La mañana siguiente a nuestra primera cita me atrapó insomne. Esa noche había sido un recorrido sin guía por todos los terrores que me han asaltado desde mi infancia. No me había perdonado ni uno, presentándose en sueños que me despertaban cada pocos minutos con la garganta al borde del grito. Durante algunos días me preocupó pasar las noches de esa forma; las pesadillas desenfrenadas se me cronificaron hasta reventarme ese último reducto de sosiego. Al final, mi lado pragmático asumió la circunstancia como algo temporal; a fin de cuentas, los gusanos iban a suplantar esos sueños en breve.

Aproveché el día para ordenar algunas cajas que tenía todavía cerradas desde mi mudanza. Eso suponía el setenta y cinco por ciento de mis pertenencias. Fue curioso percatarme de cómo había empezado a analizar la realidad desde un punto de vista de proporciones. Un quinto de mi cabeza estaba despoblado. La nevera estaba vacía en un ochenta por ciento. Me pasaba cuatro quintas partes del día tumbado en el sofá escuchando música. Mi esperanza de vida era un cuarenta y siete por ciento más corta que el promedio en el país.

No me había decidido a investigar en las cajas hasta ese momento, temeroso de enfrentarme al genio que podía aparecer cuando sacase el contenido de los paquetes que se amontonaban en una esquina de una habitación de invitados que no tenía cama. No habían llegado a acumular el polvo suficiente como para sentirme cómodo abriéndolas. Aun así, si me descuidaba no me iba a dar tiempo a colocar su contenido.

Arrastré una de ellas hasta el salón. En la etiqueta pegada en una esquina, para que no se estropease al abrirla, se leía «Varios». Con un cuchillo rasgué el cierre. No había mucha cosa. Unos pocos discos de vinilo de mi juventud de los que no me quise desprender, unos auriculares de alta fidelidad y una caja llena de dolor. Dentro de ella estaban las fotos que componían mi vida hasta que se acabó tal y como la conocía. Sin llegar a sacarlas, temiendo que se uniesen a las pesadillas que me atormentaban, contemplé las que estaban más arriba. Patricia y yo en nuestro viaje de novios en Asturias, tan jóvenes que parecíamos otras personas.

—No sabes la que te espera, macho —le dije a ese yo que no pensaba en la muerte, sonriendo a la cámara desde la arena de una playa de agua fría. Me hubiese gustado lanzar una botella con un mensaje al mar y que él pudiese recogerla en la orilla, mientras mi mujer tomaba el sol tapándose los ojos con el antebrazo. Metería un papel donde escribiría en pocas frases el futuro que nos esperaba, conminándole a no desperdiciar el tiempo levantando un despacho de abogados que no le iba a sacar de pobre; que se dedicase a escribirles cuentos a nuestros hijos en los ratos libres para leérselos por las noches en vez de revisar las docenas de correos electrónicos que recibiría con noticias jurídicas; que más valía un beso largo que un regalo caro; y que le hiciese el amor en aquel mismo momento, al aire libre, como siempre deseó ella.

En vez de eso, la metí al fondo y tapé la caja otra vez. No estaba preparado todavía. Aún no. Debajo de esas instantáneas estaban las de mis hijos: recién nacidos, soplando velas, jugando juntos; un cúmulo de recuerdos que prefería dejar encerrados por el momento.

Saqué los auriculares, volví a arrastrarla hasta la habitación y cerré la puerta.

Me tumbé en la cama, apartando a un lado las sábanas ayer limpias. Conecté los auriculares a mi reproductor de MP3 y dejé que escogiese una canción al azar. Me gustaba esa función del aparato; pulsar un botón y esperar los primeros acordes inesperados evocaba los juegos que hacíamos a veces Patricia y yo antes de asaltarnos la piel: uno con la boca abierta y los ojos vendados, el otro acercando alguna parte de su cuerpo a la lengua y dejando que esta explorase su tacto, su sabor, para después averiguar en voz alta qué era. Siempre ganaba yo. El erotismo de la sorpresa nunca nos defraudó.

La melodía me transportó a noches de niños dormidos y puertas cerradas, un poco borrachos, tumbados en la cama de matrimonio, frente a frente, sin ropa y mirándonos muy cerca. Un instante detenido en un sinfín de caricias, reconociendo los rasgos del otro con las yemas de los dedos, despeinándonos el cabello, frotando el pliegue oculto que reposa detrás del lóbulo de la oreja, bajando como un tobogán por el cuello hasta caer sobre los pechos con la mano en forma de cuenco, buscando calentarlos y notar las pulsaciones del corazón en la palma, la vida misma del otro en nuestra piel.

Entonces nos creíamos dioses y rozábamos la plenitud al unirnos, alcanzando lo más profundo de los dos en un éxtasis que queríamos retener arañándonos la espalda.

Yo a veces lloraba de alegría en sus brazos al terminar.

Me dormí escuchando música.

Me despertó la estridencia del telefonillo de mi casa.

Tuve que levantarme, maldiciendo, y descolgar para interrumpir su graznido insoportable.

—¿Quién coño es?

—¿Mateo?

Me bastó una décima de segundo para reconocerle.

—Toni, no sigas. Ya sé quién eres. ¿Qué quieres?

—¿Puedo subir?

—No, no puedes. Estaba durmiendo.

—Pero ya no lo estás, ¿no?

—Toni…

No me dejó seguir.

—Por favor.

Su súplica me incomodó y claudiqué.

—Sube.

Si algo bueno tiene vivir con pocos muebles es que no te preocupas de ordenar las cosas cuando te molesta una visita inesperada. Le esperé en el recibidor sin llegar a abrir la puerta, curioso por conocer el motivo que le había obligado a humillarse de esa forma.

Tardó menos de un minuto en golpear con el nudillo, discreto. Le abrí.

—Ya me dirás que es tan urgente —dije, dando la espalda a la entrada para demostrarle mi desagrado por su presencia en mi santuario.

Cerró la puerta y cuando habló le temblaba la voz.

—Necesito que me ayudes.

Me giré para enfrentarle, se quitó una gorra de beisbol que llevaba puesta y entendí el motivo de su ánimo. Tenía la cabeza despeluchada como un oso de felpa manoseado. De su cabellera morena quedaban únicamente algunos rastrojos que desfallecían moribundos, apagados y sin brillo.

—¡Joder! —exclamé impresionado.

—¿Por qué tú tienes pelo todavía? —me reprochó súbitamente animado. La envidia es el acicate más poderoso.

—No lo sé.

—¡Los dos tenemos cáncer, cojones!

—¿Qué medicación te ponen a ti?

—No soy médico y me importa un huevo ahora mismo. ¿Puedo pasar a tu salón?

—Claro, claro —y me hice a un lado.

Miró inquisitivamente mi vivienda y me la imaginé desde sus ojos. Un sofá viejo de tela vaquera, una mesita de cristal oscurecido y una tele de tubo sobre un mueble de ruedas. Lamentable.

—¿Aquí vives tú? —preguntó sorprendido.

—Eso parece. Siéntete como en la tuya.

—Eres abogado, podrás pagarte algo mejor.

—Era abogado —recalqué con énfasis la forma verbal—. Y no puedo permitirme nada más caro.

—Menos mal que no hice caso a mi padre y dejé los estudios. Este país se está yendo al carajo.

—En eso te doy la razón.

Se sentó en mi sofá y le acompañé.

—¿Quieres una cerveza? —ofrecí intentado ser hospitalario, un esfuerzo enorme.

—Quiero tener mi pelo —se quejó como un niño malcriado.

—Eso va a ser un poco difícil.

—Mira esto —me dijo, agarrándose el último mechón de su flequillo. Tiró sin ejercer mucha fuerza y se desprendió con un ruido de velcro viejo. Me lo mostró entre sus dedos, agonizando y sin raíces.

—¡La hostia! —no pude contenerme. Era terrorífico.

—Me estaba duchando y la bañera se empezó a llenar de agua. El sumidero estaba atascado de pelos. De mis pelos. Había un montón más grande que mi puño.

Estaba sobrecogido. Me vinieron a la mente las imágenes que rememoraba antes de la siesta; la sensación espantosa que me hubiesen producido los dedos de Patricia arando mi cuero cabelludo y desbrozándome los pelos. Dentro de poco me pasaría a mí. Hasta ese instante no me había preocupado lo más mínimo. En ese momento, a un cojín de distancia, estaba sentado el futuro que me esperaba. Nada más faltaba determinar la fecha.

—Lo siento.

—Esto no es mi funeral —replicó Toni, dejando caer el mechón en un cenicero—. Quiero que vengas conmigo.

—Ya salí ayer con vosotros. Hoy no me apetece.

—No vamos a ir al bar. Y seremos solo tú y yo.

—Qué romántico.

—No me seas maricón —y se retiró un par de centímetros, dubitativo—. Oye, no serás maricón ¿verdad?

—¿Y por qué tendría que serlo?

—No es que tenga nada en contra de los gays, tú me entiendes —pero se movió un poco más lejos, topándose con el reposabrazos del sofá, una frontera infranqueable—. No puedo negar que me ponen algo nervioso y tú vives sólo…

Se removió inquieto y la expresión de su rostro resultó tan cómica que no pude contener la risa. Le miré la cabeza y reí más fuerte.

—¿Qué es tan gracioso?

—Estás de lo más atractivo con esa cabellera que luces. Todo un macho —qué buena era la risa, tan refrescante. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que me iban a salir agujetas.

—Gilipollas. No eres maricón —y me acompañó en la risa, más relajado.

Me levanté y volví con un par de latas de cerveza.

—Hoy invito yo.

Tomó su lata y la abrió, vaciándola de dos tragos.

—Muy buena. Aunque nunca me han convencido las cervezas de marca blanca.

—Vaya, gracias por tu agradecimiento. La próxima vez te traigo un vaso de agua.

Elevó las manos como un escudo, con ánimo pacificador.

—Eh, no te molestes —cogió la lata otra vez e hizo el gesto de beber, un poco ridículo al estar completamente vacía—. Venga, termínate la tuya y nos vamos.

—Todavía no me has dicho dónde.

—A recuperar mi precioso pelo.

Pelucas Rubí es una tienda con muy mala leche. Situada delante de la puerta lateral del hospital por la que salíamos los pacientes oncológicos, abre su mundo de promesas artificiales en un gran escaparate lleno de cabezas de maniquíes decapitados. De pie frente a la cristalera, con Toni sin decir palabra, me imaginaba que el negocio estaría regentado por un descendiente de Robespierre, con la furia del terror de la Revolución Francesa corriéndole todavía por las venas. Las cabezas nos miraban con los ojos abiertos y sin parpadear, como cadáveres. Te ponía los pelos de punta.

Las había de mujer madura, con peinados de maruja, abombados en la coronilla y cortos en la nuca. Otras de chicas jóvenes con labios pintados y coloretes, su pelo recogido en coletas o atreviéndose con fantasías de flequillo largo y desigual. Varones de bar y puro, con la raya a un lado milimétricamente marcada y un poco de patilla. Chicos con el pelo revuelto a la última moda. Y niños, ¡por Dios! Cabecitas de niños con narices chatas y dientes muy blancos, de color amarillo pajizo o morenos, lisos y rizados; sonriendo, en una vana promesa de naturalidad, a los padres que obligarían a entrar a sus hijos que se morían, importándoles un bledo si estaban calvos o no.

—¿Vamos a pasar? —le pregunté sin despegar la vista de una cabeza que guiñaba un ojo, supongo que por error.

—Claro. Tenemos que entrar.

—No, tenemos no. No es obligatorio. Hay gente calva muy digna.

—Y todos se cachondean de ellos —me respondió, quitándose la gorra y retirando de su fondo los últimos mechones que le quedaban—. Nadie se va a reír de mí. No si puedo evitarlo.

Se la caló hasta las cejas otra vez.

—Como quieras —y le cedí el paso con galantería.

—Vamos allá.

Entramos en la tienda y allí no había ningún afrancesado con peluquín blanco y sans-culottes. Una mujer de mediana edad, muy atractiva, colocaba el contenido de unas cajas en una estantería donde se ofrecía un muestrario de pañuelos de diversos colores y estampados.

Toni me dio un codazo en las costillas, llamando mi atención sobre su físico.

Ella dejó su tarea y se acercó. Llevaba el pelo recogido en un moño alto que realzaba unos pómulos en los que podrías abandonarte días escalándolos.

—Hola, ¿puedo ayudarles? —se fijó en la gorra de Toni un segundo y volvió rápido a nuestros ojos.

—Sí. Venimos porque tenemos un problemilla —farfulló mi amigo, incómodo.

—¿Un problemilla en el que nosotros podemos ayudar? —continuó ella, facilitando la tarea. Era hábil. Años de práctica, sin duda…

Toni miró atrás, hacia la puerta, y después se quitó la gorra.

—Este tipo de problemilla.

—Han venido al lugar perfecto. Acompáñenme, por favor.

La seguimos hasta unas sillas de diseño que rodeaban una mesa baja. Nos indicó con las manos que tomásemos asiento.

—¿Tienen alguna foto reciente o prefieren innovar?

—Coño, no se me había ocurrido —exclamó Toni. Sacó su cartera y empezó a rebuscar en la maraña de facturas y billetes de veinte euros—. No, no tengo ninguna.

—¿Y en el móvil? —preguntó ella.

—Claro, en el móvil.

Sacó su smartphone y no se me pasó por alto el temblor de sus dedos al luchar con la pantalla táctil, navegando por menús, deslizando iconos y fotografías.

—Aquí tengo una. No salgo muy bien, pero valdrá.

La dependienta cogió el móvil y él aprovechó para rozarla con sus dedos. Era incansable.

—Bien, tengo algunos modelos que irán perfectos.

Devolvió el móvil a Toni y yo se lo quité de las manos. Ella salió por una puerta, camino del almacén, y nos quedamos solos.

En la foto aparecían Toni y su mujer, abrazándose y con los rostros muy pegados, sonrientes y sujetando sendos botellines de cerveza. El de él estaba más vacío que el de ella.

—Guapísimo —le dije.

—Tenía un pedo que no me tenía en pie. Era el cumpleaños de Silvia y con los amigos montamos un fiestón de miedo en el jardín. Devuélveme el móvil.

La mujer interrumpió nuestro diálogo. Traía cinco cajas planas, de embalaje sobrio, que dejó en la mesita.

—Vamos a ver cuál es la más apropiada. Déjenme que les acerque un espejo.

—Dame ese teléfono —me susurró Toni.

—Ni lo sueñes.

La mujer colocó un espejo cuadrado de sobremesa al lado de las cajas.

—He traído cuatro de cabello artificial y uno natural. La natural es bastante más cara.

Le ofreció la primera peluca y le ayudó a colocársela. Se examinó en el espejo.

—Parezco una señora.

En efecto, se daba un aire a cincuentona con exceso de peso y sombra de barba.

—No es su estilo. Pruébese esta.

—Ni de coña. Es como una rata muerta.

—Probemos con una más.

—Mi pelo no tiene ese color. El mío es más tirando a caoba.

—¿Y esta?

—¿Con la raya en el lado izquierdo? ¿Por quién me ha tomado? —estaba empezando a enfurecerse y le comprendía. Todas las pelucas acrecentaban su aspecto de canceroso.

—Pruébesela. Si no, nunca sabremos cual le viene mejor. Hay que ser pacientes.

Toni accedió, dejándose hacer. La mujer elevó el espejo para que pudiese examinarse mejor. Giró la cabeza de un lado al otro, circunspecto. Sin pronunciar palabra se la quitó con rabia, rozándose la frente con aspereza, y la tiró sobre la caja.

La dependiente y yo nos quedamos mirándole fijamente.

—¿Qué pasa?

Le saqué una foto y le devolví el móvil con su imagen. Le brotó un puchero descorazonador.

—¿Dónde está mi ceja?

—Creo que te la has borrado con la mano.

Toni me arrebató el espejo y estudió su reflejo unos segundos, la cara asimétrica y extraña. También le faltaban algunas pestañas del ojo. Sin más preámbulos, se echó a llorar.

Te partía el alma observar a ese grandullón moreno sollozando como un niño pequeño, tapándose el rostro con las manotas de dedos peludos. Me acerqué y le apreté el hombro.

—Toni, vamos hombre, lo arreglaremos.

Separó las manos y se las miró, empapadas de lágrimas y de pelos de ceja y pestañas.

—Esto no tiene arreglo —afirmó calmándose y limpiándose las palmas en el pantalón.

Para qué íbamos a andar con medias tintas. Los dos sabíamos que avanzábamos por un camino que terminaba en un precipicio negro y doloroso.

—No, no lo tiene —asentí.

Recompuso su hombría como pudo y, sin palabras, le pidió a la chica la última peluca, de cabello natural. Se la colocó y pidió mi aprobación. Yo se la di. En verdad, no estaba mal. Podría pasar por un cambio de corte de pelo, si no te fijabas demasiado en las cejas que ya no tenía.

—Me la quedo.

Pagó con tarjeta. Mientras la máquina se comunicaba con el servidor del banco, Toni me guiñó el ojo. Cuando la chica le devolvió la tarjeta y el recibo, le atrapó la mano blanca y de dedos finos, sin anillo de casada.

—¿Te gustaría tomar una copa una noche de estas?

A ella le pilló por sorpresa y no reaccionó a tiempo. El depredador recobraba su potencia ahora que volvía a disfrutar de cabello, un león desmelenado que dejaba de estarlo.

—Tomaré tu silencio como un sí. ¿A qué hora cierras mañana?

—A las ocho —respondió ella con un atisbo de incredulidad.

—A las ocho y cinco te recojo con el coche. Conozco un sitio de cocktails espectacular.

No daba crédito a lo que oía.

—Está bien.

—Hasta mañana entonces —sin soltarle la mano, le besó el dorso con un roce de labios. Ella sonrió abiertamente y se sonrojó un poco.

Salimos de la tienda sin bolsa. Toni llevaba puesta la peluca.

—¿No decías que los cocktails son para maricones? —la pregunta tenía toda la mala intención del mundo.

—Voy acompañado de una mujer. Me respetarán.

Nos metimos en su coche, se revisó la peluca en el retrovisor, y salimos de allí como una centella.

No soy una persona dada a las relaciones sociales. No lo era cuando conocí a Patricia ni después de casados; con un cáncer matándome mucho menos. Por eso todavía me sorprendo al pensar en lo fácil que Toni y Julio entraron en mi vida para quedarse. Más aún cuando me descubrí deseando recibir noticias suyas.

Desde nuestra visita a la tienda de las pelucas no había tenido contacto con ninguno de los dos. Yo estaba dedicado en cuerpo y alma a tragarme todas las series de televisión que no tuve oportunidad de visualizar por falta de tiempo, siguiendo un orden alfabético por título que no tenía mucha lógica aunque encajaba tan bien como cualquier otro con la apatía que me inundaba hora tras hora frente al televisor. Los personajes que presentaban, las tramas que desarrollaban, se me aparecían vacías como una cáscara de nuez seca. Revisaba la duración de cada capítulo y restaba los minutos de visionado del tiempo que me quedaba vivo, ocupando mi mente en cálculos inútiles sobre los años que tendría que sobrevivir para poder terminar las que conservaba en lista de espera.

Entre capítulo y capítulo me levantaba a orinar, a prepararme un sándwich o coger otra lata de cerveza. De marca blanca, por supuesto. También dormitaba y soñaba con cosas feas que me encogían el corazón, sueños breves como cortometrajes de terror.

Cansado de vidas ajenas, cambié de pantalla y encendí mi ordenador. Dejé que se cargase el sistema operativo sin introducir contraseña alguna, al igual que tampoco cerraba con llave la puerta de mi casa al irme a dormir, ni me preocupaba por mis cuentas bancarias; nada temía porque ya no había nada que proteger. La enfermedad me había despojado de lo que más amaba, desvalijándome sin piedad, llevándose mis pertenencias hasta dejarme desnudo, privado de los enseres básicos para sobrevivir.

En la bandeja de entrada de mi cuenta de correo electrónico tenía una invitación de Julio. Enviada la tarde anterior, me convocaba a asistir a la primera reunión de una nueva organización que podría interesarme; ese mismo día a las 19:30, en el bar de Raúl. Solicitaba puntualidad y traje de etiqueta.

Estuve tentado de rechazarla, alegando algún compromiso ineludible. Me rasqué la cabeza y un mechón de pelo cayó sobre el teclado. Sólo siete u ocho cabellos, los primeros, apretados como una gavilla de trigo, que significaban el inicio de la ralentización del desarrollo celular, esencial para pausar el crecimiento desbocado del tumor. La cuenta atrás para mi calvicie había comenzado.

Acepté la invitación electrónica con una pulsación enérgica del teclado y me dediqué a buscar en Google la tienda de sombreros más cercana a mi casa.

La urbe atardecía encapotada, con una ligera brisa que se empeñaba en recordarnos que el invierno todavía no se había marchado del todo. Desorientados después de los días de calor previos, los transeúntes caminábamos con una confusión de prendas que daba a las aceras el aspecto de un rompecabezas mal terminado. Abrigos, camisas y chaquetas de lana coexistían bordeando el asfalto de la capital. Entre ellas avanzaba yo con una americana y una gorra Ascot de fieltro que me daba cierto aire británico; abriéndome paso entre los oficinistas que volvían a casa y los jubilados que arrastraban los pies, me hacía sentirme un poco ridículo.

Después de un par de trasbordos en el metro, me planté en el bar de Raúl. Desde el exterior vi a mis dos amigos sentados en una mesa, cerca de la máquina tragaperras, con los vasos de cerveza medio vacíos y algo que parecía una libreta en el centro. Julio garabateaba en ella.

Intrigado, entré en el local. Hacía calor dentro, una neblina nutritiva que salía de la cocina y te calaba hasta el estómago, llenándolo de ácidos.

—Buenas tardes —saludé llevándome dos dedos a la visera de mi gorra nueva.

—¡Mateo! —exclamó Toni; continuó dirigiéndose a Julio—. ¿Ves? Ya te dije que vendría. Hoy invitas tú.

—Soy un buen perdedor. Yo pago esta ronda.

—¡Esta y las que vengan!

—Y las que vengan —asintió Julio. Podía oír la maquinaria de su cerebro calculando por cuanto iba a salirle la osadía de apostar con Toni.

—Venga, siéntate. ¿Qué quieres tomar? —y sin dejarme hablar, levantó la mano y gritó— ¡Raúl! Tráele una caña a Mateo.

Raúl recibió el recado y me sirvió una cerveza, que probé en cuanto dejó la bebida en la mesa. Sosa a más no poder. Quitándome la espuma del labio superior, pregunté.

—¿Qué nos trae hoy aquí?

Toni me miró la gorra. Me extrañó verle cejas otra vez.

—¿No te la vas a quitar? Aquí no hace frío.

—¿Vas tú a quitarte la peluca? —solté, más hiriente de lo que pretendía. Se había pintado las cejas con un perfilador.

—Coño, no es lo mismo —se defendió tocándosela en un movimiento reflejo.

—Ya me ha contado vuestra odisea —dijo Julio. Volvió a fijarse en mi gorra—. ¿Tú también has empezado?

—Esta mañana.

—Lo siento.

—Mañana vamos a por la tuya —afirmó Toni, rascándose detrás de la oreja. Lo de sus cejas era una obra maestra. Si no se le hubiese caído una en mi presencia, no me habría percatado de que eran falsas. Se intuía la mano experta de una mujer.

—No voy a comprármela.

—¿No? ¿Vas a ir siempre con esa gorra ridícula?

—Toni, no creo que…

—Déjale Julio. No tengo problemas en mostrar mi calva… cuando me acostumbre.

—¿Puedo verla?

Miré a ambos lados, cerciorándome que nadie nos prestaba atención. Raúl se esmeraba limpiando vasos. Dos viejos, con la fuerza de la costumbre más poderosa que las leyes, jugaban a las cartas con los cigarrillos apagados en los labios. El bar estaba más vacío de lo habitual y me relajé.

—Claro.

Me quité la gorra y les enseñé la guerra de cráteres y trincheras que se libraba en mi cuero cabelludo. Yo no lo perdía como Toni, de golpe. Eso hubiese sido mucho mejor. Se me caían mechones como si fuesen muriéndose a plazos: una parte del flequillo, la patilla izquierda, algo de la coronilla, una franja en la nuca… Ese desorden me molestaba más que la calvicie en sí.

—Que mala pinta —cercioró Toni, frotándose el nacimiento del cabello que ya no poseía.

—¿Por qué no se te cae todo? —inquirió Julio con el rostro demudado.

—Yo que sé. Si lo agarro y tiro, resiste sin problema.

—Agarrado como una puta en moto —dijo Toni.

—No sé si es la comparación más apropiada, pero algo así. Lo curioso es que, de repente, deciden suicidarse en grupo. En la tienda de sombreros se me cayó la coronilla al probarme un gorro.

—Yo prefiero que me pase como a Toni.

—Lo mismo a ti no se te cae —le consoló el aludido.

—Se me caerá. Lo he leído en Internet. Con mi medicación, lo habitual es que suceda en el segundo ciclo. Alopecia absoluta en todo el cuerpo. Me voy a quedar como una rana.

—A ver cómo te crees que estoy yo. Tengo calva hasta la polla. ¿Te acuerdas que hablamos de eso cuando nos conocimos en el baño?

—¿Hablabais de pollas en un baño? —preguntó Julio asombrado.

—No hace falta ser tan explícito —les corté, cambiando el rumbo de la conversación—. ¿Cómo lo está llevando tu mujer?

—Bien, bien. Sin problema.

Sabía que me estaba mintiendo. Una mujer como Silvia nunca asumía las cuestiones estéticas con actitud estoica. Respeté su deseo de evadir el asunto.

—¿Vais a decirme para que me habéis convocado? ¿Qué narices es eso de la organización? —y planté la mano sobre la libreta y el bolígrafo.

—Calma hombretón. Vamos a pedir las tapas y empezamos.

—El asunto es que no se qué vamos a empezar.

—Toni ha tenido una idea.

—¡Calla cojones! Déjame que la cuente yo.

—Si la sabe él, ¿cuál es la justificación para que no pueda enterarme de una vez? —me molestaba un poco estar fuera del grupo, no formar parte del círculo que disponía de conocimientos privilegiados en nuestra naciente amistad. De niño me pasaba lo mismo. El mundo es una referencia circular constante, por desgracia.

—¡Raúl! Dile a Clara que la amo.

El dueño gritó a la cocina.

—¡Clara! ¡Lo de siempre para Toni!

Toni le guiñó un ojo.

—Si has terminado ya, ¿podéis contármelo o me tengo que marchar?

—Ayer tuve una idea de puta madre.

No le interrumpí con algún comentario irónico sobre su capacidad intelectual. Me podía más la intriga.

—A mí me lo parece. De puta madre —repitió Julio. La palabrota sonaba rara en sus labios, como escuchar a tu hijo preguntarte por un condón.

—Gracias. El caso es que me estaba duchando antes de acostarme, bastante deprimido, y tuve una visión.

No pude contenerme.

—No me digas que se te apareció la virgen.

—Ya no hay vírgenes en el mundo —afirmó convencido. Pensé en mi hija con temor—. La idea era tan fuerte que casi me resbalo de la emoción.

—Por Dios, vete al grano.

—Vamos a formar un club.

Por supuesto que de pequeño había leído libros de amigos investigadores y me encantaban las series donde un grupo de chavales formaban un clan en el que participaban únicamente los que ellos decidían, en muchas ocasiones con carácter secreto. También me emocioné viendo «El club de los poetas muertos» y deseé ser un adolescente como ellos, comiéndose a puñados la vida sin importarles el mañana ni las convenciones sociales que les apresaban.

A pesar de eso, mi aspecto más amargado saltó como un resorte.

—¡Qué gilipollez!

Julio reaccionó el primero ante mi desplante.

—Dale una oportunidad. No tenemos nada que perder.

Agarré el bolígrafo y dibujé en el cuaderno sin pensar en lo que hacía. Podía sentir sus ojos clavándose en mi mano, esperando mi respuesta. Nada que perder, había dicho. Nos encontrábamos en una situación en la que ganar era un sueño inalcanzable. Hiciésemos lo que hiciésemos, la bola siempre iba a caer en el color equivocado. Cuando me di cuenta, había llenado la hoja de trazos con el símbolo del infinito.

—Contadme.

Escuché sin pronunciar una palabra, maravillándome de la ilusión ciega que Toni plasmaba en la descripción de su idea. Era como un profeta del Antiguo Testamento, pleno de fervor, pero con peluca. Sonreí ante la imagen y se lo tomó como un signo de mi aceptación.

—¿Estás con nosotros?

—A ver si lo he entendido bien.

Respiré hondo, ordenando las ideas.

—Resumiendo, tenéis intención de formar un club de personas con cáncer para hacer cosas que siempre quisimos hacer y nunca nos atrevimos. Y nosotros seremos los únicos miembros.

—Exacto. Se nota que eres abogado, lo has pillado a la primera —exclamó Toni, repantigándose en la silla con cara de satisfacción.

—No sólo eso —aclaró Julio—. Cada uno de nosotros haremos una lista, graduando la dificultad y ordenándolas en base a ese criterio.

—¿Y después?

—Todos tendremos que ejecutarlas —concluyó Toni, relamiéndose la grasa de la salsa.

—Os olvidáis que en una semana volvemos al tratamiento.

—Está todo pensado —dijo recolocándose la peluca—. Antes de la primera sesión tendremos que cumplir por lo menos una de las que planteemos en nuestra lista.

—¿Una de cada uno?

—No va a dar tiempo. Escribiremos una cada uno, y elegimos por votación.

—No existirá posibilidad de empate —aseguró Julio.

—Y cuando terminemos el ciclo, tendremos que tener el resto listas.

—¿Cuantas escribimos?

—Tres cada uno. Y cuando estén hechas, y si nos da tiempo, podemos escribir otras tres. Aunque no estoy muy seguro de que vayamos a tener esa suerte, así que elegid con cuidado.

En total íbamos a llevar a cabo nueve sueños incumplidos. Con periodos de dos semanas entre ciclos, y con las recaídas en la salud que iban a conllevar, sería complicado satisfacerlos todos.

—Esto es una locura.

—Locura sería dejar pasar los días sin hacer nada que podamos llevarnos a la tumba con una sonrisa.

¿También se le habría ocurrido esa frase a Toni? En verdad, la inspiración es una prostituta en la que no puedes llegar a confiar.

—De acuerdo —accedí.

—Mañana nos vemos aquí a la misma hora con el primer deseo definido —ordenó Toni—. Y de paso, os cuento mi aventura con la mujer de la tienda de pelucas. Ahora, brindemos por el Club de los Cancerosos.

—¿El qué? —pregunté desorientado.

—El Club de los Cancerosos. Así nos vamos a llamar y hoy es nuestro día de bautismo. Bebamos para celebrarlo. De un trago.

Nos faltó ponernos firmes y saludar. Los tres apuramos las bebidas, la mía espantosa, y nos dimos por bautizados.