Hay promesas que son capaces de doblegar la debilidad hasta el punto de superarla a punta de fuerza de voluntad. El compromiso que adquirimos con el Club de los Cancerosos consiguió reunirnos de nuevo en el bar de Raúl a los diez días de finalizado el tercer ciclo de tratamiento.

Entretanto nos había dado tiempo a descansar, visitar las consultas de nuestros respectivos oncólogos y recuperar algo de la energía que nos iba a hacer falta para enfrentarnos a una tanda más de deseos incumplidos.

En mi caso, la visita a mi médico fue breve y concisa. Iban a subir la intensidad de los químicos y complementarlos con dosis de radioterapia para frenar la proliferación de tumores por mis vísceras. En ningún momento del tiempo que pasé sentado en el despacho se pronunció la palabra curación y la profusión de terminología paliativa y sus sinónimos me inquietaron menos de lo que podrían haberlo hecho hace semanas. La imaginación para encontrar vocablos que circunvalaban la realidad era maravillosa: el avance ahora se ralentizaba, los síntomas se atemperaban, la vida se prolongaba. Los días que pasé en casa renovando una mínima parte del vigor perdido jugaba a escribir frases que me planteé enseñar al oncólogo para que utilizase en futuras consultas. Las posibilidades de elaborar conjugaciones diversas sin usar las palabras prohibidas eran infinitas. Entre esos términos vetados estaban los de muerte, dolor, sufrimiento, enfermedad, agonía, vómitos, sangre y, por supuesto, cáncer. Yo no me moría. Mi proceso concluía. Las circunstancias se confundían con el individuo que las padecía y mi persona se convertía en la coyuntura en la que estaba inmerso. De esa forma era más sencillo enfrentarse a un enfermo. Yo ya no era un ser humano. Sólo era un cúmulo de particularidades que avanzaban siguiendo una pauta mecanizada ya prevista de antemano.

Contacté en numerosas ocasiones con mis compañeros de club en ese intervalo. Toni recibió una noticia nada alentadora aunque igualmente predecible. El tumor había aumentado su masa y ahora ocupaba una cuarta parte del pulmón derecho y había migrado al izquierdo, que presentaba numerosas manchas que evidenciaban los primeros estadios de un crecimiento más agresivo si cabe. Esa información se la tragó como hacía con todo lo que no le gustaba y por teléfono se mostraba como el Toni de siempre. Julio fue el único que no evidenció un cambio apreciable porque tenía tan mal pronóstico de antemano que existían pocas opciones de encontrar nada nuevo. Seguía meándose día y noche, mantenía sus contactos en Internet y reunía información del cataclismo social que se produciría con el colapso del sistema de comunicación terrestre.

¿Y qué ocurrió con Dani? Pues no lo que nos hubiese gustado a todos. Él también sobrevivió moderadamente bien y llamó a Toni a los pocos días para hacerle saber que esperaba un aviso cuando fuésemos a reunirnos oficialmente. Yo mantenía viva la esperanza de su muerte temprana y la tarde que me transmitieron que seguía dándonos guerra, me sentí algo desilusionado. Me molestaba profundamente que su presencia nos rondase cuando ya podíamos escuchar la risa de la muerte galopando para recuperar lo que era suyo.

La mañana señalada para oficiar una nueva junta del Club de los Cancerosos era preciosa. El cielo soleado y veteado de cirros algodonosos proclamaba la vitalidad de un mundo que no se detenía por nosotros. El milagro que suponía un espectáculo así me animaba entre los tumbos que soportaba en el autobús. Una señora jubilada me cedió su asiento y lo rechacé por puro orgullo aunque, agarrado al pasamano, me sentía como una ciruela pasada de fecha a punto de caer. Un niño me señaló y le cuchicheó algo al oído de su madre, que me miró de reojo y le chistó para que se callase. Eso no impidió que siguiera examinándome durante todo el viaje con sus ojos enormes y curiosos.

Al bajar del autobús, busqué una cabina telefónica, un instrumento público en peligro de extinción en tiempos donde los móviles son parte cotidiana de nuestra supervivencia. Tuve que caminar un buen rato hasta que la localicé en una esquina. De los dos teléfonos, sólo uno estaba operativo; al otro le habían robado el auricular y el cable colgaba descabezado. Metí unas monedas y pulsé el número al que quería llamar. Me contestó una voz masculina.

—Policía Municipal, dígame.

—Quiero reivindicar la liberación de un delfín el pasado mes en el Zoo. Somos del grupo «Antitortura Animal». Seguiremos luchando para abolir las cárceles animales. Es falso que el grupo «Liberación Animal» ejecutase esa acción. Son una pandilla de inútiles burgueses. ¡Libertad para los animales! Y colgué.

Esperaba que esa llamada sirviese para desviar la atención de los detenidos por nuestro secuestro de Aletitas. Poco más podía hacer por ahora.

Llegar al bar de Raúl y encontrarme los mismos ancianos sentados en los mismos lugares me transmitió idéntica sensación que la contemplación del cielo al salir del portal de mi casa. Nuestro ritmo era mucho más rápido que el del resto de circunstancias que nos rodeaban y algunas permanecían inmutables a pesar de que nosotros volábamos a mil kilómetros por hora, lanzados contra un muro que nos iba a aplastar.

Aún no habían llegado los demás miembros del club, por lo que saludé al dueño del local, que disimuló con entereza la impresión que mi aspecto le produjo, y me senté a esperar en la mesa que acostumbrábamos a utilizar.

No pasó mucho tiempo antes de que un BMW aparcase en doble fila delante de la puerta del bar. Primero se abrió la puerta del piloto y salió Toni, vestido con un jersey de cuello alto que desentonaba con la temperatura ambiental, la peluca y unas gafas de sol que le quedaban anchas. Algo le colgaba de la nariz y no supe identificarlo a primera vista. Se agachó y sacó una bolsa con correa que se colgó al hombro. Julio apareció también, con su gorra de béisbol, una camisa de palmeras de manga corta y unos pantalones que le daban aspecto de mantis religiosa. Contemplándoles se me llenó el corazón de una ternura inexplicable. Allí teníamos a dos héroes de la supervivencia, aferrándose al lapso de tiempo que disfrutaban como si no hubiera un mañana. Bueno, en realidad, no lo teníamos. Nadie lo tiene, pero nosotros éramos más conscientes de ello. El cáncer nos había retirado ese velo de los ojos y teníamos la fortuna de comprender la existencia tal y como es en realidad, corta y sin sentido, a no ser que nosotros mismos se lo otorguemos.

Toni irrumpió en el bar como un vaquero en un salón del lejano oeste, algo inclinado por el peso de la bolsa con la bombona de oxígeno, seguido por Julio, más tímido y a la sombra de su presencia.

—¡Buenos días! ¿Qué se cuece por aquí que huele tan bien? —vociferó saludando con un deje nasal a unos y otros, que refunfuñaron por verse interrumpidos en su rutina.

Me levanté para estrecharles la mano. Me quedé con el gesto congelado en el aire cuando me abrazó como uno hace con un hermano al que lleva mucho tiempo sin ver, apretándome fuerte y juntando nuestros pechos el tiempo suficiente para que su voz reverberara en mis costillas. Un leve siseo escapaba de las gafas nasales.

—Que gusto verte, amigo.

—Igualmente —respondí algo turbado y sin acertar a devolverle el apretón.

Se apartó y me examinó como hace una madre con un hijo que vuelve borracho a casa.

—¿Qué has estado haciendo estos días? Tienes un aspecto lamentable.

—Gracias por el cumplido, tú tampoco estás mucho mejor.

Sin las gafas de sol, las ojeras que bordeaban sus párpados resaltaban en su esplendor amoratado y la peluca parecía bailarle en el cráneo. Había adelgazado y no le favorecía. La espalda seguía siendo ancha, pero ahora la ropa le colgaba desmadejada.

—Raúl, dile a Clara que salga. Hoy nos merecemos las mejores raciones de la casa.

Se dirigió a la barra y tuve oportunidad de saludar a Julio. Sin duda, de los tres era el que mejor parado había salido de la tanda de quimioterapia. Por lo menos, en lo que respectaba a la apariencia externa. No pude evitar echar una mirada al bulto que se pronunciaba en su entrepierna.

—Sí, sigo con pañales —admitió.

—Lo siento. Es una putada.

—Es cuestión de acostumbrarse.

—¿Y tampoco controlas lo otro?

—¿El qué?

Me señalé el trasero.

—Ya sabes. Lo otro.

—Eso sí. He tenido suerte.

Un montón de ella, pensé. Con menos de cuarenta años y volvía a mearse encima como cuando era un bebé. Usaba más colonia de la habitual para esconder el olor a orín que escapaba de su ropa pese a sus esfuerzos por disimularlo. Exhalaba aroma a residencia de ancianos.

—Siempre he tenido problemas de este tipo. No dejé de mojar la cama hasta los doce años y me avergonzaba terriblemente cuando tenía que ir a dormir a casa de algún amigo. No esperaba volver a pasar por esto tan pronto.

—No sé qué decirte.

—Nada. Por lo que se ve, tú tampoco lo estás pasando muy bien.

—La verdad es que no. ¿Nos sentamos?

—Claro.

—¿Y Dani? Pensaba que iba a venir también.

—Ahora te contamos, no te preocupes.

Ocupamos nuestras sillas a la espera de las viandas con las que comulgaríamos para celebrar una reunión más.

—Es incorregible —afirmó Julio observando a Toni bromeando con Clara, echándole piropos sobre lo bella que estaba y las manos que tenía para la cocina. Raúl sonreía de lado y callaba, sirviendo tres vasos de cerveza espumosa que yo ansiaba beber. Caí en la cuenta que tosía menos que las últimas veces que había hablado con él por teléfono.

—Genio y figura hasta la sepultura —comenté lacónico.

—Hasta el más allá.

—¿Te has vuelto creyente de repente?

—Nunca se sabe lo que vamos a encontrarnos.

—Por supuesto que lo sabemos. La nada. Desaparecemos.

—No me gusta pensar eso.

—¿Prefieres contentarte con una mentira piadosa? Los que quieren convencernos de que al otro lado nos encontraremos con una subsistencia plena son los mismos que buscan aplacarnos en vida para que no nos desmandemos.

—Aun así, prefiero creer que tenemos otra oportunidad.

—No hay más oportunidad que esta. Nos lo jugamos todo a una mano.

Estaba siendo cruel, lo sé. No soportaba el concepto de una vida extraterrenal donde corríamos el riesgo de encontrarnos otra versión empeorada de esta. Toni regresó transportando los vasos entre equilibrios de funambulista.

—Tres cañas para los tres campeones. ¿O prefieres agua, Mateo?

—Una cerveza está bien, gracias.

Le robé una antes de que tuviese tiempo de depositarlas en la mesa y vacié la mitad de su contenido de dos tragos, disfrutando del amargor delicioso de su espuma y las burbujas jugueteando al bajar por mi esófago, las papilas gustativas sobreexcitadas haciéndome salivar como un animal. Proseguí sin detenerme hasta apurar el vaso. Eructé sonoramente, apoyando mi satisfacción con un golpe seco contra el tablero.

—Impresionante —exclamé.

Los dos me miraban atónitos. Les conté lo de mi sentido del gusto exacerbado y ambos celebraron mi experiencia dramática de comida y vómitos del día en que me desperté.

Reposando la bolsa con la bombona de oxígeno en el suelo, Toni pidió detalles del estado del inodoro y Julio se tapó los oídos para no escucharlo. Nos reímos un rato y ellos compartieron conmigo sus vicisitudes.

Raúl se acercó con dos platos. Yo me imaginaba las delicias que contendrían y me costaba contenerme para no saltar a por ellas. Oreja en salsa y chorizos a la sidra, bien grasientos y calientes. Me cedieron el honor de ser el primero en pinchar con un palillo las maravillosas viandas. Así lo hice, llenándome la boca de oreja bien empapada y jugosa. La mastiqué cerrando los ojos para concentrarme en el sabor que me arrebató la conciencia por unos segundos. En esos momentos, sólo era paladar y lengua, mis otros sentidos aplacados por la predominancia absoluta del gusto en una forma abusiva y poco natural. Al tragar el bocado me deprimí ligeramente por tener que deshacerme de su presencia. Abrí los ojos y mostré mi veredicto.

—Para morirse.

—Espero que no. Porque ahora vamos nosotros.

Los siguientes minutos nos dedicamos a devorar los alimentos sin prestar atención a los estómagos que protestaban por la abundancia de especias y aderezos. Sin piedad con ellos. Para eso teníamos el cuarto de baño si se terciaba la necesidad de vaciarlos.

Entre bocado y bocado, averigüé el porqué de la aparatosa ornamentación que cargaba Toni.

—El oncólogo me mandó respirar oxígeno. Tosía porque mi capacidad pulmonar ha bajado tanto que se me habían inflamado los bronquios y estaba asfixiándome. Es un poco coñazo andar con la bombona por la casa, pero me ha venido bien. Lo que peor llevo es la resequedad. Tengo los agujeros de la nariz que parecen el ojete de una vieja.

—Eres el campeón de lo asqueroso.

—¿Las has usado alguna vez?

—No.

—Por eso no tienes ni puta idea de lo que hablas. No consigo sacarme un moco sin desangrarme como un cochino.

—Se te acabó la marihuana para siempre —sentenció Julio.

—Es una pena, porque tengo la bolsa casi entera en casa. Escondida, por supuesto. No quiero sufrir un interrogatorio de Silvia. Siempre hemos tenido un poquito en casa. Esa cantidad podría suponernos un problema.

—Podemos revenderla —propuso Julio—. Seguro que a muchos enfermos del hospital de día les vendría bien. Para las náuseas, ya sabéis.

—Si claro, y ponemos a Juanpe de camello —bromeé.

—Mira, puede ser una idea. Así recuperamos algo de…

—Alto, alto —interrumpí a Toni. El asunto estaba saliéndose de madre otra vez—. Dejemos de lado ese tema y centrémonos en el motivo de nuestra reunión.

Julio suspiró y se removió en el sitio.

—Mi deseo. Lo tengo preparado. Si queréis entro en los detalles.

—Espera, tenemos que hablar con Dani.

—¿Y se puede saber dónde está? —repliqué malhumorado.

—No va a venir. Pero me ha dado instrucciones.

—¿Ahora es él quien manda?

Toni sacó su teléfono y lo colocó en el centro de la mesa.

—Mientras nos tenga cogidos por los huevos, en efecto, es el que manda.

—Me niego a arrastrarme a los pies de un adolescente.

Julio intervino para intentar calmarme.

—Creemos que lo mejor es seguirle el juego hasta que tengamos alguna opción de librarnos de él. A ninguno nos vendría bien que se supiese lo que hemos hecho.

Estaba en lo cierto y asentí para hacerles saber que, de momento, me conformaba asumiendo el papel de sumiso y que iba a tragarme el orgullo. A pesar de todo, quise dejarles claro que mi tregua era temporal.

—En cuanto podamos, le mandamos a tomar por culo. Sin piedad.

Toni elevó su vaso de cerveza.

—¡Brindo por eso!

Los tres chocamos nuestras cañas y bebimos.

—Continuemos entonces —les animé.

—Esta mañana hablé con él y me dijo que pusiese el teléfono en manos libres para poder intervenir en las decisiones que se tomen.

—Si no puede venir a la reunión, no entiendo como pretende participar en el deseo que acordemos.

—Lo mismo le dije yo. Me contestó que ya nos enteraríamos a su debido tiempo.

—¿Por qué no se morirá de una puta vez? —farfullé, y hasta a mí me resultó excesivamente agresivo el exabrupto.

—Ahí te has pasado —comentó Julio.

—Vale, lo reconozco. Pero es que me cabrea tener que estar pendientes de sus caprichos.

Toni se inclinó hacia delante, muy serio.

—A mí también me molesta. Ahora, voy a llamarle.

—No pretenderás tratarlo aquí, delante de todo el mundo —objeté.

—No va a pasar nada. La mayoría de estos vejestorios están sordos como una tapia. Y Raúl es de confianza.

Accedí no muy convencido. Toni marcó el número de teléfono de Dani. Respondió en el acto. Me lo imaginaba con el móvil en el regazo de sus piernas muertas, esperando nuestra llamada.

—¿Dígame? —respondió al otro lado de la línea. La comunicación no era muy buena y la voz sonaba excesivamente metálica por el altavoz del móvil.

—Somos nosotros.

—¿Ya estamos reunidos? Muchas gracias por invitarme. ¿Estamos los cuatro?

Me mordí los nudillos para no soltar una barbaridad que diese al traste con la paz tensa que gobernaba nuestra relación. Revisé el local para comprobar si alguien estaba prestándonos atención. Se mantenían entretenidos con sus juegos y tareas. Era como si no estuviéramos allí.

—Sí. Mateo y Julio están conmigo.

Hizo un ademán animándonos a saludar. Yo me crucé de brazos y negué con la cabeza.

—Hola chicos —nos saludó.

Yo me empeñé en mi negativa a responder y Toni me cogió por la oreja. Me solté de un manotazo y transigí.

—Mateo al habla.

—¿Qué tal Mateo? ¿Cómo te va la vida?

—Bien.

—¿Y Julio?

—Aquí estoy.

—Bienvenido. Parece que estamos todos.

Julio imitó una pistola con los dedos y fingió un disparo al teléfono. Toni agarró un pene imaginario y se lo metió en la boca, abultándose el carrillo con la lengua. Los tres contuvimos las risas. Dani prosiguió sin percatarse de nuestras burlas. Parecíamos niños pequeños aprovechándose de que el profesor estaba de espaldas para mofarse de él. Nos sentíamos ridículos hablando con ese aparato que centralizaba nuestra conversación y la burla era nuestra única forma de aliviarnos.

—Pasemos entonces al punto que nos ocupa. No tengo mucho tiempo. Nos toca votar si aceptamos mi deseo como el próximo a cumplir por el club.

—¿Tu deseo? —tartamudeó Julio, suplicándonos ayuda con gestos excitados.

Le tranquilicé y me propuse adueñarme de la situación.

—Nadie está dispuesto a satisfacer ningún deseo tuyo. Hemos decidido cumplir el de Julio y continuaremos adelante con esa decisión.

—Cállate —exclamó cortante, el tono metálico del altavoz multiplicando el efecto imperativo.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Cierra la boca.

Nadie me había hablado así nunca. El puñetazo que asesté al tablero de la mesa, tumbando un vaso que rodó vaciando su contenido sobre las servilletas arrugadas, asustó a mis amigos. La cólera que me dominaba era igual que masticar cristales. Julio y Toni se apartaron como si me hubiese convertido en una fiera salvaje. Los ancianos del bar no se alteraron, indiferentes o sordos.

—Vete a tomar por culo, niñato.

—No. Mejor vete tú, cobarde de mierda.

—¿A quién estás llamando cobarde, escoria?

—A ti.

—El único cobarde aquí eres tú. Tu chantaje no es más que una súplica por un poco de atención.

—Yo por lo menos no he abandonado a mi familia a la primera de cambio.

Enrojecí de ira y salpiqué de saliva el micrófono al responderle.

—No puedes abandonarla porque eres un puto paralítico. No podrías aunque quisieras.

Al otro lado se hizo el silencio.

Me arrepentí en el acto de mis palabras. No estaba comportándome como el adulto que alardeaba ser al dejarme llevar por esa rabia descontrolada. No era digno de mí. Yo no era así. No hasta el cáncer. Maldito cáncer. No sólo estaba matando mi carne; mis sentimientos también eran pasto de su podredumbre.

Quise disculparme, pero su respuesta trituró cualquier sentimiento de nobleza que podía albergar.

—Yo por lo menos moriré con los míos. Tú lo harás sólo mientras tu mujer se aburre de escuchar esa patética cancioncilla de Sabina y termina follándose a otro tío más hombre que tú.

Apagado el incendio de mi interior, me callé digiriendo su respuesta más amarga que el relleno de los intestinos que se me calcinaban.

—¿Pasamos ya a la votación? —prosiguió calmo, como si nada hubiese ocurrido.

Toni se adelantó y afirmó.

—Primero tienes que decirnos cual es tu deseo incumplido. Supongo que estarás al tanto de las reglas.

Dani resopló distorsionando el micrófono.

—No son tan complicadas. Tiene que ser algo que supere al anterior en emoción o dificultad. La decisión de si se cumple este requisito la ostenta el miembro cuyo deseo se haya realizado el último. En caso de no cumplirse esa condición, se pasará al siguiente miembro.

—O sea, yo —recalcó Julio.

—¿Sabes que Mateo tiene la facultad de vetar tu deseo si lo considera insuficiente?

—Lo sé. No lo vetará —respondió con seguridad.

Toni me examinó dubitativo. Yo jugaba a humedecer servilletas en la cerveza que se extendía por el tablero de la mesa.

—Adelante entonces. Tienes tu oportunidad. No la desperdicies.

—Quiero estar seguro de que todos me estáis escuchando. Sobre todo tú, Mateo.

Había que reconocer que el chico le echaba agallas al asunto. Después de la batalla dialéctica que habíamos protagonizado, no se amedrentaba un ápice. Si no fuera por la aversión que me despertaba, podría incluso admirarle.

—Te escucho.

Pude imaginármelo sonriendo satisfecho.

—¿Preparados entonces?

—Dani, no abuses de nuestra paciencia —aconsejó Toni.

—Ahí va.

Si por algo se caracterizaba ese muchacho era por su inagotable capacidad para sorprenderme, para bien o para mal. Esa vez no fue distinta.

—Quiero saltar en paracaídas.

—No estarás hablando en serio —señaló Toni.

Julio se acercó al micrófono, hierático.

—A mi no me parece emocionante. Creo que Mateo estará de acuerdo.

—Te equivocas.

El informático no ocultó su asombro.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco?

—Saltaremos.

No había perdido el juicio, aunque las expresiones de mis amigos revelasen sus dudas al respecto.

—Entonces está todo hablado. Mañana contactaré con Toni para explicarle cómo quedaremos. Pasado mañana se cumplirá nuestro deseo, ¿verdad, Mateo?

—Adiós Dani —me despedí.

—Nos vemos. Sed buenos.

Cortó la comunicación.

—¿Vas a explicarnos de qué cojones va todo esto? —exigió Toni, apoyando los codos en la mesa.

Por supuesto que enseguida supe a qué se refería Dani.

Cierto día de primavera de mil novecientos noventa y tres, el primero con olor a verano, volviendo de la universidad en el metro, alguien me sacó del universo depravado y excitante de Henry Miller con un saludo. Con alegría sincera, nos abrazamos y nos tomamos una cerveza en la terraza de un bar de Avenida de América. Recordamos los viejos tiempos del instituto y nos pusimos al día en los caminos que habíamos escogido cada uno cuando nos distanciamos. Él abandonó los estudios con dieciséis años para iniciar su carrera como profesional de la restauración; con el dinero de muchas horas sirviendo cafés y comidas y las propinas de los clientes ahorró lo suficiente para comprar el traspaso de un negocio de copas. Mi compañero de colegio se convirtió en empresario. Se le veía feliz. Yo no tenía mucho que contarle. Los años de universidad habían sido tan aburridos como deben serlo para culminarlos con unas calificaciones decentes. Hablamos de mujeres y compartimos las fotos de nuestras respectivas novias. En aquel entonces yo llevaba pocos meses con Patricia. Él saltaba de flor en flor como merecía la edad y el ambiente en el que se desenvolvía. Se burló sin malicia de la monotonía de mis días y me invitó a acompañarle a un evento de su club deportivo ese mismo fin de semana. Por supuesto, mi novia estaba invitada también. No quiso desvelarme la actividad, aunque me garantizó diversión y riesgo a partes iguales. Justo lo que necesitaba, según su opinión, para desintoxicarme de tanto libro.

El sábado siguiente vino a recogerme a casa con una Ford Transit blanca y roja del ochenta y seis. Aún no había amanecido. Patricia se mostraba más ilusionada que yo con la aventura. Por mi parte, no cesé de refunfuñar por el frío, el madrugón, la tontería de haberme dejado embaucar por un tío al que no veía hacía diez años, hasta que abrió la puerta de la furgoneta y nos invitó a sentarnos con él en la parte delantera del vehículo. Echamos las mochilas atrás y me fijé en los bultos informes que se agolpaban unos sobre otros.

Durante el trayecto, con la luz del amanecer a nuestras espaldas y las sombras del mundo que despertaba adelantándonos, mi humor mejoró y le contamos a Patricia las batallitas del colegio, las hazañas que logramos y las asignaturas que suspendimos. Rememoramos anécdotas de los profesores que nos educaron y las gamberradas que llevamos a cabo. Me sentía como en casa; era bueno experimentar la inocencia de nuevo. La niñez es una etapa maravillosa. Lástima que la adolescencia se encargue de destrozarla.

Arribamos a nuestro destino a las nueve de la mañana, después de ascender por una empinada pista forestal hasta la cima de una colina sin vegetación. En lo alto nos esperaban, hinchándose por la brisa ligera, las alas de una docena de parapentes coloridos como un arcoíris en movimiento. Eran los días en que sus practicantes eran considerados poco menos que suicidas en potencia por la sociedad, a la vez que despreciados por los veteranos del ala delta, que se resistían a compartir su espacio aéreo con esos advenedizos revolucionarios y poco ortodoxos.

Le ayudamos a descargar los bultos y nos presentó a sus camaradas de vuelo, gente joven y entusiasta que nos recibió con tazas de café servidas desde termos humeantes. Había otras mujeres en la cumbre, acompañantes y novias que colaboraban en la logística con el mismo fervor que los hombres. Patricia, de acuerdo a su carácter, congenió enseguida con las demás y se zambulló en las tareas de preparación como si hubiese estado haciéndolo desde siempre. Yo me mareaba con el trajín de suspentes, mosquetones y arneses. Mi visión espacial es uno de mis mayores déficit y fui incapaz de comprender el orden correcto de la parafernalia de cordines hasta que estuve atrapado en un arnés doble con mi antiguo compañero, corriendo como posesos para alcanzar la velocidad adecuada, con los ánimos y gritos de Patricia alejándose hasta que el rugir del aire y el vértigo en el bajo vientre los hizo desaparecer.

Volar es una experiencia mística. Es alejarse de nuestra humanidad para acercarnos un poco más a los dioses. Y yo fui partícipe de ese conato de asalto al Olimpo.

Ascendimos rodando por las corrientes más cálidas como quien cambia de carril en una autopista. Pronto nos encontramos sobrevolando la colina en la que distinguí a mi novia moviendo los brazos para saludarme. Reí y aplaudí de emoción el tiempo que estuvimos volando, renegando de mis piernas cuando me vi obligado a flexionarlas para sufrir la limitación de la gravedad y aterrizar con cierta brusquedad. Me soltaron del arnés, besé a mi amigo, agradeciéndole la experiencia que me acababa de regalar, y Patricia nos sacó una foto con los dedos marcando la V de volar victorioso.

Esa foto que digitalizamos en algún momento y que formaba parte de un álbum en el muro de Facebook de mi mujer.

—Y esa es la historia. Vamos a hacerlo porque quiero conocer cuales son sus intenciones. No me fio ni un pelo de él.

—Es posible que lo haya propuesto para darte gusto.

—No existe ningún motivo.

—Hay que reconocer que es meticuloso —comentó Toni, con un tonillo cercano a la admiración—. Y que tiene unas pelotas de la hostia.

—Bueno, no era tan difícil llegar a conocer eso —respondió Julio, hinchando el pecho como un palomo—. Hasta un novato como él puede concluir que Mateo querría volver a volar.

—¿Ah, sí? ¿Y eso?

—Yo ya me percaté cuando estuve investigándote y analicé la cuenta de Facebook de tu mujer. Lo dejé reflejado en mis notas como una curiosidad.

—En el IPad que tiene Dani ahora, supongo.

—Por supuesto.

Resoplé para tranquilizarme. Enfadarme con él de nuevo no me llevaría a ninguna parte. Ya tuve mi ocasión para desquitarme al respecto. Había que seguir hacia delante.

Julio bajó el volumen de su voz, suspicaz.

—¿Y si es una trampa?

—Venga ya. No seas paranoico —repliqué con conocimiento de causa—. Lo único que quiere es demostrar su poder sobre nosotros. Y la ha tomado conmigo. Sabe que me exaspera y se aprovecha de ello.

—Sigue sin tener sentido. ¿Qué gana con eso?

—No todas nuestras acciones tienen como meta un beneficio. Incluso algunas son claramente contraproducentes. Este club es la prueba fehaciente de ello.

Toni me tiró una bolita de papel para interrumpirme.

—Ya te estás poniendo filosófico. No me extraña que le guste hacerte rabiar.

Le fulminé con la mirada.

—¿Ahora te parece gracioso lo que hace?

—Es posible.

—Lo dices para encabronarme.

—¡Claro, hombre, claro! —dijo conciliador, aunque sospechaba que no era sincero.

—¿Cuánto tiempo estuviste con lo del parapente? —quiso saber Julio.

—No demasiado. Lo suficiente para volar de forma autónoma. Es sencillo una vez que le coges el truco. En tres saltos ya conocía las técnicas básicas para no matarme en el intento.

—¿Y por qué lo dejaste?

Como tantas otras cosas a lo largo de mi vida, había sido relegado sin un motivo claro. Las obligaciones que me impuse fueron alejando esa práctica hasta que su evocación quedó limitada a sueños ocasionales que culminaban en un vértigo breve. Mi mayor maestría había sido apartar lo que podía hacerme feliz y suplantarlo con acciones monótonas y confiables.

Ante mi silencio, Julio retomó el tema original.

—¿Qué hacemos ahora?

—Está clarísimo —afirmó Toni—. Nos vamos a casa y espero que mañana me llame. Después, os digo como quedaremos y ya está.

Le interrumpí malhumorado.

—No me parece tan sencillo. No encuentro la forma en que vamos a llevarnos a un paralítico, enfermo de cáncer y menor, para más inri, a plena luz del día. Por lo que he podido ver en el hospital, su madre no se separa de él ni un minuto.

—¿De quién es el deseo?

—Suyo.

—¿Estás seguro?

—No me fastidies, Toni.

—Pues no te preocupes tanto. Siendo su sueño, es su obligación planearlo todo. Si le sale mal la jugada, nos ahorramos cumplirlo. Y si no, pues mira, uno más cumplido y tú vuelves a volar. ¿Cuál es el problema?

No fui capaz de rebatir su argumentación.

Pero eso no fue lo que más me molestó; lo que realmente me irritó fue su comentario antes de levantarse para pagar las consumiciones.

—Ese chaval me está cayendo bien y todo.

A las nueve y media, transcurridas casi cuarenta y ocho horas desde nuestra reunión en el bar, esperábamos en el coche de Toni, aparcados en la puerta del hospital. Como nos comentó, Dani había llamado a nuestro amigo el día anterior y sucintamente le había señalado la hora y el lugar donde debíamos aguardarle. Ninguna información más. Por esa razón me mordía las uñas con ansiedad. No me gustan los misterios.

El coche mantenía un ligero tufo a pescadería, un recuerdo aún vivo de Aletitas.

—¿Y si no viene? —preguntó Julio.

Toni cambió la emisora que escuchábamos desde hacía quince minutos. Aspiraba con bocanadas cortas.

—Si nos deja tirados, nos vamos. Le damos de plazo hasta las diez en punto. Si a esa hora no tenemos noticias suyas, os llevo a casa. Tengo el estómago revuelto y me duele la cabeza.

Julio se rebañó una legaña con el dedo pulgar y la examinó con detenimiento.

—Esta juventud está loca. A sus años yo me dedicaba a jugar al ordenador, leer cómics y ver películas de kárate —dijo limpiándose en la manga.

—Y pajearte, no te olvides —apuntilló Toni, agarrando la palanca de cambios e imitando el movimiento de una masturbación. Julio se ruborizó, pero no se dejó intimidar. Unas semanas atrás se hubiese callado, acobardado por la exageración verbal de nuestro amigo.

—Como todos. A ver si te crees que soy el único que se ha hecho una paja con dieciséis años.

—La diferencia es que eres el único que sigues haciéndotelas con cuarenta.

No quería participar de esa conversación y barrunté alguna excusa para abortarla antes de que Julio se molestase de verdad.

No hizo falta. El móvil de Toni vibró indicando la entrada de una llamada.

—¿Sí? —contestó en el acto. Un silencio y un asentimiento—. Bien. Arranco entonces.

Colgó, pulsó el botón de encendido del BMW y se dirigió a mi.

—Abre la puerta derecha.

—¿Qué pasa?

—Ábrela. No tengo ni zorra de nada, así que no me preguntes. Sólo me ha dicho eso.

Obedecí y dejé entrar el ruido y la contaminación de la urbe a hora punta.

—¿Por qué lo tenías en silencio? —inquirió Julio.

—¿El qué?

—El teléfono. Cuando ha llamado no ha sonado el tono, sólo la vibración.

—Ah. Eso.

Dudó un segundo. Y me extrañó. Toni era muy rápido en sus pensamientos. Ese instante significaba algo.

—Es que no quería que Silvia se despertase esta mañana y lo dejé en vibración por si alguno me llamabais.

No era cierto. Y Julio tampoco se lo tragó. No tuvimos oportunidad de profundizar más en el enigma ya que una figura se asomó al interior del coche.

—Venga coño. No os quedéis ahí alelados. Ayudadme.

Julio salió y le ayudó a descabalgar de la silla de ruedas. Dani me tendió la mano para que le asistiese. No moví un músculo en su ayuda. Él me sonrió, apartó la mano y se apoyó en la tapicería, reptando, hasta que consiguió introducir sus piernas sin vida. Después de guardar la silla en el maletero, mi amigo volvió al puesto de copiloto.

—Larguémonos —ordenó el chico—. A la Sierra de Guadarrama.

Salimos de allí con el estilo de cowboy de Toni, conduciendo como quien domestica a un Mustang. Detuvimos la marcha en un semáforo y aprovechó para conectar el navegador GPS, que inició su retahíla de órdenes.

—¿Dónde vamos? —interpelé a Dani en cuanto volvimos a arrancar.

Él se agarraba al pasamanos y parecía feliz.

—A volar, ¿dónde si no?

—Eso ya lo sé. Quiero saber el lugar exacto y cómo has planeado hacerlo.

Osciló el dedo índice como quien regaña a un niño descarado.

—No seas impaciente. Todo a su debido tiempo.

—¿Y tu madre? ¿Qué piensa ella de esto?

—Eso, ¿sabe tu familia que estás aquí? —me apoyó el informático. Toni seguía conduciendo siguiendo las indicaciones de un GPS que se había limitado a conectar sin introducir ninguna indicación en su panel táctil. El olor a chamusquina era mayor a cada instante.

—No, claro que no. ¿Qué tipo de madre crees que tengo? Me ofendes.

Comenzaba a exasperarme con sus respuestas enigmáticas. Era indispensable que me serenase o terminaría como siempre, insultándole y rebajándome frente a su condescendencia.

—Si no lo sabe, estamos metidos en un buen lío. ¿Qué le has dicho? ¿Que te ibas a por pipas?

—Jaja, que gracioso —se burló—. No le he dicho nada. Sencillamente le he pedido una botella de agua y, mientras iba a la cafetería, me he largado de la sala de espera.

Julio se frotó las palmas de las manos, nervioso.

—¿Y cuando se de cuenta de que no estás allí? Se pondrá histérica y llamará a la policía.

—No hará eso.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —repliqué al límite de mi paciencia. Tanto por él como por Toni, que mantenía su atención en la carretera como si esa conversación no fuese con él.

—Porque le he enviado un SMS antes de entrar en el coche avisándole de que iba a estar fuera hasta la tarde.

No daba crédito a lo que escuchaba.

—¿Así de sencillo? ¿Y ella se lo traga y se vuelve a casa cuando tendrías que estar en la consulta con el oncólogo?

—Exacto.

—Toni, coño, ¡di algo! —exigí, a punto de abrir la puerta y tirar del coche a ese niñato presuntuoso.

—Es su deseo. Son las normas del club. El organiza y nosotros seguimos sus indicaciones.

—¡Anda ya! —protesté furioso.

Se mantuvo sereno y replicó.

—¿Te cuestioné yo algo cuando esperábamos a Porset para robarle el coche? ¿Cuando era obvio que iba a acabar todo jodido?

—¿Y me lo dices ahora? Eres increíble —me removí en el asiento deseando no estar allí. ¿Quién me mandaría meterme en esos embrollos? No me respondí a esa pregunta. Era obvio.

—No objeté tu plan porque era tuyo, tu deseo no cumplido, y eso fue suficiente para mi. Tú eras el dueño y señor de él y nosotros únicamente estábamos ahí para ayudarte a conseguirlo.

—¡Pues menuda ayuda! —el informático puso cara de perro apaleado—. Lo siento Julio.

—Ahora estamos en el deseo de Dani. Y yo no critico los deseos de otros. Y os pido que seáis respetuosos. Estamos en un club con unas normas, que si no recuerdo mal, todos hemos aprobado. Así que ya sabes. No te comportes como un gilipollas y disfrútalo.

—Eso. Ratifico lo de gilipollas —reiteró Dani, divertido.

—Iros los dos a tomar por culo.

No volví a hablar hasta que aparcamos el coche en una finca particular con un cartel a la entrada que rezaba «Del Suelo al Cielo, Escuela de Vuelo».

Vaya mierda de nombre, farfullé para el cuello de mi camiseta.

Una cabaña prefabricada de madera se levantaba a cincuenta metros de la entrada, encabezada por un rótulo en el que se leía «Recepción». Un almacén de ladrillo y cemento crecía adosado a ella como una verruga. Aparcamos en el espacio cubierto de grava que la bordeaba y bajamos del coche. Era un día caluroso. Las sombras de los pinos esbeltos de la Sierra de Guadarrama, mecidos por el viento, filtraban los rayos del sol creando bailes de luces y sombras a sus pies. Un paisaje bucólico que, en otras circunstancias, habría disfrutado como se merecía.

Un hombre con barba y gafas de pasta se asomó por la puerta y nos hizo un gesto para que entrásemos.

—Nos esperan —dijo Dani.

Julio sacó la silla, la desplegó y le ayudó a sentarse.

—Vamos, que estos cobran tarifa por horas y ya vamos con retraso.

Caminamos al ritmo de la rodada de Dani durante unos metros. Me detuve y me aproximé a Toni, que empujaba la silla y portaba su mochila con la bombona de oxígeno. Respiraba emitiendo un chirrido de máquina oxidada.

—Déjame el móvil. Se me ha olvidado que había hecho la compra por Internet y me la llevan esta tarde. Tengo que avisarles o me cobrarán dos veces el porte.

—Eres como una mosca cojonera —se quejó, lanzándome el móvil y obligándome a atraparlo en el aire—. No tardes. Eres el único de nosotros que sabe de qué va el tema.

—Sólo será un minuto.

Julio miró el móvil y después me guiñó un ojo torpemente. Dani no me prestó atención.

Esperé a que se alejasen unos metros, disimulando. En cuanto entraron en la cabaña, abandoné la pantomima y pulsé el botón para acceder al registro de llamadas. En primer lugar figuraba la última recibida esta mañana, mientras esperábamos en la entrada del hospital; el número de Dani, sin duda. Lo memoricé y deslicé el dedo por la pantalla táctil. Antes de esa había dos llamadas salientes a un número que no conocía, realizadas a las siete y media de la mañana y a las ocho y cuarto, poco antes de que me recogieran en casa. Bajé un poco más y encontré de nuevo el número de Dani; hasta seis veces, entre salientes y entrantes, a lo largo de todo el día anterior. La primera llamada entrante del chico fue a las diez y cuarto de la mañana. Después seguían tres llamadas salientes al mismo número a las once, las once y cuarenta y cinco y la una y cuarto; nueva llamada entrante de Dani a las tres y media, registrada como perdida, repetida y atendida a las cinco y media.

Para terminar de confirmar mi idea, busqué en Google la academia de vuelo y accedí a su sección de contacto. El número misterioso pertenecía a «Del Suelo al Cielo».

Mis sospechas se confirmaban. Toni nos había mentido.

Aproveché para investigar más en el teléfono, tratando de localizar algo de información que me dejase en una situación ventajosa cuando me enfrentase a él. El correo electrónico no contenía nada de interés, así como el registro de SMS. Pasé rápido por la galería de fotos, constituida en su totalidad por instantáneas de la pareja.

Tenía que volver ya o resultaría extraño. Antes de apagar la pantalla, entré en la agenda de teléfonos. En primer lugar, destacando en el listado inmenso, figuraba un grupo de contactos calificado como «Amigos». Pulsé con la yema algo temblorosa y se desplegó su contenido.

Allí estábamos Julio y yo. Y también Dani.

Me costó cinco segundos acostumbrarme a la penumbra del interior de la cabaña. Sentados en un sofá estaban mis amigos y Dani. De pie, frente a una pizarra, el hombre de barba, que se presentó como Juan y era el monitor que nos iba a instruir en la práctica, explicaba los rudimentos básicos que teníamos que conocer antes de saltar.

Toni hizo una señal para que me sentase a su lado.

—Perdona Juan —le cortó—. Ven. Hemos empezado sin ti. Le he explicado que tú ya sabías volar en parapente.

—¿Cuando aprendiste? —se interesó el monitor.

—Hace mucho tiempo. En los noventa.

—Te vendrá bien el refresco entonces. Lo esencial sigue siendo igual; en ese sentido no vas a tener pegas. Los materiales han mejorado sustancialmente. En eso sí vas a notar diferencia.

—Adelante. Estaré atento.

Devolví el móvil a Toni sin mirarle a los ojos y me concentré en las explicaciones. Los vuelos en biplaza no conllevaban una dificultad especial. A pesar de eso, Juan nos instruyó sobre las partes del parapente, las situaciones de emergencia que podrían darse y cuál debía ser nuestra respuesta al respecto, así como lo que podíamos esperar del vuelo. Aprovechó para intentar convencernos de dar el paso a un curso de iniciación que culminaba con un vuelo en solitario. Al terminar e invitarnos a acompañarle al almacén, Dani aplaudió como los niños al finalizar una sesión de cine.

Acompañamos al monitor, que nos entregó unas botas de trekking que cubrían los tobillos para evitar torceduras en el aterrizaje, un mono para protegernos del frío de las alturas, un casco y unas gafas de sol polarizadas.

—No podrás volar con eso —remarcó señalando las gafas nasales de Toni.

—Aguantaré.

Nos hizo ponernos la ropa y tuvimos que ayudar a Dani. Enseguida empezamos a sudar, a pesar de la temperatura fresca del almacén. Nos dirigió a una furgoneta y entramos atrás como si fuésemos más carga que pasajeros.

—Arriba nos esperan el resto de monitores con el material. Tenemos que aprovechar ahora. Si dejamos avanzar más el día podemos quedarnos sin corrientes.

Arrancó y tuvimos que agarrarnos a los salientes de la estructura de la furgoneta para no caernos. Dani se bamboleaba de un lado a otro y más de una vez tuvimos que sujetarle para que no volcase. Durante el trayecto el más nervioso fue Julio. Se rascaba sin cesar las palmas de las manos y se lamentaba de haberse olvidado la crema para la descamación. No me extrañaba; era un ratón de despacho y ordenador. Los espacios abiertos no eran lo suyo. Yo también estaba desasosegado, tanto por la expectativa del vuelo como por la traición de Toni.

Nuestro único punto de visión era el parabrisas del conductor. A los diez minutos de bamboleo inmisericorde, los cuatro estábamos mareados por las curvas y la suspensión defectuosa. Agradecí abiertamente la llegada a la cumbre.

Juan abrió la puerta lateral y salimos tambaleándonos. Toni se retiró las gafas nasales y las dejó junto a la bolsa, apartadas en una esquina. Sacamos a Dani y Julio le empujó siguiendo al monitor. Atravesamos una arboleda por un camino apisonado y desembocamos en la pista de despegue, un espacio abierto al paisaje castellano, un mirador espectacular desde el que se podían divisar los pueblos que circundaban la capital en una llanura tan vasta como el mar. En el horizonte, por la nube gris que la cubría, se presentía la ciudad. Cuatro monitores más ultimaban los detalles para el despegue, estirando cordajes y ajustando arneses.

—Os presento a Pedro, Pablo, Jesús y Ángel. Son nuestros especialistas en vuelo biplaza.

Nos saludaron y prosiguieron con sus tareas. Preparar un parapente exige una meticulosidad extrema; un error puede ser fatal en ese deporte.

—Pedro irá con Toni. Pablo con Dani. Jesús con Julio y Ángel con Mateo. A no ser que tengáis alguna preferencia al respecto —bromeó.

Yo levanté la mano.

—Yo sí tengo una preferencia.

Toni me fulminó con la mirada y le contesté con mi mejor gesto. Dani parecía divertido. Juan colocó los brazos en jarras, incómodo.

—Tu dirás.

—Quiero ser yo el que lleve a Dani. Estoy capacitado.

Me alegró comprobar que había cogido desprevenido al muchacho, que no se esperaba ese giro en el guión que creía tener estrictamente definido.

—Bueno —tartamudeó Juan—, eso no es muy… habitual. La única garantía de tu capacitación es tu palabra.

—Tendrá que creerme. ¿Sabe por qué estamos aquí?

—Eh… no —el monitor se mostraba cada vez más desorientado.

Toni me agarró del brazo.

—Mateo…

—Tranquilo, hago lo mejor para nosotros. Es su deseo —y señalé a Dani, que, recompuesto, volvía a sonreír—, y no veo mejor forma de llevarlo a cabo que compartido con un amigo.

—No se de qué estáis hablando —manifestó Juan—, y no quiero problemas. Toni, esto no es lo que acordamos.

Ahí lo tenía, justo donde lo quería.

—¿Acordamos, Toni? ¿Así que hablaste tú con ellos? ¿No era tarea del que proponía el deseo y las normas y bla, bla, bla?

—Bueno, en realidad… ¡Sí, que cojones! —soltó embravecido—. Le he ayudado a prepararlo, ¿qué pasa? ¿No te das cuenta de que está incapacitado?

—No para coger un móvil, por lo que he podido comprobar.

Julio había palidecido. Se apoyaba en un pie y en otro en ese pequeño baile que suele preceder a la necesidad de orinar. No le había notado el pañal puesto cuando nos vestimos. Si se mojaba, sería bochornoso en extremo y no quería avergonzarle delante de Dani. Quise terminar la discusión, pero la llama ya estaba prendida.

—¿A qué te refieres? —preguntó Toni, receloso.

—A nada.

—No me vengas con tonterías. Si empiezas una conversación, tienes que terminarla.

—¿Otra norma del club? —respondí sarcástico.

—Espera unos minutos —conminó a Juan y, apoyándose en mis hombros, me llevó aparte—. No se que mosca te ha picado.

—Te lo digo abiertamente. Sé que has estado ayudando a Dani a preparar el deseo, al chantajista que nos quiere denunciar a la policía si no le aceptamos con nosotros. Mira a Julio, el pobre está a punto de mearse de los nervios cuando tendría que estar con una mujer cumpliendo su sueño. Y por más que lo pienso, no llego a descubrir tus motivos.

Me soltó y se acuclilló a recoger una rama seca. Jugueteó con ella, azorado.

—Porque es uno de los nuestros. Sólo por eso. Es más, tendría que ser el miembro prioritario. Es sólo un crío, Mateo. Un crío que no ha tenido oportunidades como tú y yo. Nada más nos tiene a nosotros.

—Te equivocas. Tiene una familia. Una madre que ahora estará penando por su hijo.

—¿No te das cuenta aún? Te repito que sólo nos tenemos a nosotros. Los demás no entienden lo que es esto. Su madre le querrá mucho, pero no alcanza a entenderle. Por eso se muestra tan cabrón. Estamos obligados a darle esta oportunidad.

—¿Qué oportunidad? Hace esto sólo para joderme. Le encanta hacerme rabiar, saberse vencedor en este juego perverso.

—¿Estás seguro de eso?

Le quité la rama de las manos, la rompí y la tiré al suelo.

—Vamos a volar. Para eso hemos venido.

Juan claudicó, por supuesto. Puedo llegar a ser muy convincente si me lo propongo. No en vano he mantenido a mi familia gracias a ese don. Aunque creo que el empujón necesario para equilibrar la balanza de mi lado fue la generosa propina que le prometió Toni si accedía a mi petición.

A las doce de la mañana estábamos preparados. Primero saltaría el tándem compuesto por Jesús y Julio, que había tenido que vaciar la vejiga antes por precaución, seguidos por Pedro y Toni. Y, por último, Dani y yo. Nos costó un buen rato ceñirle adecuadamente; sus piernas laxas colgaban desarticuladas haciendo que yo aguantara la totalidad del peso de ambos. Eso, sumado a la tensión de mantener la vela en la posición adecuada para la carrera, convertía mis riñones en un hervidero de pirañas. Chorros de sudor me fluían por la columna vertebral y las axilas. A través del mono podía notar la respiración acelerada del chico, excitado.

Llegado el momento, Jesús y Julio iniciaron la carrera pendiente abajo mientras la vela se desplegaba, ascendiendo a medida que ellos se acercaban al precipicio. Parecía que no iban a conseguirlo cuando Julio tropezó y casi hace caer a su monitor. Por fortuna, era un hombre corpulento y pudo aguantar la postura, lanzándolos a ambos hacia el final de la rampa. Al saltar, Julio gritó y se elevaron planeando como águilas. Seguía pataleando como si corriera. Esperaba que no se hubiese orinado.

Toni era el siguiente. Levantó el dedo pulgar hacia nosotros. No supe si estaba dirigido a mi o a Dani, así que no le correspondí el gesto. Empezaron la galopada y, con más gracilidad que la anterior pareja, surcaron el cielo siguiendo la estela de los primeros.

Era mi turno.

—¿Estás listo? —le pregunté.

—Soy todo tuyo. Mi vida depende de ti.

Temía haberme equivocado con mi decisión. Ya no había marcha atrás.

—Vamos allá.

Rebusqué en mi interior el último reducto de vigor que me quedaba y apelé al sentimiento de hombría que tanto nos gusta invocar a los varones. Aspiré, cogí impulso y corrí, forzando mis músculos. Sentía los tendones del cuello a punto de explotar.

A las siete zancadas supe que no iba a conseguirlo. No tenía fuerzas ni para mi mismo, mucho menos para arrastrar un fardo de cuarenta y cinco kilos y una vela que me frenaba al adquirir el ángulo adecuado para el planeo. Flaqueé y perdí velocidad, resoplando. Tenía ganas de vomitar.

—¡Corre, mamonazo! —me insultó Dani—. ¡Corre, cornudo!

No pude responderle y seguí perdiendo impulso; tenía que vencer la inercia y frenar antes de alcanzar el cortado. Si no me detenía, nos mataríamos.

—¡He dicho que corras! —se desgañitó—. ¡No me extraña que tu mujer se vaya con otros! ¡Tus hijos no merecen un padre tan mierdoso! ¡Corre!

Se me nubló la vista de la furia y me propuse saltar sólo para caer con él y despeñarnos por el abismo, suicidarme para asesinar a ese pequeño bastardo. Sí, quise matarle y resolví que mi muerte era un buen precio a pagar por la suya.

Redoblé los esfuerzos, la vela se hinchó y alcanzamos el punto de no retorno.

Salté.

Caímos.

Planeamos.

Y la carcajada de Dani se impuso al viento.

Volábamos.

Yo también me reí.

Tom Hanks, en su papel como Forrest Gump, se sentó en un banco sosteniendo en las rodillas una caja adornada con un lacito y soltó la frase sobre el parecido entre la vida y una caja de bombones. La comparación es incorrecta. La vida no es como una caja de bombones. La vida es como un campo de minas del que sólo tenemos un plano parcial; el sentido de nuestra existencia es atravesarlo sin ser desmembrados en el camino. Obligados por el parto, damos el primer paso y nos adentramos en terreno hostil, adelantando un pie tras otro, pisando de puntillas los más precavidos, con pisada firme los valientes o insensatos. Algunos aplastan la espoleta nada más iniciar la andadura. Otros tardan un poco más. Sea cuando fuere, siempre somos sorprendidos. Lo verdaderamente cruel del asunto es que, en ese vagar temeroso, saltando de hueco en hueco y ojeando el plano que nos han entregado, incorrecto en gran parte, no vamos solos; nos acompañan seres queridos, esposas e hijos, padres y hermanos, y a veces tenemos la mala suerte de contemplar con horror como ellos sí pisan una mina. Y no podemos hacer nada para asistirles, porque nuestra ayuda siempre llega tarde, cuando el daño ya está hecho.

Pero hay ocasiones en que alguien nos da un empujón y nos saca del recorrido que habíamos trazado. Reaccionamos con miedo o violencia ante la agresión y cerramos los ojos justo antes de apoyar la planta del pie para equilibrarnos. A veces ese empellón nos mete en la senda adecuada. Otras nos mata.

Planeando a cuatrocientos metros sobre el suelo, ambos en silencio, caí en la cuenta de que ese chico, conscientemente o no, me había empujado para recorrer una vía que no contemplé por ceguera emocional. Me obligó a volar, a recobrar parte de mi juventud olvidada, a demostrarme que podía saltar a pesar del agotamiento y el dolor, que no hay límite si la voluntad es suficiente. Eso no evitaba que fuese un cabronazo presuntuoso y que yo mantuviese cierto rencor hacia él por su forma de imponerse en nuestro club. A pesar de ello, me considero un hombre honesto y tuve que reconocer la valía de su acto.

Los cuatro navegábamos en círculos aprovechando las corrientes de aire. Los monitores de Julio y Toni eran más diestros en el vuelo y nos sobrevolaban unas decenas de metros más arriba. Girábamos y girábamos, sin alejarnos demasiado, en una espiral que parecía no acabar nunca. No me importaría que fuese así. Desde allí, el mundo era más bello.

Me sentí magnánimo y di el paso para una reconciliación.

Acerqué mi boca a su oído para que me escuchase bien y le pregunté.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Qué quieres de nosotros?

Dani se giró levemente.

—Cállate, que me jodes el momento.

Lo dicho. Era un cabronazo.

La vuelta a casa fue ruidosa y animada, los cuatro compartiendo la euforia de lo novedoso. Incluso yo contribuí un poco a la algarabía, con mi resquemor por la traición de Toni olvidado y mi animadversión por Dani contenida.

Eramos cuatro enfermos terminales que no se sentían morir.

Claro que se puede ser feliz.

Por lo menos un ratito.