A las doce de la mañana tomé conciencia del repiqueteo del lápiz sobre la mesita del salón. Me había sentado en el sofá a las once, frente a una hoja arrancada de un cuaderno usado. Una hora de tiempo muerto cerebral. En ese periodo las líneas azules de las pautas seguían inmaculadas, sin una palabra manchando el papel. Mi mente se había ido a dar un paseo y regresaba igual que se marchó. Sin nada.
Me levanté y salí al balcón para que el aire fresco me ventilase las ideas. La mañana era fresca y algo nubosa. Olía a lluvia lejana.
Los deberes de Toni estaban resultando más complicados de lo que parecía en un principio. Responder a ese tipo de preguntas es relativamente fácil para las personas normales, entendiendo por tales aquellas que no conocen la fecha de su fallecimiento. Escoged a un compañero de trabajo, el que sea, y preguntadle a bocajarro qué le gustaría hacer si tuviese oportunidad de elegir. No creo que tardase más de unos segundos en daros una respuesta: un viaje, acostarse con la vecina, dejar a su marido… Para mí no era tan sencillo. Vuestras vidas y la mía discurren por dos carreteras muy diferentes. Yo había pagado el último peaje de mi autopista y por delante solo se extendía un desierto sin paisaje, cubierto de polvo y tumbas, con el maletero vacío porque había lanzado por la ventanilla todo el equipaje, abandonado en la cuneta muchos kilómetros atrás. Era un viaje sin retorno, exento de cambios de sentido. Saltar la mediana y circular con el resto de vehículos que avanzaban en sus esperanzas cotidianas exigía algo más que un volantazo brusco. Debía superar el miedo a saberme diferente a los demás, a mirar desde mi ventanilla a la suya y ver personas conduciendo hacia sus hogares, monovolúmenes con niños en los asientos traseros esperanzados en su porvenir. Para rematar la faena, yo mismo había saboteado el sistema de frenado para sortear tentaciones de ese tipo. Mi cuerpo no iba a sobrevivir. Y la mejor estrategia que encontré para soportar ese concepto fue quemar todos los puentes a mis espaldas, no dejar ni uno que me posibilitase acobardarme en el último momento, evitar que los atravesase alguien que fuese capaz de agarrarme del brazo y enfrentarme con la vida que abandoné sin remisión.
¿Qué me gustaría hacer antes de morir? Nada. Simplemente llegar tranquilo a ese momento, causar el menor revuelo posible.
Y, de repente, me veía obligado a escribir tres deseos no cumplidos.
Me asomé a la calle y el viento me hizo tiritar. La sensación del aire acariciando mi cuero cabelludo era extraña, como si fuese una cabeza ajena.
Era la hora de las amas de casa, los jubilados y los parados, esa en la que la metrópoli parece descansar de la vorágine que pisotea sus aceras. Observé una señora que transportaba su compra en dos bolsas de plástico, cojeando por alguna lesión reciente de cadera; en zapatillas de andar por casa, azules, y con el pelo clareándose en la coronilla, caminaba acompañada de un anciano, con las manos entrecruzadas a la espalda. ¿Qué desearía ella? Llegar a casa y soltar esa maldita carga, hacer la comida y descansar los pies. Es posible que, si su marido no estuviese presente, me sorprendiera con algún deseo oculto en las sombras de su espíritu cansado por decenios de esclavitud matrimonial. El rostro se le iluminaría y podría atisbar la niña, casi una mujer, que iba a la escuela soñando ser profesora, vestir un traje de chaqueta como las actrices de Hollywood y enseñar a un grupo de alumnos los ríos y las fronteras de Europa. A esa niña le gustaría comprar un billete de avión para París, sin más compañía que un libro de viajes y su bolso. Sin embargo, entraba en el portal, la puerta a punto de golpear su hombro porque el marido se había olvidado de la normas de caballerosidad que aplicaba cuando todavía deseaba su cuerpo.
¿Y yo? ¿Qué deseaba yo? Aspiré por la boca el sabor a coche y humedad, abriéndola mucho para tragarme la ciudad entera.
Sin cerrar la ventana, me senté y escribí
«Deseo n.º 1: Quiero querer».
—Me la he follado.
Toni crujió sus nudillos, satisfecho por la impresión que nos había causado.
—No me lo creo —respondí acariciándome la calva. Había perdido mis últimos pelos en la ducha. Nada fuera de lo común.
Julio se frotaba las muñecas, excitado.
—¿Cuándo?
—Un caballero no cuenta los detalles. Salvo a sus amigos, por supuesto.
Bebí un trago de cerveza y me extrañó su sabor agridulce. Examiné la jarra. Mi atención volvió a la historia de Toni.
—¿Te acuerdas que quedé en ir a recogerla por la tarde? Pues me planté en la tienda a las ocho en punto, maqueado y con el coche limpio.
—¿Y tu mujer? —inquirió Julio.
—Le dije que había quedado con vosotros.
—A nosotros no nos metas en tus asuntos extramatrimoniales —exclamé airado.
—No te preocupes, no se va a enterar.
—Eso espero —barrunté incómodo. Lo único que me faltaba era encontrarme un día a Silvia en la puerta de mi casa pidiendo explicaciones.
—¿Y qué pasó?
—Me acerqué y le ayudé con el cierre. Me sonrió y se dejó hacer. La invité a subir al coche y hablamos durante todo el camino de viajes y música. Os sorprendería la cultura que tiene.
—Pero —Julio dudó un segundo, midiendo las palabras con cuidado— ¿No le preocupaba tu… estado?
—No la dejé preocuparse. Puse toda la carne en el asador, ya me entendéis. No podía dejarla pensar y ataqué a fondo. Ni me miró la peluca.
—Impresionante —afirmé.
—Y que lo digas. Fuimos a cenar, después unos cocktails…
—En mi bar —interrumpió Julio.
—En el local de cocktails de moda —corrigió—. Se dejó aconsejar en la elección de las bebidas y a las dos horas estábamos en su casa.
—Vamos, que la emborrachaste.
—La puse a tono.
—La emborrachaste.
—La preparé para el amor. Follamos hasta desmayarnos. Tiene unas tetas que son una locura. De este tamaño —y separó las manos lo suficiente para albergar la cabeza de un niño pequeño—, y duras como una roca.
—Sigue. —Julio se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano. No había bebido nada desde que Toni inició su explicación.
—Se lo comí hasta que se corrió dos veces.
Se retiró la peluca y nos enseñó ocho arañazos que se iniciaban en la nuca y terminaban en la frente. Sonrió lascivamente, moviendo la lengua como un aspa.
—Perdió el control. Como a mí me gusta. No hay hembra que se resista a Toni «el Percutor» —y volvió a mover la lengua arriba y abajo.
—Deja de hacer eso —le ordené.
—Envidioso. La dejé en la cama, dormida, y me fui sin ducharme. Me gusta el olor que te dejan.
—Eres repulsivo.
—Sigue —insistió Julio.
—Ya está. Eso es todo. Una hembra impresionante, os lo aseguro. Deberíais probarla.
Julio volvió en sí como liberado de un sortilegio.
—Propongo un brindis por Toni Percutor —levantó la jarra y brindamos entrechocando el cristal.
Bebí un trago largo y amargo de cerveza, que se convirtió en un mar de acidez al atravesar mi garganta. Dejé la jarra, asqueado.
—Esta cerveza es una mierda —protesté. Los dos me miraron extrañados.
Raúl llegó con las tapas, tres platos desprendiendo un aroma que te derretía la boca. No podía faltar la oreja de cerdo con salsa, mi favorita.
—Que os aproveche —nos dijo, y se retiró a sus tareas.
—Con vuestro permiso, necesito reponer fuerzas antes de continuar.
Pinché un pedazo de oreja tierno y grasiento, rebañando salsa para acompañarlo. Olía de maravilla. Lo mastiqué cerrando los ojos para concentrarme más en el sabor.
Y tuve que escupirlo en la palma de la mano.
—¿Qué pasa?
—Está estropeada. Sabe a aluminio.
—¿Y cómo sabe el aluminio? —preguntó Julio.
—Como esta oreja —bebí un trago de cerveza y fue peor.
—Déjame ver.
Toni pinchó dos pedazos, los más grandes del plato, y los masticó unos segundos.
—Está buenísima —dictaminó.
—Voy a probarla yo.
Julio comió también y elevó el pulgar.
—Deliciosa. Mejor todavía que la otra vez.
—No entiendo nada —dije, moviendo la lengua por mi boca para hacerla despertar.
Comí otro trozo y me supo todavía peor que antes. Lo entendí todo.
—¡Puta quimioterapia! —maldije.
—¿Qué?
—Es la quimioterapia. No puede ser una casualidad que se me haya caído el pelo y que todo comience a saberme a mierda.
—¿Y cómo sabe la mierda? —preguntó Julio, intentando hacerse el gracioso.
Estaba furioso. Tenía ganas de coger el plato y estrellarlo contra la pared, agarrar a Raúl del cuello y zarandearle por haberme servido esa bazofia que me había estropeado el sentido del gusto. Me acaloré y me desabroché un par de botones de la camisa. Si fuese consciente de más cosas que mi enfado, podría dar gracias por no tener un sólo cabello que retuviese mi calor.
Se me saltaron las lágrimas sin poder evitarlo. ¿No podría volver a comer con normalidad? El cabello no era nada comparado con esa tragedia.
Una mano en el hombro me sacó del remolino en el que estaba girando sin control. Julio me apretaba con decisión. No me retiré. Necesitaba ese contacto para sentirme todavía persona, no un trozo de carne que iba perdiendo poco a poco aquello que me consolidaba como ser humano.
—Tranquilo, estamos aquí.
No estaba seguro de nada. No les conocía más que de unos pocos días, no tenía ni idea de su pasado, de cómo habían llegado a ser como eran, cuáles eran sus gustos, sus miedos, las expectativas que tenían antes de que el cáncer les abrasara sin remisión.
Y sin embargo, eran lo único que tenía. Tres muertos en vida. Tres zombis.
—Estoy mejor, gracias.
Toni se había mantenido a una distancia prudencial, delegando en Julio la responsabilidad de controlar mi ataque incipiente de rabia. No se le daba muy bien manejar las emociones varoniles ajenas. Cuando la tempestad se calmó, continuó.
—Lo mejor es que nos centremos en nuestras listas.
Era un buen dique de contención a la rabia que me anegaba, una distracción inocua e infantil.
Qué equivocado estaba. En lo de inocuo, me refiero.
—¿Quién es el primero? —preguntó Toni.
—Julio es el más adecuado —me adelanté.
—No estoy de acuerdo —tartamudeó el aludido, retirándose unos centímetros de la mesa en actitud defensiva.
—Por alguien tenemos que empezar. Adjudicado. —Toni imitó el martillazo de un subastero.
—Si os empeñáis.
Rebuscó en el bolsillo trasero de sus pantalones. Llevaba unos vaqueros pasados de moda, desgastados en las costuras y con la cremallera un poco bajada. Me convencí de que no era debido a la presión inguinal forzada por la narración de la pasión de Tony y la «Pelucas».
Sacó un papel, se acomodó y lo desplegó. Antes de leer, nos miró muy serio.
—No quiero burlas.
—Tienes nuestra palabra —aseguró Toni solemne.
—Habla por ti —dije haciendo una mueca de desdén para ocultar mi inseguridad.
—Promételo.
Algo en su expresión me hizo bajar mi nivel de agresividad.
—Prometido.
Julio asintió en silencio y, con un carraspeo previo, leyó.
—Quiero correrme la juerga más grande de mi vida.
Volvió a doblar el papel y lo encerró en su puño.
—¿Eso es todo? —exclamó Toni—. ¿Una puta juerga?
—No una puta juerga, sino la puta juerga, una mítica.
—Eso no es nada extraordinario —insistió Toni.
Yo resoplé sonoramente. El primer deseo no prometía más que una noche sin dormir y jaqueca al día siguiente.
—¿Qué pasa? ¿No quedamos en que los íbamos a graduar? Este es mi deseo más sencillo. Si queréis os leo los demás.
—¡No! —gritó Toni, sobresaltando a los dos ancianos que jugaban al dominó. Una ficha se les escapó de las manos y cayó al suelo, rebotando hasta quedar a los pies de mi amigo. Se agachó, la cogió con dos dedos y se la lanzó de vuelta. El viejo la atrapó como pudo y le fulminó con la mirada.
—Sólo uno. Ese es el acuerdo. Aunque pensaba que iba a ser algo más especial.
—Para mí lo es.
—¿En qué? Cualquier niñato de catorce años sale de fiesta un sábado por la noche y se pone de porros y pastillas hasta el culo. Joder, si yo mismo no recuerdo cómo acabé en la última que montamos. Estuve sangrando toda la mañana por la nariz.
—¿Te golpearon? —quiso saber Julio, inocentemente.
—Sí, un par de gramos de cocaína que nos metimos entre cuatro.
Julio se sonrojó y apretó el puño, aplastando su deseo.
—Tienes razón. Una juerga. Qué estupidez.
Tiró el papel al suelo, entre restos de servilletas con señales de labios grasientos y huesos de aceitunas.
—Seguro que el de Toni es mucho mejor —provoqué con tono malicioso.
—Por supuesto, aquí lo tenéis —y lanzó una tarjeta de presentación a la mesa.
La cogí y leí las letras doradas, con caligrafía de imprenta, clásica y recargada: «Antonio Maruarte, Representante farmacéutico».
—¿Quieres ser representante? —me burlé buscando la mirada cómplice de Julio. No la encontré. Seguía mirando su sueño ensuciándose con los residuos caldosos de las cabezas de gambas.
—Que gracioso. Dale la vuelta.
Giré la tarjeta, decidido a declamar en voz alta imitando un predicador. La broma se me atragantó.
—¿Nadar con delfines?
—Me dirás que no es espectacular —hinchó el pecho, lleno de orgullo.
—Desde luego, verte en bañador entre delfines va a ser todo un espectáculo —afirmé jocoso.
—Yo lo grabo y lo cuelgo en Youtube. En unas horas somos los más vistos del día —dijo Julio, algo más recobrado.
—¿No os gusta? —inquirió Toni sorprendido—. Es una puta pasada.
—Follarte un delfín es una pasada. Nadar con ellos es aburrido —sentencié.
—Muy bien, veamos entonces el deseo del señor estirado —atacó, empujándome el pecho con el dedo índice. Odio que me toquen, no sé si lo he dicho antes. Refrené el impulso de agarrárselo y tronchárselo hacia atrás. Me contuve porque no quería líos con Raúl, que nos había tratado tan bien.
—No tengo —murmuré, estirando los brazos detrás de la nuca, más suave que nunca. En el colegio me habrían echado a collejas del patio. Me negaba a entregarles mi papel. No podría soportar sus bromas.
—Eso no vale —protestó Julio.
—Quedamos en que cada uno iba a traer un deseo. Vale que el de Julio es una mierda, aunque por lo menos ha hecho el esfuerzo.
—No es una mierda.
—No, es peor. Pero has cumplido. Y aquí el señorito se atreve a venir a la reunión sin haber cumplido la tarea para la que se comprometió.
—Primero, yo no me comprometí. Y esto no es una reunión de nada —estaba empezando a molestarme—. No somos más que tres enfermos de cáncer que se mueren. Sólo eso.
Julio apartó la mirada. Toni no. Seguía cada movimiento de mis ojos como si fueran los suyos. Intentaba entrar en mi cerebro y apoderarse de él. Proseguí en mi búsqueda de sangre fresca. Me dirigí a Julio.
—¿Una juerga? ¿Tú crees que podemos salir de marcha por la noche, tomarnos unas copas y bailar con las niñas? Por Dios, ¡estamos calvos! ¿Y qué vamos a tomar? ¡Eh, camarero! —imité el gesto de pedir una copa en un bar. Raúl se giró y enseguida se dio cuenta de que la pantomima no iba con él—, sírveme una lingotazo de Bleomicina. Sin hielo.
Estaba desatado. La dialéctica me podía, como tantas veces ocurría en mis discusiones con Patricia. Siempre terminaba arrepintiéndome. Era como un dique que revienta; hasta que no me vaciaba, era incapaz de detenerme. Continué con Toni.
—¿Y tú? ¿Quieres nadar con delfines? Pero ¿qué clase de mierda es esa? ¡Joder, ni mis hijos llegaron a pedirme esa gilipollez!
—¿Tienes hijos? —me interrumpió Toni, extrañado.
No debí haberlo dicho, lo reconozco. Les había dado una pista asfaltada para llegar un poco más cerca de mi corazón. Y precisamente eso es lo que quería evitar.
—Ni se te ocurra mencionarlos en mi presencia. Son sagrados.
—¿Tú crees que a ellos no les apetecería nadar en un tanque de delfines?
Julio le dio una patada bajo la mesa. Toni se la devolvió sin prestarle más atención.
—¿Cómo sabes que no les apetecía?
—No sigas por ese camino, te lo advierto —amenacé.
Toni presintió que el cariz de la discusión podía llevarnos a un final indeseable y cortó de súbito. Esos cambios de ritmo siempre me descolocaban.
—Tenemos que votar.
Levantó su mano. Nadie más le acompañó en su gesto.
—Mariconazos, no tenéis ni puta idea. A ver, votos por la juerga.
Julio levantó la suya. Le temblaba ligeramente el pulso. Toni me desafiaba con su sonrisa presuntuosa. No iba a darle el gusto de los delfines. Me vengaría usando mi voto como arma. Elevé la mía también e imité su mueca.
—¡Bien! —exclamó Julio, dando una palmada.
—Ganador, la juerga mítica —voceó Toni.
De súbito entendí que había sido estafado en un juego amañado de antemano. Una vez más el muy ladino se salía con la suya y yo picaba como un pardillo.
—¿Cuándo la celebramos?
—Mañana sábado —dijo Toni—. Yo empiezo con la «quimio» el lunes.
—Yo también.
Recordé el primer ciclo y se me revolvieron las tripas.
—Yo voy el martes. Tengo un día más para recuperarme —manifestó Julio. Se le veía exultante.
—Todo cerrado entonces. Mañana a las nueve de la noche nos vemos aquí. Preparaos. Vais a recordar esa noche durante mucho tiempo.
Tragué saliva. ¿Dónde me había metido?
Me desperté y vomité sin preocuparme. Una capa líquida más que se esparciría cubriendo la costra reseca que apergaminaba las sábanas, áspera por los pedazos sin masticar de los bocadillos que compramos en un puesto callejero. Rasqué un pedazo de pan marrón y lo desprendí. Estaba húmedo en su base y olía a fondo de nevera. Me limpié el dedo en la pechera de la camisa de cuadros que estrené la noche anterior y fijé la vista en el techo.
La pintura parecía preñada por las humedades y en algún punto se extendían manchas oscuras en círculos concéntricos, como los anillos de un tronco. Era tarde, quizás media mañana, a juzgar por los sonidos de la calle. Contuve una arcada más. Tenía la garganta irritada por la bilis y me incorporé para evitar mancharme la cara. De inmediato me golpeó la jaqueca y la dejé entrar con cierto placer masoquista.
Me restregué los ojos para despejarme. Me costaba mantener la concentración. Rebobiné mi memoria hasta localizar, entre pedazos de evocaciones, un recuerdo en el que me encontraba comprando una camisa y un pantalón nuevo en El Corte Inglés, desnudándome en el probador iluminado como un quirófano, examinando mi cuerpo ralo en ropa interior frente al espejo, plagado de pequeñas manchas que no tenía antes de inaugurar el tratamiento. Un único ciclo y ya me estaba descomponiendo. No se me habían olvidado las palabras de Juanpe al terminar mi tercer día de quimioterapia.
—Te van a dar mucha caña. Prepárate.
¿Cómo se preparaba uno para albergar litro tras litro de veneno? La resaca que sufría esa mañana no era comparable en absoluto a la paliza recibida en el hospital. A pesar de eso, una jaqueca es una jaqueca, y el estómago ya sensible de antemano no ayudaba en mi sensación de malestar.
De improviso, una bomba luminosa me imprimió la imagen de una sala de urgencias en la retina. Y proyecté fotogramas inquietantes en la pantalla sucia de mi memoria.
Con pasos inseguros, me acerqué al teléfono y llamé a Julio. Una grabación me informó que estaba apagado o fuera de cobertura. Probé otra vez y me contestó la misma señorita. Marqué el número de Toni. Sonaron seis o siete tonos y se activó el buzón de voz, con la misma voz femenina que antes. ¿Qué reflejaría esa mujer en su currículo? ¿Que era experta en locuciones aburridas y anodinas? Insistí, pulsando el botón de rellamada. Dos veces más. A la tercera, alguien contestó.
—¿Quién? —me costó reconocer a mi amigo. Su voz sonaba como una lija demasiado usada. Tosió hasta expulsar una flema.
—Mateo.
—Ah, hola. ¿Qué hora es?
—No tengo ni idea. ¿Sabes algo de Julio?
—Tendrías que saberlo, mamón. Tú nos llevaste a casa.
—¿Yo? ¿Cómo iba a llevarle yo?
—En mi coche.
—¿En tu coche?
—¿Vas a seguir repitiendo todo lo que diga?
—Toni, no tengo ganas de juegos. La cabeza me va a explotar y estoy a punto de vomitar hasta la primera papilla.
—Yo he cagado sangre, así que imagínate.
—¿Sangre?
—Sí, sangre, joder. Tío, estás de lo más cansino —tosió en el micrófono. Me aparté el auricular hasta que se detuvo—. Creo que se me ha explotado una almorrana. Exceso de alcohol, me pasa a veces.
—¿Y Julio?
—¿De verdad no te acuerdas de nada?
—De cosas sueltas. Una sala de espera en urgencias, Julio tumbado en mis rodillas. Nada más.
—Espera que voy a cagar y ahora te llamo. No aguanto más.
Me colgó, como siempre. Me estaba preocupando. Tanto por Julio como por mí. En menos de veinticuatro horas retomaba el tratamiento. No me veía preparado físicamente para enfrentarme a esa pesadilla de cuatro días de espanto en el trono. Debería haberme quedado en casa ayer.
Otro flash me encabritó la memoria. Los tres en un baño para una sola persona, música rock muy fuerte, quizás Motorhead, puede ser que Ace of Spades, la puerta cerrada por dentro y nuestros rostros desbocados, muecas incoherentes, yo con la peluca de Toni y él con su calva cuajada de gotas de sudor. Julio sin camisa, imitando los golpes en el pecho de Tarzán, mi nariz blanquecina, Toni agachado y enderezándose gritando en coro la banda sonora que nos ensordecía.
Necesitaba oxigenarme. Abrí la ventana y divisé el coche de Toni aparcado a los pies de mi casa, ligeramente escorado.
El teléfono me sobresaltó.
—¿Si?
—¿Mateo? Soy yo. Toni.
—Me acuerdo de más cosas. ¿Qué coño hicimos ayer? Tu coche está aparcado en mi calle.
—Espero que no tenga ni un golpe.
Me asaltó el tacto del volante de cuero del BMW, la suavidad de los asientos en mis nalgas, la potencia al cambiar de marcha, los semáforos en rojo que cruzábamos a ciento cincuenta por hora mientras Toni me azuzaba para ir más deprisa porque Julio iba a ponerle perdida la tapicería si vomitaba. El poder de manejar esa máquina, apurando las rotondas a centímetros de los bordillos, riendo como un salvaje.
—¿Por qué conduje yo?
—Si no te llego a dar las llaves, me pegas un puñetazo. Me amenazaste con partirme los dientes. ¿Pensabas que estabas rodando una película de James Bond?
El poderío feroz que me atravesaba los músculos, una fuerza extraordinaria, reflejos sobrenaturales, conocer lo que ocurría cada vez que pisaba el embrague, el tacto del asfalto bajo las ruedas.
—Coca. ¿De dónde sacamos la cocaína?
—De donde sale siempre. Del tío que se sienta en las esquinas de los bares y no baila.
El reservorio de Julio, ese agujero que se abría un poco más arriba de su pezón, por donde le administraban la quimioterapia porque sus venas eran demasiado finas y se quemarían con la medicación, y Toni pretendiendo inyectarle un cubata por la válvula.
—¿De dónde sacaste la jeringuilla?
—Me la vendió el de la coca.
—¿Cómo cojones se te ocurrió meterle el cubata por el reservorio? ¿Te has vuelto loco?
—Tú querías que le metiese la coca por allí. Me negué y él insistió en lo del whisky.
—Dios.
Estaba anonadado. Por lo que sabía hasta ese momento, Julio podía haber muerto de sobredosis o por coma etílico. El catéter iba directo a la arteria, sin que el hígado filtrase ninguna de las sustancias, que fluirían directas hasta el cerebro. Pudimos haberle matado.
—Tenemos que localizar a Julio —dije con la voz temblorosa. Se me había pasado el dolor de cabeza.
—Julio está conmigo, durmiendo en el sofá. No veas como ronca el cabrón. Silvia casi me mata cuando le metimos entre los dos en casa. Creo que no le caíste muy bien.
—¿Estuve en tu casa?
—En serio, tienes que salir un poco más. Eres demasiado delicado.
—¿Y por qué me traje tu coche?
—No iba a dejarte tirado de madrugada tan lejos de tu casa. Ya me lo devolverás.
—¿Y el hospital?
—Cuando llegamos estuvimos un rato esperando, no sé cuanto porque me quedé dormido. Tú no parabas de acariciarle la cabeza a Julio, parecía que era tu perrito, jugando con su pelo, dándole vueltas con el dedo. Murmurabas cosas sobre el peinado que llevaba. Lo que te digo, un pedo de la hostia.
—¿Y después?
—Antes de que nos atendiera un médico, se despertó y nos pidió que le llevásemos a cualquier sitio menos a su casa. No quería darle un disgusto a su padre. Es muy mayor.
—No me lo puedo creer, esto es inconcebible.
—Créetelo amigo. Nos lo pasamos que te cagas. Oye, te dejo, que me reclama mi mujer. Cuando se despierte Julio le digo que te llame.
Y colgó.
Me dejé caer en el sofá y me esforcé por recordar más cosas. Conseguí atrapar algunas imágenes más que primero me intranquilizaron y después me hicieron sonreír. Toni bailando en una pista de baile, con las cejas pintadas corriéndose por sus sienes por el sudor, dándole el aspecto de un veterano de guerra recién llegado del frente. Julio saltando sin camisa bajo las luces estroboscópicas, sosteniendo en alto un vaso de tubo, vaciándolo en su cabeza, los tres abrazados y entonando una canción de The Mission, comprando más tarde unos bocadillos y latas de Coca Cola en un puesto callejero a un chino que se quedó con las vueltas del billete y me guiñó un ojo haciéndome cómplice del engaño. Toni apoyado en un árbol orinando frente a un grupo de veinteañeras demasiado rubias para ser españolas, enseñándoles el pene goteando y ellas huyendo despavoridas mientras Julio aplaudía y yo me desternillaba de risa en un banco.
Sin duda, había sido una noche memorable. Mítica.