Toni me dejó en la entrada del portal de mi edificio y se alejó con el coche robado. Ningún palmetazo en la espalda me despidió esa noche y nos dijimos adiós con cierta frialdad. Manipulé con dificultad las llaves y conseguí abrir la cerradura. Las manos vendadas me escocían hasta hacerme lagrimear el ojo amoratado.

El piso estaba helado y sus paredes vacías me parecieron menos acogedoras que nunca. Si el edificio tuviese alma, cosa que no dudaba, sabría tan bien como yo que estaba allí de prestado, que sólo compartíamos ese lapso temporal hasta que canjease mi morada por una eterna y más oscura. Yo no le trataba demasiado bien y él hacía lo propio conmigo. Me gustaría recordar quien dijo una vez que las casas muestran su espíritu a través de nuestros sueños, y que las esperanzas y miedos de sus habitantes se quedan atrapados entre sus paredes acumulándose inquilino tras inquilino.

Me preparé un baño muy caliente, quemando, como a mí me agradaba. Supongo que hay algo de masoquista en ello. No concibo un baño sin el agua humeante, que duela en los primeros segundos en que te introduces en ella hasta que el cuerpo termina por acostumbrarse a la temperatura. Quise retirarme el vendaje antes, pero estaba pegado a la piel y temía arrancármela si tiraba con fuerza. Sabía que la humedad ayudaría a disolver los líquidos pegajosos que unían los dos tejidos, así que decidí meterme en la bañera sin retirarlos. Me quejé sin pudor cuando el agua excesivamente caliente empapó las vendas. Enseguida una nubecilla colorada rodeó mis manos hundidas y pude desenrollarlas. Las heridas no tenían mal aspecto una vez que la enfermera de urgencias me retiró los restos de alquitrán y tierra que tenía incrustados en la carne, untándome generosamente las palmas con pomada antibiótica. No me llegó a preguntar cómo me las había infligido. Eran malos tiempos para todos, y los sanitarios indebidamente pagados y con sobrecarga de trabajo no eran una excepción. Toni me esperó fuera de la consulta mientras me curaban y miró los vendajes con aprensión al salir, sin emitir comentario alguno.

Despacio, anticipando el frío de la porcelana, me recliné hasta apoyar la espalda en la pared de la bañera. En posición de descanso y con las manos cruzadas sobre el pecho, cerré los ojos y pensé.

Pensé en las amistades perdidas, en los compañeros de estudios que se convirtieron en amigos y cómplices de las dichas y desventuras en el paso de la infancia a la adolescencia y de ahí a la juventud, y en los motivos que nos llevaban, indefectiblemente, a abandonar el cuidado de esas relaciones una vez que creíamos encontrar la persona con la que proyectábamos compartir el resto de nuestra vida en pareja. No era una persona pródiga en cantidad de amistades, convencido como estaba de que era preferible cultivar la calidad para alcanzar una mayor profundidad en su desarrollo y, en consecuencia, una solidez perdurable en el tiempo.

Ese axioma ya no me parecía una verdad absoluta.

Cubierto de agua, con la calva goteándome sudor que me cosquilleaba al resbalar por sus costados, el cuerpo falto de ejercicio laxo y ceniciento, y el pene empeñándose en navegar desmadejado, asomando su punta como un cadáver flotando tras un naufragio, me arrepentí de haber dejado escapar a los que consideré amigos alguna vez.

Menté en voz alta los cuatro nombres de aquellos con los que compartí mi niñez y juventud y, como en un sortilegio, me trajeron el sabor de lo que fui y ya no volvería a ser. De esos chicos que se creían inteligentes, soñadores y románticos, amantes de las tardes en el parque y experimentadores compulsivos en la intimidad. Juntos fuimos al colegio, juntos pasamos al instituto, a la universidad y juntos nos echamos novia, acabando así con quince años de amistad ininterrumpida. Los cinco nos complementábamos hasta el punto en que no concebía mi futuro sin su presencia. El día en que hice el amor con Patricia fue el último de ese futuro asesinado por el amor romántico. No fue una ruptura trágica. Se disolvió con suavidad, sin traumas. Cuando quise darme cuenta, hacía meses que no les veía y no les echaba de menos. A ellos les pasó algo semejante. Las llamadas y las cervezas conjuntas se fueron espaciando y cierto día simplemente dejé de pensar en ellos. Los niños, el trabajo, la relación de pareja, la hipoteca, todas esas ocupaciones que nos inventamos para seguir tirando hacia delante sin dejarnos la oportunidad de volver la cabeza al camino que dejamos atrás, de recuperar los paisajes hermosos que hemos recorrido y que podemos volver a disfrutar si simplemente nos paramos y desandamos algo de camino, no son más que excusas que interponemos para evitar enfrentarnos al paso del tiempo, a vernos reflejados en las canas de nuestros amigos, sus barrigas, las ojeras que afean los rostros antes tersos. Ellos nos dan miedo porque somos nosotros también los que cambiamos. Y no hay nada más terrible que envejecer creyéndose joven.

Lloré. Vaya si lloré. A mares.

Me lamenté porque ya no volveríamos a gastarnos bromas pesadas cuando nos descuidábamos, ni me llamarían «Mati» para hacerme rabiar en referencia a un personaje de cómic femenino famoso en nuestra infancia. Lloré por sus habitaciones que eran mi refugio seguro en los momentos complicados de la adolescencia, aquellos en que odias a tus padres por quererte tanto. Por enseñarme que se puede ser compasivo y divertido a la vez y que era necesario llegar a pegarnos con otros grupos de chicos para defender causas perdidas y, si no las había, nos las inventábamos para aumentar nuestro recuento de batallas ganadas.

Salía del estado de shock en que había quedado después de la aventura del robo del coche. Y me sentía muy solo. Una vez más perdía amigos, la oportunidad definitiva que la vida me brindaba de rozar la maravillosa sensación de la fraternidad con aquellos que elegimos sin que nos una lazo de sangre alguno. Toni y Julio habían sido los últimos salvavidas que me había lanzado esa fuerza que podemos llamar Destino, y no había tenido el arrojo para agarrarme a ellos. Me hundía, como tantas otras veces, y ellos se alejaban meciéndose en las olas de los actos que no habíamos sido capaces de controlar, a la deriva.

Me tapé la cara para apagar el sonido de los sollozos y cautericé mis heridas con la sal de las lágrimas.

Antes de dormirme, tapado hasta la boca para retener el calor que el baño me había otorgado, me concentré en la letra y los acordes de la guitarra de Mark Knopfler.

Por los campos de batalla

Bautizados en fuego,

Vislumbré vuestros sufrimientos

Y cuando crecía la contienda

A pesar del dolor que sentía

En medio del miedo y del peligro

No me abandonasteis

Mis hermanos de armas.

(…)

Y ahora el sol se oculta en el infierno

Y la luna está en lo alto

Dejad que me despida,

Todo hombre tiene que morir

Una antigua llama resurgió de un rescoldo que creí apagado, un flujo de energía que brotó de algún punto que los creyentes suelen llamar alma y que yo no tenía muy claro dónde situarlo. El soplo que había insuflado ese calor estaba más allá de mi posibilidad de comprensión y lo dejé fluir, saturándome el pecho hasta sentirlo reventar y dibujándome una sonrisa esperanzada en mitad de la cara, una sonrisa que nadie vería y que me causó un placer sublime porque era auténtica.

Tenía que hacer algo para restaurar el Club de los Cancerosos.

Y, con esa idea, me dormí. Aquella noche no soñé.

El teléfono me despertó de un sueño profundo y reparador. Desorientado, me incorporé apoyando la mano y recordé con un ramalazo de dolor que las tenía sin vendar. Caminé a trompicones, protegiéndolas bajo las axilas, rebotando en las paredes del pasillo hasta llegar a la cocina para, con tres dedos, descolgar el auricular que insistía en su llamada timbrazo tras timbrazo, irritante.

—¿Quién…?

Me interrumpió una voz de mujer, acelerada.

—¿Está Toni contigo?

—Eh… no. ¿Quién eres?

—Silvia, su mujer. ¿Sabes dónde está? —se la oía preocupada.

Empujé una silla con el pie derecho y la acerqué para sentarme. Sujeté el teléfono con el hombro para liberar mis manos doloridas.

—Espera, cuéntame qué ha pasado.

—Suponía que estaría con vosotros. No habla de otra cosa. Tú y Julio, Julio y tú. Y ahora no sé donde se ha metido.

—Pero…

—¿Tan difícil es de entender? ¿Es que la quimio os está afectando al cerebro? ¡Ha desaparecido mi marido!

Esta mujer estaba a punto de echar por tierra mi optimista determinación nocturna. La llama de ayer era todavía demasiado frágil para aguantar un vendaval de esa intensidad.

—Tranquilízate, por favor —supliqué, más por mí que por ella—. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Toni?

—Al despedirnos en casa, antes de irse con vosotros. Cogió un taxi. No me dijo donde iba. Con vosotros todo es tan misterioso que da asco.

Obvié su alusión directa a nuestra relación. Estaba empezando a preocuparme de verdad. ¿Y si le había detenido la policía en un control? Se marchó con el coche robado y Dios sabe qué tontería habría sido capaz de cometer circulando sin compañía. O, pensando en lo peor, podía haber tenido un accidente y estar hospitalizado. O muerto.

—¿No contactó contigo después? ¿Tienes alguna llamada perdida en el móvil?

—Ninguna. Le llamé a eso de las nueve y media de la noche. Dos veces. En la primera se cortó la comunicación antes de contestarme y después saltó el buzón de voz. Le dejé un mensaje y he vuelto a intentarlo toda la noche sin conseguirlo.

Las dos llamadas que recibió cuando volvíamos del robo, camino de mi casa, habían sido las de Silvia. Toni sabía quién llamaba —ya que miró el teléfono— y decidió no contestar. Algo le rondaba ya por la cabeza. Si la pasada noche no me hubiese dejado llevar por esa sensación de placidez estúpida en que me regodeé, no habría desaparecido. Ahora las consecuencias podían ser catastróficas.

—Mateo, estoy muy preocupada —e inició una serie de hipos previos a un llanto desconsolado que me cogió desprevenido. Silvia se me mostraba como el ser humano que era, libre de verborrea, liposucciones y pechos siliconados. Simplemente como la esposa de un enfermo con un cáncer terminal que se aterroriza por la posibilidad de no haberse despedido como Dios manda del hombre con el que se casó.

Respondí sin pensármelo, por instinto, como tantas veces hacemos los machos cuando una hembra se nos presenta indefensa.

—Yo me encargo. Le buscaré.

—¿De verdad? —escuché como sorbía mocos—. No he querido llamar a la policía todavía. ¿Crees que será necesario?

—Aún no. Espera a ver qué averiguo.

—Llámame en cuanto sepas algo, por favor —suplicó.

—Por supuesto. Dime tu teléfono.

Deletreó los nueve dígitos y cuando se los confirmé, me susurró.

—Siento haberte dicho esas cosas.

—Olvídalo. Todos estamos pasando una mala racha. Hablamos más tarde.

Me situé temporalmente. Faltaban cuatro días para el inicio de nuestro tercer ciclo de quimioterapia, así que en el hospital no le localizaría. Por lo menos no en la sala de oncología. Llevé el ordenador a la mesa de la cocina y busqué en Google un listado de números de teléfono de urgencias de hospitales. Comenzaría por los públicos para pasar después a los privados.

Había descolgado y estaba marcando el primero cuando caí en la cuenta de un apoyo previo que era imprescindible utilizar si deseaba agilizar la búsqueda.

Cogí mi cartera y rebusqué en las docenas de papelitos que guardaba con minuciosidad compulsiva, hasta que localicé uno con un número anotado. Marqué y sostuve de nuevo el auricular con el hombro. Las terminaciones nerviosas de mis palmas estaban en plena orgía de dolor. No había tenido opción de tomarme un calmante y me estaba pasando factura.

Uno, dos, tres tonos y alguien descolgó.

—¿Sí?

Una voz cascada de anciano, cansada y profunda como un barítono al que le gusta demasiado el tabaco.

—Quiero hablar con Julio, por favor.

Un breve instante de pausa y me respondió.

—Está durmiendo. Ayer llegó tarde a casa y todavía no se ha levantado.

—Por favor, es importante que hable con él.

—Es que está durmiendo —repitió—. No pretenderá que le despierte.

—Si es tan amable. Necesito hablar con su hijo.

—No puede. Está dormido.

Ese hombre valía su peso en oro como secretario de un directivo. Era un filtro implacable.

—Lo sé. Estuvo conmigo anoche y tengo que hablar con él urgentemente.

—Si estuvo usted ayer con él, sabrá que llegó tarde y por eso ahora está durmiendo.

—Es una cuestión de emergencia.

—En cuanto se despierte, le digo que le llame. Está dormido.

Me mordí el labio para retener un exabrupto.

—¿Cómo se llama? —pregunté insuflando una tranquilidad a la inflexión que no sentía.

—¿Por qué quiere saberlo?

Mala cosa. Iniciábamos otro círculo dialéctico sin fin por ese camino.

—Para dirigirme a usted por su nombre.

—Yo a usted no le conozco. No pretenderá que le diga cómo me llamo a un completo desconocido.

—No soy un desconocido. Me llamo Mateo y soy amigo de su hijo.

—Si fuese su amigo sabría que no le gusta que le despierten cuando está durmiendo.

Y vuelta a las andadas. Tenía que encontrar la forma de saltarme esa barrera humana.

—Mire. Voy a serle completamente sincero. Es un asunto de vida o muerte. Un amigo común ha desaparecido y necesito la ayuda de su hijo.

—Haberlo dicho antes. Un momento.

Santa paciencia. Esperé, no me quedaba otra. Me chupé una gota de sangre coagulada en la unión de los dedos índice y pulgar.

—¿Quién es?

Julio, por fin. Y por su voz, no cabía duda de que acababan de despertarle.

—Soy yo.

—Hola Mateo. No esperaba tu llamada.

Detecté cierta esperanza en la frase.

—Tenemos un problema. Toni ha desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Qué significa eso?

—Significa que no ha vuelto a casa a dormir, que su mujer le ha estado llamando toda la noche y no le contesta ni le devuelve las llamadas.

—Es por mi culpa —dijo apesadumbrado.

—No digas tonterías. Esto no es culpa de nadie. Quiero que me ayudes a encontrarle.

—Si yo no hubiese actuado ayer como un imbécil, ahora estaríamos en el bar de Raúl brindando.

—En eso te doy la razón. Fuiste un imbécil al reaccionar como lo hiciste, pero no puedes echarte la culpa de todo porque yo fui el que decidió que teníamos que robar ese coche. Mía es la responsabilidad final.

—A pesar de eso…

—Julio, ya basta. No estoy de humor para más discusiones. Encontremos primero a Toni y después nos dedicamos toda la tarde a buscar culpables. Ahora puede que nos necesite.

—De acuerdo —aceptó—. ¿Qué has pensado?

—Tengo un listado de hospitales y si de ahí no sacamos nada concluyente, nos liamos a llamar a las comisarías de policía.

—De esa manera no vamos a terminar jamás.

—Es la forma más sencilla.

—No lo creo. Por lo pronto, tienes que incluir en la lista de comisarías las de la Policía Nacional, la Municipal y la Guardia Civil. Y eso si no le dio por conducir por el extrarradio y está en los calabozos de algún pueblo. Una cosa… ¿no iría con el coche robado, verdad?

—Me temo que sí.

—Ay, Dios, que nos van a pillar a todos.

El pánico había sustituido a la preocupación.

—Julio, no te pongas nervioso. Vamos paso por paso. ¿Te vienes a casa y organizamos la búsqueda desde aquí?

—Déjame pensar. Déjame pensar.

—¿Qué hay que pensar? Lo que tenemos que hacer es actuar.

—¡Cállate!

Y me callé, por supuesto. Julio estaba mostrando un carácter que no aparentaba a primera vista. ¿Cómo calificarlo? ¿Inestable era un buen término?

—¿Sabes si Toni tiene el teléfono encendido todavía?

—No lo sé.

—Voy a probar. No me cuelgues, que te dejo en espera.

Quien iba a decir que en el cuerpo larguirucho y desgarbado de ese informático tímido se escondía un líder en potencia. Uno al que no siempre sería recomendable seguir. Lo sorprendente era descubrir esa capacidad en las circunstancias que nos ocupaban. Parecía muy seguro de sí mismo, mucho más que yo.

—Ya está —dijo de repente—. Vente a casa. Sé cómo encontrarle.

—¿Cómo? ¿Qué has hecho?

—De momento nada, pero aquí tengo lo necesario.

—¿Y los hospitales y las comisarías?

—Has visto demasiadas series de televisión. Hoy ya no se localiza así a nadie. ¿Cuánto tardas en llegar?

—No sé dónde vives.

—En Vallecas. Cerca de la estación de Cercanías.

—Voy a comer algo rápido o me va a dar un colapso y después me paso. Está bien que recuperemos a Toni, pero de poco voy a serviros si me tenéis que llevar otra vez a urgencias.

—¿Habéis estado en urgencias? ¿Qué ha pasado?

—Una larga historia. Mejor te la cuento cuando nos veamos.

—¿Algo importante?

—Que no. No te preocupes más.

—No insisto. Te mando un email con mi dirección exacta.

Un desayuno nutritivo de huevos y jamón a la plancha recupera a un muerto, pero no a un enfermo con dos tratamientos de quimioterapia a sus espaldas. Con el plato delante, los cubiertos en una mano y mi mejor actitud, lancé el tenedor y me llevé un par de lonchas mojadas en yema poco hecha a la lengua, deseando que los efectos malignos de la quimioterapia hubiesen desaparecido. El primer mordisco me supo a cera de los oídos, amarga y picante. Lo mastiqué sin cuidado y lo tragué con ayuda del vaso de agua. El segundo, tercero y cuarto los trituré en el plato antes de metérmelos en la boca para deglutirlos sin masticar. El resto no tuve opción de rematarlo como se merecía. Se me subieron a la boca un buen puñado de hebras de jamón aún sin digerir, escociéndome las encías. La segunda arcada la recogí en el vendaje de mis manos. Lo que aún aguantaba en mi estómago terminó cayendo en la taza del inodoro. Allí iban, hundiéndose y transformando el agua limpia que reposaba en un pantano espeso y nauseabundo. Dos maravillosos huevos ecológicos y su guarnición listos para proveer a las ratas de un buen festín.

Si no era capaz de alimentarme estaba en un problema muy serio.

Me llené la panza con pedazos de pan con mantequilla y un yogurt sin azúcar. Incomprensiblemente, parecía que los únicos alimentos cuyo gusto podía aguantar eran los derivados lácteos.

Luchando por contener la náusea, me lavé la cara con cuidado de no mojarme mucho las manos y me enjuagué la boca. Renové el vendaje por uno limpio, finiquitando las reservas de que disponía en mi limitado botiquín casero. Tenía la piel del color de la cera y los pómulos aún más marcados que la víspera. El ojo amoratado profundizaba la oscuridad de mis ojeras, con la esclerótica enrojecida por la tumefacción. Hice un amago de sonrisa y me percaté del nuevo color amarillento de mis dientes. Pasé la lengua por su superficie y la noté áspera. Mejor no sonreír demasiado en público. Daba miedo.

Salir a la calle con una gorra para mi calva, unas gafas de sol y las manos cubiertas, me hacía sentirme como el hombre invisible de Wells. Casi esperaba que algún niño se girase hacia mí y, señalándome, gritase ¡Es un monstruo! La fortuna, en ocasiones, se apiada de los sufrientes y nada de eso sucedió. Antes de una hora estaba llamando al telefonillo de la casa de Julio.

Entré en su portal y retrocedí cuarenta años en la España que conocía, penetrando en un espacio detenido en el tiempo donde el olor a garbanzos cocidos, las paredes sucias y la instalación eléctrica de los contadores me retrotraía a películas ambientadas hace décadas. Subí las escaleras alumbradas por bombillas de bajo consumo que marcaban las esquinas con sombras duras, dejando atrás, piso tras piso, puertas con sonidos de televisores demasiado altos, programas de radio y niños llorando sin recibir el consuelo demandado.

Me dolía el estómago.

Alcancé el cuarto oscilando por los peldaños como un péndulo y respiré ruidosamente frente a una puerta que no resistiría un puñetazo sin caerse hacia dentro. Su mitad inferior estaba oscurecida por algo que podría ser orín antiguo o humedades nuevas. Antes de pulsar el timbre, Julio abrió la puerta. La vivienda tenía aliento a fritanga.

—Pasa, pasa. No te quedes ahí fuera —tenía mala cara y la descamación de sus pómulos era más visible que nunca. Echó una mirada a mis manos sin comentar nada. Su calva estaba surcada de ramificaciones azulonas.

Le seguí dentro y viajé un poco más atrás en el tiempo. Un cuadro de dos metros de largo por uno de ancho, representando una batalla naval en medio de una tormenta apocalíptica, presidía el salón. Un tresillo de cuero marrón, agrietado como un campo recién arado, estaba situado debajo de la contienda marítima, con sus tres paños de ganchillo de rigor en los cabeceros, pulcramente estirados. Los cojines de lana, de los que escapaban hebras de gomaespuma, distaban un espacio simétrico uno de otro. En la mesita, un cenicero negro publicitario contenía un puñado de caramelos de menta que ya de niño me daba mi abuelo cuando íbamos de visita a su casa. Otro estaba lleno de envoltorios de esos caramelos. Una lámpara de latón imitando bronce se cernía sobre nosotros, amenazándonos con descolgarse en cualquier momento. Y en una esquina, camuflado en ese ambiente, se mantenía apartado el padre de Julio.

—Te presento a mi padre.

—Encantado. Ya le conocía de la sala de quimioterapia —me acerqué para darle la mano pero caí en la cuenta de mis vendajes—. ¿Cómo está?

—¿Estás enfermo también? —me preguntó.

—Por desgracia, sí —y me quité la gorra y las gafas de sol, mostrándole mi cráneo pelado como prueba empírica de mi afirmación.

—Estad tranquilos, no os molestaré. Me voy a comprar caramelos y así doy un paseo por el centro.

—Hasta luego, Papá. Vamos a mi habitación.

Atravesamos un pasillo estrecho con tres puertas cerradas. Por el olor a humedad sospeché que una correspondía al cuarto de baño y rogué a mi estómago que aguantase lo suficiente para no tener que visitarlo. Julio abrió la del fondo y entramos en su territorio. Sobre la cama, un simple somier con cuatro patas de hierro y un colchón cubierto con una sábana renegrida por el uso, se amontonaba una pila de ropa que parecía limpia. Pegadas a una pared se veían cuatro cajas de cartón llenas de cachivaches electrónicos desguazados, cables pelados y basura de la que sólo una persona como Julio sabría cómo sacar partido. Un armario empotrado contenía a duras penas el acopio infinito de placas base y elementos informáticos que presionaban la puerta sujeta con un cordel a una alcayata clavada en la pared. Todo muy lógico. La ropa encima de la cama y el armario de la ropa lleno de tecnología.

Acercó una silla a un escritorio con dos monitores, un teclado, un ratón inalámbrico y dos torres de discos duros externos cuyos leds azules y rojos parpadeaban sin cesar, cargando y volcando datos hacia cualquier parte del mundo. Uno de los monitores tenía de fondo de pantalla una fotografía de la Torre Eiffel. Un cable grueso partía de una caja llena de luces y recorría las paredes plagadas de posters con mujeres exuberantes hasta salir a la calle por un agujero taladrado, conectado a una antena plana y cuadrada, como una tarta de nata, diferente a las que solían verse afeando las fachadas de los edificios en los barrios antiguos como aquel. La otra pared estaba repleta de carteles de películas de artes marciales, predominando la figura de Bruce Lee sobre otras estrellas del género.

—No sabía que te gustaba viajar

—Es uno de mis sueños, pero no he tenido oportunidad de salir de España.

—Haberlo elegido para el club.

—¿Cómo sabes que no es uno de los siguientes deseos?

—Porque no es tan emocionante como liberar un delfín o robar un coche. Tú mismo cambiaste las reglas.

—Cierto —pareció compungido.

—No te preocupes. Ya tendrás oportunidad.

—¿Estás seguro?

Reflexioné sobre la posibilidad de conseguirlo con dos tumores carcomiendo su cerebro.

—La verdad, no. No estoy seguro.

Tenía que despejar el ambiente de tristeza que se había generado. Acuciaban obligaciones perentorias.

—¿Qué es eso? —quise saber refiriéndome al aparato que pendía en el exterior.

—Una antena para Internet por satélite —contestó sentándose en la silla y tecleando algo a toda velocidad.

—¿Para qué la necesitas? ¿No tienes ADSL en casa?

Me miró como quien analiza una ardilla en una jaula.

—No podemos depender de una sola fuente de datos. ¿Qué es más sencillo? ¿Cortar un cable o derribar un satélite en órbita?

—Visto así…

—Cuando algo ocurra, y puede pasar en cualquier momento, unos pocos seguiremos teniendo acceso y estaremos un peldaño por encima del resto.

—¿Qué tiene que ocurrir?

—La gran desconexión. Grupos terroristas que causarán el caos atacando zonas neurálgicas de telecomunicaciones terrestres.

Otro al que le estaba afectando el tumor, pensé.

—¿Y cuando está previsto ese ataque?

—Tienen la tecnología y están trabajando para hacerla práctica. Dos años a lo sumo.

—Perfecto. Ya estaremos muertos para entonces. Una preocupación menos.

No se mostró perturbado por mi ironía y prosiguió tecleando.

—Bien, ya estoy dentro. Todo listo.

En uno de los monitores aparecían las siglas de una compañía de telefonía y dos campos para un usuario y contraseña.

—¿Dónde te has metido?

—Es el acceso al servidor donde está alojado el software de geoposicionamiento de teléfonos móviles de la empresa para la que trabajé tres años y en la que me preocupé de dejar abierta una puerta trasera por si algún día me hacía falta entrar al sistema —y me guiñó un ojo—. Ese día ha llegado.

—Acceso ilegal, entiendo.

—Ilegalísimo, si es que existe esa palabra. Le dijiste a mi padre que era una emergencia. Y en las emergencias hay leyes que no se aplican.

—No me voy a poner remilgado a estas alturas. ¿Cuál es tu idea? No termino de pillarla.

—Muy sencilla. Me la diste al contarme lo de las llamadas de Silvia al teléfono de Toni. Cuando te dejé en espera, llamé por mi otra línea a su móvil y me saltó el buzón de voz después de varios tonos. Está encendido y con batería y, por lo tanto, conectado a una antena.

—Y si averiguamos la antena, sabremos donde está —rematé.

—No exactamente, usaremos varias antenas, porque hay zonas donde las distancias entre una y otra son tan amplias que no nos sería de ayuda. Ya hay empresas de telefonía que ofrecen un servicio básico de localización dándote la situación de la antena a la que está conectado el móvil. Nosotros vamos a ir algo más allá.

—Explícate.

—Usaremos un geoposicionamiento por trilateración.

—Insisto. Explícate. No me abrumes con terminología que no entiendo.

Resopló y rebuscó en un cajón del escritorio hasta que sacó un lápiz y una libreta. Arrancó una hoja en blanco y la puso entre los dos.

—Estos tres puntos de aquí son las antenas A, B y C. El teléfono de Toni estará conectado a una de ellas, que tiene un radio de cobertura determinado. Pongamos que es algo así —dibujó una circunferencia rodeando la letra A—. Con la aplicación básica de geoposicionamiento sabríamos que Toni está en el radio de acción de esa antena, pero si su cobertura es de veinte kilómetros no nos sería de ayuda, y menos si está situada en el centro de una ciudad. ¿Me sigues?

—Por ahora sí.

—La antena A puede saber la distancia aproximada a la que está el teléfono móvil, pero no su situación exacta. Las antenas B y C también tienen su radio de cobertura y pueden detectar el móvil y su distancia aproximada —trazó dos círculos más rodeando la representación de las dos antenas—. Estos son radios de cobertura, que se entrecruzarán entre sí en el punto exacto donde Toni está posicionado, con un margen de error más apreciable que un GPS pero suficiente para ajustar su ubicación.

—Me dejas alucinado.

No era un piropo. Lo estaba de verdad. Todos hemos visto en alguna película que los policías son capaces de detectar el lugar donde se encuentra el malo de turno con métodos semejantes. No había llegado a entenderlo hasta ese momento

—Dale entonces. Cuanto antes lo sepamos, mejor.

—Será cuestión de minutos.

Introdujo un usuario y contraseña y accedió a una pantalla que nos dio la bienvenida y solicitó el número de teléfono. Escribió el de Toni. El software nos solicitó educadamente que esperásemos mientras ejecutaba el trabajo para el que había sido programado.

—Mateo, tengo que preguntarte una cosa —me dijo mirándome con sus grandes ojos tristones, aprovechando la espera. Se rascó la calva y desprendió una nubecilla de caspa sobre sus hombros.

—Dime.

—¿Crees que hice mucho daño al chico que golpeé?

—No estoy seguro. Pero por la forma en que se desmayó, no pintaba muy bien que digamos.

—No quise darle tan fuerte, de verdad. No se que me pasó.

—Lo sé. Por eso es mejor no jugar con armas. ¿De dónde coño sacaste la porra?

—De Internet, de donde si no. Tengo más cosas, para cuando ocurra lo que ya sabemos.

—¿El caos informático que mencionaste?

—Sí. Tendré que defenderme. La antena me delatará como poseedor de un acceso privilegiado a la información.

—¿Y qué más tienes para defenderte?

Se levantó, abrió la puerta de la habitación, cerciorándose de que seguíamos solos en la vivienda y la cerró, empujando una caja para obstaculizar su apertura exterior. Después, abrió el armario y retiró cables, monitores y placas base hasta extraer una bolsa negra. Al apoyarla en el suelo resonó a metálico.

—Necesito que me jures que no vas a contarle nada de esto a mi padre.

—Julio, que ya somos mayorcitos, por Dios.

—De acuerdo.

Descorrió la cremallera y me mostró su contenido.

—¡Estás como una puta cabra! —solté sin poder remediarlo.

En su interior reposaban dos objetos semejantes a una pistola, otra porra como la que utilizó el día del robo, un par de esposas, pasamontañas y un chaleco que parecía blindado.

—¿Tienes pistolas guardadas en tu casa? Estás peor de lo que me pensaba.

—No son pistolas, hombre. Son Táser.

—Vaya, me dejas más tranquilo ¿Y eso qué es?

—Un arma de electrochoque. Inofensiva. Suelta una descarga eléctrica y deja inconsciente a quien la recibe.

—Julio, ¿te estás medicando?

—No sé a qué te refieres —dijo sorprendido, cerrando de nuevo la bolsa y metiéndola al fondo del armario.

—Me refiero a que me gustaría saber si estás tomando algún tipo de medicamento para la depresión, para dormir, ya sabes, para aguantar mejor todo esto del cáncer.

Empujó toda la basura hasta tapar la bolsa y cerró la puerta.

—Lo de siempre, nada nuevo. Luminal una vez al día.

—No me suena.

—Para la epilepsia.

Racionalmente sabía que los prejuicios contra los enfermos de epilepsia estaban superados hace mucho tiempo, que llevan vidas absolutamente normales, que siguiendo las pautas que les marcan los especialistas, no tiene por qué afectarles en nada. No obstante, siempre tenemos algo dentro de nosotros, esa parte poco educada que no somos capaces de domeñar, que se empeña en hacer saltar la alarma cuando nos enfrentamos a una persona con un estigma de ese cariz. No hace tanto tiempo, los epilépticos eran quemados acusados de posesión infernal. Desoí la sirena que me avisaba que era hora de salir de allí corriendo, en el acto, sin mirar atrás.

El ordenador pitó. En la pantalla se cargaba un mapa con varias coordenadas.

—¡Por fin! —exclamó, frotándose las manos, más por el picor que por expresión de satisfacción.

Julio trabajó sobre las distintas opciones que se le aparecían, todas incomprensibles, y señaló con el dedo un punto en el mapa.

—Allí está.

Me acerqué para tratar de identificar las calles que se dibujaban escuetas, sin la excelencia a la que nos tienen acostumbrados otras herramientas hoy en día.

—Aléjalo un poco, a ver si me sitúo.

Julio obedeció y obtuvimos una panorámica más amplia. Empezaba a cuadrarme el dibujo de las calles y avenidas.

—Acércalo un pelín.

Y lo tuve claro. Encajaron como un rompecabezas.

—Está en Moratalaz. Pero no sé qué es ese espacio amplio donde está detenido. ¿Es un parque?

—Vamos a contrastarlo con Google Maps.

Copió las coordenadas y en un segundo tuvimos nuestra visión de satélite. Los dos nos miramos estupefactos. Julio fue el primero en hablar.

—¿Qué hace en un campo de fútbol?

Los madrileños tenemos una tremenda suerte que no siempre valoramos como se merece. La red de transporte suburbano que inauguró el controvertido Alfonso XIII, acusado de perjuro y despilfarrador en el exilio, ha llegado a nuestros días convertida en un lujo que hay que apreciar en su justa medida. Sobre todo aquellos que preferimos discurrir por sus túneles excavados bajo la ciudad en vez de soliviantarnos en atascos en su superficie.

En uno de esos vagones, sentados, escapando a la curiosidad del resto de pasajeros con nuestras gorras, viajábamos Julio y yo camino del campo de fútbol de la Dehesa de Moratalaz, ansiosos por llegar lo antes posible. Toni podía moverse de lugar y no seríamos capaces de localizarlo hasta regresar al ordenador, suponiendo que entretanto no se le agotase la batería.

Tuve tiempo de resumir a mi amigo los hechos acaecidos después de abandonarle la pasada noche y él tuvo tiempo de pedirme perdón seis veces por haberse comportado como lo hizo. Estaba arrepentido de verdad y me juró que no volvería a pasar. Como ya he mencionado, soy extremadamente sensible a las personas que piden perdón, y con Julio no iba a ser menos. En cambio, no quise alentar sus esperanzas respecto al club hasta no tener claro lo que pasaba con el tercer miembro.

Para pasar el tiempo, cogí un periódico gratuito del asiento adyacente. Ojeé sus páginas fijándome más en las fotografías a todo color que en el texto. Las noticias de siempre aderezadas con nuevos comentarios. Una nota de siete líneas al final de una columna llamó mi atención.

DETENIDOS LOS PRESUNTOS RESPONSABLES DEL INCENDIO DEL ZOOLÓGICO

Tres integrantes del grupo ecologista radical «Libertad Animal» puestos a disposición judicial. Se les atribuye el secuestro de un delfín del Zoológico y el posterior incendio que destruyó un restaurante y las instalaciones de mantenimiento aledañas.

Todo lo que puede ir mal, irá a peor, pensé. No bastaba con los problemas que ya teníamos, sino que además habíamos generado una situación de injusticia hacia terceras personas. Tres inocentes estaban en manos de la policía por nuestra culpa. Tenía que hacer algo al respecto, aunque no ahora. Era imprescindible que me centrase en resolver una contrariedad cada vez o me colapsaría. Deseché temporalmente la inquietud que me provocaba la noticia.

En veinte minutos nos plantamos en nuestro destino. El atardecer parecía salido de una acuarela barata, con el horizonte cubierto por franjas de nubes carmesí, bandadas de gorriones volando de vuelta a sus nidos para cobijarse en la noche que se avanzaba y niños jugando en un parque cercano bajo la poco atenta mirada de sus madres. Daban ganas de clavar las uñas en esa realidad y arrancar el velo artificial instalado para dejar al descubierto los bastidores que se camuflaban detrás.

Caminamos diez minutos hasta llegar a la entrada de las instalaciones deportivas que albergaban el campo de fútbol, presididas por cuatro torres de focos y, a tenor del vocerío que llegaba desde dentro, ocupadas por un partido y un nutrido grupo de espectadores. La ventanilla del encargado del acceso estaba vacía, quizás gracias a los recortes que los políticos imponían en aquellos servicios que ellos no consideraban indispensables. O podía estar en el baño. No nos detuvimos a averiguarlo y pasamos sin contratiempos el torniquete.

Una avenida ancha, asfaltada y bordeada por dos canchas de baloncesto y dos de tenis, desembocaba en el espacio que gobernaba las instalaciones: un flamante campo de fútbol de césped con unas gradas en un lateral con forma de peineta, ocupadas por un público mayoritariamente masculino que jaleaba, insultaba y vitoreaba sin un criterio claro a dos equipos de niños prepúberes que se dejaban la piel con un afán que podrían tomar de ejemplo la recua de profesionales que ganan millones bajo el paraguas de agencias inmobiliarias disfrazadas de clubes de fútbol.

—Mira allí arriba —me dijo Julio, señalando la cúspide de una de las torres lumínicas, coronada con unos pétalos rectangulares—. Las antenas de telefonía móvil. Alguna de esas ha sido la chivata.

Nos acercamos a las gradas para localizar a Toni desde abajo. El espectáculo que allí se desarrollaba era turbador. Los padres, porque supongo que eso eran la pandilla de machos alfa que se levantaban de los asientos gesticulando y vociferando, alentaban a sus niños para correr, regatear, partir piernas y lo que se terciara en el camino necesario para la victoria. No soy un hombre de fútbol y esa tarde cimentó de forma definitiva mi convicción de que ese deporte era la nueva droga que los poderosos nos entregaban como vía de escape a la presión que de otra forma haría estallar la olla donde nos cocinaban a fuego lento. Padres que en sus hogares inculcaban a los hijos valores sobre el respeto, la responsabilidad y el esfuerzo, mutaban en generales de campo que enviaban a sus soldados a pelear las batallas que ellos no querían o no podían participar, en imitación de las falsas gestas que los canales de pago les vendían cada jornada de liga. Todos se creían entrenadores de un equipo de primera división.

—¿Le ves? —me preguntó Julio colocando la mano de visera.

—No, si se estuvieran quietos en sus sitios un par de segundos…

—¡Allí! ¡El que está sentado! —gritó emocionado, señalando con el dedo.

—¿Dónde? —me esforcé entrecerrando los ojos para afinar mi visión, algo menguada desde mi entrada en la cuarentena.

Me agarró del hombro y juntó nuestras cabezas para que siguiese mejor la dirección que marcaba con el índice. En efecto, allí estaba.

—Le veo. ¿Qué narices hace?

Sentado en su asiento, su actitud fuera de lugar entre la algarabía, con la cabeza apoyada en las manos y los codos en las rodillas, examinaba con detenimiento los movimientos de los jugadores sobre el campo.

—No sabía que le gustaba tanto el fútbol —expresé.

—Yo tampoco.

No era tan extraña nuestra falta de conocimiento al respecto. Prácticamente éramos unos desconocidos, pero algo en esa situación no me cuadraba con lo poco que conocía de él.

—¿Vamos? —preguntó mi amigo.

—Vamos.

Mi ansiedad por localizarle había desaparecido ahora que tenía garantías sobre su salud y paradero, sustituida por unas ganas locas de averiguar qué es lo que le había llevado hasta ese lugar.

Subimos una escalera de cemento hasta alcanzar la fila donde se sentaba, justo en el extremo contrario. Entre disculpas y aguantando alguna mención a nuestra santa madre, alcanzamos su asiento. A su derecha había uno libre. El del otro lado estaba ocupado.

—Perdone, ¿le importa moverse de asiento? —rogué con gran amabilidad. El ocupante valoró si aceptar mi propuesta y creo que lo hizo por misericordia. Nuestro aspecto era un gran aliado a ese nivel.

Nos sentamos, uno a su izquierda y otro a su derecha. Toni nos miró y siguió atento al juego.

—Hola Toni —le saludé y Julio le dio una palmada en el hombro, una imitación barata de la suya.

—Hola —nos respondió.

—¿Se puede saber qué haces aquí? Silvia está muy asustada. Esta mañana me ha llamado para pedirme que te buscara.

—Típico de ella. ¿Cómo me habéis encontrado?

—Tienes el móvil encendido —explicó Julio—. Hemos localizado la antena a la que estabas conectado y …

—Corta el rollo —le interrumpió—. Quiero estar solo.

—Pues has buscado el peor sitio para conseguirlo. ¿Desde cuándo te gusta el fútbol?

—No me gusta.

—Ahora sí que no entiendo nada —dijo mi otro amigo con una risita nerviosa.

—No pretendo que lo entiendas. Es posible que este no sea el mejor lugar donde puede pasar el rato este cafre —me dijo señalando a Julio—. Lo mismo le da una paliza a algún chaval.

Julio demudó el rostro y se hundió en el asiento, abatido. Tenía que defenderle.

—Eso ha sido un golpe bajo. No tenía intención de hacerle daño al chico. Además, lo hizo para protegerte. Me ha prometido que no volverá a repetirlo.

—¿Para protegerme? Valiente cabrón.

Julio estaba a punto de echarse a llorar.

—Toni, no es justo que le trates así. Se nos fue de las manos, eso es todo. Jugamos con fuego y nos quemamos. Además, llamé al hospital para preguntar por el muchacho y me dijeron que estaba bien. Un par de días de reposo para quedarse tranquilos y a casa —mentí.

Eso pareció quitarle un peso de encima.

—¿De verdad?

—De la buena —aseguré. Julio permaneció en silencio ante mi mentira.

Toni soltó una carcajada y le pegó un puñetazo en el hombro a Julio. Fuerte. De esos que duelen.

—¡Ay! —se quejó.

—Te jodes, por mamonazo. Si vuelves a hacer algo así, te estrangulo con mis manos. Júrame por tu madre que no lo vas a repetir.

—Hombre, por mi madre, jurarlo, no se…

—¡Júralo o da por acabado ahora mismo el club! —insistió muy serio.

—Lo juro.

Toni le abrazó, propinándole su mejor palmada en la espalda.

—¡Bien! Los tres juntos otra vez. Como Dios manda.

Dios tenía poco que ver en eso, cavilé. No había vuelto a pensar en el chico ni en su suerte. Lo mismo estaba parapléjico, encadenado de por vida a una silla de ruedas o una cama. No me dejé llevar por el desánimo. Si existía un Dios pronto echaríamos cuentas con él y poco podíamos hacer al respecto. Lo único real de verdad era la amistad que nos unía, incipiente e inmadura aún, pero satisfactoria para olvidar lo que nos esperaba al final del camino.

—¿Volvemos a casa? —pregunté.

—Aún no. Quiero terminar de ver el partido.

—¿Vas a contarnos cuál es tu interés en participar en este circo?

—No.

Su negativa no admitía réplica. Julio aceptó este hecho el primero y sacó su smartphone, dedicándose a lo que se dedican los informáticos en sus teléfonos, que poco me importaba. Yo me resigné por no perjudicar la recuperación de nuestra amistad, una fraternidad nueva y fresca que anulaba mis antiguos esquemas; sin necesidad de pasados compartidos, sin exigencias, libre de cargas. Con esa convicción, me apoyé en el respaldo del asiento y miré el discurrir del balón entre los pies de esos pobres niños esclavos de las pasiones de sus mayores.

El partido llegaba a su fin. Por los comentarios de nuestros vecinos de grada supe que restaban diez minutos, añadiéndole el tiempo que determinase el árbitro, un señor regordete que sufría lo indecible para mantener el orden dentro y fuera del campo. Cada empujón era una falta para un sector del público y una exageración para el otro, el revolcón de la víctima de una patada en la espinilla era motivo de indignación o de burla, según la filiación del pequeño que se retorcía en el césped de un color radioactivo.

—¿Por qué está tan verde la hierba? —quiso saber Julio.

—Es artificial —aclaró Toni sin dejar de seguir el juego.

El informático tecleó algo y complementó la información de nuestro amigo.

—Cuatro veces más rentable que uno natural.

Y como ninguno estimamos su averiguación, yo por desprecio al propio deporte que motivaba su dato y Toni porque era así, se sumió de nuevo en su mundo virtual.

El árbitro elevó los brazos y extendió tres dedos. Los minutos que prorrogaba el tiempo oficial del partido, supuse. Y el marcador señalaba empate.

Ese fue el acicate para que el equipo con la equipación blanca y negra descargase al unísono su último empuje de coraje, vitoreados por la parte de la grada que esa noche les arroparía después de una buena ducha y una cena especial para «campeones de mamá» si ganaban. La explosión de ímpetu cogió desprevenido al otro equipo, el de rojo y blanco, cuyos jugadores se replegaron para aguantar el tirón, mientras su entrenador se arriesgaba a una afonía crónica azuzando a los más adelantados para que acompañasen a sus compañeros cerrando filas frente al portero. La testosterona flotaba en el aire. Toni se incorporó sin pronunciar palabra, con los puños cerrados y yo no le imité por poco. Un caudal de virilidad legendaria nos cubría y reaccionábamos como habíamos sido aleccionados desde que no éramos más que unos primates. Sustituid los vaqueros y chaquetas por pieles, los móviles por palos y tendríais una bella estampa prehistórica. Los gritos de unos y otros aceleraban mi respiración. Julio ya no jugaba con su móvil. Toni murmuraba entre dientes.

—¡Vamos, vamos, vamos!

El número siete de los blanquinegros pasó el balón al nueve, que dribló con gracia el ataque de un contrincante y cambió la jugada a la banda contraria con un tiro maestro que se elevó en el aire por encima de las cabezas hasta caer con precisión a los pies de un niño moreno y ancho de espaldas, el número catorce. Estaba sólo. Un pasillo de jugadores permitiría una breve carrera en solitario sin más obstáculo que el portero petrificado por la responsabilidad que recaía sobre su figura. Durante un segundo todos callamos, conteniendo la respiración, hasta que una voz se elevó en el campo.

—¡Ahora!

Me asusté porque el grito provenía de mi izquierda. Julio también se sobresaltó y dejó caer el teléfono al suelo. No lo recogió, sino que siguió esperando la acción del número catorce.

El niño corrió dos pasos, con el esférico pegado a sus pies. Entonces se desató la vorágine.

Los dos entrenadores aullaron y el público apagó sus órdenes.

Dos jugadores del equipo contrario se impulsaron con determinación para frenar su avance, pero era demasiado tarde. Ya estaba elevando el pie izquierdo para chutar y el portero se preparó flexionando las piernas, los guantes a la altura del pecho, bailando como un boxeador.

Era su momento de gloria, un gladiador moderno dispuesto a rebanarle el cuello a su adversario.

Una sombra blanca y negra apareció por detrás y le barrió a la altura de los tobillos, derribándole aparatosamente, entrelazados en un caos de piernas y brazos.

Rugidos de rabia de unos, de alivio para otros. El árbitro pitó señalando al jugador que había cometido la falta, sacando una tarjeta amarilla.

Y Toni corrió por el pasillo hacia las escaleras. Julio y yo nos miramos, desorientados. Le vimos bajar los escalones de tres en tres, los puños todavía cerrados, como un misil teledirigido. Saltó la valla que rodeaba el campo de fútbol y se acercó al niño que seguía tendido, doliéndose de la articulación triturada por la entrada.

Todo me cuadró de golpe y corrí al lado de mi amigo. Agarré a Julio de la manga y le obligué a seguirme. Mientras descendíamos, el árbitro intentaba apartar a Toni del niño que lloraba a sus pies. En el forcejeo se le cayó la peluca, dejando al descubierto su gran calva que refulgía con el brillo de los focos.

Antes de que llegásemos a él, otro hombre se arrodilló al lado del lesionado. Por su expresión compungida supe que era el padre de la criatura y que se arrepentía de haber motivado a su retoño a participar en ese juego.

—¡Apártese de mi hijo! —le espetó a Toni, desequilibrándole de un empujón.

Toni se revolvió como un gato y le devolvió el empellón. El hombre se quedó sentado de culo y boquiabierto. El árbitro intervino situándose entre los dos.

—¡Señor, le ruego que abandone el campo!

—¡Que te den por culo, gilipollas! —fue la respuesta de nuestro amigo.

El árbitro enrojeció de ira y le sacó una tarjeta roja. Toni se la robó y la rompió en su cara, lanzándola al aire y volviendo a agacharse al lado del niño, que ya no se quejaba y contemplaba la escena algo asustado.

—¿Estás bien? ¿Te duele mucho?

Me acuclillé y le dije.

—Toni, tenemos que irnos. Esto es inapropiado.

—Déjame en paz. ¿No ves que le duele?

Una patada en el costado le apartó definitivamente y a mí me echó atrás. Me apoyé en las manos para recuperar el equilibrio por instinto y la súbita presión en las palmas heridas me obligó a soltar un quejido. El padre había reaccionado. Se interpuso protegiendo a su hijo.

—¡No te lo vuelvo a repetir. Aléjate de mi hijo o te parto la cara!

Toni se carcajeó y se incorporó con dificultad. Julio quiso ayudarle y él le apartó de un codazo. Se plantó frente al padre y le encaró.

—Este niño no es tu hijo.

Ya estaba dicho. Justo lo que me temía.

—¿Qué dices? —preguntó el padre con la barbilla temblándole.

—¡Mírate, esperpento de mierda! ¡Y después mírale a él! ¿Cómo va a ser tu hijo, calzonazos?

Extrañamente, el padre no contestó a la acusación.

—He dicho que te vayas. No vuelvo a repetirlo. Atente a las consecuencias.

—¿Qué vas a hacerme?

—Papá —balbuceó el niño.

—Este pusilánime no es tu padre. Yo soy tu padre.

El puño de quienquiera que fuese ese hombre, padre biológico o no, se estrelló en la boca de Toni, que cayó de espaldas y se quedó en el suelo riéndose y escupiendo sangre.

—Eres un impotente y tu mujer casi me obliga a follarla en la trastienda de la farmacia, rodeados de cajas de condones. Me enteré de su embarazo antes que tú, capullo.

De un salto, el hombre le incrustó la punta del zapato en el vientre. Toni dejó escapar un «¡uf!» y dejó de reírse.

Me repuse de la conmoción y rodeé al hombre con mis brazos para separarle. Julio interpretó erróneamente mis intenciones y le propinó un puñetazo en el estómago.

—¡Esto para que vuelvas a tocar a nuestro amigo!

—¡Me cago en la puta, Julio! ¡Otra vez no! —dije soltándole. Cayó al suelo hecho un ovillo.

El árbitro se alejaba de nosotros aterrorizado. Y por las gradas bajaba un alud de padres enfurecidos. Me acordé de una película de zombis, donde los protagonistas giran una esquina y se encuentran con una horda de muertos vivientes que les descubren y corren hacia ellos imparables.

—¡Vámonos! —les conminé. Y absurdamente, recordé la frase que chilló el protagonista de la película—. ¡Corred por vuestras vidas!

Levantamos a Toni entre los dos. Los primeros padres estaban ya saltando la valla.

—¡Toni! ¡O corremos o nos matan!

Mi amigo se agachó, plantó un beso que manchó la frente del niño, recogió su peluca y nos propuso, con los labios teñidos de rojo.

—¡Maricón el último!

Corrimos y corrimos, huyendo de la marabunta de padres furiosos que se lanzaron en nuestra persecución buscando vengar la violación de su espacio sagrado.

En realidad dejaron de perseguirnos pronto, en cuanto salimos del terreno de césped artificial, pero yo no dije nada y seguí azuzando a mis amigos desde la retaguardia, gritándoles para que mantuviesen el ritmo y no cesasen en su carrera. Lo hice por el mismo motivo por el que en ocasiones contenemos las ganas de orinar sin necesidad real. La intensidad de las sensaciones de alivio se acentúa si antes has sufrido lo suficiente.

Después de un par de minutos de galopada, entre quejas y flatos, llegamos al coche robado, que se abrió en cuanto la tarjeta de arranque detectó la presencia cercana de su portador.

Toni nos sacó de allí derrapando las ruedas escandalosamente, sin mirar atrás, y en un santiamén nos metimos en la circulación de la ciudad. En el habitáculo del coche olía a sudor de macho y emoción, una mezcla que retroalimentaba la exaltación en que nos encontrábamos. Dijimos palabrotas y obscenidades, nos frotamos las calvas y nos arreamos puñetazos en los hombros. La música de Judas Priest, la favorita de mi amigo, nos animaba a ese pulsar bestial de adrenalina.

El ambiente se disipó cuando Julio abrió su ventanilla y asomó la cabeza para vomitar sin pedir permiso. Ni falta que le hacía. Ese vehículo era tan suyo como de todos y si tenía necesidad de manchar su carrocería de comida digerida estaba en pleno derecho de hacerlo. Ese dato me llevó a plantearme una cuestión de prioridad.

—Tenemos que deshacernos de este coche.

—Mateo tiene razón. Como nos pillen con él nos va a caer un buen paquete —dijo Julio retirándose grumos de la mejilla con el dorso de la mano.

—Por mí, perfecto. ¿Cómo lo hacemos?

—Lo aparcamos en cualquier lado y ya está —comenté. Soy de esas personas que creen que en la sencillez está la excelencia.

—Ni hablar —dijo Julio—. Nos puede grabar alguna cámara de seguridad. Y tenemos que eliminar las huellas dactilares.

—Que no vamos a dejarlo delante de un banco, coño.

—¿No sabes que el setenta por ciento de los crímenes se solucionan por grabaciones desde webcams y cámaras de aficionados? Estamos constantemente vigilados.

Conociendo la fantasía conspiratoria de Julio, no me tomé muy en serio su aseveración. Sin embargo, Toni se mostró de acuerdo.

—Pues buscamos otra forma. ¿Qué os parece quemarlo?

—Buena idea —apoyé. Quería deshacerme de nuestro vínculo criminal lo antes posible. Pasada la euforia, mi antiguo y pragmático yo estaba acrecentando su preocupación con cada metro que rodábamos.

—No tan buena. Estamos en el mismo supuesto que antes. Las llamas pueden atraer la atención de alguien —rebatió el informático.

—Oh, vamos. ¿Quién va a interesarse por una hoguera en un descampado? Podemos salir a las afueras y prenderle fuego.

—¿Y qué combustible usamos?

—Gasolina, por supuesto.

—¿De dónde la sacamos?

—Del depósito.

—Es un diesel. Y el gasóleo no arde por combustión, sino por presión.

—La compramos en una gasolinera.

—¡Que tiene cámaras!

—¡Vale, me rindo! ¿Qué has pensado, chico listo?

—Sumergirlo —propuso Julio, dándose la vuelta y mirándome con ilusión.

—No te sigo —dijo Toni.

—El mar nos pilla un tanto alejado —bromeé irónico.

—No hace falta ir tan lejos. Tenemos el lago de la Casa de Campo.

Toni detuvo el coche en un hueco, cuidándose mucho de estacionarse debidamente para no llamar la atención. Se dirigió a nuestro amigo con voz grave.

—Julio, que nos vamos conociendo ¡No me jodas!

—¡Eh! Que no es lo que te piensas. Es en serio —se defendió el otro, levantando las manos.

—Ya. Te crees que he nacido ayer.

—Siento interrumpir, pero ¿qué es lo que piensas que está pensando?

Toni se giró para hablarme frente a frente.

—Su segundo deseo.

—¿Qué pasa con su segundo deseo?

—Que por eso quiere que vayamos allí a hundir el coche.

—Me he perdido chicos. Habladme claro. Estoy agotado y la cabeza no me da más de sí.

—Díselo tú —conminó a Julio.

—Toni, ya te he dicho que no tiene nada que ver con eso.

—Bueno, pues se lo cuento yo. Aquí el Casanova quiere irse de putas.

—¿Y qué tiene eso que ver con la forma de deshacernos del coche?

—Macho, estás atontado. ¿Qué fauna es la más abundante en ese parque?

—Vale, ahora caigo. Sin embargo, tu idea es absurda. Las huellas dactilares no se borran con el agua, porque son grasa, y salvo que los peces del lago se dediquen a lamerlas, cuando lo saquen del fondo los del CSI van a tener un magnífico muestrario a su disposición.

—Creía que era una buena idea.

—Tú lo que creías es que nos ibas a engatusar para llevarte al paraíso de las putas —acusó Toni—. Yo tengo una idea mucho mejor. Sin riesgos y con un alto beneficio.

—¿Cuál es?

—Vendemos el coche a un tío que conozco a cambio de algo de maría. Dicen que es beneficiosa para el cáncer.

Perfecto. Otra de las grandes ideas de Toni. No nos bastaba con secuestrar animales y con un robo con violencia. Ahora íbamos a engrosar nuestra lista de crímenes con un delito de tráfico de bienes robados y compraventa de sustancias ilegales.

Aunque era emocionante. Y no faltaba a la verdad cuando afirmaba que el consumo de marihuana minimizaba los efectos colaterales de la quimioterapia.

—Me parece bien.

Julio me miró extrañado. Yo sonreí con picardía. Él no era el único que podía romper los esquemas a los demás.

—¡Cojonudo! Tengo el contacto perfecto y no está muy lejos de aquí. Nos vamos al barrio de la Asunción.

—¿El de las chabolas?

—Si los dos estáis de acuerdo, yo me uno —apoyó Julio ajustándose el cinturón de seguridad, como si acudir a un poblado de drogadictos fuese una carrera de rally—. Pero ¿y las huellas?

—Esos gitanos tienen tanta mierda en las manos que las nuestras desaparecerán entre su roña. Y antes de que nos dé tiempo a volver a casa, este coche estará camino de marruecos en piezas. Dejadme hacer una llamada.

Me acordé de Silvia. Le había prometido que la llamaríamos cuando localizásemos a su marido y me había olvidado de ella.

—Espera, espera. Llama antes a tu mujer. Estaba desesperada por saber algo de ti.

—¿De verdad?

—Muerta de miedo.

Sacó su teléfono y marcó el número de su casa.

—¿Cariño? Si… Espera… No. No llores. Vamos mujer, tranquilízate. Estoy bien… Claro que voy a volver a casa… ¿Cómo te iba a abandonar, con lo que yo te quiero?… Después te explico… No, no me ha pasado nada… Pues claro que te quiero… si me levanto empalmado cada mañana por ti… ¡jajaja! Esa risa es la que me gusta escuchar… No, no tardo mucho. Voy con los chicos a hacer un recado y me planto allí en un par de horas… tú espérame como me gusta… hombre, ¿cómo no voy a tener fuerzas?… chao. Te quiero… Yo más… Cuelga tú… que cuelgues… venga, los dos a la vez… una, dos y tres.

Colgó y volvió a marcar.

—No se me resiste ni una. Soy un dios, como Apolo.

—Eros —corregí.

—¿Quién?

—El dios del amor era Eros. Apolo era el dios del sol.

—Pues ese también. Silencio ahora… ¿Rafael?… ¿Qué pasa machote? Soy Toni… ¿cómo que qué Toni, so mariconazo? El que te compra la farlopa a paletadas… el del BMW… ahora sí te acuerdas… ¿cómo te va la vida?… quiero hacer un trato contigo… claro que es bueno… si te parece me paso por allí en veinte minutos y te cuento… ¿donde siempre?… No, no llevo el BMW… otro… que no, que ya te explico cuando esté allí… Iré acompañado… Unos amigos de confianza… En veinte minutos… Eso es, te espero dentro del coche… eso es… hasta ahora.

Se guardó el móvil y encendió las luces.

—Todo listo.

—¿Quién es ese Rafael? —quise saber, precavido.

—Un camello capaz de vender a su madre por un buen fajo de billetes. Es de fiar.

No quise hacerle caer en la cuenta de que una persona capaz de comerciar con la mujer que te ha traído al mundo jamás puede ser fiable. Con Toni ese tipo de discusiones estaban fuera de lugar.

Arrancó el motor. Antes de maniobrar, Julio le agarró del brazo.

—Espera. Quiero cerrar un tema antes de nada.

—Tú dirás.

—El próximo deseo. Quiero decidirlo ya.

—Nos toca la tercera tanda de quimioterapia en tres días. Yo necesito descansar y recuperarme. Si me presento así, no sobrevivo —afirmé convencido. No le mentía. Me dolía hasta el alma. Y a juzgar por su vómito y las ojeras de Toni, ellos también estaban necesitados de una buena dosis de cama y cuidados familiares.

—Podemos posponerlo para después. No obstante, quiero dejarlo preparado. No sabemos cómo vamos a terminar. Si terminamos.

Toni suspiró impaciente.

—Ya tenemos al cenizo de Julio jodiéndonos la tarde.

—Insúltame si quieres, pero según las reglas de nuestro club, me toca a mí decidir el próximo deseo.

—Que tiene que ser más emocionante que el anterior —recordé.

—Y lo será.

—Veámoslo.

Toni tamborileaba sobre el volante, impaciente.

—Vamos a llegar tarde.

—Pues… quiero que nos vayamos de putas.

—¡Vaya, que sorpresa! —se burló Toni, golpeando la palanca de cambios—. ¿No lo había dicho yo? ¿Qué tiene de emocionante tirarse a una puta? Salvo que te gusten las cosas raras.

Julio guardó silencio. Ya estábamos. Otra vez de vuelta a la noria demencial del club de los cancerosos.

—¿Qué tipo de cosas raras? —preguntó mi amigo, apagando el motor y las luces.

—No son raras. Son distintas —se defendió.

—Raras, distintas, llámalas como quieras. ¿Qué clase de locura se te ha ocurrido?

—Me han hablado de un sitio especial.

Esto no marchaba por buen camino. Prostitución y sitios especiales eran una combinación que auguraba un desastre de proporciones incalculables. Era urgente que encauzase esa conversación.

—Actuemos con cabeza, por favor.

Julio me atrapó por la pechera y me acercó con brusquedad a su rostro. Se señaló el cráneo. Ahí estaba otra vez Mr. Hyde.

—Es por mi cabeza por lo que quiero elegir ese deseo. Más bien, por lo que tengo dentro. ¿No os he contado que he empezado a mearme encima por las noches?

—Oh, ¡por favor! —interrumpió Toni—. Pues cómprate unos pañales.

Julio le asesinó con la mirada.

—Claro, para ti es fácil decirlo. Como no tienes dos tumores del tamaño de una pelota de ping-pong en el cerebro, te crees con derecho a juzgar mis deseos.

Toni se revolvió en el asiento y le sujetó de la manga.

—Cállate tarado. ¿Qué sabrás tú? Yo voy a dejar una viuda. Le juré que iba a cuidarla siempre. Tú no tienes a nadie. ¡Nadie! —un ataque de tos interrumpió su diatriba.

Julio rompió en llanto como si le hubiesen asestado una puñalada y me soltó. Toni hizo lo mismo con él.

—Vamos hombre, no te lo tomes así —le pidió, arrepentido en el acto.

El informático sollozaba tapándose con los antebrazos.

—No ha querido decir eso. Ya sabes que es un animal —intenté calmarle.

Bajó los brazos sin dejar de llorar. Tenía los ojos enrojecidos y le salían lágrimas espesas, más parecidas a legañas, tirando a un color verdoso bastante desagradable.

—No tenéis ni idea de lo que es morirse sin haber tenido a una mujer que te desee.

Se limpió las lágrimas-legañas y nos dijo.

—Quiero acostarme con una mujer y quiero que sea de la forma en que a mí me gusta. Me lo merezco.

Toni cedió de inmediato.

—Claro, amigo. Lo que tú quieras. Es tu deseo. ¿Estás de acuerdo, Mateo?

—Por supuesto.

A hechos consumados, hubiese sido más sensato pensarme algo más la respuesta. Pero ¿qué sabía yo entonces de los gustos de Julio?

—¿Vas a explicarnos ahora lo que ha pasado en el campo de fútbol?

Preguntaba a Toni mientras nos dirigíamos al poblado chabolista en el que nos esperaba el contacto que nos libraría del coche robado. Julio miraba por la ventanilla y se rascaba los pómulos.

—Es una vieja historia.

—Estaré encantado de oírla. Por su culpa te bailan dos dientes y a nosotros casi nos dan una paliza.

Toni se miró en el espejo retrovisor y se movió con la lengua los incisivos centrales. El labio superior se le había hinchado asimétricamente y le otorgaba una mueca sarcástica permanente. Tosió y paladeó la flema.

—Tiene buena pegada el puto eunuco ese.

—No te vayas por las ramas.

—Te lo resumiré para no aburrirte. Yo pasaba una mala época con Silvia y Juani me consoló.

—Supongo que Juani es la farmacéutica que te tiraste.

—Juani era una mujer impresionante. Culta, inteligente y caliente. Muy caliente. Enseguida conectamos y en la segunda visita cerró la farmacia y me violó. A pelo, como mandan los cánones.

—Así que la culpa fue de ella —comenté irónico.

—¿A mí que me cuentas? Pasé al despacho de la trastienda para enseñarle unas octavillas de un nuevo producto capilar y se quitó la bata antes de que tuviese tiempo de reaccionar.

—Y tú entraste como un miura al trapo.

—¿Acaso tú te hubieses resistido? Yo soy muy hombre y cuando se bajó las bragas y me pidió que la follase sobre la mesa no pude negarme.

—Y no fue la única vez.

—Claro que no. Ya te he comentado que teníamos problemas de pareja. Juani fue muy comprensiva y me escuchó sin juzgarme. Ella misma me ofreció consejos con los que conseguí solucionar la situación con Silvia. Me compraba regalos para ella, me forzaba a llamarla desde la farmacia para recordarle lo mucho que la echaba de menos… Incluso me reservó la mesa para la cena que nos reconcilió definitivamente. Era una santa.

—Hasta que se quedó embarazada.

Julio seguía con atención la conversación.

—Nos vimos diez o doce veces hasta que me vino con la noticia. Estaba embarazada de dos meses y no podía ser de su marido.

—¿El que te pegó en el campo de fútbol? —preguntó Julio. Toni asintió y volvió a toser.

Nos detuvimos en un semáforo y se nos acercó un mendigo ofreciéndonos pañuelos de papel. Me acordé de mi mendigo, el que ahora se pasearía por los suburbios con mi ropa. Bajé mi ventanilla y le llamé.

—Dame dos paquetes, por favor.

El hombre, un anciano, me sonrió y me pasó su mercancía. Yo le di dos euros.

—Muchas gracias. Dios le bendiga —me dijo.

—Dios está muerto —respondí y subí la ventanilla.

Arrancamos dejando al mendigo parado y atónito por mi respuesta.

—Estás como una cabra, macho —me dijo Toni.

Sin responderle, abrí la ventanilla otra vez y escupí. La boca me sabía rarísima. El gesto se me hizo extraño porque yo no era un hombre de esputos, como tantos otros que quieren demostrar su hombría ensuciando las aceras con sus gargajos inmundos.

—¿Qué pasó cuando el marido se enteró? —quiso saber Julio.

—Nada. Calló y aceptó sus cuernos. Supongo que fue consciente de que la paternidad no era suya y aun así no hizo nada. Juani me contó que llevaban años sin que él se la metiese. Tenía un problema de algún tipo con la próstata y no era capaz de empinársela ni mamándosela dos horas. Él al principio intentó ser consecuente con su papel y buscaba formas de darle placer con las manos y consoladores hasta que ambos se aburrieron de ese teatro. Desde entonces, no volvió a tocarla con las manos y los consoladores pasaron al cajón de ella, de donde los sacaba cuando ya no podía más.

—¡Qué idiota! —comentó Julio.

—Según me contó, llegaron a un equilibrio en la relación y hasta creían ser felices. A pesar de eso, a ella le hacía falta un buen rabo y allí estaba yo para satisfacer esa necesidad.

—¿Y asumió la paternidad sin más?

—Qué remedio. Tenía sentimiento de culpa por no darle a su mujer lo que necesitaba. Además, ella alguna vez le había echado en cara que no podía ser madre por su culpa.

—Qué gilipollez. Aún siendo impotente tienes esperma. Podían haber tenido ese hijo por inseminación artificial.

—Eso le dije yo y me contestó que la que se negaba a ese tipo de embarazo era ella. No quería que le metieran una jeringa con el semen de su marido. No le parecía natural.

—No, si incluso le hiciste un favor.

Julio me rio la gracia.

—Ya me gustaría a mí hacer favores de ese tipo.

—Salvo que no fue un favor sino una vulgar manipulación —manifesté.

—¿A qué te refieres?

—Vuestra aventura se terminó cuando te sacó la chicha que necesitaba.

Mi amigo me miró de reojo, sin terminar de entender la fundamentación de mis comentarios.

—No me dirás que no te diste cuenta. Ni tú eres tan tonto.

—¿Que no me di cuenta de qué? O me dices de una puta vez a lo que te refieres o te bajo del coche y te vas a tomar por culo a tu casa. ¿Tú sabes a qué se refiere este bobo?

Julio se encogió de hombros y negó con la cabeza. No se atrevió a comentar nada en voz alta.

—Siento lastimar tu hombría —continué—, pero el embarazo no fue accidental. Está claro que ella quería tu pene para ser fecundada y que te mantuvo a su lado esa temporada hasta que consiguió su objetivo. Y su interés en que te arreglases con Silvia no era debido a su carácter altruista. Es obvio que si no conseguías solucionar tus desavenencias con tu mujer, era posible que te encaprichases con el niño y con ella, y eso supondría un desastre para su matrimonio, que quería mantener a toda costa. La única forma que tenía de evitarlo era que te reconciliases con Silvia. Ella sabía que si Silvia llegaba a conocer un hecho así, destruiría definitivamente vuestra relación de pareja. Esa mujer te usó como un contenedor de semen. Obtuvo de ti lo que no conseguía de su marido y de paso evitó una inseminación artificial.

Se hizo el silencio en el interior del vehículo mientras Toni digería la información. Conducía sin apartar la mirada de la carretera, agarrando el volante con las dos manos, conteniendo los espasmos de los bronquios sin éxito. Tenía los nudillos blancos de la presión. Julio había retomado su actividad anterior y se fijaba en los edificios que dejábamos atrás, tarareando una cancioncilla sin ritmo. Más tarde me confesó que no había sentido tanta vergüenza ajena en su vida.

Por fin, Toni expresó su malestar.

—¡Será hija de puta!

—Lo siento —le consolé.

—¡Tú que vas a sentir!

Toni puso el intermitente para salir de la vía principal por la que circulábamos y nos desviamos por una carretera mal asfaltada y peor iluminada. Al final de la misma, el horizonte refulgía levemente. Numerosas personas caminaban por los arcenes como sombras, nerviosos y activos los que avanzaban en dirección al poblado y, los que volvían, arrastrando los pies como si el mero hecho de dar un paso tras otro fuese una tarea titánica.

—Malditos yonquis —opinó mi amigo.

Julio se puso visiblemente nervioso.

—¿Estamos seguros aquí?

—Si no nos paramos y mantenéis las ventanillas cerradas, sí. ¡Y por Dios, deja de mirarles como si fueran fantasmas! Estamos dando el cante. Mira al frente, ¡cojones!

El coche avanzaba despacio, entre tumbos cada vez más bruscos a medida que el asfalto desaparecía y era sustituido por un firme de grava horadado por socavones y charcos. Las sombras que nos escoltaban nos miraban cuando les iluminábamos con los faros.

—¿Por qué fuiste a verle? —le interpelé mientras me sujetaba a la puerta para mantener el equilibrio.

—¿A quién?

—Al niño.

—Voy a sus partidos cada domingo desde hace años. Es mi hijo. Silvia y yo nunca los hemos tenido porque no nos veíamos cuidando un mocoso toda nuestra vida. Eso no quita que me sienta responsable. Tiene mi sangre y esa es una cuestión que no puedo descuidar. Nada más enterarme abrí una cuenta bancaria para que pueda estudiar en la Universidad. Lo tengo todo listo en mi testamento.

—¿Y nunca le has dicho nada a tu mujer? —preguntó Julio.

—¿Tú estás tonto? Si le cuento que tengo un hijo me mata. Aunque no se lo digo, ella sabe que echo una canita al aire de vez en cuando y no pasa nada por eso. Pero de ahí a tener un hijo con otra hay un abismo.

—¿Y dónde pasaste la noche? Porque no volviste a casa.

—No tengo por qué aguantar este interrogatorio.

—¡Cuidado! —grité.

Un drogadicto se hallaba tendido en mitad de la carretera.

—Voy a ver qué le pasa —propuso Julio, echando mano al pestillo de la puerta.

Toni le agarró la mano.

—Ni de coña. Tú no salgas. Le rodearé para no atropellarle.

—Pero…

—¡Ni pero ni hostias! Si abres esa puerta y sales, te dejo aquí tirado. A ver cuánto duras.

Julio se recolocó en el asiento.

—Está bien. Ten cuidado.

Esquivamos el cuerpo y seguimos adelante. Yo me giré para mirar atrás y vi como la figura se levantaba y otras tres acudían a su encuentro. Una emboscada fallida.

—Ya llegamos.

Tomamos una pendiente y al llegar a su cumbre, pudimos contemplar una llanura cubierta de infraviviendas iluminadas por hogueras y postes de la luz de los que brotaban miles de cables. Las calles del barrio aparecían erizadas por una multitud que deambulaba de aquí para allá sin un patrón demasiado claro. Los arcenes estaban tan transitados como la Puerta del Sol en un día festivo y muchas personas arrastraban enseres de distinto tipo, en brazos o en carritos de la compra.

—¿Qué llevan?

—Lo que sea. Todo lo que tenga algún valor para cambiarlo por una papelina. Aquí el dinero no es la única moneda.

—Yo pensaba que ya no había drogadictos —expresó Julio.

—¡Uy! Ahora hay menos que hace unos años. Tendrías que ver esto en los ochenta. Era diez veces más grande y había hasta policía controlando el tráfico.

Fuimos avanzando con cuidado, deteniéndonos alguna vez para no pasarle a nadie por encima, y estacionamos en una callejuela repleta de palés y cajas de cartón. Un niño salió corriendo de las sombras y desapareció en una vivienda. Toni sacó su teléfono e hizo una llamada.

—Ya estoy aquí… sí, con un Opel Insignia… te espero.

Colgó y nos dijo.

—Dejadme que sea yo el que hable.

—Yo tengo una pregunta —intervino Julio—. ¿Cómo vamos a volver al mundo civilizado si le entregamos el coche?

—Porque no se lo voy a dar aquí, alelado. Lo negociamos y se lo damos cuando regresemos. Aunque no te lo creas, este sitio está lleno de picoletos camuflados y no quiero que nos vean dejando un coche a un yonqui. Podría despertar sospechas.

Nos sobresaltaron dos golpes en la ventanilla del conductor.

—Ahora a portarse bien —nos ordenó Toni.

Bajó la ventanilla y nos inundó un soplo de olor a humo y basura.

—¿Qué te ha pasado? Pareces un muerto —dijo el camello. En la oscuridad que nos rodeaba no podíamos verle las facciones. Tenía un tono de voz nada apropiado para un traficante de drogas, bien timbrado y con una pronunciación exquisita.

—La vida, que es muy dura. Déjame salir y hablamos.

Toni esperó a que el hombre se retirase a un lado y salió al exterior. A través de la ventanilla abierta les escuchábamos dialogar sin llegar a entender lo que decían, tal era el bullicio ambiental que nos rodeaba: risas estridentes de mujeres, varones llamándose a voces, los gritos de los niños que jugaban en medio del caos y algún que otro estampido que no supe distinguir con claridad si eran disparos o explosiones de un motor. El lugar tenía mucha vitalidad, de eso no había duda. Una vida descontrolada y desordenada que sobrevivía en la frontera que la sociedad establece como normal y que se nutría de aquellos miembros que, sin lugares como aquel, no serían capaces de mantenerse cuerdos en la jaula de barrotes de oro en que se les encerraba. Aquel poblado tenía un atractivo extraño. Sentado dentro de ese coche robado, espectador frío y distante, sentía cómo las barreras que marcaban los límites entre lo correcto y lo incorrecto se difuminaban y no supe distinguir qué colectividad era parásita de cual.

—Este sitio me da escalofríos —dijo Julio, subiendo el cristal del piloto.

—A mi también.

Lo que no le comenté a Julio es que a mí me los producía porque me sentía más cercano a sus habitantes que a los que dejamos en la carretera principal. Nosotros también nos habíamos convertido en parias y estábamos saliendo del grupo que nos había criado, educado y mantenido hasta el momento en que nos detectaron el cáncer. Nunca más seríamos productivos, habíamos dejado de ser útiles y, sin quererlo, nos escapábamos de la rueda que giraba sin cesar y que no esperaba a quienes se quedaban atrás. Todos allí éramos enfermos, dolientes de diversas afecciones que la sociedad ordinaria no sabía tratar adecuadamente.

La puerta se abrió, interrumpiendo mis pensamientos anómalos, y entró Toni tosiendo.

—Todo listo. Mil quinientos euros y una bolsa de marihuana, una de las grandes.

—¿Y para qué queremos el dinero? Sólo hablamos de conseguir la maría.

—Tendremos que pagar las putas de Julio. Me parece a mí que no van a ser baratas.

Julio se mostró un poco azorado.

—Bueno, baratas no son. Pero con eso tendremos suficiente.

Mi puerta se abrió y un hombre metió la cabeza.

—¿Me permites entrar, por favor?

Hay una teoría que asegura que todos tenemos un doble en alguna parte del mundo. Recuerdo haber leído en Internet el trabajo de un fotógrafo francés que dedicó varios años de su vida a localizar personas sin ninguna relación de parentesco, con la característica común de compartir un físico tan semejante que podrían pasar por gemelos. Hasta ese instante era de la opinión de que semejante formulación es del todo absurda. Una vez más, tuve que reconocer mi error. Como tantas veces en ese breve lapso de tiempo, el cáncer me recolocaba el punto de vista con un giro sorprendente.

El camello que se sentó a mi lado era igual que un conocido presentador de televisión, pero de etnia gitana. Hasta la mueca que hizo con la ceja al levantar la mano que me ofreció como saludo era un calco de los tics de ese famoso. No le correspondí y señalé los vendajes como excusa. Con un asentimiento de cabeza se dio por saludado. Era el delincuente más educado que había conocido jamás.

—Mucho gusto. Me llamo Rafael.

—Mateo.

Sostenía en el regazo una bolsa de un palmo de longitud con el logotipo de un supermercado. Iba vestido con pulcritud. El cabello corto y canoso se veía limpio. Un anillo de oro adornaba el dedo anular de su mano derecha.

—Rafael es mi hombre de confianza —aclaró Toni—. Él se encargará del coche.

En el breve viaje que nos llevó de nuevo al mundo civilizado, entre bamboleos de navegación en mar tempestuoso, el camello nos echaba miradas discretas a los tres. Julio y yo no teníamos puestas nuestras gorras de rigor. Por fin, no pudo aguantar más la curiosidad.

—¿Sois de alguna secta?

—Algo así —le respondí, misterioso. No hizo más preguntas, acostumbrado como estaba a enfrentarse a las incongruencias que la marea arrastraba a la orilla de sus dominios—. ¿Tú eres familia de…?

—No —me cortó en seco—. Todos los payos que venís aquí por primera vez me preguntáis lo mismo.

Tampoco comenté nada más. Era obvio que el intercambio de impresiones no era del agrado de ninguno de los dos, así que los tres permanecimos en silencio hasta que la iluminación retomó su normalidad y nuestras ruedas se asentaron sobre asfalto. Nadie nos había incomodado ni entorpecido nuestro paso, como si un sexto sentido les avisase de que en ese coche iba alguien que podía joderles bien si nos molestaban.

—Ya hemos llegado. Aquí nos despedimos —dijo Rafael abriendo su puerta.

Los tres salimos al exterior. Se realizó el intercambio de mercancías. El camello le entregó a Toni la bolsa y este no la revisó por la confianza o el deseo de no molestar. Las llaves del Opel cambiaron de dueño y hubo un abrazo breve para sellar el pacto.

—Ni se te ocurra o te parto las manos —amenazó a Julio cuando este intentaba tomarle una fotografía con el móvil—. Ha sido un placer como siempre. Señores, mis respetos —volvió al coche, arrancó y regresó a su mundo, las luces rojas traseras alejándose hasta que desaparecieron.

—Joder, era igualito que… —dijo Julio guardándose el móvil.

—Cállate ya. Volvamos. No es seguro que nos quedemos aquí con lo que llevamos en la bolsa.

Toni apretó la mercancía contra el pecho y salimos de allí a paso ligero.