CAPÍTULO II

1

CON EL CORAZÓN sacudiéndole con violencia, Jaffe se quedó mirando el cuerpo encogido. Su reacción inmediata fue pedir ayuda. Se dirigió hacia el teléfono, pero se detuvo, frunciendo el ceño y moviendo la cabeza.

Nadie podría hacer nada por Haum. Estaba muerto. No era el momento de pensar en Haum, sino en sí mismo.

Miró la escalera apoyada contra la pared. ¿Y si le decía a la policía que Haum se cayó de la escalera y en el accidente se desnucó?

Sus ojos se alzaron hasta el boquete de la pared.

En cuanto la policía viera el agujero sospecharía que era un escondrijo de algo. Recordarían que esa casa perteneció una vez a Mai Chang, la querida del general Nguyen Van Tho. No les hubiera tomado mucho tiempo suponer que los diamantes del general estuvieron escondidos en la pared.

Jaffe se acercó al cadáver de Haum. Miró al hombrecito. Vio que la piel de alrededor de la boca y del pescuezo estaba arañada y desgarrada. Esas marcas delatoras habrían desarticulado cualquier relato de un accidente con la escalera.

¿Y si le contaba a la policía que había sorprendido a Haum robándose los diamantes y que Haum lo atacó y durante la lucha lo mató accidentalmente? Tal historia le evitaría una acusación por asesinato, pero significaría entregar los diamantes, y siempre quedaba el riesgo de una sentencia de prisión.

Fue en ese momento cuando Jaffe decidió que cualquiera fuese el riesgo, se quedaría con los diamantes, y una vez decidido el pánico se apaciguó y empezó a pensar con más claridad.

Si podía llegar a Hong Kong con los diamantes, podría escabullirse sin ninguna dificultad. Se convertiría en un hombre rico. Podría comenzar una nueva vida. Can el dinero de la venta de los diamantes, tendría libertad para hacer lo que quisiera. Pero el nudo de la cuestión era por supuesto: ¿Cómo hacer para llegar a Hong Kong?

Se sirvió una buena dosis de whisky, se tomó la mitad, y después de encender un cigarrillo, lo terminó.

Uno no puede irse de Vietnam exactamente en el momento que quiere, recordó. Las autoridades rodeaban a los viajeros de una red de restricciones y reglamentaciones. Primero había que solicitar una visa de salida, y su otorgamiento podía demorar una semana. Luego había que llenar ciertas fórmulas respecto al traspaso de dinero. Debían agregarse fotografías. No podía esperar solucionarlo en menos de diez días, y mientras tanto, ¿qué iba a ocurrir con el cadáver de Haum?

Un ruido repentino interrumpió sus pensamientos y lo hizo ponerse tenso mientras el corazón volvía a golpearle con fuerza. ¡Alguien fumaba en la puerta posterior!

Se quedó inmóvil, casi sin respirar mientras escuchaba.

El golpe suave volvió a repetirse, después oyó crujir la puerta que se abría.

En una ola de pánico, caminó pasando por sobre el cadáver de Haum y llegó a la cocina, cerrando tras de sí la puerta de la sala.

Dong Ham, el cocinero, estaba parado en el último escalón, la puerta había quedado medio abierta y con precaución miraba dentro de la cocina.

Los dos hombres se quedaron mirándose.

Dong Ham parecía ser muy viejo. La cara oscura era una red de arrugas, como pergamino estrujado. El finito pelo blanco crecía en mechones esparcidos desde el cráneo huesudo. De la barbilla se ramificaban mechones de pelo blanco. Tenía puesta una chaqueta negra de cuello alto y pantalones negros.

¿Habría oído el grito de Haum pidiendo ayuda? se preguntaba. Jaffe. Era posible que así fuera; ¿qué otra cosa podía estar haciendo ahí? Nunca entraba a la casa. Su lugar era en la casita de servicio del otro lado del patio, y sin embargo allí estaba por entrar, y Jaffe tenía la seguridad de que si no se hubiera movido con tanta rapidez, el viejo habría entrado a la sala.

—¿Qué hay? —preguntó Jaffe, consciente de que su voz sonaba ronca.

Dong Ham arrancó un pedacito de pellejo seco del dorso de su mano. Los acuosos ojos negros se movían de Jaffe a la puerta que llevaba a la sala.

—Buscan a Haum, señor —dijo. Hablaba francés muy mal y muy lentamente. Empujó la puerta y se hizo a un lado para que Jaffe pudiera llegar a ver el patio exterior y la casita de servicio.

Parada a la sombra de la construcción de servicio había una joven vietnamesa. Estaba vestida de blanco y el sombrero de paja cónico le ocultaba la cara. Por un instante Jaffe pensó que era Nhan, y el corazón le dio un pequeño brinco de sorpresa, luego la muchacha levantó la vista y entonces vio que era la novia de Haum.

Jaffe había visto muchas veces a la muchacha esperando con paciencia asiática que Haum terminara su trabajo. Haum le había contado que pensaba casarse con la joven cuando concluyera sus estudios políticos.

Jaffe nunca se había fijado mucho en la muchacha, Sólo la había notado cuando salía a sacar el coche del garaje, pero ahora, se quedó mirándola, dándose cuenta de lo peligrosa que podría resultarle.

¿Cuánto tiempo haría que estaba allí? se preguntó. ¿También habría oído el grito de Haum?

Parecía muy jovencita. Se peinaba con una cola de caballo que colgaba como una soga negra hasta la delgada cintura. Para ser una vietnamesa, pensó, era muy sencilla y sin atractivos.

Pero por la actitud tensa en que estaba allí parada y por la mirada alarmada de sus ojos, Jaffe tuvo la seguridad de que había oído el grito, pero, ¿habría reconocido la voz de Haum?

De pronto Jaffe tuvo conciencia de que los dos, el viejo y ella lo miraban en forma hostil, sospechosa, aunque evidentemente estaban asustados y poco seguros de sí mismos.

Jaffe dijo lo primero que se le ocurrió:

—Haum salió. Lo mandé a casa de un amigo para que ayudara en una comida. No volverá hasta muy tarde.

Dong Ham bajó lentamente los tres escalones que llevaban a la cocina. La cara arrugada era completamente inexpresiva. Jaffe miró a la joven. Había bajado la cabeza. El sombrero de paja le ocultaba la cara.

Cruzó hasta la puerta posterior y la cerró con cuidado, luego sin hacer ruido le echó llave a la cerradura. Después se acercó a la ventana cerrada y espió el patio a través de las persianas.

El viejo se había quedado mirando como sin ver la puerta cerrada y en forma nerviosa se arrancaba el pellejo reseco de la mano. La joven también se quedó mirando la puerta. Dijo algo. El viejo se le acercó con pasos lentos, desparejos. Empezaron a hablar los dos a la vez; las voces eran discordantes y altas en el caluroso silencio del patio.

Una mentira no muy buena, pensó Jaffe molesto, pero fue lo mejor que se me ocurrió en estas circunstancias. Tuvo que decir algo. Era cierto que en realidad de vez en cuando mandaba a Haum a casa de uno u otro de sus amigos que solían dar una reunión. En esas ocasiones Haum siempre se ponía pantalón y saco de hilo blanco. Siempre demoraba un rato en prepararse, Le gustaban esas salidas, y cuando las hacía siempre se jactaba ante Dong Ham.

Ese domingo, tenía puesta la ropa azul de trabajo. Nunca hubiera ido a casa de ninguno de los amigos de Jaffe con esa ropa. El viejo tenía que saberlo. El viejo y la joven con sólo ir al dormitorio de Haum a buscar la ropa de hilo blanco descubrirían la mentira de Jaffe. ¿Y entonces qué harían? se preguntó Jaffe. Tenía casi la seguridad de que no tendrían ni la iniciativa ni el coraje suficiente para llamar a la policía. Probablemente discutirían y hablarían a la vez durante el resto de la noche. Tratarían de convencerse uno al otro de que no habían oído el grito. Tratarían de creer que Haum había salido con la ropa azul de trabajo. Pero llegado el momento, por supuesto, se verían forzados a aceptar el hecho de que a Haum le había ocurrido algo, y entonces empezarían las complicaciones para Jaffe.

Por lo menos había ganado un poco de tiempo. Estaba seguro de que los dos esperarían a ver si Haum volvía. Esperarían hasta la mañana, entonces probablemente, la joven iría a la policía.

Jaffe volvió a la sala. Se quedó parado mirando el cadáver de Haum. Estuvo tentado de hacer algo y pedir ayuda. Quizás si fuera a la embajada…

Pero se contuvo.

No debo perder la calma, se dijo. Tengo que ganar tiempo. Tengo que buscar la forma de salir de este maldito país. Pero lo primero es lo primero. No puedo dejarlo ahí. ¿Y si llega alguien? Uno nunca sabe quién puede caer un domingo por la tarde. Tengo que llevarlo arriba y ocultarlo.

Haciendo un esfuerzo de insensibilidad, levantó a Haum y lo subió al otro piso. El hombrecito era una carga lastimosamente liviana; era como estar llevando a una criatura.

Jaffe entró al dormitorio. Con suavidad depositó a Haum en el piso, luego se acercó al armario de la ropa, lo abrió, hizo lugar en el fondo del ropero y colocó a Haum sentado allí con la espalda apoyada contra la pared. Se apuró a cerrar la puerta del ropero. Luego le echó llave y se guardó la llave en el bolsillo.

Aunque el dormitorio estaba fresco, se acercó hasta el aparato de aire acondicionado y lo hizo funcionar al máximo. Se sentía un tanto descompuesto, y le fastidiaba sentir las piernas flojas y un temblor en los músculos de los muslos.

Bajó la escalera y le echó llave a la puerta de calle, después volvió a la salita. Varios moscardones revoloteaban excitados alrededor de la pequeña mancha de sangre seca sobre el piso de parquet. Haciendo una mueca, Jaffe paseó la mirada desde la sangre al agujero de la pared y luego al desorden de cascotes y revoque que había en el piso. Tenía que limpiar todo eso. Si llegaba a entrar alguien…

Fue hasta la cocina pero allí no había nada con qué poder quitar el polvo o barrer el piso. Todos los útiles de limpieza se guardaban en la casita de servicio. El descubrirlo lo preocupó. Echó una mirada a través de las ranuras de la persiana.

Dong Ham y la joven no estaban a la vista, pero podía oír sus voces que llegaban por la ventana abierta del dormitorio de Haum. Probablemente ya habrían descubierto que Haum no se cambió de ropa.

Jaffe sacó el pañuelo, lo empapó con agua y luego volvió a la sala. Se agachó y frotó la mancha de sangre. En el piso de parquet lustrado había quedado una mancha marrón, y aunque la frotó durante varios minutos, no la pudo sacar del todo.

Después de tirar por el baño el pañuelo manchado, volvió para recoger los cascotes más grandes. Luego se arrodilló y sopló lo que restaba de polvo, desparramándolo por el piso. Ahora quedaba bastante disimulado. Fue lo mejor que pudo hacer. Recogió los pedacitos de revoque en una hoja de diario y dejó el bollito de papel sobre la mesa.

Tendría que hacer algo con el boquete de la pared, se dijo. Si acaso llegaba la policía y veía el boquete, inmediatamente sospecharía lo que había habido en el agujero.

Buscó hasta encontrar el clavo, luego se trepó a la escalera y con mucho cuidado lo clavó en la pared, exactamente sobre el boquete. Bajó a buscar el cuadro y lo colgó allí, tapando el agujero.

Dio unos pasos hacia atrás y miró el cuadro. Quedaba la posibilidad de que la policía no mirara detrás del cuadro: no era algo muy seguro, pero siempre era una posibilidad.

Llevó la escalera a la cocina y puso el martillo en el cajón de las herramientas. Sintió necesidad de tomar un trago y volvió a la salita donde se sirvió otra buena dosis de whisky. Cuando acercaba el vaso a los labios, el teléfono empezó a sonar: un sonido fuerte y persistente que rompió el silencio de la habitación y sobresaltó tanto a Jaffe que el vaso se le escapó de la mano y se estrelló contra el piso desparramando el whisky sobre sus pies descalzos.

Se quedó mirando el teléfono con el corazón encogido por la impresión.

¿Quién podría ser? ¿Alguien que quería ir? ¿Alguien que lo invitaba a tomar una copa?

Estaba demasiado asustado para contestar la llamada. Podría verse obligado a sostener una de esas conversaciones interminables a las que es difícil ponerles punto final.

Se quedó inmóvil, mirando el teléfono. La campanilla seguía sonando: el ruido le destrozaba los nervios. Se dio cuenta de que Dong Ham y la muchacha también oirían la campanilla. Probablemente estarían de pie tan inmóviles como él, mirándose uno al otro, preguntándose por qué no atendería el teléfono.

De pronto la campanilla dejó de sonar. El repentino silencio de la habitación era como una opresión. Con mucho cuidado, dio unos pasos alejándose de los pedazos del vaso roto. Tenía que salir de la casa, se dijo. No podía quedarse allí ni un minuto más. Más tarde, volvería, pero en ese momento, y hasta que se le calmaran los nervios, tenía que salir.

Subió presuroso la escalera, se sacó los shorts y se dio una ducha. Se puso unos pantalones y una camisa que estaban sobre una silla, evitando abrir el ropero. Controló cuánto dinero tenía y se sintió consternado al ver que sólo tenía 500 piastras en la billetera. Revolvió entre los pañuelos de un cajón y encontró otro billete de 100 piastras.

Es un inconveniente, pensó. Necesitaba dinero. Si iba a salir del país, necesitaba dinero. Frunció la boca al recordar que era domingo y los bancos estaban cerrados. Tendría que cambiar un cheque en algún hotel. En Saigón lo conocían bastante. Con toda seguridad no tendría ningún inconveniente para que en algún hotel le cambiaran el cheque.

Cuando ya estaba por salir del dormitorio, recordó de pronto que había dejado los diamantes en el bolsillo posterior del short y ese descuido lo aterró.

No tengo que ponerme así, se dijo mientras sacaba el sobre del bolsillo del short. Estoy arriesgando la cabeza por estas piedras y casi me mando mudar sin llevármelas.

Abrió el sobre y examinó las piedras a la luz de la araña. Se sintió muy reanimado al contemplarlas y ello hizo mucho para restituirle una confianza que estaba bastante disminuida.

Volvió a la salita y buscó en el cajón del escritorio algo más seguro donde guardar los diamantes. Se decidió por una caja vacía de cinta de máquina de escribir. Metió los diamantes en la caja, volviendo a detenerse a admirarlos, luego puso la caja en el bolsillo del pantalón. Colocó la libreta de cheques en la billetera, después fue hasta la cocina y por entre las ranuras de la persiana observó el patio.

Dong Ham estaba acurrucado al lado de la puerta de la casita de servicio, mirando sin expresión hacia la casa. No había ni noticias de la joven. Preguntándose adonde se habría ido, Jaffe volvió a la salita y a través de la persiana observó la calle. Se quedó rígido al verla acurrucada en el cordón de la vereda de enfrente mirando hacia la casa.

Evidentemente los dos sospechan algo; pensó, pero con la inevitable y poco imaginativa paciencia asiática esperaban a ver qué ocurría. Pero al mismo tiempo, tomaban sus precauciones. Mientras el viejo vigilaba la puerta de atrás, la muchacha vigilaba la del frente.

En ese momento, no le importaba. Tenia que alejarse de la atmósfera de la casa.

Echó una última mirada alrededor del cuarto, entonces tomó las llaves del coche, la llave de la puerta de atrás y el bollito de papel de diario y se dirigió a la cocina. Sacó la llave, abrió la puerta posterior y se sumergió en el horno de una tarde llena de sol. Ignorando a propósito a Dong Ham, le puso llave a la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. Se encaminó al garaje y al pasar cerca del viejo le dijo sin mirarlo:

—Volveré tarde. No vengo a comer.

Por el corto sendero que llegaba al portón doble enfiló el Dauphine rojo, que había comprado cuando llegó a Saigón porque era un coche fácil de estacionar. Detuvo el coche, bajó y abrió las dos hojas del portón, consciente de que la muchacha lo observaba atentamente.

Subió al auto, y dejando el portón abierto, se dirigió a toda velocidad hacia el centro de la ciudad.

2

Sam Wade (Segundo Secretario, Embajada de los Estados Unidos, Información) estacionó su Chrysler cerca del Majestic Hotel y encaminó su humanidad por la vereda. Se detuvo para mirar a través de la calle el golf miniatura donde dos chicas vietnamesas estaban jugando con bastante habilidad observadas por una buena cantidad de desocupados domingueros.

Pensó que las dos jóvenes con sus túnicas azules ajustadas y pantalones de seda blanca formaban un cuadro atractivo. Nunca dejaba de admirar a las vietnamesas. Para él siempre seguían teniendo el especial encanto que experimentó cuando llegó a Saigón hacía dieciocho meses.

Sam Wade era un hombre gordo, rechoncho, pelado, con cara sonrosada y de aspecto bonachón. No se destacaba mucho en su trabajo, pero era muy querido y conocido por su debilidad por las mujeres y las chillonas camisas hawaianas.

Recién bañado y afeitado, y metido en la gloria de una camisa nueva y de muchos colores, Sam Wade se sentía en la cima del mundo. Había pasado la mañana practicando esquí acuático. Dentro de media hora, tenía una cita con una china con quien había convenido pasar la noche. Por todo ello, para Sam Wade, el mundo se convertía en algo muy satisfactorio.

Penetró en el bar vacío del Majestic Hotel y con un gruñido de satisfacción depositó su humanidad en una silla.

Los ventiladores del techo giraban con holgazanería, removiendo el aire caluroso y húmedo. En poco tiempo más el bar se llenaría del todo, pero por el momento Wade tenía el lugar para él solo. Pidió un whisky doble con hielo, encendió un cigarrillo y estiró unas piernas cortas y gordas.

Después de la inevitable espera le colocaron el whisky frente a él, y saboreó la primera copa del día.

Echándose hacia atrás en la silla, observó la actividad de la calle con su tránsito de rickshaws, conocidos en Saigón como pousse-pousse, de motocicletas peligrosamente manejadas y de una inmensidad de bicicletas montadas por vietnameses. Notó cómo el Dauphine rojo de Jaffe se apartó de la corriente del tránsito y se dirigió a estacionarse en un lugar desocupado detrás del Chrysler.

Al observarlo, mientras Jaffe cruzaba la calle y entraba al bar, Wade pensó que tenía el aspecto de preocupado y consumido.

Entonces pensó: parece como si algo le preocupara mucho. Quizás se pescó una disentería.

Al encontrar la mirada de Jaffe levantó una mano gorda para saludarlo. Se asombró al ver que el hombre grande y forzudo vacilaba como si no supiera si acercársele o no: Con evidente esfuerzo, se le acercó, trajo una silla y se sentó.

—Hola, Steve —dijo Wade y sonrió—. ¿Qué vas a tomar?

—Un whisky, supongo —contestó Jaffe y buscó un cigarrillo—. ¡Pero qué camisa te has puesto!

—¿Si, no? —sonrió Wade con satisfacción—. Hasta a mí me intimida un poco —y se rió. Pidió un whisky doble con soda para Jaffe y pagó las dos copas—. No te vi en el río esta tarde.

Jaffe, molesto, se endureció en la silla.

—No —contestó con voz fría e inexpresiva—. ¿Estuviste esquiando? —y se decía a sí mismo que fue un error entrar al bar. Debió ir directamente a los escritorios, cambiar el cheque y salir. Debería haber recordado que era muy fácil encontrarse con alguien conocido en el bar del Majestic.

Wade contó que había estado esquiando. Se quejaba de la suciedad del río Saigón mientras Jaffe casi no lo escuchaba.

Viendo que a Jaffe eso no le interesaba, Wade agregó:

—Me conseguí un lindo ejemplar de chinita para esta noche —y lo miró de soslayo—. Es un buen bocado. La conocí la otra noche en el Arc-en-Ciel. Si cumple como promete, no voy a perder la noche.

Mirando al hombre gordo y de aspecto bonachón recostado frente a él, Jaffe sintió el aguijón de la envidia. También él esperaba no perder la noche, pero en una forma tremendamente distinta de lo que Wade estaba anticipando. Dentro de una hora poco más o menos, debería decidir qué iba a hacer, y de esa decisión dependía su vida y su libertad.

—Fuera de las mujeres y la comida china —seguía diciendo Wade—, esto es un infierno. Cuando vuelva a mi tierra voy a estar encantado. Todas estas malditas restricciones me resultan de lo más molestas.

Jaffe miraba hacia la calle más allá de Wade, donde policías vietnameses se aburrían frente al hotel; eran dos hombres pequeños de tez oscura y traje blanco con cascos y cartucheras en las caderas. El verlos le daba sensación de malestar. Se preguntaba cómo reaccionaría Wade si le contaba que había asesinado a Haum y escondido el cadáver en el armario de la ropa.

—Veo que sigues con ese auto chico —oyó decir a Wade y se dio cuenta de que el hombre gordo hacía un rato que hablaba sin que le escuchara lo que decía—. ¿Sigue andando bien?

—Sí, anda bien —le contestó—. Al principia tuve algún pequeño inconveniente, pero el coche no era nuevo cuando lo compré.

—Bueno, supongo que, para estacionarlo ha de ser muy cómodo, pero a mi dame coches grandes —contestó Wade y miró el reloj pulsera. Faltaban tres minutos para las diecinueve. Se levantó. Cuando se paró al lado de Jaffe se preguntó qué lo tendría preocupado a éste. Parecía estar tan lejano e indiferente. Era raro en Jaffe. Generalmente resultaba una compañía muy agradable para tomar unas copas—. ¿Estás bien, Steve?

Jaffe lo miró fijo. Wade tuvo la extraña sensación de que se asustó de pronto.

—Estoy muy bien —le contestó Jaffe. Wade frunció el ceño, luego desistió.

—Cuidado con pescarte alguna disentería —dijo—. Ahora tengo que irme. Le prometí a mi amiga llevarla primero a comer. Hasta pronto.

En cuanto Wade desapareció con el auto, Jaffe sacó la libreta de cheques y llenó uno por 4.000 piastras.

Se acercó al escritorio de la oficina de recepción y le preguntó al empleado si le podía hacer efectivo el cheque. El empleado, un vietnamés de rostro agradable y que conocía a Jaffe, le pidió con amabilidad que esperara un momento. Desapareció en la oficina del gerente, volvió a aparecer al cabo de un momento, y sonriendo, le tendió a Jaffe ocho billetes de quinientas piastras.

Con alivio, Jaffe se lo agradeció y guardó el dinero en la billetera. Salió del hotel, siguió en el coche por Tu Do y estacionó frente al Caravelle Hotel. Entró y le preguntó al empleado de recepción si le podía hacer efectivo un cheque. Allí también el empleado lo conocía, y después de una breve visita a la oficina del gerente le cambió a Jaffe un segundo cheque por otras 4.000 piastras.

Cuando salía del hotel, se detuvo de golpe en la entrada, sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

Al lado del Dauphine rojo se había detenido un policía, dándole la espalda. Parecía estar examinando el coche.

Unas horas antes semejante ocurrencia sólo habría molestado un poco a Jaffe y se habría acercado al policía para preguntarle qué buscaba, pero ahora al ver al hombrecito de uniforme blanco Jaffe se asustó tanto que apenas pudo resistir la acuciosa tentación de salir corriendo.

Se quedó inmóvil, observando al policía que se acercaba lentamente a la parte delantera del coche y miraba el número de la chapa y luego se enderezaba, las manos metidas en el cinturón de la cartuchera, para detenerse después un poco más adelante a examinar también otro coche.

Jaffe hizo una profunda respiración de alivio. Caminó hasta el coche, abrió la puerta y subió. Echó una mirada al reloj pulsera. Eran las diecinueve y veinticinco. Volvió hacia el lado del río, pasó por el Club Náutico donde pudo ver en la terraza a mucha gente tomando algo antes de la comida y siguió hacia el puente que llevaba a los muelles. Se detuvo cerca del jardincito que había al lado del puente, estacionó el coche y se internó en el jardín. A esa hora estaba desierto, sólo había una pareja de jóvenes vietnameses, sentada bajo un árbol, que se abrazaban.

Jaffe caminó alejándose bastante de ellos y se sentó en la sombra. Encendió un cigarrillo. Ahora es el momento, se dijo, de decidir lo que haría. Tenía cierta cantidad de dinero. Debía salir de Vietnam. No podría hacerlo sin ayuda. Por un instante pensó en una rápida huida hacia la frontera con la esperanza de poder llegar a Phnom-Phen donde estaba seguro de conseguir algún avión para Hong Kong, pero el riesgo y las dificultades eran demasiado grandes. Si no fuera por los diamantes, se habría decidido a correr el riesgo, pero sería estúpido huir, se dijo, teniendo ahora en el bolsillo una fortuna en potencia, sin tomar toda clase de precauciones. Estaba seguro que de alguna manera, dando con los contactos correctos, le sería posible conseguir nuevos documentos de identidad y una visa de salida. For supuesto tendría que cambiar de aspecto. No sería difícil. Se podría dejar crecer el bigote, teñirse el pelo, usar anteojos.

Había leído bastante a menudo sobre gente que obtiene pasaportes falsos. Pero, en verdad no tenía la menor idea de cómo debía proceder. Probablemente fuera más fácil obtener un pasaporte falso en Hong Kong y que se lo trajeran desde allí que tratar de conseguir uno en Saigón.

Molesto, cambió de postura, sacudiendo la ceniza del cigarrillo.

¿A quién podría dirigirse para conseguir un pasaporte falso? No conocía a nadie en Hong Kong. Tampoco se le ocurría nadie en Saigón. Entonces se acordó de Blackie Lee, el que regenteaba el Paradise Club. Era una posibilidad, pero, ¿se podría confiar en él? En cuanto corriera la noticia de que Haum había sido asesinado y habían desaparecido los diamantes. ¿Blackie no lo traicionaría? y aun cuando se pudiera confiar en Blackie, ¿podría conseguirle un pasaporte? ¿Tendría contactos en Hong Kong?

Jaffe se daba cuenta de que era un asunto que no podía hacerse inmediatamente. Pasarían un par de semanas antes de poder tener alguna mínima posibilidad de salir del país. ¿Qué iba a hacer hasta entonces? ¿Dónde podría esconderse para que no lo encontrara la policía?

A la mañana siguiente, con toda seguridad, ya habrían comenzado a buscarlo. Tendría que esconderse esa misma noche. ¿Pero, adónde?

La persona indicada que querría y podría ayudarlo era Nhan, pero Jaffe vacilaba en complicarla. No tenía ningún conocimiento del código criminal de Vietnam, pero tenía la seguridad de que cualquiera que amparara a un criminal se vería en complicaciones, y sin embargo, si no la complicaba a ella, ¿a quién podía recurrir?

Estaba perdiendo el tiempo, se dijo. Tendría que confiar en Nhan; la vería y le hablaría. No podría quedarse en su casa. Nunca estuvo allí, pero varias veces ella le había contado cómo era. Vivía en un departamento de tres habitaciones con su madre, su tío y tres hermanos. A menudo se quejaba con tristeza de no tener un lugar para ella sola, pero quizás conociera a alguien; quizás se le ocurriera algo.

Se puso de pie y caminó hasta el auto.

La chica y el muchacho sentados en el banco no miraron en su dirección. Estaban tan abrazados que ni siquiera se dieron cuenta de que andaba por ahí.

Al observarlos, evidentemente tan felices en sus sueños seguros y sin peligro, Jaffe se sintió más solo de lo que nunca se sintiera en su vida.