Jefe de la Policía de Seguridad, estaba sentado en una pesada silla tallada de respaldo alto y respiraba con tranquilidad a través de unas narices bien anchas.
Era un hombre corpulento, de cabeza redonda y pelada, ojos crueles y pequeños, labios gruesos y orejas chatas puntiagudas. Medio chino, medio vietnamés, tenía las peores características de las dos razas, tanto en lo físico como en lo moral.
Desde hacía seis años controlaba con mano de hierro la Policía de Seguridad, pero había ciertos políticos influyentes que querían deshacerse de él, y él lo sabía.
Argumentaban que ya había cumplido su misión. Había sido muy útil antes que el régimen estuviera definitivamente establecido, pero sus métodos eran tan groseros e incivilizados y su mentalidad tan brutal, que ahora podría llevar al régimen a un descrédito internacional. Cuanto antes se fuera y se encontrara a alguien más aceptable sería mejor.
La campaña para eliminarlo iba ganando cada vez más terreno. El coronel Khuc era un hombre de gustos y vicios extravagantes. A lo único que temía era a un retiro obligado. Una vez que lo privaran de su cargo, se le terminaría la buena renta que percibía extorsionando a miles de campesinos y coolies chinos que tuvieran motivos para temer a la policía. Para vivir le quedaría la jubilación y nada: más. El pensamiento de vivir de acuerdo a una escala tan reducida atormentaba continuamente su mente.
Ese lunes por la mañana, lo despertó de un sueño provocado por el opio, un sirviente aterrado y forzado a hacerlo por el inspector Ngoc-Linh.
El coronel Khuc se dijo que si Ngoc-Linh lo molestaba por un asunto que no era de suma urgencia le haría lamentar la imprudencia por el resto de sus días.
Se levantó de entre las sábanas sedosas, se puso un kimono de seda negro con un dragón dorado bordado en la espalda y sin hacer ruido se dirigió descalzo hasta el escritorio donde lo estaba esperando el inspector.
Hasta que el sirviente no le trajo un vaso de té retirándose después, el coronel ignoró al inspector que estaba de pie inmóvil frente al amplio escritorio muy tallado.
Por último los ojitos negros brillantes se dirigieron al rostro del inspector.
—¿De qué se trata? —preguntó el coronel con suavidad.
Si había alguna cosa que el inspector supiera hacer mejor que cualquier otra era un informe conciso. Tenía la habilidad de ordenar los hechos y exponerlos con claridad, con rapidez y en su orden verdadero.
El coronel Khuc escuchaba sin interrumpirlo. De vez en cuando tomaba un trago de té, pero fuera de ese movimiento del tosco brazo, seguía sentado inmóvil.
Cuando el inspector dejó de hablar, el coronel Khuc se quedó mirándolo, pero sin verlo mientras su cerebro repasaba rápidamente los hechos que se le acababan de exponer.
El ataque del Viet Minh y el secuestro del americano eran cosas de rutina. Ya habían ocurrido casos semejantes y sin duda, volverían a ocurrir. Fuera de una demostración de actividad para salvar las apariencias y que no llevarían a ninguna parte, el coronel no podía hacer nada más al respecto.
¿Pero por qué ese americano asesinó a su sirviente? Era algo que requería la más cautelosa y esmerada investigación. El americano debió tener alguna razón muy poderosa para hacer algo semejante. Antes de que la noticia del asesinato se diera a la publicidad y antes de que se informara al Embajador americano, el coronel Khuc estaba decidido a saber cuál era esa razón.
—¿Qué sabemos de Haum? —preguntó.
—He venido inmediatamente a verlo a usted, señor —contestó el inspector—. No tuve tiempo de controlar los antecedentes.
El coronel Khuc tocó un timbre que había en el escritorio. La puerta se abrió casi inmediatamente y entró su secretario, Lam-Than.
Lam-Than era un hombre chiquito con una leve renguera. Hacía muchos años que era el hombre de confianza del coronel. Se decía que no había nada tan maligno, nada tan desagradable, nada tan degradante, que no fuera capaz de hacer para el coronel. Era temido, y odiado por muchos miembros de la policía. Se decía que era él quien le conseguía al coronel el opio, las muchachas muy jovencitas que se sacrificaban a la depravación del coronel, y él quien organizaba el sistema de extorsión que proveía al bienestar material del coronel.
Ese hombre chiquito se acercó rengueando hasta el escritorio del coronel y se quedó parado esperando.
—Quiero toda la información que tenga de Steve Jaffe, un americano empleado en la American Shipping and Insurance Corporation; de su sirviente Haum, de su cocinero, Dong Ham, y de la novia de Haum, My-Lang-To —dijo el coronel; después volviéndose hacia el inspector, continuó—: espere aquí.
Salió de la habitación seguido de Lam-Than quien ignoró al inspector.
Cuando se cerró la puerta el inspector permaneció inmóvil, consciente de la real posibilidad de que uno de los espías del coronel estuviera observándolo a través de algún agujero disimulado.
Se quedó inmóvil durante veinte minutos, luego el coronel volvió, bañado, afeitado y vestido con un inmaculado traje de sport.
En el reloj de oro labrado del escritorio eran las seis y cinco.
—Iremos a la casa del americano —dijo Khuc. En ese momento entró Lam-Than.
—Usted venga también —agregó Khuc.
Los tres hombres se dirigieron al coche del inspector: Khuc y Lam-Than subieron a los asientos posteriores mientras el inspector se ubicaba frente al volante.
A esa hora por la calle sólo transitaban coolies y vendedores. Nadie prestó mayor atención al Peugeot negro que se deslizaba a lo largo de calles desiertas.
Khuc habló:
—¿Qué se sabe de Haum?
—Era un buen ciudadano —contestó Lam-Than—. Estudiaba ciencias políticas. Era un decidido partidario del régimen. Nunca cometió una infracción. No tenemos nada en su contra.
—¿Era homosexual?
—Con toda seguridad; no. No tenemos absolutamente nada contra él.
El coronel Khuc frunció el ceño. Su primer pensamiento fue que ese Haum y ese americano habían mantenido relaciones antinaturales, que Haum intentó hacerle un chantaje y el americano en una explosión de furia lo mató. Evidentemente, no era algo tan sencillo.
—¿El cocinero?
—Es un hombre viejo y no ha tenido nada que ver con la política durante los últimos veinte años. En una época fue cocinero de la embajada francesa durante el régimen francés. Se sospecha que tiene tendencias pro-francesas, pero fuera de eso no hay nada en su contra.
El coronel Khuc se estrujó la nariz chata y gruesa y miró de soslayo a Lam-Than quien observaba la parte posterior de la cabeza del inspector Ngoc-Linh.
—¿Y la muchacha?
—Políticamente, nada. Sin embargo, corrió el rumor de que su padre tuvo con ella relaciones incestuosas. Probablemente sea cierto. El padre es un degenerado.
El coronel Khuc volvió a frotarse la nariz.
—¿Y podríamos tener alguna excusa razonable para eliminar a esos dos?
—Sí, podríamos eliminarlos —contestó Lam-Than.
El inspector, al escuchar la conversación se movió molesto. Había momentos en que deseaba no tener que trabajar para la Policía de Seguridad.
—Ahora hábleme del americano —dijo el coronel.
—Se adapta muy bien al molde común americano —dijo Lam-Than—. Bebe demasiado. Persigue a las mujeres. No tiene ninguna educación política. Es divorciado. Anda corto de dinero. Va muy a menudo al Paradise Club para satisfacer sus apetitos sexuales.
—¿Nada más?
Lam-Than se encogió de hombros.
—Es americano. Eso quiere decir nada más.
—¿No es homosexual?
—No.
El coronel frunció el ceño.
Entonces, ¿por qué mató al muchacho? sé preguntó a sí mismo. ¿Qué motivo pudo tener?
Reinó silencio en el auto durante los pocos minutos que trascurrieron hasta que se detuvo frente a la casa de Jaffe.
La calle estaba desierta, y luego de un rápido vistazo a derecha e izquierda, el coronel Khuc bajó del coche y caminó por el sendero con el inspector y Lam-Than a sus talones.
El inspector estaba satisfecho al ver que su chofer no estaba a la vista. Condujo a los otros hacia la puerta posterior donde el chofer estaba parado con la espalda contra la puerta de la casa de servicio que permanecía cerrada.
En cuanto el chofer vio al coronel, se puso firme con los ojos dilatados de susto.
—¿Estuvo alguien por aquí? —preguntó el inspector.
—Una muchacha —dijo el chofer, incapaz casi de pronunciar las palabras dado el miedo que le infundía el coronel—. Se llama My-Lang-To. Quería que la dejara entrar a la casa. La encerré juntó con el viejo en las habitaciones de servicio.
El inspector miró al coronel solicitando directivas.
—Está bien —dijo el coronel—. Después hablaré con ella —y dirigiéndose al inspector agregó—: Entremos.
El inspector abrió la puerta posterior e indicó el camino hasta la sala.
El coronel y Lam-Than echaron una mirada por la habitación. Lam-Than inmediatamente se dirigió hacia el vaso roto de whisky que había en el piso y se quedó mirándolo.
El inspector habló:
—Probablemente estaba bebiendo cuando ocurrió algo que lo sorprendió y el vaso se le cayó de la mano.
Lam-Than lo miró, el rostro perverso en un gesto de desprecio.
—Eso es evidente —manifestó—. Pero sería más útil saber qué ocurrió para que el vaso se le cayera de la mano.
—¿Ese es el cuadro que el sirviente colgó en la pared? —preguntó el coronel señalando la pintura—. No vale nada. ¿Por qué habrá querido colgar semejante cosa?
—Los americanos no tiene muy buen gusto —dijo Lam-Than—. Probablemente el cuadro le recordaría alguna mujer con la que tuvo relaciones.
—¿Tenía alguna muchacha determinada? —pregunto el coronel, volviéndose hacia el inspector.
—No sé señor, pero lo averiguaré —replicó el inspector.
—Hágalo. Puede ser importante.
Lam-Than recorría toda la habitación como un gato que husmea una laucha.
—Aquí hay mucho polvo de escombros —dijo—. ¿Lo ha observado, inspector? —se agachó y pasó el dedo por el piso demostrando que estaba cubierto de polvo. Se enderezó y se quedó mirando el cuadro, luego miró al inspector—. Hágame el favor de salir de la habitación —dijo con voz ácida y repentinamente aguda.
El inspector se puso rígido. Miró al coronel Khuc quien con la mano le hizo señas de que se retirara. Salió de la habitación y cerró la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó el coronel, mirando a Lam-Than con ojos brillantes.
Lam-Than acercó una silla hasta la pared de donde colgaba el cuadro. Se subió a la silla y levantó la pintura.
Los dos hombres se quedaron mirando durante unos instantes el boquete de la pared. Luego Lam-Than puso el cuadro contra la pared y metió la mano en el boquete. Tanteó dentro unos instantes, luego retirando la mano, se encogió de hombros.
—Ahora no hay nada —dijo y se bajó de la silla. El coronel se acercó a un sillón donde depositó su humanidad. Sacó del bolsillo una cigarrera de oro, tomó un cigarrillo y lo encendió con un encendedor de oro y jade.
—¿Qué hubo allí? —preguntó.
Lam-Than sonrió. Era una sonrisa amarga, torcida, pero al fin una sonrisa.
—Usted espera milagros, coronel, pero sólo puedo hacer una sugerencia.
—Hágala.
—¿Sabe quién vivió antes aquí?
—¿Cómo podría saberlo? —Khuc empezaba a perder la paciencia—. ¿Usted lo sabe? .
Lam Than inclinó la cabeza.
—Una mujer china. Su nombre era Mai Chango Fue la querida del general Nguyen Van Tho.
El coronel se puso rígido, luego lentamente levantó su humanidad del sillón.
—¿Quiere insinuarme que los diamantes estuvieron escondidos ahí? —la voz era un murmullo. Todos los músculos de su cuerpo tosco estaban en tensión.
Lam-Than le sonrió.
—¿Parece muy posible, coronel, no es cierto?
Por unos largos instantes el coronel se quedó mirando al secretario. Luego con una sonrisa como de lobo los labios se apartaron descubriendo unos dientes blancos.
—Entonces, por eso mató al muchacho —dijo, como para sí mismo—. Por supuesto. Yo también lo habría muerto.
Hubo una pausa, luego Lam-Than dijo con voz adecuada:
—El asunto es saber si el americano ha sido realmente secuestrado o si está escondido… con los diamantes.
—Sí —agregó el coronel asintiendo con la cabeza calva—. Evidentemente es algo que debemos descubrir.
—Y si está escondido con los diamantes —continuó Lam-Than—, tenemos que encontrarlo y hacer que nos los devuelva. Dicen que valen dos millones de dólares americanos. Es una suma muy útil: una suma con la que cualquier hombre podría retirarse muy feliz —miró al coronel en forma intencionada y éste también se quedó mirándolo fijo—. Por supuesto, habría que silenciar algunas bocas: el cocinero y la muchacha. Tenemos que encontrar al americano. El inspector podría encontrarlo; pero será necesario después de silenciar al americano, silenciar también al inspector.
El coronel Khuc se acarició las bien afeitadas mejillas. La tosca cara amarilla se partió en una sonrisa genial.
—Como siempre, su razonamiento es impecable. Dejaré el asunto en sus manos. Ocúpese de todo.
Lam-Than volvió a colgar el cuadro y puso la silla en su posición original.
A una indicación del coronel abrió la puerta y le hizo señas al inspector para que entrara.