MIENTRAS JAFFE se acercaba al Dauphine, Nhan lo miraba ansiosa a través de la ventanilla abierta del coche.
—Ya está —le dijo—. Tengo las llaves. Vamos. Dejaremos mi auto aquí.
Nhan bajó del Dauphine y mientras Jaffe levantaba los vidrios y cerraba el coche se quedó parada a su lado.
—Tendrás que traer el Chrysler de vuelta aquí mismo —le dijo tomándola del brazo y apurándose para llegar, hasta el coche de Wade—. ¿Te parece que sabrás hacer; sola el camino de vuelta?
—Si.
—Es un coche muy fácil de manejar.
Jaffe abrió la puerta del Chrysler y Nhan entró al auto corriéndose hasta el otro lado del asiento mientras Jaffe se ubicaba frente al volante. Puso la llave en el contacto y le explicó Cómo hacer arrancar el coche.
—Es muy sencillo. Los cambios son automáticos. Sólo hay que mover esta palanca, sacar el freno y darle paso a la nafta.
Sacó el coche de donde estaba estacionado y lentamente enfiló por la calle.
—Voy a pasar por frente a casa —le dijo—. Quiero que eches una mirada. Si la muchacha se ha ido, quiero ir a buscar alguna ropa. No sé cuanto tiempo pasará antes de que pueda irme. Necesito tener con qué cambiarme.
Nhan no contestó ni una palabra. Estaba como atontada. La miró fijo. El rostro de Nhan era una pálida imagen del sufrimiento.
—¿Has oído lo que dije? —agregó cortante—. Me he entregado en tus manos, Nhan. Para conseguir salir de todo este problema, ni tú ni yo podemos cometer un error.
—Comprendo —susurró.
Demoró unos minutos en llegar a la calle donde vivía. Al doblar por la calle poco iluminada y bordeada de árboles, le dijo:
—¡Observa bien! ¡Por la derecha! Yo miraré hacia la izquierda. Está vestida de blanco.
Al pasar frente a su casa, notó que todo estaba a oscuras. No había señales de nadie.
—¿Sin novedad? —preguntó aminorando la marcha.
—No veo a nadie.
Dobló por la calle del costado y detuvo el coche.
—Espera aquí —le dijo—. Voy a volver a pasar caminando. Si sigue todo sin novedad, entraré a buscar una valija. No demoraré más de diez minutos. Espérame aquí no más.
Retrocedió hasta la esquina donde se detuvo a mirar la calle desierta. Entonces caminando rápidamente, consciente de que el corazón empezaba a latirle con fuerza, se adelantó hacia su casa.
Pensó: esto puede ser un movimiento estúpido. Puedo estar metiéndome en una trampa. Por lo que sé, esa muchacha habrá llamado a la policía y habrán encontrado a Haum y han de estar esperándome. Pero necesito una muda de ropa y la máquina de afeitar. No sé cuánto tiempo tendré para estar escondido en Thudaumot.
Al acercarse a la casa miró por todos lados buscando a la muchacha o a Dong Ham, pero la calle estaba desierta. Se detuvo en el portón y volvió a mirar a derecha y a izquierda. Entonces levantó con suavidad el cerrojo, abrió el portón, entró y lo cerró de nuevo. Caminó sigilosamente por el sendero hasta la parte posterior de la casa. Allí se detuvo, manteniéndose en la oscuridad y mirando a través del patio hacia las habitaciones de servicio. No se veía ninguna luz. La puerta de la casita de servicio estaba cerrada.
Pensó: se deben haber hartado de esperar. Ella se fue a su casa y él a la cama.
Volvió a la puerta del frente. Sacando la llave, abrió la puerta y penetró en la agobiante oscuridad. Cerró la puerta y le echó llave, después se detuvo a escuchar. No le llegaba ningún ruido alarmante, y sin encender la luz, trepó la escalera hasta el dormitorio. La puerta estaba con llave como la había dejado. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y se detuvo a escuchar. El aire frío del aparato de aire acondicionado se adelantó a saludarlo, refrescándole la cara traspirada. Entró al cuarto, cerró la puerta y encendió la luz. La habitación estaba exactamente como la había dejado, y se sonrió avergonzado al darse cuenta de lo asustado que estaba mientras, a oscuras, subía la escalera.
Miró el ropero. Allí estaba su ropa y también estaba Haum. No había tiempo para escrúpulos. Cuanto más rápido saliera de la casa y volviera al auto, mejor. Sacó un bolsón de arpillera y cuero de arriba del ropero y lo tiró sobre la cama. Entonces fue hasta el baño, recogió la máquina de afeitar, jabón y dos toallas que puso en el bolsón. De la cómoda sacó pañuelos, medias y tres camisas. Cuando sacó las camisas del cajón, vio el revólver. Durante un momento, se quedó mirándolo asombrado.
Le había comprado ese revólver a un periodista que estuvo en Saigón durante los primeros ataques aéreos. Le había contado a Jaffe que se lo sacó a un soldado muerto por la explosión de una bomba.
—Ahora vuelvo a mi casa —había dicho el periodista—. En cambio aquí uno nunca puede estar seguro. Un revólver puede llegar a ser muy necesario. Se lo vendo por veinte dólares.
Jaffe lo compró. Nunca se le ocurrió que podía llegar a necesitarlo, pero en esa época todavía a veces se seguían tirando granadas de mano, y todo el mundo seguía muy enardecido y parecía algo muy lógico comprarse un revólver.
Levantó el revólver y lo sopesó en la mano. Estaba cargado, pero no tenía ni idea de si funcionaría después de tanto tiempo. De pronto se sintió contento de tener el revólver. En el lío en que estaba metido ahora, un revólver podía resultarle muy útil. Lo puso en el bolsón, luego con consciente esfuerzo, se acercó al ropero, puso la llave y lo abrió.
Sostuvo la mirada hacia arriba de manera de no ver a Haum en el piso, pero tenía conciencia del leve, pero inequívoco olor de muerte, y se sintió un tanto descompuesto.
Apurándose, descolgó de las perchas un traje tropical oscuro, unos pantalones y una camisa sport de brin color kaki. Cerró la puerta del ropero y le echó llave.
Dobló la ropa y la puso en el bolsón. Ahora estaba listo para irse. Recogió el bolsón y salió del cuarto, luego a tientas siguió su camino por la oscuridad:
El contraste entre el fresco de la habitación y el calor agobiante del hall le provocó una violenta traspiración. De pronto sintió la necesidad de tomar un trago y recordó que tenía una botella de whisky que le vendría muy bien.
Entró a la sala y encendió la luz. Mientras estaba poniendo dentro del bolsón la botella de whisky casi llena, después de tomar un trago rápido, fue cuando tuvo conciencia de unas voces en la calle.
Cerrando pronto el bolsón, caminó hasta la ventana y espió a través de las ranuras de la persiana. Lo que vio lo paralizó.
Bajo la débil luz de la bombita de la calle, parados muy juntos y mirando hacia la casa, estaban la novia de Haum y un policía.
La joven señalaba hacia la ventana de la salita y Jaffe se dio cuenta de que podía ver la luz que se filtraba por la persiana. Hablaba con excitación, haciendo muchos ademanes con la mano izquierda mientras con la derecha seguía señalando la ventana.
El policía se inclinaba a su lado, con los pulgares en el cinturón de la cartuchera, mirando alternativamente a la muchacha y a la casa.
Jaffe los observaba mientras el corazón le latía con violencia.
Durante unos minutos la joven siguió hablando, pero Jaffe, observando al policía, se dio cuenta de que no conseguía nada. No era de sorprenderse, pensó Jaffe, un tanto aliviado. La joven urgía al hombrecito y el policía pensaba que eso podría desembocar en un incidente internacional en el que él terminaría por pagar las consecuencias.
De repente el policía se volvió hacia la mujercita y empezó a hablarle con violencia, Jaffe podía oírle la voz áspera por el enojo, pero no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
Sin embargo, las palabras surtieron en ella un efecto asombroso. Se agachó alejándose del policía, y por los gestos, Jaffe se imaginó que trataba de disculparse. El policía seguía retándola hasta que una violenta explosión de palabras le indicó que se fuera de allí.
Entonces la joven miró otra vez hacia la casa, luego dando una media vuelta, empezó a alejarse sin ganas por la calle mientras el policía, mordisqueándose el barbijo, la seguía con la mirada.
Jaffe soltó un suspiro de alivio. Observó que el policía sacaba una libretita donde con mucho trabajo empezó a escribir algo. Después de completar la anotación, el policía se paró en la esquina y se quedó mirando la casa.
Jaffe se preguntaba qué estaría haciendo Nhan. Ya habían pasado como veinte minutos. Esperó que no hubiera sentido pánico y se delatara. ¿Cuánto tiempo iba a quedarse ese mono maldito mirando la casa? ¿Y si seguía caminando por la calle y descubría las luces del Chrysler y metía las narices en el coche? Asustaría tanto a Nhan que posiblemente se soltaría a llorar, y entonces sospecharía que pasaba algo raro.
Jaffe se estaba justamente preguntando si no se deslizaría por la puerta posterior, y saltando la pared cruzaría el jardín del vecino hasta llegar donde estaba Nhan, cuando el policía pareció perder todo interés en la casa, y dando una media vuelta, empezó a caminar por la calle siguiendo la misma dirección de la muchacha y alejándose del Chrysler.
Jaffe recogió el bolsón, apagó la luz y se introdujo en el oscuro jardín. Cerró con llave la puerta del frente, luego con cautela se acercó al portón y observó la calle. Pudo alcanzar a distinguir la silueta blanca del policía que se iba alejando, y abriendo el portón, corrió sin hacer ruido hasta donde estaba el Chrysler.
Nhan estaba parada en actitud tensa al lado del coche, mirando hacia la esquina por donde debía volver Jaffe. Con la mano le hizo señas de que entrara al auto, pero Nhan esperó que Jaffe se acercara.
—Está todo bien —le dijo tirando el bolsón en el fondo del auto—. Siento haber demorado tanto. Vamos, sube. Tenemos que empezar a movernos.
—Pensé que te había ocurrido algo terrible —dijo con voz temblorosa cuando Jaffe la hizo subir al coche—. ¡Oh, Steve! ¡Estoy tan asustada! ¡Si te presentaras a la policía! Estoy segura…
—¡No empieces de nuevo con eso! —le contestó cuando arrancó el coche—. Sé lo que estoy haciendo. ¡Tengo que salir de Vietnam! —enfiló por la calle con rumbo a las afueras de la ciudad—. ¿Te parece que puedo confiar en Blackie Lee para que me ayude? Lo conoces mejor que yo. ¿Será capaz de denunciarme a la policía?
Nhan se retorció las manos.
—No sé. ¡No sé nada de él!
Exasperado pensó: ¿sabrá algo de alguien que pueda ayudarme? ¡No es más que una muñeca sin sesos! ¡Maldición! ¡Es lo mismo que pedirle consejo a una criatura!
Inmediatamente se dio cuenta de la injusticia de lo que estaba pensando. ¿Acaso no le había hablado de un lugar donde podría esconderse y acaso no traería de vuelta el coche de Wade? Sin ella estaría en un buen aprieto.
Puso una mano sobre las de Nhan y se las acarició.
—Tranquila, niña. Todo saldrá bien. Dentro de un par de meses cuando estemos en Hong Kong, nos vamos a reír de todo esto.
—¡Oh, no! Nunca nos vamos a reír de esto. ¡Nunca!
Jaffe se encogió de hombros. Probablemente ella tenía razón, pensó, pero le habría gustado que Nhan no se sintiera como si estuviera por llegar el fin del mundo.
—Hay una cosa importante que tendrás que vigilar Nhan. Cuando se sepa la noticia, Blackie recordará que pasaste la noche conmigo. Probablemente te hará preguntas. Hasta existe la posibilidad de que la policía te haga preguntas. Tienes que decir que fuimos hasta el río y estuvimos conversando unas dos horas. ¿Te acuerdas de ese lugar donde vamos a veces, donde está ese junco hundido? Allí estuvimos. Te llevé a tu casa de vuelta a eso de las once y me fui. ¿Te acordarás? Es algo que no podrán comprobar.
Nhan asintió con la cabeza. Retorcía entre sus dedos la punta de un pañuelo. Jaffe pensó con desesperación: lo dirá sin ninguna convicción. Nadie le va a creer.
—Por el amor de Dios, Nhan, no dejes que te hagan caer en la trampa de decirles donde estoy escondido —le dijo con dureza.
—¡No se lo diré nunca a nadie! ¡Nunca! —se rehizo y agregó con vehemencia—. ¡Nadie podrá hacérmelo decir!
—Otra cosa más: no le debes contar a nadie lo de los diamantes; ni siquiera a tu abuelo. ¿Me has comprendido?
—Si.
—¿Estás segura de que tu abuelo me ayudará?
—Es muy listo y muy bueno y nunca hará nada que me haga desgraciada —contestó con orgullo—. Cuando le diga que nos queremos, te ayudará.
Jaffe pensó fastidiado: si es tan listo, sospechará que eres mi querida y probablemente me comerá los hígados y me denunciará a la policía.
Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Nhan dijo con tranquilidad:
—Será necesario explicarle que nos vamos a casar dentro de muy poco. Cuando lleguemos a Hong Kong, será mejor para nosotros que nos casemos, ¿no te parece Steve?
Jaffe más bien se fastidió. Nunca había vuelto a pensar seriamente en una posibilidad de matrimonio después de una primer experiencia desgraciada. Estaba muy conforme con tenerla a Nhan de querida, pero nunca se le había ocurrido casarse con ella. Cuando vendiera los diamantes, sería un hombre rico y le gustaría volver a América; una taxi-girl vietnamesa sería un obstáculo del demonio en América, especialmente si era su mujer, pero ahora no había tiempo para pensar en ello: ¡Maldición! ¡Todavía no estaba en Hong Kong! ¡Todavía no había vendido los diamantes!
Pero se dio cuenta que seria fatal para sus planes si no le decían al abuelo que se casarían, por eso contestó sin demorarse:
—Está bien, Nhan. Le dirás eso, pero yo quiero explicarle personalmente el problema que tengo. Tú sólo dile que quiero esconderme. Yo le explicaré por qué. ¿Has comprendido?
—Sí —se recostó contra Jaffe, apoyando la cabeza contra su hombro—. Ahora no estoy asustada. Quizás al final todo resulte bien.
Se quedó callada como perdida en un sueño mientras Jaffe molesto con su conciencia, manejaba a lo largo del sinuoso camino donde los campos de arroz, las extrañas casas sobre puntales y con techos de paja y los ocasionales búfalos revolcándose en el barro pantanoso aparecían y desaparecían con el rápido andar de los faros del Chrysler.
Cuatro días antes de que Jaffe descubriera los diamantes, tres campesinos, vestidos con sus ropas negras de trabajo y atadas las cabezas con desagradables andrajos para resguardarse del sol, se agrupaban en cuclillas en semicírculo frente a un oscuro hombrecito que llevaba shorts y camisa kakis y sentado en un tronco de árbol les hablaba con toda seriedad.
Ese hombre había salido del bosque sin hacer ruido penetrando en la oculta extensión de pasto donde los jóvenes sembradores de arroz se resguardaban del viento. Los tres campesinos que estuvieran trabajando se le unieron inmediatamente con una mezcla de miedo y de entusiasmo a la vez. Ya lo habían visto varias veces antes. Era el jefe de una banda de guerrilleros del Viet Minh comunista cuya misión era sembrar alarma y desaliento entre la comunidad de los chacareros de Vietnam. Cada vez que ese hombre aparecía, esos tres campesinos, simpatizantes de Ho Chi Minh y adoctrinados en el odio hacia el régimen de Vietnam, sabían que había un trabajo para ellos.
El oscuro hombrecito les comunicó que se había decidido hacer una demostración de poder lo más cerca posible de la capital de Vietnam. No debería correrse ningún riesgo inútil y sacrificar el menor número posible de vidas. Sería una demostración, no una operación, pero era necesario sacudir la tranquilidad de las autoridades de Saigón, y eso sólo podía hacerse si la demostración se efectuaba en algún lugar alarmantemente cerca de la capital. La granja de los tres campesinos estaba situada en un campo de arroz a media milla del camino Saigón-Bien Hoa. El oscuro hombrecito les recordó que estaban muy bien ubicados como para efectuar un ataque al puesto policial donde se unían los caminos a Bien Hoa y a Thudaumot.
El puesto policial debía ser destruido y con él los tres policías que lo vigilaban. La demostración tendría lugar el domingo por la noche a las veinticuatro y quince. El día y la hora fueron elegidos para tener la seguridad de que no afectaría a ningún vehículo ni a ningún transeúnte que pasara por allí.
Los tres campesinos, continuó diciendo, tendrían que pensar por sí mismos cómo habría de hacerse el trabajo. Sería una demostración muy sencilla, pero deberían recordar que el horario era muy importante.
Cuando volvió a desaparecer en el bosque, después de comer con ellos una escudilla de arroz, les dejó una bolsa de red que contenía seis granadas de mano. Y ocurrió que Jaffe, manejando el Chrysler, se acercó al puesto policial unos pocos minutos antes de que debiera efectuarse el ataque.
Los tres campesinos metidos en una zanja a menos de quince metros del puesto de policía vieron aproximarse los faros y se quedaron mirándose unos a otros: no sabían qué hacer. Estuvieron metidos en la zanja húmeda durante más de media hora, y ése era el primer coche que veían acercarse por el camino.
Los tres policías, jugando con fósforos a una especie de fan-tan[1], también vieron aproximarse los faros e inmediatamente se pusieron de pie. Mientras uno de ellos hacía desaparecer los fósforos, los otros dos empuñaron los rifles.
El más importante de los tres se adelantó por el camino haciendo brillar una linterna equipada con una lámpara roja.
Al ver brillar la linterna con la luz roja a unos doscientos metros más adelante, Jaffe disminuyó la marcha, maldiciendo entre dientes. No esperaba que lo detuvieran. Suponía que, con la inmunidad proporcionada por la chapa diplomática, iba a poder pasar de largo por el puesto policial, pero ahora parecía como si tuviera que detenerse.
Si la policía veía que llevaba una pasajera vietnamesa le harían muchas preguntas y para evitar complicaciones, le dijo a Nhan que se tirara al piso ocultándose.
La hizo ponerse en la parte de atrás y le colocó encima el bolsón para ocultarla a la mirada de los policías. Estaba ofuscado, y sin pensar en las consecuencias, sacó el revólver del bolsón y se lo puso debajo del muslo, cerca de la puerta.
Para ese entonces el coche casi no se movía. Los faros poderosos iluminaron al policía que apuntaba al coche con el rifle.
Cuando Jaffe se detuvo, las agujas luminosas del reloj barato que observaba uno de los campesinos marcaba exactamente las cero horas quince minutos.
Los otros dos policías salieron del puesto y se separaron: uno se colocó delante del coche, el otro detrás. Los dos apuntaban con sus rifes a Jaffe quien pudo sentir la traspiración que le goteaba por el rostro y los fuertes golpes de los latidos de su corazón.
Cuando el policía de la linterna empezó a acercarse hacia Jaffe, uno de los ocultos campesinos con un indiferente encogimiento de hombros soltó el seguro de la granada que tenía en la mano y a través de la ventana abierta la arrojó dentro del puesto policial.
Le habían dicho que iniciara el ataque a las cero horas y quince, y a él nadie podría acusarlo de desobedecer una orden.
La granada cayó sobre la mesa donde estuvieran jugando los policías y explotó. Lo hizo produciendo un relámpago enceguecedor y un estampido que despertó a muchos trabajadores de las granjas que dormían en las chozas con techo de paja de los alrededores.
Una esquirla de la granada se incrustó en el cuello del policía que tenía la linterna, cortándole la yugular. La fuerza de la explosión hizo llegar otra esquirla hasta el policía que se tambaleaba contra la pared destrozada del puesto. También alcanzó al parabrisas del Chrysler dejando medio atontado a Jaffe.
El policía que estaba detrás del coche, y que también sintió el sacudón, se tiró de boca al suelo y empezó a meterse debajo del auto.
Al verlo moverse uno de los campesinos, hizo rodar una granada por el camino hacia la cara del policía. La granada le voló la cabeza de sobre los hombros e hizo trizas los neumáticos posteriores del Chrysler.
La tercer granada fue a dar dentro del puesto oficial, matando al tercer policía que se había precipitado a refugiarse allí y completó la destrucción de la ordinaria mampostería.
Atontado y sangrándole la frente por un corte producido por un cascote que saltó, Jaffe se hundió en el asiento, demasiado aturdido para darse cuenta en realidad de lo que había sucedido.
Los tres campesinos se habían levantado con mucha cautela de donde estaban ocultos controlando la escena a la brillante luz de la luna, con satisfacción mezclada de aprensión. Estaban contentos al ver que las granadas habían cumplido bien su cometido, pero parecía que el conductor europeo de ese coche americano grande también había sufrido, y eso podría resultar perjudicial para ellos cuando llegara a saberlo el oscuro hombrecito.
Ordenándoles a los otros dos campesinos que se quedaran donde estaban, el campesino del reloj; que era el jefe de la banda se acercó con mucho cuidado.
Jaffe vio acercarse una silueta oscura. Quedándose inmóvil, sacó el revólver de debajo del muslo y cuando el campesino llegó a unos dos metros de distancia, Jaffe levantó el revólver y le disparó.
La bala 45 reventó en la cara del campesino y éste cayó hacia atrás como un conejo. Quedó tendido al resplandor de los faros de manera que sus compañeros vieron con horror los sesos, los huesos y la sangre: era todo lo que quedaba de la cabeza y de la cara.
Jaffe no tenía ni idea de si había más en la oscuridad y se acurrucó en el auto, espiando por sobre la puerta.
Uno de los campesinos le sacó el seguro a una granada y estaba a punto de tirarla contra el coche cuando su otro compañero lo sujetó del brazo.
Desgraciadamente para los dos, el que tomó al otro del brazo era un esclavo de las órdenes. Le habían dicho que matara a los tres policías, pero que evitara herir a alguien más. Su reacción instintiva fue detener al compañero para que no tirara la granada. El otro, al sentirlo y asustarse, dejó caer la granada de la mano a la zanja donde explotó, acribillando de metralla a los dos hombres y matándolos.
Parte de la metralla alcanzó a la parte superior del Chrysler y Jaffe se agachó. Oyó muy cerca de él un leve gemido y maldiciendo, apuntó con el revólver para el otro lado sólo para recordar que Nhan estaba allí cerca y debía ser ella quien gemía.
—¡Cállate! —le gruñó—. ¡Debe haber más tipos por ahí todavía!
Esperó durante cinco agotadores minutos, luego al no ver ni oír nada, con mucho cuidado abrió la puerta del auto y se deslizó sobre el pasto. Siguió escuchando durante varios minutos, entonces al ver que el peligro había pasado se paró para apreciar la escena.
Levantó la linterna que todavía estaba encendida y tirada al lado del policía y moviéndose con precaución, caminó por la ruta hasta llegar donde estaban los campesinos muertos. Se aseguró de que habían fallecido, después volvió al coche.
—Ya pasó todo —dijo excitado—. Puedes salir —y abriendo la puerta de atrás la ayudó a salir al camino. Tuvo que sostenerla. Nhan se le apoyaba con todo su peso y temblaba de terror—. Bueno, bueno —le dijo con impaciencia—. Está bien. Ya pasó. Tenemos que irnos de aquí.
Pero las piernas no la sostenían y cuando la soltó se desplomó en el camino.
Levantándola, Jaffe se acercó al Chrysler e inspeccionó los daños. Cuando vio en qué estado estaban las ruedas de atrás, se dio cuenta en seguida de que el coche no podía seguir viaje y echó una maldición.
Estaban a setenta millas de Thudaumot y no tenían medios de trasporte. Aunque la cabeza ya no le sangraba, le dolía mucho. Había recibido un buen golpe y una buena sacudida por la explosión de las granadas, La idea de tener que caminar semejante distancia lo descorazonaba.
Pero sabía que debían irse inmediatamente. En cualquier momento alguien podría llegar a averiguar qué había pasado. El ruido de la explosión de las granadas podía haber llegado hasta muy lejos en el silencio de la noche.
Volvió a donde estaba Nhan sentada en el camino, sosteniéndose la cabeza entre las manos, sollozando. Se acurrucó a su lado.
—El coche está fuera de uso —le dijo—. Tendremos que caminar. Vamos, Nhan, déjate de llorar. Tenemos que irnos. En cualquier momento puede llegar alguien.
La tomó de un brazo y la ayudó a pararse. Nhan se apoyó contra él, temblando.
—Nos va a tomar como tres horas llegar hasta lo de tu abuelo —continuó.
—En el puesto ha de haber bicicletas —dijo Nhan con voz trémula.
Se quedó mirándola: se preguntaba cómo no se le había ocurrido eso.
—¿Te parece? Voy a ver.
Corrió hasta los restos del puesto policial. En la parte de atrás encontró tres bicicletas, tiradas sobre el pasto. Llevó dos hasta el camino.
—Has tenido una idea luminosa. Esto nos evitará la maldita caminata. ¿Te sientes capaz de montar una o prefieres que te lleve en el caño de la mía?
Moviéndose vacilante, se le acercó y tomó una de las máquinas.
—Puedo hacerlo.
Sintió que en su interior surgía un gran amor por ella. Pensó: ¡Al diablo! ¡Qué estómago tiene! ¡Soy un sinvergüenza de suerte al tenerla conmigo!
—Bueno, vamos —le dijo y recogiendo el bolsón, se trepó a la bicicleta.
La observó cuando ella se subía a la bicicleta, con temor de que se cayera, pero aunque se tambaleó en forma peligrosa durante los primeros cinco o seis metros, después consiguió controlar la máquina y pareció bastante segura.
La alcanzó y juntos empezaron a pedalear camino a Thudaumot.
—Si vemos que viene algún coche —le dijo—, nos bajamos en seguida y nos metemos en la zanja.
Nhan no le contestó nada. Por su expresión esforzada, supo que ya hacía bastante con poder manejar la bicicleta.
Pensó: estoy teniendo mala suerte. Cuando Sam vea que el coche no aparece, irá a casa. Me dijo que lo quería para eso de las siete. Cuando se de cuenta de que no llegué, pensará que he tenido algún accidente. Se presentará a la policía y les dirá que le pedí el coche prestado para ir al aeropuerto, ¿pero dirá también que yo estaba con una mujer?
Le echó una mirada a Nhan que iba pedaleando, la túnica abierta flotaba por detrás de ella.
Había una posibilidad, siguió pensando, de que la policía encontrara el coche antes que Sam notara la falta. Irían a la embajada. ¡Al diablo! Eso podía llevar a cualquier cosa. La embajada empezaría a buscar a Sam. Pues llegarían a la conclusión de que Sam manejaba el coche. Cuando éste apareciera, quizás tuviera que contarle a la policía que se pasó la noche con una joven china. ¡Cómo le va a gustar eso! ¡Cómo me va a echar de maldiciones!
Entonces con una leve congoja de remordimiento, se dio cuenta de que no le importaba lo que Sam pensara de él. Si tenía un poquito de suerte no volvería a verlo nunca más.
Después tuvo otro pensamiento que lo entusiasmó. Cuando sepan que yo me llevé el coche, y encuentren el coche vacío, llegarán a la conclusión de que he sido secuestrado por alguien del Viet Minh. Es la conclusión más evidente a que pueden llegar.
Recordó a dos turistas americanos que, unos meses atrás, viajaban a Angkor y desde entonces nunca más los vieron. Encontraron el coche, pero ni rastros de los turistas. Las autoridades vietnamesas dijeron que habían sido secuestrados por bandidos del Viet Minh y manifestaron a la embajada que lamentablemente no podían hacer nada.
De pronto Jaffe se sintió mucho más alegre. Eso podía significar que su persecución se haría con mucha indiferencia. Una vez que la policía de Vietnam se haya convencido de que estaba en manos del Viet Minh, no se esforzarían en buscarlo. Harían alguna demostración a beneficio de la embajada por salvar las apariencias, pero no duraría mucho.
Por primera vez desde que había encontrado los diamantes se sintió con el corazón aliviado.