—En los baños en cinco minutos —me susurró Julio al pasar a mi lado empujando su gotero. Pasó cerca de Toni y por el movimiento que hizo supuse que le había transmitido el mensaje.

Acababan de ponerle la primera bolsa y todavía tenía fuerzas para caminar con cierto garbo. En mi caso, era el segundo día del segundo ciclo y no hacía más que temblar y tragar saliva para no volver a vomitar. Estaba convencido de que si empezaba con las náuseas, no iba a poder detenerme en los tres días que me quedaban. No era necesario mirarme en un espejo para saber que mis ojos eran dos puñaladas amoratadas y que la piel había alcanzado ya ese tono gris propio de los infundidos, como escuché a Juanpe llamarnos, bromeando con una compañera.

Toni se levantó y salió de la sala acompañado del chirriar de las ruedas. Silvia, su mujer, despegó la mirada de la revista que ojeaba y me escudriñó con suspicacia.

Al incorporarme, me subió un puré ácido y espeso que tuve que tragarme para no soltarlo en el suelo.

Reparé en la figura de un muchacho que rondaba los dieciséis años, con el cuerpo apagado sobre el trono y con su madre acariciándole sin cesar la mano por la que entraba la medicación. El chico seguía mis movimientos sin parpadear, casi muerto. Tras el sillón se ubicaba una silla de ruedas plegable con unas pegatinas de Linkin Park en los radios de las ruedas. Lástima que el buen gusto musical no le canjease puntos para sobrevivir.

Agarré mi gotero y me dirigí al baño.

Allí estaban mis dos amigos. Toni luchaba por mantenerse estable y se le veía agotado.

—Cierra la puerta —dijo Julio, dando saltitos sin despegar los pies del suelo, inquieto.

Eché el pestillo sin preguntar el motivo.

—Quiero proponer un cambio de reglas —soltó a bocajarro.

Toni, sorprendido por la iniciativa, expresó su falta de conformidad con un resoplido.

—Pues proponlo ya o me voy a desmayar. No aguanto más —le urgí.

—La noche del sábado fue la mejor de toda mi vida —afirmó emocionado—. Quiero que haya más.

—¿Más juergas? Ni de coña. Todavía estoy cagando sangre —replicó Toni.

—No quiero juergas.

—¿Entonces? —la piernas me flojeaban y no quería mancharme con la suciedad del suelo.

—Propongo que cada uno elija un deseo y el resto lo cumpla, sin votaciones. Y con la condición de que cada nueva propuesta sea más excitante que la anterior.

—Eso tiene un grave defecto de origen. ¿Quién decide si es más emocionante o no? —cuestioné.

—Lo he pensado todo. La decisión la tomará el que haya elegido la anterior. Si valora que la nueva no es adecuada, puede vetarla.

—¿Y si no se propone nada mejor? —se interesó Toni.

—Se pasará al siguiente y habrá perdido una oportunidad de disfrutar.

—Perdonad. Tengo que volver a que Juanpe me ponga otra bolsa más de raticida. Me parece una soberana gilipollez. Ya la primera versión del club que os imaginasteis lo era, pero esto ya supera mi capacidad de aguante.

—Tengo otro —dijo Julio, sentándose en la taza del inodoro como un boxeador demasiado castigado.

—Pues tu deseo te lo quedas para ti. No lo quiero. Hasta la próxima.

Descorrí el pestillo dispuesto a marcharme.

—No hablo de un deseo. Hablo de un tumor.

La mano se me quedó congelada sobre el picaporte. No quería escucharle pero tampoco podía moverme. Su voz sonaba envejecida, a pozo exhausto.

—Ayer tuve que ir a consulta urgente con el oncólogo. Habían detectado algo raro en el último TAC que me hicieron. Me ha salido otro tumor en el cerebro. No me dan ni tres meses de vida.

—Y yo que pensaba que tenías mal aspecto por la coca —dijo Toni en voz baja.

—No me miréis con cara de pena. He pensado mucho esta noche. Tres meses o dos años, ¿qué más da? Simplemente es tiempo y siempre pasa, por más que nos empeñemos. En toda mi vida no me he divertido tanto como el sábado por la noche, esas horas fueron —y pensó un segundo el término—… integrales, ¿me entendéis?

Vaya si le entendíamos. Aunque no estaba convencido de querer escucharle más. Mi planteamiento frente al cáncer era más pasivo, una huida constante, y su teoría me interpelaba más allá de lo que me veía capaz de asumir. Toni no decía nada y se recolocaba la peluca en un tic que pronto relacioné con su grado de nerviosismo.

—¿Qué he hecho hasta ahora? Estudiar, ser buen hijo y matarme a pajas frente al ordenador. Esta noche he descubierto que no quiero vivir lo que me queda de esa manera. Y os necesito.

—Eso no es justo —objeté apoyándome en la puerta—. Estás delegando la responsabilidad del uso de tu vida en nosotros. Con lo nuestro ya tenemos suficiente.

—¿Estás satisfecho con tu vida? —me interrogó.

—¡Claro que no, cojones! Tengo un cáncer.

—Yo lo tenía todo —murmuró Toni—. Dinero, una buena mujer, un BMW.

—A eso me refiero —continuó su discurso—. Ni dinero ni esposa ni cochazo. Te vas a morir, Toni. Los tres nos vamos a morir dentro de poco. ¿Y cuando ya no puedas usar tu dinero ni conducir ni follar? ¿En qué pensarás entonces? Yo planteo que hagamos algo que realmente nos llene. Que cuando no podamos dar un paso más, nos quede la intensidad de estos meses.

—Yo no necesito nada de eso. He perdido todo lo que me importaba y ninguna absurda sociedad secreta de moribundos me lo va a devolver —aseveré, dejándome caer al suelo. La suciedad ya no me afectaba.

—¡Coño Julio! ¡Nos estás desmoralizando! Y todavía no hemos ido a los delfines.

—¿Quieres delfines, Toni? —preguntó señalándole.

—Eso he dicho. Y os recuerdo que votasteis en contra.

—Tendrás delfines. Pero de alguna forma que supere a la borrachera del sábado.

Yo me dejaba llevar. Se me habían escapado las fuerzas y la corriente imparable de Julio me arrastraba con él.

—¿Qué os parece si nos colamos en el delfinario y nos bañamos en pelotas? —sugirió Toni.

—No vale. No supera a la juerga.

—Eso lo tendrá que decidir el que propuso la anterior.

—Así es. Fui yo. Y no vale.

Toni se mostró contrariado sólo un segundo. Enseguida reaccionó entusiasta.

—¿Y bañarnos en pelotas en mitad de un show, con toda la gente delante?

—No —cortó Julio.

—¿Cuál es el origen de esa fijación con los delfines? —quise saber. Su obsesión se estaba convirtiendo en algo enfermizo.

—De pequeño me encantó «Liberad a Willy».

Yo me reí sin ganas.

—Cuando se estrenó esa película tú tenías por lo menos dieciocho años. Y era una orca, no un delfín.

—Siempre poniendo pegas con los detalles. Da igual cuándo y lo que era. Me gustó mucho y siempre he deseado nadar con un animal de esos. En esta ciudad no hay orcas. Pero sí un delfinario.

—¿Y si hacemos como en la película? —planteó Julio.

—El qué, ¿buscar una orca para nadar?

—No. Liberar un delfín.

En ese momento no me pareció tan mala idea. La única razón plausible para ello era que los medicamentos me estaban afectando más de lo ordinario.

—Votos a favor —y levantó su mano.

Los dos le acompañamos en el gesto.

—Hecho. El Club de los Cancerosos decide liberar un delfín y cambiar su mecánica de funcionamiento. El que propone, organiza.

—Yo me encargo de todo. ¿Qué día? —Toni estaba visiblemente excitado.

—Cuando nos recuperemos de este ciclo. Pronto. Tú nos convocarás —dijo Julio. Esta vez fue él quien nos palmeó la espalda con fuerza.

Por supuesto que lo hicimos.

No fue sencillo.

¿Sabéis lo que pesa un delfín macho? De promedio, entre ciento cuarenta y doscientos cincuenta kilos, y eso es una barbaridad para unas lumbares damnificadas como las nuestras.

Sería una obviedad señalar que los tres sobrevivimos a nuestro segundo ciclo de quimioterapia. El mío me tumbó en el tercer día y me hospitalizaron hasta que fui capaz de caminar sin ayuda. Ninguna complicación grave. Sencillamente me desmayé en el trono y me desperté en una habitación compartida con otro hombre más acabado que yo, que no comía ni se quejaba del volumen de la tele; se limitaba a mirar sin fin la pared en la que se apoyaba su cama, parpadeando por instinto más que por necesidad. En ese cuarto estuve cuatro días y medio y no llegué a cruzar con él comunicación alguna hasta que me despedí. Esa mañana despegó sus ojos del gotelé y me dijo adiós sin abrir los labios, en un lenguaje asentado en una realidad que estaba más allá de los apegos físicos y emocionales, y que yo supe comprender sin esfuerzo. Ambos estábamos alcanzando la misma sintonía.

En cuanto llegué a casa me duché para desprenderme del olor a hospital. Si te descuidas se mete por los poros y se te estanca en el alma. Mi compañero de habitación era la prueba agonizante de lo peligroso que puede llegar a ser olerlo más tiempo del imprescindible.

La única ventaja que saqué de esa hospitalización es que no sufrí tan violentamente los vómitos que me aquejaron en la anterior ocasión. Los antieméticos en vena tienen esa propiedad. Y las enfermeras piadosas que no se preocupan por superar la dosis marcada por los médicos, también.

Limpio por dentro y por fuera, encendí mi ordenador con la esperanza de encontrar un correo electrónico de mis amigos. Dejé escapar un suspiro de emoción cuando, entre la publicidad, reposaba el que esperaba.

«De: Toni_percutor.

Asunto: Liberar a Willy.

En cuanto te encuentres disponible otra vez, danos un toque y quedamos. Lo tengo todo listo.

Toni».

Pulsé el botón de responder de inmediato:

«Cuando queráis».

En veinte segundos me devolvieron una respuesta:

«Esta tarde hay función en el delfinario del Zoo a las 18:00. A las 16:45 te recogemos en casa».

Las dos horas que faltaban hasta nuestra cita las pasé rebuscando en mi exiguo fondo de armario la ropa más apropiada para el delito que íbamos a cometer. La elección final fueron unos vaqueros, zapatillas marrones, camiseta gris y una sudadera con capucha. Para la cabeza, desestimé mi gorra nueva por una gorra de algodón más convencional. No quería llamar la atención el día de mi bautismo criminal.

Me examiné en el espejo. Me veía casi normal. Estiré con dos dedos las bolsas que me habían nacido debajo de los ojos en el hospital, inflamadas por líquidos cuya procedencia era un misterio. Con unas gafas de sol tendría mucho mejor aspecto. Era un consuelo verificar que mis cejas no desaparecían, firmes y robustas, empeñadas en resistir la erosión celular de la quimioterapia.

Estaba tan tenso que me dediqué a roerme las uñas, una reminiscencia de mi pasado estudiantil que ejecuté con un sentimiento de añoranza un tanto curioso. Palparlas con la lengua buscando la más crecida, atraparlas entre los dientes y tirar, era un mantra que me vaciaba la mente, relajándome. Más reposado tras dejármelas en carne viva, pude leer un periódico fechado una semana antes y plagado de noticias que no conocía. Era como asomarse a una ventana temporal, ahora que todos esos asuntos formaban parte del pasado editorial.

Ensimismado en los anuncios de contactos, elucubrando sobre la cantidad de polvos que habría recibido Selena dulce y juguetona y que recibía en ropa interior y te lo hacía de rodillas nada más entrar, el timbre del telefonillo quebró mi concentración que iniciaba una fantasía nada adecuada para el estado en que me encontraba.

No me molesté en responder. Ya sabía quiénes eran. Salí de la casa sin echar la llave.

Toni me esperaba vestido con unos vaqueros y una sudadera con capucha. Nos miramos unos segundos y prorrumpimos en carcajadas. Me palmeó la espalda y entramos en el coche.

Dentro, Julio se sentaba en el asiento del copiloto, como solía, cubierto con una gorra de béisbol. No hizo falta preguntar el motivo. Le estreché la mano que me tendió y me guiñó un ojo de forma algo torpe, como los niños cuando están aprendiendo. Este segundo ciclo le había maltratado de forma considerable; había perdido peso y tenía los pómulos descascarillados como un angelote de madera de retablo. Se rascaba las palmas de las manos con espasmos que delataban el esfuerzo que hacía para contener la picazón que le torturaba. Antes de preguntarle se explicó.

—Dermatitis dermo-plantar. Una jodienda, te lo aseguro.

Desde ese día se perpetuó en sus bolsillos un bote de Tacrolimús Tópico, una crema que se untaba regularmente para calmar las molestias y que convirtieron su apretón de manos en una pringue húmeda y descamada.

Antes de partir a nuestra aventura, quise que me detallaran el plan trazado.

—Está todo controlado, no te preocupes —aseveró Toni, metiendo la llave en el contacto.

—Claro que me preocupo. Conozco perfectamente las consecuencias de lo que vamos a intentar. Soy abogado, ¿recuerdas?

—¿Eres abogado? ¿O eras abogado? —preguntó en tono irónico.

—Cría cuervos…

—Toni, déjame que le explique yo —se inmiscuyó Julio sin dejar de rascarse la mano derecha, de la que nevaban briznas de piel muerta sobre la tapicería.

—Venga, yo voy a darme prisa porque quiero llegar pronto.

Arrancó derrapando las ruedas y se zambulló en el tráfico de la ciudad en dirección al parque de la Casa de Campo.

—He comprado tres entradas para el Zoo con suplemento para la exhibición nocturna.

—Perfecto, vamos dejando rastro con cuentas bancarias incluidas —me quejé, con la zona legal de mi cerebro trabajando a todo gas.

—No hay problema por eso. He utilizado la tarjeta de un tío al que hackeé el ordenador hace un tiempo. El inútil tenía una carpeta con escaneos de su tarjeta de claves, DNI, pasaporte…Hasta el testamento.

—Vamos mejorando. Estafa y falsedad documental.

—No seas aguafiestas, coño —interrumpió Toni, acelerando para saltarse un semáforo en ámbar, casi patinando al girar en una curva.

—El tío estaba podrido de dinero. Ni lo notará.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Ya lo he hecho otras veces. Es cuestión de discreción en las extracciones.

—Cojonudo. Agravante por reiteración.

—Si sigues así te tiro del coche en marcha —me amenazó Toni, esquivando gente en un paso de cebra.

—Sigo con la explicación del plan. Damos un paseo por el Zoo para familiarizarnos con la zona. A las 21:30 nos dirigimos al delfinario y nos sentamos separados, para no despertar sospechas.

—Eso es importante —recalcó Toni mirándome por el retrovisor.

—A las 22:00 nos encaminamos, por separado también, a los cuartos de baño que están situados en el mismo recinto. Nos escondemos allí y esperamos a que se acabe la función y cierren el Zoo.

—Veo que lo tenéis todo pensado —comenté sarcástico. Toni sonrió orgulloso sin detectar el tono que había querido imprimir en la afirmación.

—Cuando cierren el zoológico, salimos y nos dirigimos a los cubículos de los delfines. La entrada está cerca de los baños. Allí guardan a los bichos hasta la siguiente función.

—La puerta estará cerrada —aseguré.

—Para eso está la barra que llevo en el maletero —dijo Toni muy seguro de sí mismo.

—¿Pretendes entrar en el Zoo con una barra de descerrajar puertas?

—Me la meteré en una pernera del pantalón y me haré el cojo.

—El cojo, el calvo y el feo —apuntillé intentando parecer gracioso—. ¿Y cuando entremos en la suite de los delfines?

—Sardinas y Lorazepam. Dormimos al primero que venga a saludarnos y nos le llevamos de allí.

—Supongo que le diremos al guardia que vigila los accesos que nos deje salir con un delfín en plena noche, ¿verdad?

—No exactamente —corrigió Julio. Se lamió el dedo y continuó su frotamiento palmar—. Esa parte será una sorpresa. Vas a alucinar.

Ambos afirmaron con la cabeza y esperaron mi respuesta. Les señalé con el dedo índice.

—Os habéis vuelto locos.

Locos de remate. Y yo me quedé con ellos.

Dimos un paseo por el zoológico y la visión de los animales enjaulados en copias artificiales de su hábitat natural me deprimió de la misma forma en que lo hacía cuando los visitaba de pequeño con mis padres. Si entonces me parecía sumamente triste la figura de los monos babuinos expurgándose las pulgas unos a otros o masturbándose frente al público con la despreocupada actitud de quien lo ha perdido todo, ahora me embargaba esa tristeza con más virulencia. Observando a una mona vomitando las chucherías que le había lanzado algún niño y comiéndose la papilla anaranjada y humeante con un dedo, me vinieron a la mente los días que pasé en el hospital; dos veces al día, con una puntualidad compulsiva, dos mujeres de una asociación contra el cáncer, voluntarias desocupadas o jubiladas que ansiaban satisfacer la necesidad de justificar su existencia acomodada donando algo de su tiempo a los que la diñábamos en esas habitaciones, entraban vestidas de bata blanca como si fuesen personal sanitario y nos ofrecían caramelitos con el logotipo de su asociación impreso en el envoltorio, forzando nuestras defensas emocionales para entrar a bocajarro en las miserias que nos marcaban como reses. Bienintencionadas maduras que se marchaban sin ver como mi compañero de habitación escupía su caramelo barato sobre la mano, ensangrentado porque al deshacerse se creaban estrías en la superficie que rebanaban su paladar tierno por la medicación. Para ellas no éramos más que monos a los que alimentar con su misericordia y sus dulces asesinos. Si hubiese estado un sólo día más allí, es posible que les hubiese lanzado a la cabeza la bandeja de la merienda.

Los babuinos aceptaban todo lo que les echásemos y lo comían sin curiosidad. Toni incluso se animó a lanzarles un esputo consistente de mucosidad que aterrizó en la cabeza de un macho de culo pelón que lo recogió con las manazas y lo engulló con deleite, para repulsión de adultos y niños que se retiraron de inmediato, irritados. Julio le rio la gracia sin mucho ímpetu y yo me aparté asqueado.

—Os espero aquí, estoy agotado —les dije sentándome en un banco. No les mentía. Nunca había estado tan cansado.

—Nosotros nos vamos a ver a los cocodrilos. Me encantan esos bichos —manifestó Toni sin dar otra opción a Julio, que le acompañó sumiso, adaptándose a su cojera manifiesta. La barra en la pernera del pantalón le hacía parecer un poliomielítico. La mochila con los ansiolíticos y los boquerones crudos se balanceaba de un lado al otro con cada paso.

Se marcharon y al alejarse no podía distinguir el final de sus pies y el inicio del pavimento. El efecto óptico de las luces que se encendían a esa hora les hacía parecer translúcidos como el papel cebolla. No éramos ni la sombra de nosotros mismos.

Extendí los brazos sobre el respaldo del banco y aspiré el aroma a estiércol y guano que flotaba en el ambiente. Cerré los ojos y me dediqué a evocar mis carreras por los caminos que serpenteaban entre los animales salvajes de libertad castrada, acompañado de mi hermano mayor que me dirigía en la visita como un guía turístico, enseñándome con su vocabulario medio inventado las peculiaridades de los osos pardos que se sentaban amodorrados sobre su trasero y se rascaban las panzas con garras que aparentaban terribles, o la melena del león macho que remoloneaba moviendo el rabo entre las hembras que se aburrían sin caza en las terrazas de hormigón. ¡Qué sencilla era la vida entonces! Echaba mucho de menos sentirme protegido.

—¿Puedo sentarme?

Abrí los párpados, azorado, y me encontré con una niña de no más de cinco años, con un algodón de azúcar que duplicaba el tamaño de su cabeza. Busqué a sus padres y no localicé en los alrededores a ningún adulto que pudiera serlo.

—Claro, siéntate —le confirmé, apartando mi brazo para dejarle espacio—. ¿Dónde están tus padres?

—Mi madre está con mi hermanito haciendo pis —y descuajó un pedazo de algodón que le cubrió la mitad de la cara.

—Bueno, pues quédate aquí hasta que vengan. No es recomendable que andes sola por ahí.

Era preciosa en la forma en que lo son los niños pequeños. Ninguno de sus rasgos era bonito, pero el conjunto conformaba una obra de arte como lo puede ser un cuadro de Dalí. Tenía la melena manchada con hebras azucaradas. Dudé si retirárselas o no. Si me viese la madre tocando el cabello de su hija podía llegar a una conclusión errónea sobre mis intenciones. En eso nos ha convertido esta sociedad.

—Tienes el pelo manchado de algodón —declaré sin llegar a rozarla.

—No me importa —respondió con otra dentellada al dulce. Con la boca llena, me disparó sin misericordia—. ¿Por qué estás calvo?

Me había quitado la gorra; me picaba con el sudor. Supongo que la mezcla de humedad y tejido irritaba la piel, más delicada de lo habitual.

—Porque estoy enfermo —me defendí sin valorar adecuadamente la edad de mi contertulio.

—¿Qué te pasa?

—Me estoy muriendo.

No podía evitar hablarle así. No era crueldad. Algo en su mirada había derribado todas las capas con las que me envolví buscando desaparecer en ellas. Nunca había mentido a un niño y no iba a empezar esa tarde.

—Mi abuelito se murió también. Era mucho más viejo que tú.

—Lo siento.

—No le conocí. Pasó cuando era pequeña.

Sonreí ante su afirmación. No hay duda de que la realidad depende tan sólo de la lente con que la valoramos en cada momento.

—Seguro que era un buen abuelo. Todos lo son.

—Tenemos una foto suya en casa y era muy feo —arrugó la nariz—. Tenía las orejas grandíiiiisimas y la cara llena de arrugas. Era muy viejo. Pero él tenía pelo y tú no. ¿Eres muy viejo?

—No, no lo soy —dos bolas rosadas se le habían pegado a la mejilla y se las retiré sin importarme ya la opinión de los posibles espectadores.

—¿Puedo tocarte la cabeza? Nunca he tocado un calvo.

—Claro. Dicen que trae suerte.

—¿Qué es suerte?

—Es cuando te pasan cosas buenas porque sí.

—Tú no has tenido suerte. Estás malito —aseveró mientras se encaramaba al banco y se arrodillaba a mi lado.

Extendió la mano y la plantó en mi cráneo. Tenía las yemas de los dedos pegajosas y calientes.

—Está fría. Ponte el gorro. Te vas a resfriar.

—Tienes razón. Me la pongo cuando acabes de tocarla.

Supongo que estábamos para foto de premio Pulitzer. La niña sin miedo al monstruo canceroso. Con su palma presionando mi cráneo me sentía más humano que nunca. No quería que la retirase nunca. Si no me diese vergüenza, podría reconocer que noté haces de energía curativa recorriéndome, su vitalidad descargándose sobre mi piel intentando localizar el mal que me aquejaba. Con clarividencia, me asusté al temer que pudieran encontrar el tumor y se contagiase, que al retirarse a su origen arrastrasen con ellas algo de la malignidad que me invadía.

La aparté con delicadeza.

—Creo que por allí viene tu madre con tu hermanito —dije señalando a su espalda. Y era cierto, afortunadamente.

La señora, vestida con ropa casual que costaba tanto como el alquiler de mi piso, se acercó arrastrando a un niño pequeño con cara alelada.

—¡Claudia! ¿No estarás molestando al pobre señor? —y la apartó cogiéndola del brazo con algo de brusquedad.

Ahí estaba de nuevo. La misericordia aterrorizada de los sanos. Me calé la gorra para espantar en lo posible la visión que la asustaba sin pretenderlo.

—No se preocupe. Es encantadora.

Ella sonrió un poco, los labios más rígidos de lo recomendable en una mueca de ese tipo, y se alejó por el camino que llevaba hacia los elefantes y las jirafas. La niña se dejaba arrastrar, mansa, y se giró un segundo. Dibujó un adiós con los labios y yo casi me tiro a apresarlo en el aire para guardármelo en el bolsillo del corazón.

—Adiós Claudia.

Tenía frío y las nalgas se me estaban adormeciendo. Nunca he sido de culo mullido y el cemento se me clavaba obligándome a removerme en el sitio para eliminar el incómodo cosquilleo que pululaba bajo los isquiones.

No había demasiada gente en el delfinario. Calculé la mitad del aforo, aunque la mayoría nos apelotonábamos en la zona central buscando sentirnos más acompañados. Necesitamos la cercanía de los demás para convencernos de que hemos tomado la decisión correcta.

Julio se sentaba tres filas por delante, rodeado por un par de familias con niños que no superaban los diez años, todos portando vasos de refresco y palomitas que esperaban poder compartir con sus amigos los delfines. Toni estaba en el otro extremo de mi fila, pegado a las escaleras, y no prestaba atención al espectáculo que se desarrollaba en el agua. Miraba sin cesar su reloj y el pasillo que daba acceso a los servicios.

La exhibición acababa de iniciarse y ya me daban lástima esos pobres animales.

Por el camino al zoológico, mientras Toni se empeñaba en demostrar al mundo su pericia como conductor, Julio nos contó muchos detalles sobre la vida en cautividad de los defines. Hasta ese momento, nunca me había parado a pensar en el refinamiento de la tortura a la que eran sometidos para amaestrarlos al gusto del público que, inconscientes de su desdicha, nos sentaríamos a contemplar ese circo preñado de dolor y violencia. Esos bichos parecían siempre tan felices que no caíamos en la cuenta de que su sonrisa tallada eternamente en el pico era la mayor maldición que la naturaleza les había otorgado. Saltaban, hacían piruetas sobre su cola, saludaban… como un payaso con la pintura tatuada indeleble en la piel, obligado a mostrarse siempre alegre aunque se muriese de ganas por volver a su camerino para meterse una pistola en la boca. No era extraño que según me lo fuera contando empatizase con ellos. ¿Cuántas veces había visto en el hospital a enfermos hacer chistes sobre su enfermedad, buscando generar sonrisas en los que les rodeaban, mientras en su interior querrían arrancarse esos tubos que les hacían tiritar y gritarle al mundo el asco que les invadía? La sociedad domestica a los enfermos para que muestren su cara más amable y así evitar que los ciudadanos sanos se vean obligados a enfrentarse al dolor y la muerte.

Julio nos explicó que el cincuenta por ciento de los animales capturados morían por estrés en el primer año de permanencia en el estanque al que se veían confinados, incapaces de superar el trauma de no disponer de miles de kilómetros de espacio sin límites; que el sónar que utilizan para comunicarse rebota en las paredes del recinto y les daña los sensibles oídos, volviéndoles locos de dolor y convirtiéndoles en asesinos de sus propios congéneres; que los delfines detestan comer pescado muerto y sus domadores, esos que les sonríen y acariciaban en público, les fuerzan a aceptarlo y, una vez asumida la nueva y aberrante costumbre, les privan del mismo si no se doblegan a su voluntad.

—Son sólo animales, cojones —fue el único comentario que hizo Toni al finalizar la exposición, justo antes de echar el freno de mano en el aparcamiento del Zoo.

El público aplaudió enfervorecido, entre expresiones de regocijo, cuando un delfín realizó un giro de trescientos sesenta grados en el aire y se zambulló empapándonos a toda el ala este. Y gritaron de placer cuando el mismo animal, travieso, se asomó al borde del estanque y prorrumpió en chasquidos que querían parecer risa. ¿Qué pensaría de todos esos animales bípedos que le miraban? Monstruos, sin duda. Nuestros aplausos eran su comida, nada más. Le importábamos un bledo. Es probable que nos odiasen.

Llegó la hora convenida. Toni se levantó y caminó renqueante por el pasillo en dirección a los baños, con la mochila colgada al hombro. De súbito, se detuvo y me miró aterrorizado. Seguro que sólo nosotros tres caímos en la cuenta de que ese sonido metálico que había resonado en el edificio era la barra que llevaba en la pernera y que se había deslizado hasta golpear contra el suelo, asomando su extremo curvo junto al zapato. Una salva de alaridos infantiles nos cubrió y los aprovechó para recolocarse la herramienta y correr con la mano apoyada en la pierna hasta desaparecer en el interior de los baños.

En dos minutos, Julio hizo lo propio. Ajustándose la gorra, trotó con aspecto despreocupado hasta el corredor.

Era mi turno y dudé, faltaría más. Yo, el hombre que apartó su sueño de ser policía para dedicarse al mundo legal, el que despreció su lado soñador por un pragmatismo que le condenó a la soledad, estaba a punto de participar en el secuestro más absurdo de la historia. Un plan criminal del que conocía únicamente unos pocos flecos y del que dudaba que tuviese la preparación necesaria para sacarnos de ese atolladero con cierta garantía de éxito.

El cacareo de tres delfines bailando al compás del «Don’t worry, be happy» de Bobby McFerrin me terminó de convencer. No la canción en sí, que me parece una de esas genialidades que no tienen el suficiente reconocimiento en la historia de la música, sino la tétrica imagen de los cautivos que forzaban sus músculos para emerger el ochenta por ciento del cuerpo fuera de su elemento madre, aleteando hasta el agotamiento extremo para que unos pocos niños y sus padres disfrutasen de unos minutos de humillación a la carta.

Somos una maldita lacra para este mundo. No debimos de sobrevivir al diluvio universal.

—Siempre adelante —murmuré, y me incorporé.

Los baños olían a pescado, como no podía ser de otra forma.

Mis dos amigos me esperaban, Toni rascándose el cráneo pulido, con la peluca descansando en un lavabo.

—Hay veces que me arrancaría la piel. Como pica, joder.

—Pues no te la pongas. Sigue mi ejemplo.

—Pareces un vagabundo con esa gorra.

Julio intervino, nervioso.

—Creo que no es momento de ponerse a discutir. El espectáculo termina en diez minutos y esto se va a llenar de niños meones.

—Tienes razón, vamos allá —reconoció Toni.

Con la barra en la mano se acercó a una puerta con un cartel de privado. Introdujo la herramienta en el hueco de la cerradura, y esta saltó sin esfuerzo.

—El desayuno está servido —e hizo un visaje de cortesía para que entrásemos en el cuarto de la limpieza.

—No vamos a caber ahí —protesté.

El cubículo medía dos metros cuadrados y estaba lleno a rebosar de cubos y fregonas, garrafas de detergente, bolsas de basura y dos desatascadores con una costra tan gruesa de residuos que dudaba que pudiesen recobrar algún día su elasticidad. Apestaba a desinfectante y una cucaracha patas arriba nos daba la bienvenida en el centro de las baldosas.

—Claro que vamos a caber —aseguró Toni.

Una música de cierre, seguida de un alud de aplausos, estalló en el exterior.

—Todos dentro. Ya vienen —gritó, empujándonos con malos modos al zulo.

Justo a tiempo. Al cerrar la puerta, se abrió la del acceso al baño y escuchamos las conversaciones aceleradas de niños y padres relatando los detalles del número que acababan de presenciar, pidiendo pis, agua y caca.

En nuestro escondite no se veía nada salvo un hilillo de luz que entraba por el quicio, interrumpido ocasionalmente por el deambular ágil de los niños.

—¿De quién cojones fue la idea de encerrarnos aquí? —susurré malhumorado, quitándome de un empellón el codo que alguno de los dos me estaba clavando en las costillas.

—De Julio —respondió Toni, muy bajito, removiéndose e incrustándome el hombro en el esternón.

—¿Mía? Yo sólo te pasé el plano del zoológico, tú elegiste el sitio —se defendió el otro bisbiseando.

—¿Y en el plano no venía el tamaño de este cuarto? Es para mataros —les amenacé mientras zapateaba para quitarme la sensación de cosquilleo que me incomodaba en la pantorrilla.

—Tranquilo. En cuanto se marchen, salimos. No tardarán demasiado. ¿Te quieres estar quieto con la pierna? Me estás poniendo nervioso —exclamó Toni en bajito.

—Se me ha dormido. Ojalá no tarden mucho —rogué.

—No creo —continuó Julio—. En seis minutos cierran el delfinario, y en treinta el zoo.

Para confirmar su información, una voz enlatada con acento sudamericano solicitó que el público saliese del recinto en cinco minutos para proceder al cierre de sus puertas.

—Aguantad un poco más.

Justo en ese instante, supe que el cosquilleo no era el efecto de una pérdida temporal de flujo sanguíneo.

—¡Tengo algo subiéndome por el muslo! —dije más alto de lo debido, convulsionándome para que, fuera lo que fuese, se desprendiese de mi piel y no continuase ascendiendo.

—¡Cállate! Te van a oír.

—La cucaracha —afirmó Julio.

—¿Qué cucaracha, idiota? Estaba muerta —replicó Toni—. Y bajad la voz, coño.

—O se hacía la muerta. Algunos insectos se tumban patas arriba para confundir a sus depredadores.

—¡Mierda! ¡Sigue subiendo! —ya no me preocupaba quien pudiese escucharnos. Que se fuesen al diablo el plan, los delfines y todo lo demás. Algo con muchas patas estaba acercándose peligrosamente a mi entrepierna y no iba a permitirlo.

—¡Que te calles!

Toni me puso la mano en la boca, esa manaza que parecía un muestrario de salchichas que me tapó también la nariz, impidiéndome respirar. Yo me debatí para liberarme y golpeé con mi cabeza a Julio, que se puso a aullar.

—¡Ay! ¡Me has roto la nariz, joder!

—¡Callaos de una puta vez! —nos abroncó Toni fuera de sí, manteniendo su presa pese a mis esfuerzos. Yo empecé a ver luces blancas en esa oscuridad desinfectada y noté al ser que reptaba por mi cuerpo sobrepasando el borde de los calzoncillos, introduciéndose por la goma floja de una ropa que debí tirar hace mucho.

Estaba histérico. Lancé un puñetazo sin definir mi objetivo y golpeé una estantería, que se descolgó y volcó sobre nuestras cabezas una docena de botes y utensilios de limpieza con un estrépito inaudito.

—¡Me sangra la nariz a chorros! —vociferó Julio entre gárgaras húmedas.

—¡Que os calléis! —rugió Toni y apretó tanto mis labios que se rajaron contra mis incisivos. El paladar se me llenó del sabor de la sangre caliente y ferruginosa. Mi ingle se contrajo al contacto de ocho patitas que pugnaban por liberarse de mi vello púbico.

Estaba a punto de desmayarme, se me iban las fuerzas y no quería morir con una cucaracha rondándome los testículos. Reuní el poco coraje que me quedaba y asesté otro puñetazo a ciegas, con tan buena suerte que acerté a Toni en la oreja, obligándole a soltarme entre alaridos de dolor. Me empujó la cabeza para apartarse de mí y caí hacia atrás, desequilibrado. Mi espalda chocó contra la puerta y esta cedió bajo el peso. Me desplomé sobre el suelo de terrazo con un impacto seco que me dejó sin respiración. Julio salió agarrándose la nariz, con los dedos enrojecidos y brillantes y me lanzó una patada mientras yo me revolvía desabrochándome los pantalones, descorriendo la cremallera de un tirón y bajándome las perneras hasta los tobillos, sacudiendo los pies como un poseso, introduciendo la mano bajo el calzoncillo y sacándola agarrando una cucaracha diminuta que se agitaba palpando con sus antenas diminutas las yemas de mis dedos. Toni permanecía sentado en el suelo del cuartito, apretándose la oreja machacada y maldiciendo como un bucanero.

Entonces le vimos.

Un niño atónito en el lavabo, con los ojos tan abiertos que hacían desaparecer sus cejas en los pliegues que se formaban en la frente, contemplándonos en el reflejo del espejo: un señor con los pantalones bajados y una cucaracha en los dedos, otro con la barbilla escurriendo sangre y un tercero ciscándose en la Virgen María y sus doscientos amantes.

Tenía que hacer algo o podíamos vernos en un aprieto por algo más peliagudo que la tentativa de secuestro de un delfín. Delito sexual, exhibicionismo, abuso de menores… eran algunos de los términos que brillaban como neones en mi cerebro.

Me incorporé de un salto, subiéndome los pantalones, y me acerqué al pequeño sin soltar la cucaracha. Me puse a su altura y se la mostré. Él no se movió un ápice.

—Somos los cazadores de cucarachas. Y esta es especialmente indómita —le dije, plantándosela frente a esos ojazos almendrados que no relajaban su gesto.

—Me ha golpeado —aseveró Julio, señalándose la nariz.

El niño examinó el insecto y después a nosotros.

—La muy salvaje me ha hecho la zancadilla —dijo Toni poniéndose en pie. Tenía la peluca ladeada.

—Es muy fiera. Menos mal que nosotros somos los cazadores y la hemos atrapado —rematé con voz grave—. Es una cucaracha mutante.

Su frente se distendió.

—¿Mutante? —preguntó en su inocencia—. En mi clase van a alucinar cuando se lo cuente.

—Te aconsejo que no digas nada —le propuse—. Trabajamos en secreto para el gobierno.

—¿Sois una especie de Hombres de Negro? —inquirió refiriéndose a la famosa película.

—¡Eso! Pero españoles —le alentó Toni, sacando pecho—. ¡Los hombres de negro españoles!

—Entonces, ¿por qué no vais vestidos de negro? —vaciló.

—Porque si fuésemos de negro, sabrían que somos los hombres de negro —explicó Julio mientras sujetaba un pañuelo de papel sobre sus fosas nasales para detener la hemorragia.

—Es importante que no le cuentes esto a nadie. Ni a tus padres. Hay más de estas sueltas y si no las atrapamos pronto, podrían invadir la ciudad.

El niño asintió dos veces, algo atemorizado, pero consintió nuestro deseo.

—No diré nada.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Bien. Márchate rápido, que te estarán echando de menos.

El chaval se dirigió hacia la puerta.

—¡Oye! —le llamé antes de que saliera.

—Buen trabajo. Cuando crezcas te llamaremos para unirte a nuestro grupo.

Avaló mi promesa con una sonrisa orgullosa y salió del baño. Los tres suspiramos al unísono.

—Ha faltado poco —dijo Toni, frotándose la magulladura que le llegaba hasta la sien.

—Por los pelos.

—Sois un par de idiotas —insulté. Acto seguido, me entró la risa y en un segundo estábamos los tres desternillados. Cuando nos calmamos, Julio se limpió la nariz con agua. Sin la sangre ensuciándolo, el tabique nasal se distinguía desviado unos cuantos grados a la izquierda.

—Me la has partido.

—Lo siento, a mí casi me hace una felación un bicho.

—Y yo escucho pitidos por el oído.

Volvimos a explotar en risotadas. Creo que ese fue el día en que se desactivó el gatillo que llevaba tanto tiempo enganchado en mi interior. Fue una liberación que me llenó de una calma que no había conocido desde mi infancia, un cierre que me obstruía el corazón y que saltó en mil pedazos dentro de un cuarto de la limpieza en unos baños de un delfinario con una cucaracha bailando en mi escroto. Impensable.

—Será mejor que nos metamos otra vez en el cuartito, no vaya a ser que vengan los de seguridad a revisar y nos pillen —propuso Julio, y los tres coincidimos en que era lo más adecuado.

No tuvimos que esperar demasiado. Al rato entró alguien, revisó las cabinas y salió dando un portazo. Luego se apagaron las luces y se hizo un silencio absoluto.

—Es el momento —nos animó Julio.

Emergimos de la guarida y Toni se asomó al exterior aferrando la barra.

El Lorazepam es una sustancia derivada de la Benzodiazepina, un ansiolítico de acción prolongada con una vida media de eliminación entre cinco y treinta y un horas. Si conocéis a algún enfermo oncológico, entrad en su cuarto de baño con una excusa y revisad el armario donde guarda las medicinas. Podría apostar unos meses de mi escasa vida a que encontraréis una caja de este medicamento entre los ibuprofenos, aspirinas y omeoprazoles.

Tener un cáncer es algo que te pone bastante nervioso. Lo suficiente para impedirte conciliar el sueño, gritar a tu esposa por pequeñeces que te resultan insoportables y desear suicidarte mientras te imaginas un mundo donde tú ya no existes. En algunos es el miedo a sufrir dolores inimaginables hasta que el cuerpo se dé por vencido; en otros la tristeza por abandonar a su familia y amigos; en todos, el terror a la nada que nos espera más allá de los latidos del corazón. Veréis documentales por televisión que muestran enfermos terminales que lanzan mensajes positivos sobre el proceso de muerte en el que están inmersos, gente sin cabello que abraza a sus nietos, mujeres que aprietan la mano de su marido mientras este le acaricia la mejilla. Retirad los focos y las cámaras, los técnicos de sonido y despedid al director de fotografía. Al vaciarse la habitación, sólo veréis personas que han perdido cualquier oportunidad de disfrutar de los momentos que habían proyectado junto a sus seres queridos; madres que venderían su alma al diablo para salvar al pequeño que se apaga en la cama de un hospital; esposos que sienten su existencia desgajada en dos e hijos que rabian impotentes por no poder ayudar al padre que les enseñó a montar en bicicleta y que ahora agoniza entubado e inconsciente.

Ese medicamento en tu sangre te ayuda a sobrellevar dichos pensamientos con más calma, adormeciéndolos y llevándote de la mano hasta la meta que no deseas cruzar.

Toni transportaba un cargamento en la mochila, doce cajas por lo menos.

—¿Quieres secuestrar un delfín o una orca? —me burlé.

—Más vale prevenir que curar —respondió abriendo otro boquerón y pasándoselo a Julio para que introdujese siete pastillas entre sus vísceras.

Mientras ellos trabajaban, yo vigilaba la puerta por si se acercaba algún guardia. Pudimos abrirla con facilidad usando la presión de la palanca. Afuera, el zoológico se mantenía en una calma absoluta, con el zumbido de la ciudad roto ocasionalmente por algún mugido o el barritar de los elefantes en su cárcel. Dentro del recinto donde se encerraba a los delfines cuando descansaban de sus actuaciones, las paredes relumbraban por el brillo de los focos reflejados en el agua que se ondulaba con los paseos tranquilos de los animales. Demasiado calmados, le comenté a Julio.

—Es normal. Cuando terminan la función, les atiborran a pastillas para que descansen y no se maten entre ellos.

Y era cierto. Parecían borrachos en una plaza de pueblo después de la fiesta. Vagaban de un lado al otro de la inmensa piscina, chocándose ocasionalmente y cloqueando como gallinas viejas. Si tuviesen manos en vez de aletas, es posible que se abrazasen contándose las penas, que rememorasen los viejos tiempos en que el océano era su autopista sin fin y los bancos de peces estaban a su disposición en un festín eterno de alimentos.

Con doce pescados llenos de droga como una mula colombiana, Toni anunció el siguiente paso.

—Tenemos que atraer a alguno para que se los coma.

No resultó una tarea tan sencilla como se planteaba en inicio. Nos esforzamos en atraer a los delfines con aspavientos, voces, chapoteos en el agua y tirándoles pelotas de papel aluminio, sin conseguir llamar su atención. Estaban más colocados de lo que aparentaban. O que, sencillamente, les importábamos tan poco como para no merecernos algo del tiempo que pasaba implacable y del que ellos disponían en abundancia, aumentando nuestro riesgo.

—Voy a meterme —exclamó Toni de sopetón.

—¿Estás loco? ¿Te has olvidado que pueden ser muy violentos? —discutió Julio.

—A estos bichos les enculas y ni se quejan. Tienen un colocón impresionante.

Antes de poder impedirlo, se quitó la ropa, dejó la peluca sobre los calzoncillos, y se metió al agua, desnudo.

—¡Está caliente! —voceó salpicándonos, alegre como un colegial.

—Deja de jugar y dedícate al plan. Y no grites tanto, que nos van a escuchar —le apercibí, asomándome otra vez al exterior.

Toni nadó a braza entre los delfines, que le ignoraban sorteándole con habilidad a pesar de su entumecimiento. Cuando uno pasó rozando su costado, se aferró a su aleta y se dejó llevar.

—¡Mirad! ¡Estoy nadando con delfines!

Había visto antes sonreír a Toni. Aunque jamás con esa calidad. Se dejaba llevar por el animal, flotando en su estela sin soltar el apéndice, embelesado por la experiencia y por el arrobamiento de un deseo cumplido. La felicidad se puede encontrar en el lugar que menos te esperas, y mi amigo la consiguió allí, desnudo y mecido por el suave empuje de un mamífero acuático. Julio le aplaudía encantado e incluso yo, más alerta por mi tarea, le envidié un poco. Al cabo de unos minutos, tuve que interrumpir su dicha.

—Toni, acerca al bicho a la orilla para que le demos el pescado —no me hizo caso, concentrado en el agua que se deslizaba a su alrededor. Tuve que gritarle— ¡Toni!

Despertó como un sonámbulo de su sueño.

—Ya voy.

Empujó al delfín hacia la orilla donde se encontraba Julio y el animal se dejó conducir mansamente. Emergió su cabeza sonriente por encima del borde de la piscina y emitió un chasquido de reconocimiento al detectar el alimento. Abrió el pico serrado de pequeños y afilados dientes, elevando la lengua.

—¿No es una monada? —preguntó Toni de forma retórica—. Yo le llamo Aletitas.

—Que ternura —contrapunté—. Julio dale los arenques y terminemos con esto.

—No son arenques, son boquerones.

—Lo que sea. Que se los coma de una vez.

—¿Cuántos le doy? —quiso saber, inseguro.

—Yo que sé. Es un animal muy grande. Dale todos —decidió Toni.

Julio se dedicó durante unos minutos a introducir el pescado preñado de pastillas en la boca del delfín, que tragaba con parsimonia, tomándose su tiempo entre cada bocado. Cuando se hubo comido los doce que habían preparado, Toni le acarició la cabeza.

—Buen chico. Te vamos a sacar de aquí y vendrás a vivir con papá Toni.

Me alarmó la frase de mi amigo. Julio también parecía sorprendido.

—¿Cómo que se irá contigo? ¿No habíamos acordado que íbamos a llevarle a Valencia y a soltarle allí?

—Ni de coña. Este se viene conmigo. Me he encariñado con mi Aletitas.

—¿Y dónde has pensado meterle? ¿En tu casa?

Toni asintió con expresión beatífica.

—Exacto. En mi piscina.

—Definitivamente, estás mal de la cabeza.

—No pienso soltar a Aletitas para que vuelvan a capturarle. Se queda conmigo.

Era más de lo que podía admitir.

—¿Y tenerle en tu piscina no es tenerle cautivo?

—Voy a cuidarle como a mi propio hijo. No va a faltarle de nada y me bañaré con él todos los días.

—¿Y en invierno qué? ¿Le meterás en tu bañera?

Hizo un ademán despectivo con la mano.

—Tengo piscina climatizada y es salina. No hay problema.

Lo tenía todo pensado y no nos había dicho nada hasta ese momento.

—¿Y qué dirá tu mujer?

—Me da igual. Esa casa la he pagado con el dinero de mi trabajo. He comido muchos coños para llegar a tenerla y ella no tiene voz ni voto en esta decisión.

Visto así, le daba la razón. Tenía que encontrar otro flanco de ataque.

—¿Y tus vecinos? En cuanto vean que tienes un delfín en la piscina llamarán a la Guardia Civil, al Seprona y a la madre que los parió.

Toni salió del agua, su cuerpo chorreando y lanzando destellos por la refracción de los focos. A pesar de que iba desnudo, sólo me fijé en sus cejas pintadas, indelebles a pesar del remojón. Se me acercó, tanto como para mojarme las zapatillas con el agua que le resbalaba. Me sujetó de la nuca y acercó su cara a la mía.

—Mateo, me quedan unos meses y me muero. He trabajado desde los dieciséis años sin parar, en más oficios de los que podrías imaginar, sólo para llegar a tener lo que ahora poseo: un chalet con piscina y un terreno lo suficientemente grande para poder invitar a mis amigos a barbacoas, un BMW de más de cuarenta mil euros y una mujer a la que poder darle todos los caprichos que desease. Tengo cuarenta y tres años y me temo que esos bienes se van a quedar para el uso y disfrute de Silvia. Déjame que haga lo que me apetezca.

Sus dedos fríos me apretaban los músculos del cuello, un tacto que me dolía por lo cercano. Un escalofrío me erizó los vellos de la espalda como un tsunami, desde el cogote hasta terminar en el coxis. Ese hombre moribundo se empecinaba en aferrarse al placer de vivir hasta que su cuerpo descansase bajo una tonelada de tierra y granito, sin importarle pasado ni futuro. Era la encarnación pura del Carpe Diem. Y le admiré por eso. Una admiración respetuosa, de discípulo a maestro.

Atenacé su muñeca para impedir que me soltase. Quería retener esa sensación para siempre.

—¡Aletitas se ha dormido! —nos avisó Julio.

El momento mágico se disolvió, pero yo continué sin soltarle unos segundos más, incapaz de dejar escapar el misticismo que se había desarrollado entre los dos.

—¿Queréis ayudarme? Se está escurriendo al agua y se va a asfixiar.

Toni me soltó y yo hice lo propio, cargado de un ímpetu muy distinto al que perturbaba mi reposo nocturno. Nos dirigimos a la piscina. Julio sujetaba al delfín por los costados, aunque el peso, la falta de fuerza y la piel lisa y empapada impedían que pudiese mantenerle la cabeza fuera del líquido. Entre los tres, con bastante esfuerzo y alguna imprecación, conseguimos sacarle completo del agua.

—Está completamente dormido —dijo Julio.

—Dormido no, drogado —corregí.

—Dormido porque está drogado.

—No se puede llamar dormir a quedarse inconsciente por la droga.

—Si vais a seguir jugando a descubrir quién es más pedante, avisadme, que Aletitas y yo nos marchamos —cortó Toni—. Es hora de trabajar.

Vaya si trabajamos.

El delfín se nos escurría cuando intentábamos transportarle en vilo, amenazando con caérsenos y provocarle alguna herida de consideración. Toni nos llamó maricones, nenazas y cualquier otro término despectivo que existiera en el diccionario de la calle para referirse a la falta de hombría. Julio era el que lo llevaba peor, y eso que lo sujetaba por la cola, el punto más ergonómico, y continuamente teníamos que pararnos porque se le deslizaba y terminaba en el suelo. Al final optamos por improvisar una parihuela con nuestras chaquetas y una carretilla que encontramos. A pesar de la aparente sencillez que otorgaba la rueda, teníamos que mantenerlo en equilibrio entre los tres. El frío no era problema. Sudábamos como gorrinos en una matanza.

Las puertas del delfinario permanecían abiertas de noche, supongo que para facilitar el acceso del personal de vigilancia en caso de algún contratiempo. O porque teníamos mucha suerte.

—Aquí nos separamos. Nos encontramos en el Restaurante Kibanda. Julio, ten cuidado.

—¿Qué pasa? ¿Por qué nos separamos? —cuestioné temeroso de la respuesta.

—Parad un momento.

Fue un alivio. Tenía los riñones tirantes como una cuerda de guitarra. Juraría que el delfín roncaba.

—¿Cómo creías que íbamos a salir de aquí? ¿Volando?

Me sentía un completo idiota. Tanto por no haberles obligado a contármelo antes, como por haberme dejado llevar hasta ese punto.

—No me jodas Toni. Déjate de juegos. Es la una de la madrugada y estamos en el zoológico secuestrando un delfín. Creo que es hora de que me lo aclaréis todo de una puta vez.

—Julio, te dejo ese honor.

—Vamos a crear una distracción que nos permita salir por la puerta principal.

—Ya. ¿Vais a quemar algo para distraerles?

Obtuve el silencio por respuesta. En algún lugar del parque unas aves exóticas graznaron a la luna y les respondió un mamífero que no supe determinar.

—Definitivamente, estáis chalados. ¿Cómo vamos a prender fuego el zoológico?

—Hombre, a todo el zoo no. Hay un restaurante en el centro del complejo que tiene ruta directa a la salida. Nos servirá.

—¿Y con qué vais a provocar el incendio? ¿Con servilletas de papel?

Toni metió la mano en la mochila y sacó una botella de vidrio de medio litro rellena con un líquido amarillento.

—Con servilletas y gasolina. Un cóctel molotov en toda regla.

Miré atónito el combustible que giraba en el interior del recipiente.

—Ya es tarde para echarse atrás. En cualquier momento puede pasar una patrulla de guardia. Julio, te esperamos en el Kibanda. Ten cuidado.

—¡Si, señor! —bromeó imitando un saludo militar. Agarrando la botella, partió agachado en busca de las sombras.

—Es el momento de que me demuestres lo hombre que eres. Tenemos que llevar a Aletitas entre tú y yo.

Una hora más tarde, con Julio sentado en mis piernas, ambos apretujados en el asiento del copiloto y oliendo su sudor ahumado, ascendíamos por el Paseo de la Castellana a cuarenta kilómetros por hora para evitar atraer la atención de la policía. El interior del coche olía a lonja, pero Toni se negaba a abrir las ventanas. Cada pocos minutos, Julio vaciaba algo de agua sobre el cuerpo del delfín, que reposaba inconsciente en los asientos traseros sobre una manta de viaje azul que era incapaz de retener la humedad y se oscurecía por momentos. De perfil pude comprobar la hinchazón de su nariz después del cabezazo que le asesté sin proponérmelo. Respiraba emitiendo un pitido agudo por el bloqueo que sufría debido a la tumefacción de la zona.

Por improbable que pareciera, el plan había salido bien.

Veinte minutos después de que Julio nos abandonase agachado como un comando suicida, esperábamos agotados y doloridos por el peso entre los matorrales del restaurante que habían elegido como punto de encuentro.

Me estremecí.

Un atardecer imposible iluminó el centro del zoológico, seguido de una explosión que generó una nube negra como el carbón y que no ascendió hacia el cielo sino que se desmoronó, pesada y tóxica, envolviendo el parque en una neblina que nos hacía toser. Ese restaurante debía de ser más plástico que cemento. Con el humo llegó el pánico de los residentes y el ambiente se tornó selvático y electrizante con los aullidos, gañidos y rugidos de las especies de ese Arca de Noé contemporáneo. Se encendieron todos los focos y, por fortuna, la luz que desprendían no fue capaz de atravesar la bruma gris. Era fantasmagórico.

Las sirenas de los bomberos se dejaron escuchar al poco tiempo, a la vez que Julio se nos acercaba en cuclillas, cubriéndose con un ramillete de algún matorral de hojas inmensas.

—¿Se puede saber qué haces? —gruñó Toni.

—Camuflarme, hay cámaras por todas partes.

—Con este humo no van a ver nada. Quítate eso de encima, estás ridículo.

—¿Qué has quemado? ¿Una fábrica de neumáticos? —pregunté enfadado.

—Encontré un objetivo mejor —nos dijo con orgullo.

Yo me tapé la cara, en parte porque me picaban los ojos y en parte porque no quería formar parte de su historia.

—Al lado del restaurante está el almacén de mantenimiento. Rompí una ventana y tiré la botella dentro. Se me han quemado las pestañas —lo contaba con grandes aspavientos, emocionado—. Me alejé corriendo y hubo una explosión. Supongo que algún bidón químico se calentó demasiado.

—Bien hecho —le felicitó Toni mientras Julio saludaba marcialmente—. Vámonos de aquí aprovechando el jaleo.

Con los tres cargando a Aletitas, correteamos ocultándonos y tratando de mantener nuestro paquete en equilibrio. Al llegar a la puerta principal del zoo, nos pesaba tanto como un cachalote. Se le estaba arrugando la piel, apergaminándose por falta de humedad, y le fluían mocos viscosos de las fosas nasales. En ese instante, estaba más preocupado por su salud que por la mía.

La entrada permanecía vacía. Tres coches patrulla solitarios, con las luces encendidas, estaban aparcados cruzando el acceso. En el interior del recinto se escuchaban gritos de hombres y el ruido incesante de un motor, con toda seguridad una bomba de agua. El humo empañaba la visión en varias docenas de metros a la redonda.

—¿Veis como mi plan es perfecto? Todos al coche. Julio, coge las botellas de agua que tengo en el maletero. Aletitas las va a necesitar.

El camino fue tranquilo y llegamos sin contratiempos a la urbanización de la periferia en la que vivía Toni, un recinto con seguridad privada en el acceso que olía a césped recién regado y a arizónicas. Detrás de los altos setos se destacaban los tejados de los chalets, la mayoría de ellos con un diseño algo pasado de moda, aunque no dejaban lugar a dudas sobre la calidad de sus materiales de construcción. El silencio era absoluto. Había entrado en el paraíso al que sólo unos pocos tenían acceso. Unos que, como Toni dijo, tenían que haber comido de todo para alcanzar esa cúspide. En ocasiones, hasta su propia moral. No les envidiaba. Yo podía tener un cáncer mortal, pero mantenía cierto grado de dignidad que ellos perdieron hace mucho a cambio de cuentas corrientes repletas de ceros.

Aparcamos frente a una entrada ostentosa de metal repujado.

—Ahora vamos todos fuera, sin hacer ruido, y sacamos a Aletitas. Entramos y le dejamos en la piscina sin chapotear. Dejo el coche aquí, no quiero que Silvia se despierte y empiece con sus preguntas. Mañana me encargaré de ella.

Al sacar el delfín del vehículo presentí que algo iba mal. Su piel tenía una textura distinta, como gomosa, los ojos se mantenían entrecerrados y cubiertos por una capa de legañas encostrada. El orificio de aspiración supuraba una babilla blanca y espumosa. No soy veterinario, pero no tenía que ser un experto para detectar que eran síntomas inequívocos de algún problema grave. Me callé cualquier comentario para terminar cuanto antes. Julio se percató también y me miró preocupado, sin abrir la boca. Toni hablaba al animal en voz baja, contándole cómo iba a ser su nueva casa, lo poco que faltaba para llegar, mostrando apuntes de las comidas opíparas que recibiría. Con un mando a distancia abrió la verja de acceso y entramos renqueando.

Con nuestras últimas fuerzas lo dejamos en el borde de la piscina y Toni se acercó a una caseta del jardín para encender las luces que la iluminaron como un submarino.

—A la de tres, le empujamos con cuidado. En cuanto se vea en el agua se espabilará. Una, dos y…

Tres. El animal rodó y se zambulló. Flotaba de lado, con su ojo entreabierto mirando las estrellas que en esa zona lucían como un montón de bombillas de bajo consumo.

—¡Aletitas! ¡Despierta! —susurró, intentando que se enderezase con empujones leves.

No se despertó por más que le llamó, le empujó e incluso le pinchó con el palo del limpiador en el hocico. Lo único que consiguió fue que derivara hacia el centro de la piscina y se quedase vientre arriba.

—Se ha muerto —exclamó dejándose caer de rodillas.

—Eso parece —dije sin acritud.

—¿Por qué se ha muerto? —preguntó al aire y yo le di la respuesta.

—Creo que ha tenido una sobredosis.

—¿Una sobredosis de qué?

—De antidepresivos.

—¡Julio! —berreó furioso—. ¡Has matado a Aletitas! ¡Tu llenaste los arenques!

—No eran arenques, eran boquerones.

Se tiró de cabeza contra él y le derribó.

—¡Has matado a Aletitas, cabrón! —acusó crispando el puño en lo alto, dispuesto a aplastarle la cara. Julio estaba paralizado por el miedo.

Sin pensármelo, salté sobre él con el ánimo de separarlos y los tres rodamos por el césped, una maraña de gritos, llantos e insultos. Dimos vueltas de un lado al otro, parando puñetazos y deteniendo mordiscos. Julio chillaba como una niña asustada y le clavaba las uñas en los brazos, alegando su inocencia sin cesar a unos oídos que no escuchaban más allá de la retahíla de acusaciones de asesinato y genocidio que afloraban por sus labios imparables. Yo intenté calmar la situación en un principio y enseguida advertí que mi único objetivo debería ser salir sin una fractura dental y con los dos ojos en su sitio. Y si para ello tenía que aplastar un par de labios, no me iba a amedrentar. Era un «todos contra todos» sin sentido, un remolino de tensión desbocada en violencia.

—¡Toni! ¿Qué pasa aquí?

El grito de alarma de una mujer nos dejó paralizados. Un varón reacciona siempre igual ante impulsos semejantes, un recuerdo atávico de protección de la manada, supongo. Y el alarido de esa mujer nos bloqueó ciertos instintos, abriendo puertas neuronales hacia el cerebro de reptil que constituye el núcleo más profundo de nuestra personalidad. Fui consciente, con la lucidez que te deja el bajón de adrenalina, de los dedos de Toni que se me metían entre las muelas y que yo mordía, de la rodilla que clavaba en las costillas de Julio y su codo incrustado en mi vientre, de la sangre en la nariz de Julio que ahora se veía enderezada otra vez. Toni me sacó la mano de la boca para hacer un gesto de presentación.

—Cariño, estos son Mateo y Julio.

—Ya sé quiénes son, ya nos conocimos. ¿Se puede saber qué hacen aquí?

Todavía no había visto lo que flotaba panza arriba en su piscina, por fortuna.

—Será mejor que entres en casa. Después te cuento.

Enrojeciendo de ira, ella nos gritó.

—¡Me vas a contar lo que estáis haciendo ahora mismo! Si te crees con derecho a volver a casa de madrugada, borracho y peleándote con tus amigotes en nuestro jardín, estás muy equivocado.

Ahí la teníamos. La famosa verborrea de Silvia arrancando a toda máquina. Me preguntaba dónde iba a acabar descarrilando. Esperaba que no sobre mí.

—Cari, te ruego que nos dejes a solas un momento. Sube a la habitación y espérame allí.

Silvia abrió las piernas, enraizando sus pies en el césped. Se preparaba un ciclón.

—¡No me trates como una muñequita! ¡No voy a consentir que hagas lo que te dé la gana llevado por las cosas que esos dos te han metido en la cabeza! ¡Estás enfermo, por Dios! ¿No puedes tener un poco de cabeza ni cuando te mueres?

Toni se enderezó y se colocó la peluca. Demasiado relajado para mi gusto. En su lugar, yo estaría buscando un refugio atómico. La tormenta continuó desplegándose.

—¡No te dije nada cuando me contaste que ibas a quedar con ellos a emborracharte! Ajá, pero ahora veo lo que pretenden. ¿No ves que no te convienen? ¡Son una pandilla de perdedores que quieren aprovecharse de ti! ¡A ver cuando te das cuenta de que eres demasiado bueno para ellos!

Suma y sigue. Su ataque con lanzagranadas no se detenía. Nos había tildado de moribundos, perdedores y buscavidas y no había llegado aún hasta el final.

Toni seguía firme en su sitio.

—¿Que me meta en casa? ¿Qué te has creído? ¿Que soy tu esclava? ¡Ya puedes echar de una puta vez a esta gentuza!

Ese fue su error. Toni podía permitir que le insultasen y maltratasen verbalmente, pero nunca que echase de su propia casa a sus invitados. En dos pasos se acercó a ella y le sujetó de los carrillos, aplastando sus labios.

—Te vas a meter dentro echando leches. Nadie me dice lo que tengo que hacer con mis amigos en mi propia casa.

Silvia enmudeció y tembló visiblemente. Era la primera vez que Toni la amenazaba físicamente, a tenor del pavor que desprendió su expresión. Se libró de la presión con un manotazo y entró en el chalet muy callada. No es bueno tapar una hoguera con una manta, cuando la destapas puede surgir más virulenta que antes y abrasarte las manos. Y Silvia era un incendio en toda regla.

—Tenemos que enterrar al delfín —nos ordenó. Ya no le llamaba Aletitas. Su lado emocional había sido desplazado.

Julio y yo nos levantamos pidiéndonos mutuamente disculpas y le seguimos a la caseta del jardín. Esperamos fuera hasta que apareció con dos palas y un azadón.

—En esa esquina estará bien. Es donde cagan los perros y el jardinero nunca remueve la tierra.

Cavar una tumba para un animal de dos metros y ciento cincuenta kilos exige un agujero muy grande. De metro y medio de profundidad por lo menos, si queríamos evitar que los perros, que a esas horas dormían enjaulados en la parte trasera de la casa, desenterrasen la carne putrefacta de Aletitas cuando el hedor de la corrupción filtrase la tierra.

Terminamos la tarea mortuoria a las cuatro de la madrugada, sucios y sudorosos, trabajando por turnos para evitar desmayos. Yo vomité un par de veces en un parterre de flores. Seguramente estarían todas muertas a la mañana siguiente. No hay planta que resista el vómito de un paciente oncológico.

Con la zanja cubierta y las palas sobre ella, nos tumbamos para recuperar fuerzas con unas botellas de agua mineral y unos paquetes de fiambre que Toni nos trajo de la cocina. Me forcé en llenar mi estómago a pesar de la repulsión que me producía el sabor del jamón serrano y el chorizo ibérico. Si me hubiese metido en la boca una mierda del perro de Toni no hubiese acusado la diferencia.

Nos mantuvimos en silencio, masticando y bebiendo, hasta que Julio habló.

—Menuda nochecita. No puede decirse que haya salido como pretendíamos.

Toni callaba, ensimismado en roer una hebra de jamón.

—Aunque hemos conseguido liberar un delfín, que era nuestro objetivo —afirmó continuando su discurso.

—Y matarlo —rematé sin piedad. Tenía tanto sueño que podría dormir al raso.

—Ha sido sin querer —se justificó—. No podíamos saberlo.

Es lo que tiene jugar a los médicos sin tener conocimientos, pensé sin exponerlo en voz alta. Me preocupaba la actitud de Toni. No me apetecía nada otra pelea de machos y me propuse encauzar esa conversación en la dirección que realmente me importaba.

—Chicos, es hora de irse a dormir. No puedo con mi alma.

—Tú te esperas —decretó Toni sin mirarme.

—Yo me marcho.

—Tenemos que decidir el siguiente deseo —rebatió con firmeza—. Esto no se acaba aquí. El club sigue en marcha. Y es tu turno.

—¿El mío?

—Julio ha tenido su juerga. Yo mi delfín. Tú no has elegido nada de momento. Hicimos un acuerdo y tenemos que cumplirlo.

—No sé qué elegir —balbuceé con la mente en blanco.

Toni se incorporó usando una pala como muleta. Era un hombre sin más esperanza que esa, y los hombres sin un mañana son peligrosos. Ya me imaginaba decapitado y enterrado con Aletitas, compartiendo su sabor a océano por toda la eternidad.

—Elige ya. Te toca —insistió sin soltar la pala.

—De verdad, no sé qué quiero.

—Es tu turno. Elige o acepta las consecuencias —elevó la pala unos centímetros del suelo y la clavó en la tierra removida.

Tragué ruidosamente y valoré la posibilidad de atacarle para quitarle la herramienta, degollarle antes de que tuviese oportunidad de intentarlo él. Pero estaba demasiado cansado. Las piernas no me responderían y caería como un fardo a sus pies, mi cuello expuesto a la cuchara metálica que cercenaría mi médula espinal sin esfuerzo. Presionado hasta mi límite, una idea detonó en mi cabeza, la antítesis malévola de mi trabajo de toda la vida.

—Quiero robar algo de valor.

Toni se acuclilló a mi lado, sin soltar el instrumento mortal.

—¿Qué quieres robar?

Buena pregunta. La posibilidad de cometer un delito por voluntad propia era algo inusitado en mi esquema vital. Precisamente, me repugnaba todo aquello que supusiese la ruptura espontánea de las reglas establecidas para la sociedad. Sin reglas no seríamos más que bárbaros, volveríamos a las cavernas, a saquear, violar y abusar de la autoridad del más fuerte. Era emocionante y amenazador a la vez. Tenía que decidir.

—Un coche —resolví.

—No me vale. Tiene que ser más arriesgado que eso.

—En el parking del hospital.

Toni gesticuló satisfecho.

—Eso me gusta más. Es hasta poético. Pero tiene que ser de alguien específico para que alcance la categoría de valioso.

—¡Tengo una idea! —gritó Julio emocionado—. Mateo puede robar el coche del gerente del hospital. ¿Os acordáis cómo nos miraba cuando estábamos en la sala de quimioterapia?

Recordé ese momento. Un día cualquiera del segundo ciclo, la puerta de acceso a la sala se abrió y entraron cuatro personas con trajes oscuros. El que encabezaba la comitiva les invitó a pasar y estuvieron hablando y preguntando a todos los presentes cuestiones relativas a nuestra enfermedad y el tratamiento recibido. Pude darme cuenta de que Juanpe y el resto de personal sanitario estaban más tensos de lo habitual. En mi caso, me sentí escrutado como un pollo a punto de ser condimentado. Sin lugar a dudas, para ellos no éramos más que la personificación molesta de unos números que barajaban fríamente en sus despachos situados en la cúspide del edificio. Uno de los hombres, flaco hasta la extenuación, se me acercó y quiso que le respondiera una pregunta acerca de mi cáncer y la esperanza de vida que tenía. No le escupí por educación. Sencillamente, le emplacé a irse a su puta casa y preguntarle a su mujer cuantos polvos había disfrutado desde que él salió esa mañana a joderle la vida a los enfermos. El rictus de su expresión me hizo sospechar que mi respuesta no había sido de su agrado y me dejó sólo. Al poco rato, todos salieron de allí y en la sala quedó una nube irrespirable de perfume político.

Ese lameculos seleccionado a dedo por el Consejero de Sanidad correspondiente se merecía una prueba de nuestro club. Julio se había convertido en una fuente de creatividad continua.

—¡Buena iniciativa! ¡Apruebo la moción! —gritó Toni, soltando la pala.

Me abrazó con efusividad y me susurró al oído.

—Tenías que ver la cara que ponías cuando cogí la pala. Casi me meo de la risa, mariconazo. Si no llegas a aceptar tendría que haberte suplicado.

Maldito demente.

Y maldito yo que me excité al anticipar la ejecución de mi deseo.