CAPÍTULO III

1

EN EL VIAJE al subir por el Boulevard Trang Hung, Jaffe estaba encajonado entre motocicletas, pousse-pousse, inmensos coches americanos manejados temerariamente por ricos vietnameses y pequeños taxis manejados con igual temeridad por conductores aficionados que no tenían idea de adónde iban, pero que eran completamente felices mientras pudieran mantener en movimiento sus automóviles.

Para un desprevenido, el boulevard estaba lleno de amenazas. Los letreros chinos de todos colores eran deslumbrantes. La vieja generación de residentes vietnameses, vestidos todos de negro, se negaban a caminar por las veredas y marchaban decididos por el medio de la calle. Sólo cuando los faros los descubrían, a pocos metros por delante, entonces el conductor se daba cuenta de que estaba a punto de atropellarlos. Una rápida frenada significaba la posibilidad de que otro coche lo golpeara de atrás.

Al acercarse a Cholon, el distrito chino, la calle se enangostaba. La mucha población que no tenía, nada que hacer se volcaba a las callas, poniendo a disposición del azar oportunidades suicidas.

Jaffe había manejado mucho por ese distrito y no tenía dificultad en maniobrar con el coche por entre el tránsito congestionado y evitando, los peatones despreocupados. El trabajo de manejar alejó de su mente los problemas inmediatos.

Por último, y no sin cierta dificultad, se las arregló para estacionar el coche a unos cien metros del Paradise Club. Apartó a tres andrajosos chinitos que se habían apurado a correr para abrir la portezuela del coche y ayudarlo a levantar los vidrios con la esperanza de ganarse una o dos piastras, luego caminó por la angosta calle desmañada, brillantemente iluminada por los letreros chinos de neón de la entrada del Paradise Club.

Mientras trepaba las escaleras que lo llevaban al club, oía la estridencia de la orquesta filipina y los chillidos de la mujer que cantaba; la música y la voz eran amplificadas al triple por los micrófonos hasta un volumen que destrozaba los nervios, pero que encantaba a los chinos; cuanto más fuerte el sonido mejor les parecía la música.

Jaffe levantó hacia un lado la cortina que había a la entrada del salón de baile. Inmediatamente se le acercó una china, con la cara blanqueada por los polvos, la silueta bajo una provocativa cheongsam blanca. Era Yu-Lan, la mujer de Blackie Lee, y en cuanto reconoció a Jaffe le sonrió.

—Nhan todavía no ha llegado —le dijo, acariciándole el brazo con unos dedos delgados—. Estará aquí dentro de muy poco.

Su saludo reconfortó a Jaffe. Entró con ella al salón de baile. El lugar estaba repleto, pero la luz era tan escasa que no era posible ver más que un montón de siluetas de cabezas perfiladas contra la luz del tablado de la orquesta.

Lo condujo hasta una mesa, lejos de la orquesta, y en un rincón. Apartó la silla para que se sentara.

—¿Tu vas bien? —le preguntó sonriéndole. Siempre lo tuteaba.

Sa va —le contestó y se sentó—. ¿Está Blackie? Quiero un whisky con hielo solamente.

Tout de suite —le dijo y Jaffe notó que lo miró y se dio cuenta de haber hablado con mayor sequedad de lo que hubiera querido.

Yu-Lan se alejó y Jaffe se sentó allí, la mente embotada por el estridente sonido de la música bailable y el impacto de la voz de la mujer que cantaba en el micrófono. El poder de esos pulmones destrozaba los nervios occidentales.

Casi sin ninguna demora, Blackie Lee apareció de entre las sombras y acomodó su cuerpo gordo en la silla próxima a la de Jaffe.

Blackie Lee era un hombre de formas cuadradas de treinta y seis años, pelo negro aceitoso, partido al medio y rostro ancho y amarillo que en cualquier crisis permanecía inexpresivo.

Una perspicaz mirada a Jaffe le dijo a Blackie que algo andaba mal. Su mente alerta agudizó la atención. Jaffe le gustaba. Era gastador, no provocaba molestias, y para el negocio de Blackie era muy conveniente tener por clientes a americanos que no provocaran molestias.

—¿Qué contactos tiene en Hong Kong? —le preguntó Jaffe en forma repentina.

El rostro de Blackie permaneció inexpresivo y con mirada soñolienta.

—¿En Hong Kong? Tengo muchos amigos en Hong Kong —le contestó—. ¿A qué clase de contactos se refiere?

Jaffe se sintió como si estuviera parado en un trampolín de una pileta de natación, preparándose a zambullirse. ¿Podré confiar en este chino gordo? se preguntó y vaciló.

Al verlo vacilar, Blackie dijo para animarlo:

—Además de muchos amigos, en Hong Kong también vive mi hermano.

Hubo una larga pausa mientras Blackie se hurgueteaba los dientes con un escarbadientes de oro y Jaffe se quedó mirando hacia la repleta pista de baile mientras trataba de decidir si confiaría o no en Blackie.

Por último, habló:

—Se ha planteado un problema: es complicado y estrictamente confidencial. Un amigo mío necesita un pasaporte falso.

Blackie se estremeció de manera imperceptible, pero suficientemente como para pincharse la encía con la punta afilada del escarbadientes.

—¿Un pasaporte? —repitió como si nunca hubiera escuchado esa palabra.

—Me imagino que ha de ser más fácil conseguir un pasaporte en Hong Kong que aquí —dijo Jaffe, tratando de hablar sin darle mayor importancia—. Me preguntaba si usted conocería a alguien que pudiera conseguirlo.

—¿Un pasaporte americano?

—Sería mejor un pasaporte inglés.

—Es un asunto ilegal y peligroso meterse con pasaportes… —dijo Blackie con suavidad. No creía en la existencia del amigo de Jaffe. Ese hombre grandote quería un pasaporte inglés para él. ¿Por qué? Evidentemente tenía la intención de irse de Vietnam, pero ¿por qué con pasaporte falso?

—¿Para su amigo? —preguntó Blackie.

—Así es. Estaría dispuesto a pagar.

—Si pudiera arreglarse, costaría mucho —agregó Blackie.

—Pero, ¿se puede arreglar?

Blackie guardó el escarbadientes en el bolsillo de la camisa.

—Pudiera ser. Hay que averiguarlo. Costaría una buena cantidad de dinero.

—Es urgente —dijo Jaffe—. ¿Cuándo se podría saber?

—Tendría que escribirle a mi hermano. Como usted sabe aquí a veces hay censura en las cartas. Tendría que encontrar a alguien en quien poder confiar para que llevara la carta personalmente a mi hermano. Y él tendría que encontrar alguien que me trajera personalmente la contestación. Eso toma tiempo.

De pronto Jaffe se dio cuenta de lo difícil que iba a ser todo. Su cálculo de que en diez días podría irse le parecía de repente ridículamente optimista. Tendría que quedarse escondido durante un mes; quizás más.

Blackie continuó:

—¿Su amigo está en dificultades, supongo?

—Los detalles no interesan —contestó Jaffe en forma cortante—. Cuanto menos detalles sepa, usted estará más seguro.

—Eso no es del todo correcto. Si es una dificultad muy seria y se descubre que tengo algo que ver, igual puede traerme dificultades —dijo Blackie con calma—. Es una temeridad meterse en algo que no se conoce. Además, si la dificultad es muy seria, influye en el costo del pasaporte. Naturalmente, su amigo tendrá que pagar más.

Fuera de la vista, debajo de la mesa, las manos grandes de Jaffe se trasformaron en puños cerrados. ¡Maldito sea! pensó, ¡esto va a ser un infierno de cosas complicadas! En cuanto lea el diario mañana, sabrá que estoy metido en un caso de asesinato. O se asusta demasiado para ayudarme, o va a levantar el precio hasta una cifra desesperante. Entonces se acordó que tenía los diamantes. Podía pagar el pasaporte con un diamante o dos, pero si lo hacía, sería darle a Blackie la pista de que tenia las piedras. Podía resultar peligroso. Si Blackie llegaba a descubrir que tenía los diamantes del general Nguyen Van Tho, podría tener la tentación de robárselos. Debería tener mucho cuidado. Se estaba metiendo en todo eso sin pensar en las consecuencias.

—Tengo que volver a hablar otra vez con mi amigo —contestó sin mirar a Blackie—. Necesitaré su autorización antes de contarle algo más del asunto.

—Lo comprendo —dijo Blackie—. Un buen amigo no traiciona confidencias en forma temeraria.

Jaffe lo miró fijo, pero la cara gorda y amarilla no le reveló nada. Jaffe pensó: No es ningún tonto. Sospecha que el pasaporte es para mí. ¿Se lo admitiré? Lo sabrá con seguridad cuando lea mañana los diarios. Mejor no. Así me queda todavía un poco de tiempo. Mejor es que hable primero con Nhan.

—Supongo que su amigo quiere salir del país —agregó Blackie con suavidad—. Ya sabrá que es un asunto complicado. Para poder utilizar un pasaporte, éste debe estar primero sellado con una visa de admisión y luego hay que conseguir que lo sellen con una visa de salida. Se necesitan fotografías de su amigo para las autoridades de inmigración. Será necesario sobornar a mucha gente. Por supuesto, se puede arreglar, pero siempre que la dificultad no sea muy seria. Por ejemplo si su amigo tiene inconvenientes con la policía por haber dado cheques sin fondo o por molestar a una mujer o por hablar de algo que no le incumbe o por atropellar a alguien, entonces se puede arreglar, pero si lo que su amigo ha cometido es un crimen político o una muerte, entonces no se puede arreglar.

¡Bueno! ¡En eso estamos! pensó Jaffe y sintió que se le cerraba la garganta.

—Hablaré con él —dijo, y Blackie reconociendo en su voz que con eso terminaba la conversación, se puso de pie.

—Por supuesto, puede confiar en mí para ayudar en lo que se pueda —agregó—, pero naturalmente debo evitar los inconvenientes.

—De acuerdo —dijo Jaffe—. Comprendo.

Cuando Blackie se alejó, Jaffe miró su reloj. Eran las veintiuna y treinta. Sería difícil que Nhan llegara, antes de las veintidós y media. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre.

Empujó la silla hacia atrás, se paró y bordeando la pista se dirigió a la salida.

En la vereda de enfrente, había un restaurante chino donde solía comer a veces. Entró, saludando con la cabeza al propietario que apretaba las teclas de la calculadora con esa increíble rapidez que hacía de toda la operación un completo misterio para cualquier mente europea. Hizo una pausa, meneó la cabeza y en una sonrisa reveló unos dientes grandes y amarillos.

Una joven china, vestida de manera que parecía llevar un uniforme de azafata, condujo a Jaffe a una mesita con un solo asiento detrás de una mampara.

En ese restaurante todas las mesas estaban ocultas detrás de mamparas desde donde llegaban los sonidos roncos de risa china y el ruido de muchos platos.

Jaffe pidió sopa china, cerdo fermentado y dulce y arroz frito. Se frotó la cara y las manos con la toalla húmeda y caliente que le ofreció una joven, sosteniéndola con unas pinzas cromadas.

Mientras esperaba que le sirvieran la comida, Jaffe consideró su problema. Estaba nervioso por Blackie a pesar de la seguridad de su mujer. Veía ahora que el problema de salir de Vietnam, se complicaría más si trataba de comprar un pasaporte.

¿Entonces cómo haría? Tenía la seguridad de que si tuviera suficiente dinero en efectivo podría conseguir salir de Vietnam. Para conseguir el dinero necesario debería vender algunos diamantes. ¿Pero cómo hacer para venderlos en Saigón?

Seguía madurando el problema cuando le sirvieron la comida. Comió sin ganas, bajando la comida a fuerza de vino tibio chino. Cuando terminó, la joven le trajo otra toalla y se enjugó las manos, luego pidió la cuenta.

La muchacha se retiró dejando la mampara medio abierta. Mientras esperaba la cuenta, vio salir de detrás de una cortina a Sam Wade y a una joven china que se dirigían a la escalera.

Jaffe observó a la mujer que estaba con Wade.

Era alta con una figura excepcional. Llevaba puesto un cheongsam color escarlata que acentuaba las curvas de su silueta. Era sofisticada y parecía muy aburrida y muy consciente de sus encantos físicos. Jaffe decidió que no era la clase de mujer que pudiera interesarlo. Debía ser muy complicada. Comparándola con la sencillez de Nhan, se sintió de pronto contento y, agradecido por haber tenido la suerte de encontrar a Nhan.

Esperó hasta que los dos desaparecieron por la escalera, luego pagó la cuenta y bajó hasta la calle para buscar a Nhan.

2

Eran exactamente las veintidós y media cuando Jaffe vio llegar a Nhan caminando alegremente por la vereda, abriéndose camino a través del gentío que la empujaba, con una expresión levemente preocupada en el rostro de facciones delicadas. Llevaba puestos unos pantalones de seda blanca y una túnica ajustada color vino tinto.

Jaffe hizo sonar tres veces la bocina del auto. Hizo una pausa y volvió a hacerla sonar. Era la señal convenida. Inmediatamente Nhan miró en esa dirección y cuando vio el Dauphine rojo se le iluminó el rostro y sonrió. Empezó a dirigirse hacia el coche mientras Jaffe descendía.

Es una cosa curiosa, pensó Jaffe mientras estaba parado al lado del coche esperándola, pero cada vez que la veo, me entusiasma.

Nhan corrió hacia él y levantó la vista para mirarlo cuando le tomó la mano.

En sus ojos oscuros tenía esa extraordinaria mirada de adoración que siempre asombraba a Jaffe. Era una mirada que nunca había visto en los ojos de ninguna otra mujer y que le decía con toda claridad: eres el centro de mi universo, sin ti no hay sol, ni luna, ni universo, ni nada. Era una mirada de completo e ingenuo amor.

Aunque halagaba a su ego el saber que ella lo amaba en esa forma tan completa, al mismo tiempo y con frecuencia lo perturbaba, pues sabía que no era capaz de amarla en la misma forma.

—Hola —dijo Nhan—. ¿Qué tal, estás bien?

Se sentía orgullosa por el hecho de estar aprendiendo inglés. Podía fácilmente hablar francés de corrido, pero desde que había conocido a Jaffe se dedicaba a hacerlo en inglés.

—Hola —contestó Jaffe, y al mirarla sintió un apretón en la garganta. Sus facciones de muñeca, su pequeñez y su amor lo conmovían como ninguna otra cosa podía hacerlo—. Sí, estoy muy bien. Dile a Blackie que esta noche no trabajarás. Quiero conversar contigo —sacó la billetera y le dio dinero—. Toma, dale esto, y apúrate, ¿quieres?

Los ojos almendrados se abrieron enormes cuando miró el dinero.

—Pero, Steve, ¿por qué no subes? Podemos bailar y hablar. Ahorrarás dinero.

—Dáselo a Blackie —insistió Jaffe en tono cortante—. No puedo conversar contigo allí arriba.

Le echó una mirada rápida, asombrada, luego subió corriendo las escaleras del club.

Jaffe entró en el coche y encendió un cigarrillo. A pesar de la suave brisa, el calor lo oprimía. Cada tanto su mente volvía a Haum metido en el ropero. El pensamiento del hombre muerto lo acobardaba.

Nhan salió del club y subió al auto. En cuanto ella cerró la puerta Jaffe apretó el arranque y enfiló el coche hacia la corriente de pousse-pousse y de automóviles.

Manejó lo más rápido que pudo hacia el río. Nhan estaba sentada en silencio, las manos descansando sobre las rodillas, los ojos fijos en la corriente del tránsito.

Cuando llegaron a los jardines adyacentes al puente Jaffe detuvo el coche.

—Bajemos —dijo saliendo del auto.

Nhan lo siguió hasta el banco debajo de los árboles donde estuviera sentada la pareja de vietnameses y se sentaron.

La luna flotaba en un cielo sin nubes, derramando su luz sobre los sampans y los pequeños botes a remo que todavía se movían en el río.

Cuando Nhan se ubicó al lado de Jaffe, éste rodeó con un brazo el cuerpo delicado y la besó. La sostuvo contra sí, la boca de Nhan contra la suya durante un largo momento, luego soltándola encendió un cigarrillo, y tiró el fósforo al río.

—¿Qué pasa, Steve?

Ahora habló en francés y Jaffe notó que su expresión era de ansiedad.

Dudó si admitir que pasaba algo, luego dándose cuenta que estaba perdiendo el tiempo, dijo:

—Ha ocurrido algo. Estoy en dificultades. No me hagas preguntas. Es mejor que no sepas nada. Lo cierto es que tengo serias dificultades con la policía. Tengo que irme de aquí.

Nhan se puso rígida las manos se apretaron sobre las rodillas cubiertas de seda. Jaffe podía oír su respiración agitada. La observó con lástima. Como no hablaba le dijo:

—Es muy serio, Nhan. Tengo que conseguir salir del país.

Nhan hizo una profunda inspiración.

—No comprendo —dijo—. Por favor explícame mejor.

—Esta tarde ocurrió algo. Mañana la policía me buscará.

—¿Qué ocurrió?

Jaffe vaciló, luego decidió contárselo. Era seguro que los diarios publicarían todo el asunto al día siguiente, o al otro día; entonces, todo el mundo lo sabría.

Por eso se lo contó.

Los dedos de Nhan le apretaron las muñecas.

—¡Pero fue un accidente! —dijo casi sin aliento—. ¡Tienes que decírselo a la policía! ¡Fue un accidente!

Se movió con impaciencia.

—Pero pensarán que lo maté. ¿No comprendes?

Tengo que irme o estoy perdido.

—¡Pero fue un accidente! —exclamó—. ¡Tienes que presentarte en seguida a la policía! Se pondrán contentos cuando les entregues los diamantes. ¡Vamos en seguida a la policía! —y empezó a ponerse de pie.

—Me voy a quedar con los diamantes y no voy a ir a la policía —dijo Jaffe con voz fría y dura.

Nhan se dejó caer en el banco. Bajó la cabeza para que Jaffe no le pudiera ver la cara.

—¿No te das cuenta? —le dijo enojado—. Si me voy puedo vender los diamantes. Valen como un millón de dólares o quizás más. Es la oportunidad de mi vida. ¡Siempre ambicioné conseguir una buena cantidad de dinero!

Nhan se balanceaba hacia adelante y hacia atrás en una agonía de terror.

—Si huyes, van a creer que lo asesinaste —se lamentó—. No debes hacerlo. Ningún dinero vale tanto. ¡Tienes que devolver los diamantes!

—Yo lo maté —dijo poniéndose impaciente—. No soy tan tonto para arriesgarme a un juicio. Me pueden meter en una hedionda cárcel por unos cuantos años. Estamos perdiendo el tiempo. De alguna manera, tengo que conseguir irme. Organizarlo tomará tiempo. Debo encontrar algún lugar seguro donde esconderme. ¿No sabes dónde podría esconderme?

—¿Esconderte? —levantó la cabeza y se quedó mirándolo, el terror hacía feroz su mirada. La palabra hizo brillar un pánico que daba lástima ver—. ¿Y yo? ¿Me vas a dejar?

—No he hablado de dejarte. Cuando me vaya vendrás conmigo.

—¡Pero no puedo! ¡No me darían permiso para irme! ¡Ningún vietnamés puede salir del país! Y además, si me voy, ¿qué les va a ocurrir a mi madre, a mis hermanos y a mi tío?

Complicaciones, pensó Jaffe. Siempre complicaciones.

—Si quieres venir conmigo, tendrás que dejarlos.

Pero ahora olvídalo; lo resolveremos cuando llegue el momento de hacerlo. Debo encontrar un lugar seguro donde quedarme una semana más o menos. ¿No conoces ningún lugar adónde pueda ir? Pero no en Saigón, en alguna otra parte.

Volvió a dejarse llevar por el pánico.

—¡Pero no debes esconderte! ¡Tienes que ir a la policía!

Con un torrente de palabras histéricas empezó a suplicarle que devolviera los diamantes, que se presentara a la policía, que les dijera la verdad.

La dejó continuar durante uno o dos minutos, luego en forma brusca se puso de pie.

Nhan dejó de hablar y lo observó, el terror le agrandaba los ojos y los hacía brillar a la luz de la luna.

—Está bien, está bien —dijo con aspereza—. Si no quieres ayudarme, ya encontraré quien quiera hacerlo. ¡No me voy a presentar a la policía y no voy a devolver los diamantes!

Nhan se estremeció y cerró los ojos.

Jaffe sintió pena por ella, pero al mismo tiempo estaba enojado e impaciente. Le estaba haciendo perder un tiempo precioso.

—No debería haberte contado nada —continuó—. Vamos, te llevaré de vuelta al club. No pienses más en esto. Ya encontraré alguien que me ayude.

Nhan se paró de un salto y le tendió los brazos al cuello y apretando contra él su delgada silueta; lo abrazó con frenesí.

—¡Te ayudaré! —le dijo con desesperación—. ¡Me iré contigo cuando te vayas! ¡Haré todo lo que quieras!

—Muy bien, ahora, tranquila. Siéntate. Si nos viera alguien…

Instantáneamente lo soltó y se sentó. Estaba temblando y las lágrimas le corrían por las mejillas. Jaffe se sentó a su lado, sin tocarla y esperó. Después de un rato, Nhan se dominó y con timidez puso una mano en la de Jaffe.

De repente le dijo:

—Mi abuelo tiene una casa en Thudaumot. Allí estarás seguro. Creo que podré convencerlo para que te acepte.

Jaffe hizo una inspiración muy profunda. La rodeó con un brazo y la estrechó.

—Sabia que podrías ayudarme —le dijo—. Te tenía confianza. Todo saldrá bien. Dentro de tres o cuatro meses estaremos en Hong Kong; seremos ricos.

Se apoyó contra él, apretándole la mano. Jaffe sintió que todavía temblaba.

—Te voy a comprar un tapado de visón —le dijo—. Es lo primero que vamos a comprar, y perlas. Vas a quedar lindísima con el visón. También podrás tener un coche, un coche tuyo.

—Te resultará muy difícil salir de Vietnam —dijo Nhan—. Hay muchas restricciones y reglamentaciones.

Estaba fastidiado porque Nhan no reaccionó frente al sueño que tratara de crear para ella. ¡Visón, perlas y un coche! Tendría que haberse entusiasmado frente a semejantes proyectos, pero en cambio hacia notar el único problema que no tenia idea de cómo iba a resolverlo.

—Lo primero es lo primero —le dijo—. Vamos, y háblale a tu abuelo. Le pagaré bien. No debes decirle nada de la policía. Será mejor contarle que un enemigo político me anda buscando.

—Le diré la verdad —dijo Nhan con sencillez—. Cuando sepa que te quiero te ayudará.

Jaffe se encogió de hombros.

—Bueno, está bien. Lo dejo en tus manos, pero asegúrate de que no vaya corriendo a decírselo a la policía.

—Nunca haría nada que me hiciera desgraciada —dijo Nhan con tanta dignidad herida que Jaffe se sintió un tanto avergonzado—. Puedo persuadirlo para que te ayude.

De pronto Jaffe vio la dificultad del proyecto. Thudaumot quedaba a veintidós millas de Saigón.

Recordó que en el camino había un puesto de la policía donde todos los coches debían detenerse para control. Sería fatal para sus planes que controlaran su coche. Cuando la policía encontrara el cadáver de Haum, buscaría el auto. En cuanto supieran que había pasado por el camino a Thudaumot, concentrarían su persecución por esa zona.

—Hay un puesto policial en el camino —dijo—. Podría ser una dificultad.

Nhan se quedó mirándolo, completamente inmóvil, esperando, mientras Jaffe se concentraba en busca de una solución al problema.

Después de pensarlo un rato se dio cuenta de que la única esperanza de pasar por el puesto policial sin inconveniente era utilizando otro coche que no fuera el suyo. Sabía que a los coches con chapas diplomáticas, muy rara vez los detenían en los puestos policiales, e inmediatamente pensó en Sam Wade y su gran Chrysler. Si podía pedirle prestado el Chrysler tendría una buena posibilidad de ocultar su paso por allí.

Por lo que dijera Wade, esa noche no usaría el coche, pero, ¿dónde estaría? Sabía que estaba metido en alguna parte con esa china, mas, ¿cómo iba a hacer para encontrarlo? Le preguntó a Nhan si la conocía y se la describió.

—Sí, la conozco —dijo Nhan asombrada—. Baila en el Arc-en-Ciel. Se llama Ano Fai Wah. Gana mucho dinero saliendo con americanos. No es una buena mujer.

—¿Sabes dónde vive?

Nhan pensó un momento y luego dijo que Ann Fai Wah tenía un departamento en Hong Thap Tu.

Jaffe se puso de pie.

—Vamos —dijo.

Nhan se quedó mirándolo asombrada.

—¿Quieres ir a ver a Ann Fai Wah? —le preguntó ofendida—. ¿Para qué? Yo no iré contigo a ver a esa mujer.

—Vamos, vamos —dijo Jaffe con impaciencia—. Te lo explicaré por el camino.

Mientras conducía hacia el centro de la ciudad, le explicó lo del automóvil de Wade.

—Tendrás que traerlo de vuelta, Nhan. ¿Te parece que podrás hacerlo?

Le había enseñado a manejar el Dauphine y conducía el coche muy bien, pero no tenía idea de si ella podría arreglárselas con un coche grande como el Chrysler.

Nhan le contestó decidida y segura que era muy capaz de manejar el Chrysler.

Encontraron el coche estacionado frente a un edificio de lujosos departamentos en una calle tranquila.

Jaffe le dijo a Nhan que esperara en el Dauphine y se acercó al Chrysler. Como lo suponía las puertas estaban con llave y los vidrios subidos. Tendría que pedirle a Wade las llaves y permiso para usar el coche. Esperaba no interrumpirlo en un momento inoportuno.

Entró al edificio y se fijó en el tablero indicador cuál era el departamento de la joven. Estaba en el cuarto piso. Subió por el ascensor y al detenerse frente a la puerta le echó una mirada al reloj. Eran las veintitrés y diez.

Escuchó y le pareció oír alguna música bailable.

Apretó el timbre y esperó. Después de una larga pausa, volvió a tocar el timbre.

La puerta se entreabrió lo que permitía la cadena y la joven china lo miró en forma interrogativa. Con alivio vio que estaba completamente vestida. Le sonrió.

—Lamento interrumpir, pero necesito hablar con Sam —le dijo—. Es urgente.

Oyó cómo Sam, desde algún lugar de donde no se e veía, dijo:

—¿Qué demonios? ,Vamos, déjame ver, nena.

Cerraron la puerta, retiraron la cadena y Wade apareció en el vano de la puerta, con aspecto de pocos amigos.

Ann Fai Wah, con un afectado encogimiento de hombros, se fue a otra habitación y cerró la puerta.

Wade parecía un tanto bebido. Le echó a Jaffe una mirada opaca.

—¿Qué diablos se te ocurre? —le preguntó—. ¿Cómo supiste que estaba acá?

—Tú me lo dijiste, ¿te acuerdas? —contestó Jaffe—. Lamento interrumpir, pero estoy en un apuro. Mira, el coche se me descompuso. Estoy con una amiga y tengo que llevarla al aeropuerto. ¿Me puedes prestar el coche? Te lo traeré de vuelta dentro de dos horas.

—¿Por qué diablos no te tomas un taxi?

Jaffe le obsequió una sonrisa picaresca.

—Si, no la quiero llevar en un taxi es porque en un taxi no se pueden ni se deben hacer ciertas cosas. Vamos, te estoy pidiendo un favor, yo lo haría por ti.

De pronto Wade se ablandó, y devolviendo la sonrisa picaresca, sacó las llaves del coche.

—Viejo bandido —le dijo—. ¿Quién es? ¿La conozco?

—No me parece, pero está muy bien. Te la presentaré. Es lo menos que puedo hacer.

—Por supuesto, y cuídame el coche. Lo quiero de vuelta aquí antes de las siete de la mañana.

—Gracias, Sam, eres un verdadero amigo —Jaffe tomó las llaves—. ¿Te resulta la china? —con la cabeza hizo un movimiento hacia la puerta cerrada.

—Me parece que sí —contestó Wade bajando la voz—. Estamos en la etapa del baile. Creo que dentro de una hora más el asunto estará a punto.

—Buena suerte, y muchas gracias —dijo Jaffe y se dirigió hacia el ascensor.

—Lo mismo digo —contestó Wade—, y no te olvides de presentármela.

Esperó hasta que Jaffe desapareció de su vista en el ascensor, luego volvió a entrar al departamento y cerró la puerta.