CAPÍTULO PRIMERO

1

ENCONTRÓ los diamantes una tarde calurosa de un domingo del mes de enero.

Sucedió de esta manera: había almorzado solo la comida preparada por Dong Ham, el cocinero y servida por Haum, el mucamo, y después subió a su cuarto a dormir una siesta. A pesar del aire frío acondicionado de la habitación, no podía dormir. Con creciente fastidio escuchaba la charla de tono agudo de los sirvientes en el piso bajo, el discordante sonido de alguna radio lejana trasmitiendo música vietnamesa y el ruido de las motocicletas al pasar, que le destrozaba los nervios.

Generalmente, por la tarde podía dormir a pesar de los ruidos, pero ese día le resultaba imposible hacerlo. Fue a buscar un cigarrillo, lo encendió y se abandonó a sus desalentadores pensamientos.

Había llegado a detestar los domingos en Saigón. Recién llegado le pareció divertido el ambiente social, pero ahora lo aburría. Se aburrió de ver siempre las mismas caras, de las mismas charlas insubstanciales, de los mismos escándalos monótonos, y gradualmente se fue alejando del grupo de los que de día y de noche comían, bebían y bailaban juntos.

Durante la semana lo distraía el trabajo. Trabajaba para una compañía naviera, no era una tarea muy interesante, pero le pagaban bien; mucho más de lo que hubiera conseguido ganar allá en su tierra, en San Francisco. Necesitaba dinero para sus gustos extravagantes; bebía más de lo debido, y además tenía que pasarle una mensualidad a su ex esposa de la que se había divorciado unos meses antes de embarcarse para el Lejano Oriente.

Ahora, mientras estaba acostado en la cama, sintiendo cómo las gotas de traspiración le corrían por el pecho robusto, pensó con desagrado que dentro de tres días habría de mandarle otro cheque a su mujer. Sólo tenía en el banco 8.000 piastras. En cuanto enviara el cheque le iba a quedar muy poco para llegar hasta el fin del mes que no estaba tan cercano. Bueno, se lo tenía merecido, pensó. Había sido un derrochón al comprar esa pintura. Era una extravagancia completamente innecesaria, pero de todas maneras recordó el cuadro con mucho placer. Lo encontró en un negocio en Duong Tu-Do, e inmediatamente le llamó la atención. Era una pintura al óleo de una joven vietnamesa vestida con el traje nacional: pantalones de seda blanca, una ajustada túnica celeste y un sombrero de paja cónico. Estaba apoyada contra una pared blanca por donde trepaba una enredadera rosada de buganvilla. Era una composición bastante común, pero bien pintada, y la figura le recordó a Nhan. Tenía la misma expresión inocente; la misma manera infantil de pararse, hasta las mismas facciones como de muñeca. Pudo haber sido Nhan, pero por cuanto sabía, Nhan nunca posó para ningún artista.

Fue entonces cuando recordó que el cuadro seguía envuelto y sin colgar. Sintió urgencia por ver cómo quedaría en la pared de la habitación del piso bajo. Encantado del pretexto para hacer algo que no fuera estar acostado en la cama, se levantó y descalzo bajó la escalera que lo llevaba al living.

Haum, el mucamo, lustraba con toda calma la mesa del comedor. Cuando Jaffe entró en la habitación levantó la vista para mirarlo con repentina sorpresa.

Haum tenía treinta y seis años. Era delgado y pequeño y su rostro de piel oscura tenía una mirada aguda, como de lobo. Aunque pequeño y de aspecto endeble, trabajaba bien y parecía capaz de emprender las tareas más pesadas sin ninguna apariencia de cansancio.

—Tráeme un martillo, un clavo grande y la escalera —dijo Jaffe. Entonces como Haum lo miraba con la boca abierta como si creyera que había perdido el juicio, continuó—: He comprado un cuadro. Quiero colgarlo en la pared.

La cara de Haum se aclaró. Sonrió, mostrando unos dientes con coronas de oro.

—En seguida, señor —contestó, y salió con rapidez del cuarto.

Jaffe se acercó hasta donde estaba el cuadro apoyado contra la pared, todavía envuelto con papel y piolín. Rompió el papel, paró el cuadro sobre la mesa y lo miró.

Seguía mirándolo con una leve sonrisa cuando Haum volvió con la escalera de mano, el martillo y un clavo entre los dientes. Apoyó la escalera contra la pared vacía donde se iba a colgar el cuadro, luego con curiosidad se ubicó al lado de Jaffe para examinar la pintura…

Jaffe lo observó mientras miraba el cuadro. No hubo ningún cambio en la expresión, pero tuvo conciencia de una atmósfera de desaprobación que se percibía pero no se veía. Sabía que Haum no aprobaba que tuviera una querida vietnamesa y supo también que Haum creía que al colgar ese cuadro en la pared, Jaffe deliberadamente le refregaba en las narices el hecho de que tenía una querida vietnamesa.

En realidad, no era así. A Jaffe le importaba mucho lo que sus sirvientes pensaban de él. Constantemente se preocupaba por lo que los demás pensaban de él. Siempre había tomado muchas precauciones en sus relaciones con Nhan. Le daba mucha importancia a que ni él ni ella pudieran ser tema de habladurías, pero allí en Saigón, era imposible ocultar algo por completo, y mucho menos una relación entre un hombre y una mujer.

Con una rapidez que molestó y asombró a Jaffe, la noticia de que conociera a una taxi-girl vietnamesa en el Paradise Club en Cholon, que se había enamorado de la joven y que ella lo visitaba con regularidad se desparramó entre la comunidad europea de Saigón, y todo ello a pesar de haber tomado todas las precauciones necesarias para no ser pasto de las habladurías. Nhan llegaba siempre después de haber oscurecido: Entraba a la casa como un espíritu. Se retiraba invariablemente antes de amanecer; sin embargo, todos los residentes europeos supieron lo que ocurría y lo comentaron en esa forma aburrida y sofisticada utilizada en Saigón cuando se comentaban las aventuras de los demás.

Aunque los dos sirvientes dormían en una pequeña construcción del otro lado del patio y que servia a la vez de cocina y dormitorios, siempre sabían cuándo lo visitaba Nhan; además, por ser vietnameses eran más intolerantes y más criticones que sus amigos europeos. Por su actitud y sus expresiones, sin decir ni una palabra le dejaban entrever que había quedado bastante mal al tomar como querida a una joven vietnamesa en vez de buscarse una de las muchas mujeres europeas casadas o no casadas que para aceptarlo sólo esperaban que él se lo pidiera.

Jaffe conoció a Nhan Lee Quon una noche en el Paradise Club en Cholon; un local mal iluminado y ruidoso donde se bailaba y donde los europeos sin compromisos se mezclaban con los chinos y los vietnameses en busca de compañía femenina.

El club lo regenteaba un chino gordo y alegre, que se hacía llamar Blackie Lee. Manejaba el club con considerable beneficio, y dada su mucha clientela, estaba en condiciones de ofrecer como taxi-girls a las muchachas chinas y vietnamesas más jóvenes y bonitas.

Las muchachas se podían contratar por unas 120 piastras por hora, más o menos un dólar en moneda americana. Su trabajo consistía en bailar, compartir la mesa y conversar si no se tenían ganas de bailar, y generalmente en hacerle compañía. Si se quería ampliar la relación, entonces se hacían arreglos con la muchacha. Eso era algo en lo que Blackie Lee no quería tener ninguna intervención. Contrataba a las muchachas desde las veintiuna horas hasta la media noche, hora en que las restricciones impuestas por las autoridades obligaban a cerrar a todas las salas de baile y cualquier otra forma de vida nocturna. Por eso si se tenía interés, se le podía pagar a Blackie el tiempo de la muchacha, al portero cincuenta piastras, e irse con la muchacha que o lo llevaba a su departamento o a un hotel por una suma previamente acordada antes de salir del club.

Cuando Jaffe llegó a Saigón sintió la necesidad de compañía femenina. Durante los dos o tres primeros meses siguió el procedimiento consabido y se dedicó a las muchas mujeres casadas europeas que no tenían nada mejor que hacer que explotar sus en cierto modo empañadas atracciones sexuales; pero muy pronto descubrió que semejantes relaciones traían sus complicaciones, y Jaffe ante todo, quería llevar una vida libre de cualquier complicación.

Un amigo suyo, Charles Mayhew, un hombre viejo que vivía hacía años en el Lejano Oriente, le aconsejó que se buscara una querida china o vietnamesa.

—En este clima el hombre necesita una mujer —le manifestó—. El inconveniente de esta ciudad es que la inmensa mayoría de lar mujeres europeas no tienen nada que hacer. Los sirvientes se lo hacen todo. Cuando una mujer no tiene nada que hacer puede llegar a hacer tantas inconveniencias con la misma rapidez del hombre que no tiene nada que hacer. Por supuesto, es uno de los males del Oriente. Las mujeres que vienen aquí se encuentran con que tienen a su disposición el día entero libre, y las que tienen inclinación para hacerlo se dedican a buscar a los hombres sin compromisos. Hay algunos que se cuidan muy bien de caer. Si yo tuviera que volver a empezar, no me gustaría tener nada que ver con una mujer europea a menos de abrigar la intención de casarme con ella. Me buscaría una mujer china o vietnamesa, y le aconsejo que usted haga lo mismo.

Jaffe sacudió la cabeza haciendo una mueca.

—Eso no es para mí —le dijo—. No me entusiasman las mujeres de color.

Mayhew se rió.

—Le diré algo: una muchacha asiática es mucho menos complicada y exigente que una europea. Es mucho menos costosa y mucho más competente. No se olvide que por tradición la mujer asiática es mucho más condescendiente con los deseos y comodidades del hombre, y eso es importante. No todas las taxi-girls son prostitutas, comprende. Blackie Lee tiene algunas muy decentes y que trabajan duro. Háblele. Le va a encontrar alguna.

—Gracias por la sugerencia —contestó Jaffe—, pero eso no es para mí.

Y sin embargo, el aburrimiento y la soledad de los fines de semana fueron los que finalmente llevaron a Jaffe al Paradise Club. Le sorprendió la atmósfera amistosa del lugar y también se sorprendió de que la noche pasara con tanta rapidez. Bailó con distintas muchachas y las encontró divertidas. Pasó un rato tomando whisky con Blackie Lee y el chino le resultó una compañía agradable. Y además, a pesar de todo, la noche no le costó mucho.

Jaffe empezó a ir al club con regularidad. Indudablemente le resolvía el problema de cómo pasar el tiempo. Algo así como un mes después, Blackie Lee como por casualidad le sugirió a Jaffe que se consiguiera una muchacha estable.

—Hay una chica que podría ser —le había dicho—. Tiene que mantener a toda una familia. Le hablé, y no halla inconveniente. Es mejor tener una chica determinada. ¿No quiere conocerla?

—¿Qué es eso de toda una familia? —preguntó Jaffe frunciendo el ceño—. ¿Es casada y con una cantidad de chicos?

Blackie se río con ironía.

—No es casada. Tiene que mantener a la madre, a tres hermanos menores y a un tío. Se la voy a mandar. Si le gusta, dígaselo. Ya arreglé todo.

—Bueno, no sé —contestó Jaffe, pero estaba interesado—. De todas maneras mándemela.

Fue mientras Jaffe estaba parado en uno de los escalones de la escalera, marcando con mucho cuidado con un lápiz el lugar donde iba a clavar el clavo para colgar el cuadro, cuando recordó su primer encuentro con Nhan Lee Quon.

Se había sentado en una mesa lo más lejos posible de la ruidosa orquesta filipina. La pista de baile estaba repleta. La luz del salón era tan insignificante que resultaba imposible distinguir las facciones de los bailarines. Tampoco era posible reconocer a nadie que estuviera sentado a más de dos metros de distancia, y esa oscuridad le proporcionaba una sensación de aislamiento y de descanso.

Nhan Lee Quon se apareció a su lado, sin hacer ningún ruido y en forma inesperada. Había estado observando el espacio libre que quedaba entre las mesas con la esperanza de poderla ver antes de que llegara, pero se le había acercado desde atrás.

Estaba vestida con el traje nacional. Tenía unos pantalones de seda blanca y sobre ellos llevaba una ajustada túnica de nylon rosado. El pelo negro y brillante peinado con raya al medio caía en ondas suaves desde la pequeña cabeza hacia los hombros. El cutis perfecto tenía el color del marfil muy viejo. La nariz ancha, los labios, un tanto más gruesos que los labios de una mujer europea, y los lindos ojos negros le daban el aspecto de una muñeca. Su conformación era tan delicada que a Jaffe le recordó alguna complicada escultura de marfil.

Le sonrió y Jaffe nunca había visto unos dientes tan blancos y parejos. Con curiosidad bajó la mirada del rostro al pescuezo embutido en el cuello alto de la túnica y luego a las dos protuberancias que levantaban la casaca con patética pero desafiante voluptuosidad.

Jaffe había oído hablar mucho de los postizos en la silueta de una muchacha vietnamesa. Sam Wade, que desempeñaba un puesto de poca importancia en la embajada americana, se lo advirtió cuando había llegado a Saigón.

—Mira, muchacho —le había dicho Wade—, no dejes que esas curvas te engañen. Esas muñecas están hechas como muchachos. Son tan chatas de frente como de atrás. Sólo cuando en el cine vieron a la Lollobrígida y a la Bardot se dieron cuenta de que les faltaba algo. Te aseguro que la venta de postizos es la empresa comercial más de moda en éste agujero infernal de ciudad manejada por la policía.

—Soy Nhan-Lee Quon —dijo la muchacha cuando se sentó frente a Jaffe. Hablaba un francés excelente—. Puede decirme Nhan.

Se miraron los dos durante un largo momento, entonces Jaffe apagó el cigarrillo, consciente de un repentino hormigueo excitante.

—Soy Steve Jaffe —dijo—. Puedes decirme Steve.

Había sido así de sencillo.

Jaffe se agachó para alcanzar el clavo que le tendía Haum. Colocó la punta del clavo exactamente sobre la marca del lápiz, y luego tomó el martillo que Haum le alcanzaba. Pegó un golpe seco en la cabeza del clavo.

Y en esa forma, encontró los diamantes.

2

Al impacto del golpe del martillo sobre la cabeza del clavo, se derrumbó un cuadrado de la pared como de seis pulgadas de lado provocando una lluvia de polvo y escombros y revelando un profundo boquete.

Jaffe, trepado en la escalera, se quedó mirándolo consternado por el daño que había causado, luego dijo con violencia:

—¡Maldición!

Haum expresándose a la manera vietnamesa de demostrar aflicción, se rió con fuerte cacareo que enfureció a Jaffe.

—¡Oh, cállate! —exclamó y colocó el martillo en la parte superior de la escalera—. ¡Qué desastre, esta pared parece hecha de papel!

Pero entonces se le ocurrió que la pared no estaba hecha de papel, sino que más bien tenía por lo menos un espesor de sesenta centímetros, y el boquete ese era un buen escondrijo, una especie de disimulada caja de seguridad que probablemente estuviera allí desde hacía mucho tiempo.

Con mucha precaución, introdujo la mano en el boquete. Sus dedos tocaron algo. Levantó una valijita de cuero, y al hacer lo, el fondo podrido de la valijita se rompió, y de allí saltaron unos objetos brillantes, resplandecientes, que rebotaron en el piso de parquet.

Reconoció los pequeños objetos como diamantes. Formaban un marco desarticulado de brillo esplendoroso alrededor del pie de la escalera. Se quedó mirando el magnífico centelleo. Aunque su conocimiento en diamantes no era mayor que el del término medio de las personas, supo que esas piedras valían una enorme suma de dinero. Parecían ser por lo menos un centenar: la mayoría, del tamaño de un poroto. Sintió que la boca se le ponía seca y que el corazón le palpitaba con excitación…

Poniéndose en cuclillas, Haum hizo chasquear la lengua; ruido que hacen los vietnameses cuando están excitados. Levanto uno de los diamantes y lo examinó.

Jaffe lo observaba.

Hubo una larga pausa; y luego Haum levanto la vista y los dos hombres se quedaron mirándose uno al otro. Con cierta vacilación debida a la tirantez de Jaffe Haum sonrió, mostrando los dientes de oro.

—Éstos diamantes, señor —dijo—, pertenecían al general Nguyen Van Tho. La policía los estuvo buscando durante años.

Muy despacio como si estuviera caminando sobre cáscaras de huevos, Jaffe bajó la escalera y se agacho al lado del sirviente.

Jaffe era un hombre de contextura muy fuerte. Medía más de un metro ochenta. El ancho de sus hombros podía equipararse al de dos europeos del término medio. Durante su juventud había sido un fanático entusiasta de la cultura física. Levanto pesas, boxeó, jugó futbol y practicó lucha. Aun después de cinco años de no practicar deportes seguía en muy buenas condiciones, y cuando se puso en cuclillas al lado de Haum, la diferencia física entre los dos hombres ofrecía un agudo contraste. Al lado de la corpulencia de Jaffe el vietnamés parecía más bien un pigmeo desnutrido.

Jaffe recogió uno de los diamantes y lo hizo girar entre sus dedos.

Estas piedras, pensó, deben valer un millón de dólares, o quizás más. ¡Qué me dicen de la suerte de Jaffe! ¡Metí un clavo del demonio en una pared del demonio y conseguí una fortuna del demonio!

Haum agregó:

—El general era un hombre muy rico. Se supo que había comprado diamantes. Después lo mató una bomba. Su Excelencia estará muy contento al saber que aparecieron los diamantes.

Jaffe sintió que el corazón le golpeó contra las costillas. Miró a Haum que sonreía feliz al diamante que tenía en la mano.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jaffe. Se enderezó sobrepasando en mucho al encogido vietnamés—. ¿Qué general es ése?

—El general Nguyen Van Tho —contestó Haum—. Estaba a las órdenes de los franceses. Hizo mucho daño antes que la bomba lo matara. Robó mucho dinero al ejército y con ese dinero se compró los diamantes. Antes de que pudiera escapar, explotó la bomba.

Jaffe se acercó hasta la mesa y buscó un paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió. Notó que su mano no era muy segura.

—¿Qué te hace creer que esos diamantes pertenecían al general? —preguntó, pensando que así se presentaba una inmediata complicación. De pronto recordó que Haum era un ardiente defensor del régimen actual y tenía una fotografía del presidente Ngo-Dinh-Diem colgada en la casita de servicio. Recordó también que Haum iba dos veces por semana a un curso de ciencias políticas. De improviso se dio cuenta de la significación de esos hechos. Era una decidida mala suerte que ese pequeño vietnamés estuviera en la habitación cuando encontró los diamantes.

Debería manejar la situación con mucha prudencia, pensó Jaffe, si pretendía quedarse con los diamantes; y tenía toda la intención de hacerlo.

—¿Y a quién otro podrían pertenecer? —preguntó Haum. Empezó a recoger los diamantes, juntándolos en la palma de la mano—. Esta casa perteneció antes a Mai Chango.

Casi sin escucharlo, Jaffe estaba pensando que ese puerco manejaba las piedras como si le pertenecieran. Si no tengo mucho cuidado, se mandará a mudar de aquí para llevárselos a su precioso presidente.

—¿Quién es Mai Chang? —le preguntó y entonces su mente se trasladó al problema de cómo disponer de los diamantes. Sin ninguna duda en Vietnam, no. Tendría que meterlos de contrabando en Hong Kong; allí no tendría ninguna dificultad para venderlos.

—Era la querida del general —contestó Haum en forma despreciativa—. Cuando murió éste la metieron presa. Esta casa era de ella. El general debe haber escondido ahí las piedras o para mayor seguridad.

—Si las autoridades sabían que esa mujer vivía acá, ¿por qué no registraron todo hasta encontrar los diamantes? —pregunto Jaffe.

—Se creyó que habrían vendido los diamantes —dijo Haum, buscando debajo de una silla para recoger un diamante que estaba más lejos—. Se supuso que el general los tenía cuando estalló la bomba y que en la confusión, alguien se los quitó al cadáver.

—¿Qué bomba? —preguntó Jaffe sólo para ganar un poco de tiempo. Se preguntaba cómo podría hacer para persuadir a Haum de que no dijera nada de los diamantes. Tendría que tener mucho tacto. Debería darle alguna razón aparentemente lógica para que le devolviera los diamantes y lo persuadiera a aceptar alguna transacción. Jaffe no podía imaginarse que Haum rechazara una suma de dinero si se le ofrecía en forma muy diplomática.

—Cuando el general estaba tratando de escaparse fue cuando alguien le arrojó una bomba —dijo Haum. Se puso de pie y sé quedó mirando los diamantes que relucían en su mano.

Jaffe se acercó al escritorio y sacó un sobre. Como por casualidad se acercó a Haum.

—Ponlos aquí —dijo sosteniendo el sobre abierto. Haum vaciló, luego volcó los diamantes en el sobre.

Hizo un movimiento como intentando tomar el sobre, pero Jaffe ya había empezado a moverse alejándose. Jaffe mojó con la lengua la goma del sobre y luego lo cerró. Metió el sobre en el bolsillo posterior del short.

Una expresión de inquietud se extendió por la cara morena de Haum.

—Sería mejor, señor, llamar a la policía —dijo—. Querrán ver la pared. Yo les diré de qué manera encontró usted los diamantes. En esa forma no habrá complicaciones.

Jaffe aplastó el cigarrillo. Se estaba sintiendo un poquito más aliviado. Por lo menos le había podido sacar los diamantes a Haum. Era un paso bien dado. Ahora debía intentar persuadirlo para que no dijera ni una palabra.

—En este asunto no hay que precipitarse —le dijo, y acercándose a un sillón, se sentó—: No creo que estos brillantes hayan pertenecido realmente al general. Si me tomo el trabajo de controlar a los distintos propietarios de esta casa, estoy seguro de descubrir que los brillantes pertenecieron a alguien muerto hace mucho tiempo y que vivió aquí mucho antes que el general. Es más que posible que los diamantes del general se vendieran cuando él murió.

Haum le echó una mirada; su rostro era totalmente inexpresivo. Jaffe pudo ver que el hombrecito no se había impresionado con lo que le dijera y sintió que en su interior se levantaba una ola de indignación.

—Eso deberá decidirlo la policía, señor —dijo Haum—. Si los diamantes pertenecían al general, su Excelencia estará muy contento de recobrarlos y a usted se le honrará en debida forma.

—Bueno; me alegro de saberlo —dijo Jaffe en forma sarcástica—, pero ocurre que no me interesan los honores. Por otro lado, la policía declarará que los diamantes sí pertenecían al general —intentó una sonrisa afectada—. Ya sabemos lo que es la policía.

Supo que había cometido un error, pues Haum perdió la expresión preocupada que de pronto se convirtió en hostil.

—Los diamantes, señor, pertenecen al Estado hayan pertenecido o no alguna vez al general. Nadie sino el Estado es quien debe decidir lo que se hace con ellos.

—Esa es tu opinión —contestó Jaffe, la voz cortante—. Yo puedo vender los diamantes. Por supuesto, te daré una parte. Puedes convertirte en un hombre rico, Haum.

Bueno, ya está, pensó. Ahora las cartas están sobre la mesa. ¿Qué irá a hacer este maldito?

Haum se puso rígido. Los ojos negros se abrieron todo lo que daban.

—Vender los diamantes estaría contra las reglamentaciones —apuntó.

—No es necesario que las autoridades lo sepan —observó Jaffe—. Puedo vender los diamantes y te daré una parte.

—Creo que mejor es llamar a la policía, señor contestó Haum con rigidez.

—¿No quieres ser rico? —Jaffe sintió la inutilidad de tratar de corromper al hombrecito, pero no iba a rendirse sin luchar—. Podrás tener casa propia y sirvientes. Podrás casarte con esa novia tuya que siempre anda rondando por aquí. Podrás comprarte un auto.

Haum levantó los hombros.

—Los diamantes, señor, no son míos ni suyos para poderlos vender. Pertenecen al Estado.

Bueno, en eso estamos, pensó Jaffe. Sintió que de pronto lo dominaba una furia rencorosa. Resulta que tengo un millón de dólares en el bolsillo y por culpa de este maldito mono amarillo, el dinero se me puede escurrir. Debe haber alguna forma de salir de este aprieto. ¡Devolver un millón de dólares, bueno fuera!

—Si me disculpa, señor, es mi día de salida. Tengo un compromiso —expresó Haum.

De pronto se le cruzó por la mente a Jaffe que en cuanto Haum hubiera salido del cuarto, iría primero a contarle a Dong Ham, el cocinero, lo de los diamantes, y luego correría al destacamento policial y en menos de diez minutos, la casa estaría llena de felices policías. Se levantó rápidamente y caminó hasta ponerse entre Haum y la puerta que daba al patio.

—Escucha un momento —le dijo—, ¡vas a mantener cerrada esa boca maldita o te voy a desollar vivo!

No tenía la menor idea de lo amenazador que parecía cuando estaba enojado. La silueta alta y enorme, la expresión dura y furiosa y el rencor de la voz aterrorizaron a Haum. El vietnamés tenía un único pensamiento: salir de la habitación y comunicarle a la policía lo de los diamantes. Corrió alrededor de la mesa, a lo largo de la pared, poniendo la mesa entre él y Jaffe, y luego embistió hacia la puerta.

A pesar de su corpulencia, Jaffe tenía equilibrio perfecto y el cuerpo, todavía fuerte a pesar de la bebida y la falta de ejercicio, respondió a la rapidez de la mente en forma en que Haum no lo sospechaba.

Cuando los dedos sudorosos de Haum se apretaron sobre el picaporte de la puerta, los dedos de Jaffe se le prendieron del hombro y de un tirón lo hicieron darse vuelta, Haum estaba horrorizado de la fuerza de esos dedos. Era como si unas pinzas de acero le apretaran la carne. El dolor del apretón le hizo dar un grito: Un grito inverosímil como el de un conejo aterrorizado. Trató de librarse, golpeó con fuerza el puño de Jaffe, luego abrió la boca para volver a gritar.

Jaffe apretó la mano contra la boca de Haum, incrustando los dedos en la cara del vietnamés, ahogando el grito. Haum se retorcía, tratando de morder la mano de Jaffe al mismo tiempo que le pateaba las piernas: los zapatos de suela blanda no hacían ninguna impresión en los músculos de Jaffe.

—¡Cállate! —gruñó Jaffe y sacudió furiosamente al vietnamés.

Oyó un ruido seco como el del estallido de una varilla. De repente en sus dedos el rostro de Haum se hizo más pesado y pareció flotar separado del delgado pescuezo. Jaffe vio cómo se le daban vuelta los ojos y que las rodillas se le aflojaban. Se dio cuenta de que tenía en vilo al vietnamés sosteniéndolo de la cabeza y que las piernas ya no lo sostenían.

Con pánico repentino, aflojó el apretón y observó que Haum se deslizaba contra la pared y se desparramaba por el piso como una muñeca que hubiera perdido el aserrín.

Vio cómo de la boca entreabierta de Haum salía un hilito de sangre roja brillante. Se arrodilló al lado del vietnamés y lo tocó con cautela.

—¡Eh… Haum! ¡Diablos! ¿Qué te pasa?

Luego con un estremecimiento, se paro.

La total violencia de su situación lo impresionó. Haum estaba muerto, ¡y él lo había asesinado!