Toni dijo una vez que la vida dentro de un ciclo de quimioterapia es como una mala diarrea: empiezas apretando con ganas y terminas con el ojete abrasado.

Llevaba ya tres visitas a la sala de tortura y de mí sólo quedaba una piltrafa que desfallecía en el sillón. Enfrente estaba Julio, del mismo color que la funda de su IPad. Y en la esquina del fondo se recostaba Toni. Le acompañaba su mujer, cerrando cada frase de su incontinencia verbal expeliendo un «¿Eh, Toni?».

He utilizado el verbo «expeler» con plena conciencia. Ella no hablaba en el sentido que entendemos tú y yo, sino que las palabras salían arrojadas de su boca, expulsadas igual que un camión de basura deja caer su contenido en el vertedero.

—Ella le causó el cáncer —me aseguró en una ocasión Julio, rascándose la zona donde deberían estar sus cejas.

—Pero qué dices —repliqué yo—. No me irás a contar ahora que le ha estado envenenando al estilo de Flores en el Ático.

—No he visto esa película.

—Es un libro. Déjalo. Sigue contándome —suspiré.

—Leí un artículo en Internet de un peruano que aseguraba que los tumores se generan por energía corrompida.

—Corrupta —aclaré.

—¿Qué más da?

—Corrupto se usa para el adjetivo, corrompida para el participio.

—¿A quién le importa la gramática a estas alturas? Déjame que termine. El peruano tenía pruebas científicas que demostraban que vivir rodeado de energía negativa promueve el crecimiento descontrolado de las células. Y Silvia parece una fuente inagotable de veneno.

—Algo tendrá bueno —justifiqué sin pasión.

—No lo creo.

Era fácilmente identificable con ese tipo de mujeres a las que te puedes imaginar de jóvenes, atrayendo como una planta carnívora a todos los machos que zumban a su alrededor. Cuando ya están atrapados en sus fauces, se dan cuenta demasiado tarde de que el aroma que exhalaba tenía un trasfondo podrido, y que ya no pueden hacer otra cosa que casarse con ellas, preñarlas, pagarles las operaciones de liposucción y tonificación de senos y mostrarlas como una muñeca cara a sus amigos.

No era sólo su cuerpo, que también, sino su forma de vestir, de moverse, cómo se ajustaba los laterales del sujetador a los pechos que temblaban al agacharse. Estoy convencido de que, al principio, a mi amigo le daba igual lo que salía por su boca, más entusiasmado por lo que podía entrar. Quince años más tarde, salía más que entraba. Y en su caso, a toneladas.

Sentado, Toni permanecía callado y gris mientras ella le hablaba y le hablaba sin parar, con una revista del corazón en las manos, sin atender a sus respuestas —que no las había— y husmeando a su alrededor, una costumbre depredadora que no había vencido su matrimonio.

Yo la miraba y agradecía la suerte que tenía al vivir sin una mujer así a mi lado. Ni al vomitar en la pieza de cartón que nos proveía Juanpe, temblando por el esfuerzo y degustando el amargor de mi interior, echaba de menos una compañía de esa ralea. Mejor regurgitar sólo que mal acompañado.

Si me preguntáis cómo llegué a casa después de terminar mi cuarto y último día del primer ciclo de quimioterapia, no sabría responderos.

Toni terminó antes que yo. Se despidió acercándose a mi sillón y me golpeó la mejilla dos o tres veces. Su mujer le esperaba en la puerta mirando algo en el teléfono con Julio, pegándole las tetas al brazo de esa forma que nos vuelve locos. Su padre, el anciano que le seguía como una sombra, callado, le esperaba sin sentarse.

—Venga, majete. Hemos acabado el primero. No ha sido tan malo, ¿verdad?

—Ha sido peor —respondí malhumorado. No había parado de vomitar en las dos horas. Tenía los dientes ásperos del ácido.

—No seas exagerado. He tenido resacas mil veces peores —señaló a Julio—. Un tío simpático. Ha visto a Silvia liada con el móvil y le está explicando cómo actualizarlo para que deje de darle problemas.

—Qué suerte —me costaba vocalizar. Y él seguía dándome charla, del color del granito, hablando como si nada.

—¿Tienes teléfono móvil?

—No.

—¿Qué eres? ¿Una especie de ermitaño?

—No me gustan los móviles. ¿Qué quieres?

—Supongo que me has caído bien. Julio me ha pasado el suyo por si Silvia tiene alguna pega con la actualización. Es informático.

—Yo no lo soy. No puedo ayudarte.

—Tío, tal y como estás ahora, no podrías ni limpiarte el culo. Es broma, no pongas esa cara.

—Ya.

—Bueno, ¿tienes email?

—Sí.

—Pásamelo y estamos en contacto.

—No te hace falta.

Se quedó sin saber qué decir unos segundos. Supongo que no acostumbraba a recibir una negativa tan directa. Era de esas personas que no comprenden a los que somos más bien sociópatas.

—Vale, como quieras. Nos vemos entonces —otro empujón más, en el hombro.

Recogió a su mujer, lanzó otro palmetazo en la espalda de Julio, un saludo a su padre, y se largó de allí. Julio le siguió a los pocos minutos.

Cuando cayó la última gota de Vinblastina en mi torrente sanguíneo llamé a Juanpe, que me retiró la vía y me aconsejó reposar unos minutos antes de levantarme. Me negué en redondo. Si pasaba un instante más en esa cámara de tortura escuchando las arcadas de los demás enfermos, casi todos ancianos, era posible que no pudiese incorporarme jamás. Tenía escalofríos y las entrañas me tiritaban.

Tendría que haberle hecho caso. Avancé por los pasillos del hospital apoyándome con la mano en las paredes, sin esquivar el flujo de la gente que pasaba a mi lado y me miraba con una mezcla de compasión y temor. Al bajar las escaleras de entrada, alguien me agarró por el codo para ayudarme a bajar y yo me zafé con brusquedad. Me increpó molesto por mi desplante y yo no pude justificarme diciéndole que su presión me hacía daño, que era como electricidad quemándome la piel hasta el nervio. Entré en el primer taxi que me encontré en mi camino, sin respetar el turno.

—Amigo, tiene que ir al primer taxi —me dijo el conductor.

—Quiero ir en este. Llévame a mi casa.

—Perdone. Son las reglas. Mis colegas me matarían si lo permitiese.

—¿Quieres que te vomite en la tapicería? —mascullé intentando centrarme en su cara—. Si no arrancas ya, vas a tener que quemarla para quitar el olor a bilis.

—¿En qué calle está su casa? —y prendió el motor.

Desde ese momento no recuerdo nada hasta que me desperté por la noche, agarrándome la barriga y corriendo al baño para no ensuciar el suelo. Mi cerebro era como un lametazo a la cuchilla de un sacapuntas. El estómago quería desprenderse y no podía. Mirando al fondo de la taza del inodoro, me esforcé en ayudarle a salir en vano, porque no había nada que echar. Lagrimeando por las fosas nasales, terminé dormido de lado en la alfombrilla, agotado.

Me despertó la luz clavándome agujas en la nuca y me obligué a arrastrarme hasta la cama para huir como un vampiro. No podía dormir por la cefalea que machacaba mis sienes, pero tampoco era capaz de levantarme para tragarme dos ibuprofenos que me salvarían de los arrecifes donde me estrellaba a cabezazos.

En momentos así sabes que no somos más que un saco de carne. La certeza de que eso del alma, el espíritu y el hálito divino no valen nada, porque la única verdad palpable es que si tu cuerpo no funciona como debe, no eres nadie. Unos cuantos litros de productos acabados en «ina» e «ino» y el espejismo de un yo único y eterno desaparece.

Yo lo supe. Nunca había creído en un dios en particular, aunque sí me adivinaba eterno como todos los seres humanos, condenados a percibirnos el centro del universo por culpa de los sentidos que nos otorgó la naturaleza, mostrándonos que nuestra relación con la realidad es un camino de fuera a dentro, como un remolino cuyo vórtice es nuestro cerebro. Como para no pensarse inmortales.

Caí en una serie de desmayos en los que mantenía plena conciencia de lo que me rodeaba sin que el cuerpo respondiese a mis órdenes. Comentando la sensación con Julio, él me comparaba con un ordenador entrando en modo suspensión, dormido mientras el procesador recibía la mínima carga necesaria para mantenerse a la espera de alguna señal que le levantase de su estado.

El tiempo deja de existir al perder la referencia física que nos ata al mundo. Me apagaba abatido por colapsos de mi sistema renal y despertaba al ponerse en marcha el sistema de emergencia que nos gobierna. Entre uno y otro estado podían pasar segundos o años. Me daba igual. Llegó un momento en que deseé no volver a revivir más. Hasta de eso se cansa uno.

Al final, mejoré.

Dicen que el tiempo todo lo cura, una de esas aseveraciones que sólo los ignorantes usan sin mala intención. En el caso específico del cáncer, el tiempo sólo consigue matarte. Es una contrarreloj contra ti mismo, donde vencerte es quedar el último.

Cuando conseguí mantenerme en pie, subí la persiana y abrí la doble hoja de la ventana. Estaba desnudo, olía a abuelo rancio y pude sentir el aire que salía de la habitación más pesado que el mercurio, acariciándome con sus dedos la espalda al escapar en libertad.

Salí a proveerme de alimentos y bebidas isotónicas para depurar mi cuerpo de los cuatro litros que me habían metido para frenar al salvaje que me crecía dentro. En el carro de la compra, que subí con dificultad por las escaleras hacia mi casa, se apretujaba el apio con los espárragos trigueros, ciruelas y uvas pasas, así como varias cajas de infusiones; un poco de carne de potro y pescado azul. Y para rematar, seis botellas de bebidas amarillas y azucaradas que prometían renovar todas mis sales minerales.

Tenía tan solo dos semanas de libertad antes de que comenzasen a intoxicarme de nuevo para curarme, una paradoja con la que tenía que aprender a convivir.

Al abrir la puerta de entrada estaba al límite de mis fuerzas, mareado y con ganas de vomitar. Nadie me había explicado lo cansado que te puede dejar un ciclo de quimioterapia. La previsión de cómo me encontraría al cuarto o quinto me aterraba, por lo que sumergía al fondo la idea, allí donde nadan todos nuestros miedos.

Me senté en el sofá del salón, un modelo contemporáneo de la revolución del sesenta y ocho que se te clava en todos los huesos. Generalmente opto por sentarme en el suelo, mucho más cómodo en comparación, aunque esa vez no me veía capaz de levantarme después. Encendí el reproductor de música que ya tenía preparado de antemano con un recopilatorio de música idónea para acelerar mi recuperación y empezó a sonar «Héroes» de David Bowie. Cerré los ojos y me limité a escuchar, evocando el lugar que relacionaba con esa canción.

Mis brazos rodeando a Patricia en el pub donde empezamos a salir. Ella agarrándomelos por detrás de su cintura, impidiendo que los separase algún día. El humo y las luces dando brillo a nuestros dientes, los ojos cuatro luminarias que deslumbraban nuestras facciones. Éramos dos faros en el centro de la pista de baile, rodeados de desconocidos intentando dejar de serlo, mirándonos envidiosos de la oportunidad única que tantos añoran y que nosotros habíamos conquistado con dos pestañeos y un asentimiento de cabeza.

Ese día también me creí eterno.

Más recobrado, me llevé el ordenador portátil al sofá. El equipo de sonido desgranaba a todo volumen «Oceans» de Pearl Jam. Me importaban muy poco los vecinos. No iban a serlo durante mucho tiempo si me atenía al pronóstico del informe de anatomía patológica que me leyó el oncólogo. Al terminar, lo depositó boca abajo en el escritorio y se dirigió a mi con la emoción de un operario industrial.

—Los tratamientos modernos han mejorado sustancialmente. Las posibilidades de supervivencia con cierta calidad de vida son mucho mayores —me explicó en algo que pareció un intento de animarme. Yo no dejaba de mirar la hoja. En el primer cáncer que me detectaron, del que me aseguraron saldría sin problema, había dejado el informe boca arriba.

—¿Qué entiende usted por cierta calidad de vida? —pregunté sin despegar los ojos de ese folio impreso que parecía una losa.

—Esto… —titubeó, sin duda por la falta de costumbre a la hora de dar explicaciones a sus pacientes—, con palabras llanas podemos decir que tiene una tasa de supervivencia mayor que hace una década. Y que la medicación coadyuvante evita todos esos síntomas que tanto miedo dan en un tratamiento oncológico.

—Ya veo —deseé tener un lápiz y un papel para anotar el término «coadyuvante».

—Lo importante es que lo hemos cogido en el momento oportuno, por lo que las expectativas son siempre mejores.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —inquirí a bocajarro, obsesionado con la hoja vuelta del revés.

—No podemos estar seguros. Hay muchos factores que influyen en el desarrollo del tratamiento: su estado previo de salud, la edad, su receptividad a la medicación…

—Dígame cuanto —le corté.

—Un año en el peor de los casos, cinco en el mejor —respondió sin titubear.

—Joder —me acordé de todos los días sin acompañar a mis hijos en la cena.

—Lo siento.

—Yo más, no lo dude —estaba enojado y no pude contenerme—. Me dijeron que al extirparme el testículo y con las diez sesiones de radioterapia que recibí sería suficiente. Me aseguraron que las probabilidades de una recaída eran mínimas.

Él también parecía molesto por la situación.

—Esto no es una ciencia exacta, como le he dicho.

—¡No hablamos de cálculos, sino de mi vida! —grité. Le arranqué el informe de las manos, estrujándolo frente a su cara—. ¿Cómo se lo voy a decir a mi mujer? ¿Y a mis hijos? ¿Les digo que su padre se va a morir porque tengo una enfermedad poco matemática?

Me derrumbé en la silla, anonadado. El médico carraspeó.

—Le puedo asegurar que vamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos. No lo dude.

—Eso ya me lo dijeron la otra vez.

—Tiene que entender que ninguno de los especialistas que le hemos tratado tenemos culpa en el desarrollo de su enfermedad —parecía más recobrado con mi debilidad—. Hay unos protocolos preestablecidos que se han seguido a pies juntillas.

—¿Está dándome a entender que yo tengo la culpa de esto? —le espeté, más triste que iracundo.

—Por supuesto que no, y entiendo su pesadumbre.

—Usted no entiende nada. ¿Sabe que mi mujer quería venir conmigo a esta consulta y yo la convencí de que no me acompañase para que no perdiese el tiempo? No ha faltado a ninguna cita de revisión desde que me detectaron el primer tumor. ¿Cómo entro ahora en mi casa y le doy la noticia? —me puse en pie con la pose de un actor de teatro—. Cariño, tengo una noticia buena y una mala, ¿cuál quieres oír primero? La buena es que voy a dejar de roncar por la noche. La mala es que vas a ser viuda en doce meses.

Señaló la silla que yo había apartado de un empujón.

—Le ruego que se siente.

—¿Cuándo empiezo? —intenté calmarme, sin sentarme.

—Lo antes posible. No nos sobra el tiempo.

Hacía un mes de esa conversación y habían pasado tantas cosas que parecía otra vida.

En la que ahora tenía estaba frente a la petición de usuario y contraseña de mi cuenta de correo electrónico. Espanté los recuerdos y me centré en el monitor. Tecleé con algo de dificultad, conteniendo el temblor de manos, y esperé a que se cargase la bandeja de entrada. Spam, spam y más spam. Nadie me quería salvo para intentar venderme Viagra y ofertas de vacaciones. Era desalentador.

Iba a borrarlos todos cuando uno me llamó la atención. El remitente era «toni_percutor». No daba crédito a lo que estaba viendo. ¿Cómo había localizado mi cuenta de correo privada? Más curioso que molesto, leí su contenido.

«Hola Mateo. ¿Vienes a tomarte una cervecita para celebrar que hemos acabado la primera? Julio ya ha dicho que sí.

Toni».

No dudé en responderle.

«Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero mi respuesta es no. Mateo».

En menos de cinco segundos se activó un mensaje en la zona de chat.

«toni_percutor quiere chatear contigo. ¿Permitir? Si - No».

No dudé antes de pinchar en el «No».

El resto del día transcurrió entre películas descargadas de Internet y cabezadas de sueño. Cuando empezó a anochecer me animé a prepararme una cena ligera. Desde la mañana sólo había comido una ensalada y fruta; mi estómago demandaba alimento con más sustancia. Un filete de emperador con ajo y bañado en una salsa de vinagre de Módena sería perfecto. Se me hacía la boca agua nada más pensarlo.

El olor del pescado irritaba mis papilas gustativas y tuve que tragar saliva varias veces durante su elaboración.

Estaba echando el vinagre sobre la rodaja dorada cuando sonó el teléfono. No era habitual que recibiese llamadas a esas horas. Siendo preciso, no era habitual que recibiese ningún tipo de llamadas. Había sido muy eficaz en mi empeño por aislarme del mundo social que me había rodeado hasta el momento de la gran noticia. Deseché toda relación con los demás porque menospreciaba la piedad ajena aplicada a mi persona.

—Quién es —no era una pregunta. El que me llamase tenía que sentir que no era bienvenido.

—¡Mateo! Soy yo.

—Sigo sin saber quién eres.

—Soy Toni, hombre.

—¿Cómo coño sabes mi número de teléfono? No te lo di.

—¿Habías oído la palabra ingeniería social? Julio me la enseñó ayer. El tío es un hacha.

—No sé de qué me estás hablando y no me has respondido.

—Mejor te lo cuenta él en persona. Hemos quedado mañana para el aperitivo.

—Que lo paséis muy bien.

—Habíamos pensado en tomarnos unas cañas los tres. Será divertido —por el tono de su voz, no había duda de eso.

—Te voy a ser sincero —dije inspirando hondo. Le iba a soltar el equivalente dialéctico a un gancho en la mandíbula—. No os conozco y lo último que haría en el poco tiempo que me queda es perderlo con vosotros. Sois los dos muy agradables, pero estoy cansado y tomarme una cerveza con dos desconocidos no va a aportarme nada —liberé el poco aire que quedaba en mis pulmones.

—¿Un whisky entonces?

O era muy tonto o más listo de lo que aparentaba. En cualquier caso, no parecía de esa clase de hombres que se desaniman con la primera negativa. Tendría que atizarle más fuerte.

—Quizás no me he explicado bien. No quiero salir con vosotros. Pasadlo muy bien y olvidaos de mí. Que conste que no es nada personal.

Hubo unos segundos de silencio en la línea. No muchos; dos o tres a lo sumo. La victoria era mía.

—Elige tú el sitio. Me pasaré a recoger a Julio a las doce en punto y vamos para allá.

—¿Por qué? —pregunté anonadado.

—¿Por qué qué?

—Por qué tanta insistencia en que quede con vosotros. Nos hemos visto dos veces y en las peores circunstancias.

—No lo sé. Supongo que me apetece beber en compañía de gente como tú.

—Es que no tienes ni idea de cómo soy.

—No serás tan malo, ¿no?

—No me entiendes —sonó como la queja de un adolescente a su madre.

—¿Qué hay que entender? Los tres tenemos cáncer. Todavía podemos bebernos unas cervezas y reírnos un rato.

Hasta nuestro vocabulario adquiría nuevas dimensiones. Palabras que en otras circunstancias no tendrían mayor trascendencia, ahora mostraban vertientes inquietantes. Ese «todavía» era como asomarse al interior de una funeraria cuando están embalsamando el cadáver de un familiar. Debería escribir una carta a la Real Academia de la Lengua al respecto, para que nos tuviesen en cuenta a la hora de una nueva revisión del diccionario. La palabra «todavía» bien podía significar «hasta que la muerte nos atrape».

—Anímate, nos lo pasaremos bien —ya se sabía ganador.

—El pescado se me enfría —fue la única y ridícula frase que se me ocurrió soltar en un intento desesperado por escapar de la red donde me habían atrapado.

—Ya lo calentarás. Te recogemos a las doce y media. Yo invito —y colgó.

No me dio tiempo a preguntarle cómo se había enterado de mi dirección. El emperador ya estaba helado.

Mientras me aseaba esa mañana, seguía dándole vueltas a lo idiota que había sido en mi conversación con Toni. Me había dejado persuadir en mi propia casa. No volverían a pillarme con la guardia baja.

Aquella noche dormí fatal y tuve que cambiar las sábanas al levantarme. Estaban empapadas de un sudor oscuro que no reconocía como mío.

Me vestí con unos vaqueros y una camisa de rayas azules con los faldones por fuera. Nunca me gustó llevar la ropa metida por dentro de los pantalones, salvo por obligación laboral; tengo las caderas muy altas y me dan aspecto de paleto, aunque la excusa que esgrimo en público es que no me siento cómodo con la falta de libertad de movimientos a la que te somete esa forma de vestir. Es una respuesta con más estilo. Con la muerte en los talones, ese tipo de banalidades seguían importándome.

A las doce en punto llamaron al teléfono. Respondí sentado en mi sofá de tortura.

—Hola —no hacía falta preguntar quién era.

—¡Mateo! Soy Toni.

—Lo suponía.

—Estoy saliendo ahora de casa. Llegaremos un pelín tarde —odio la gente que se retrasa, pero no se lo dije.

—Ya me estoy arrepintiendo.

—¡No hombre! Le meto zapatilla al coche y me planto allí en un santiamén. Tú no te muevas.

—Esa era mi primera intención hasta que llamaste tú.

—Ponte guapo —y colgó. Con el transcurrir del tiempo y la experiencia a su lado, terminé aceptando que siempre era él quien colgaba en las llamadas. Daba igual si llamabas tú o te llamaba él. El corte de línea era unilateral.

A las doce y cuarenta volvieron a llamar.

—Dime.

—¡Mateo! Soy Toni —ese inicio de conversación ya era un clásico después de tres llamadas.

—Lo sé. ¿Por dónde vais?

—Si miras por la ventana nos puedes ver.

—¿Ya habéis llegado?

Me asomé al exterior. Me saludó con el móvil pegado a la oreja, el coche aparcado en doble fila, un BMW blanco que quintuplicaba los caballos del coche más potente que había logrado poseer en mi carrera como abogado.

—Sí que has corrido.

—Te lo dije. Aquí tengo a Julio un poco pálido, ¿verdad? —vi cómo se inclinaba para asomarse al interior del vehículo—. No está acostumbrado a la conducción varonil. ¿Bajas ya?

—Tardo un minuto.

Colgó él, por supuesto.

Antes de salir me revisé en el espejo de la entrada. Se me marcaban demasiado los pómulos. Cuanto menos, había perdido un par de kilos. Soy de constitución delgada y el cáncer no estaba ayudando a mantenerme en forma. Bien mirado, incluso podía ser la dieta final para todas las mujeres que se empeñaban en reducir sus curvas a base de pastillas y sopas. La «operación bikini» definitiva.

Me recibió con los brazos abiertos, sosteniendo aún el móvil en una mano. No me agrada el contacto físico y menos con gente con la que no me he acostado previamente. Extendí mi mano, obviando su efusividad, y nos saludamos.

—Qué alegría verte.

—¿Nos vamos?

—Claro. Entra.

Me metí en el coche, un poco bajo para mi gusto. Los asientos de cuero estaban frescos.

—Hola Julio.

—Hola.

—Ya me contarás como conseguiste mis datos privados sin mi consentimiento —intenté parecer intimidante.

—Es sencillo. Después te explico —no le había asustado lo más mínimo.

Toni se sentó, agarró el volante y se quitó las gafas de sol. La sonrisa casi se le salía de la cara. Olía a colonia cara.

—¿Alguna preferencia?

—Soy el invitado —me encogí de hombros.

—Conozco un bar que está de moda y que ponen unos cocktails impresionantes —se aventuró Julio.

—¿Cocktails? —interrumpió Toni—. En España tomamos cañas, cubatas y coñac. Esas mariconadas se las dejamos a los capullos que alardean de progres.

—A mí me gusta ese bar —se defendió el informático en bajito.

—Y a mí follar con una francesa, pero me tiro a las españolas. Cuestión de principios. Vámonos, os llevaré a un sitio con solera.

—Cuestión de principios —repetí en silencio. Tenía gracia.

Arrancó con suavidad. Se le notaba suelto en la conducción de coches de gran potencia.

—¿Os importa que ponga música?

—En absoluto —respondió Julio

—¿Qué tienes?

—De todo. Aunque este momento es propicio para mi grupo favorito.

—¿Que es…? —me imaginaba la respuesta. Aposté mentalmente por una mezcla bastarda de flamenco y pop.

—¡Los Judas! —y conectó el equipo de música con algún botón oculto tras el volante. El estruendo de la voz de Rob Halford saturó el ambiente, con una nitidez que valía unos cuantos cientos de euros invertidos en altavoces y etapas de potencia.

Ahí estaba yo despilfarrando. Sin trabajo y deprimido.

En el interior, todo es muy frustrante, mientras me muevo a la deriva de ciudad en ciudad.

Me siento como si nadie se preocupara si vivo o muero.

Así que bien podría comenzar a poner algo de acción en mi vida.

Reconocí el tema «Breaking the law» sin problema. Hubo un tiempo, allá por mi adolescencia, en que era un fanático del Heavy Metal. Como tantas cosas cuando maduras, sus discos pasaron a ocupar huecos cada vez más alejados de mi interés, hasta que un día los vendí casi todos en una de las pocas tiendas de compraventa que subsistían en el centro de la ciudad. No recuperé ni una décima parte de lo que pagué por ellos y perdí un pedazo de mi pasado. Siempre aprendemos demasiado tarde las cosas.

—¿No está un poco alto? —grité echándome hacia delante para que me escuchase el conductor. Cantaba con todas sus ganas, desafiando inmisericorde al buen gusto.

—Esto no se puede escuchar de otra forma —replicó mirándome por el retrovisor—. Sería como la Coca Cola Light o tirarte un pedo sin hacer ruido.

Profunda filosofía rupestre, pensé. Esperaría a que acabase la canción.

Julio, mientras tanto, movía la cabeza sin ritmo, tarareando la letra como hacen los niños: repitiendo las últimas sílabas de cada estrofa.

Durante el ritmo guitarrero en que Glenn Tipton se empeñaba en fracturarse las falanges, recapitulé los sucesos que me habían llevado a presenciarme viajando con dos hombres a los que me unía el simple hecho de padecer diferentes versiones de la misma enfermedad. No encontré nada determinante. Me habían tendido una trampa y había caído en ella como un pardillo. Sólo habían pasado dos días desde que me revolviera entre vómitos y dolor, tres desde que acabé mi primer ciclo de quimioterapia y seis desde que conocí a los otros dos ocupantes del coche. Si Patricia me viera no daría crédito.

Cuando acabó la canción, bajó el volumen.

—Que pasada —expresó lleno de emoción—. Se me ponen los pelos de punta cada vez que la escucho.

—Está muy bien —afirmó el copiloto.

—¿Muy bien? Este tema es la puta obra maestra del rock. Deberían estudiarlo en los colegios como materia obligatoria. La música les debe todo a los Judas.

—Dejando de lado a los Beatles, los Rolling y los Doors —repliqué sin poder contenerme.

—Pamplinas —esquivó un autobús de un volantazo que nos obligó a sujetarnos a los asientos—. Judas Priest fundó el Heavy Metal. Los Beatles, un soberano coñazo. Los Doors, unos fumados. Los únicos que podrían plantarles cara serían los Rolling. Sin embargo, ellos no crearon nada. Se limitaron a componer unas cuantas canciones con gancho y dejarse llevar.

—Cuéntale eso a los críticos —dije, encantado con la discusión. Hacía tiempo que no plantaba batalla con alguien y Toni era perfecto para darle una buena tunda que elevase mi autoestima—. Sus canciones están consideradas como las mejores de todos los tiempos. Ningún grupo ha durado tanto tiempo y con tan buenos niveles de ventas. Cada gira suya bate récords de recaudación.

—Incluso hay una revista de rock con su nombre —me apoyó Julio.

—¿La Rolling Stone? ¿Esa que pone en portada a Lady Gaga? Por Dios, seamos serios. Hablamos del Heavy Metal, con mayúsculas. Los Rolling son unos camaleones traicioneros. Han tocado todos los palos amoldándose a los tiempos para seguir generando pasta. Judas no. Ellos instituyeron las cazadoras de cuero y las muñequeras de pinchos. Dos guitarras solistas para dar toda la potencia posible a sus ritmos. Son incomparables.

—Y ahí se quedaron, viejos y calvos. Unos ancianos patéticos jugando a ser los más duros del partido.

—No tenéis ni puta idea. Hemos llegado.

Me juré terminar esa conversación más tarde. No tuvimos opción. Sin embargo, semanas después, los hechos me demostraron que tenía razón.

Detuvo el coche en doble fila frente a un bar abierto al mundo a través de una cristalera encuadrada por marcos de aluminio gris envejecido por la intemperie. Se podía ver a sus parroquianos sentados en mesas en las que, a buen seguro, jugaron sus antepasados al mus, iluminados por la luz que entraba a raudales. Se asemejaba a una pecera con el filtro estropeado.

—Vamos, que yo invito. El dueño es amigo mío —accionó las luces de emergencia y se bajó del coche. Yo sopesé salir corriendo y meterme en la parada de metro más cercana, escapar de esa película de Berlanga en la que no había pedido participar. Julio se debatía, dubitativo, en la misma tesitura, apoyado en el tirador de la puerta sin atreverse a salir.

—Será mejor que salgamos —dijo resignado.

—Ya que estamos aquí —asentí.

Toni ya estaba entrando en el local, saludando a los presentes con sus típicos palmetazos en la espalda y abrazando al camarero que salió a recibirle desde detrás de la barra; el dueño, a tenor de la efusividad que se demostraron.

Era un día bonito, lo suficiente para desear estar en el banco de un parque viendo a las universitarias pasar, puntuándolas en el concurso de belleza al que solía jugar cuando me dedicaba a esos menesteres en el paseo del Retiro. Tendría que pasar por ese trago si quería librarme de ellos lo antes posible. Quizás cuando se dieran cuenta de cómo era yo en realidad, terminarían por dejarme en paz.

Los dos entramos algo tímidos en el bar. Nadie nos prestó atención.

—Raúl, te presento a mis amigos. Venid aquí coño, que no os va a comer. Este tan serio es Mateo y el alto es Julio.

—Mucho gusto —dije apretando su mano. Me gustó la firmeza en la presión de su saludo. Tenía un aire a Tintín con veinte kilos de sobrepeso y cuarenta años más a sus espaldas.

—Un placer. ¿Dónde queréis sentaros?

—Qué pregunta —expresó Toni—. En la barra, por supuesto.

—Poneos cómodos entonces.

—Sírvenos tres cañas y tráenos algunas tapas de esas que hace tan bien Clara.

—¡Clara! —gritó Raúl hacia la cocina, mientras tiraba la cerveza de barril en vasos con demasiado uso—. Está aquí Toni. Haznos unas patatas al ajillo, huevos estrellados y oreja.

De la cocina adyacente surgió una mujer esmirriada con un moño tan tirante que amenazaba con reventarle el rostro…

—¡Toni! Qué alegría verte. Un beso, mocetón.

—Clara, siempre tan guapa. Y qué bien hueles. ¿No te come Raúl en cuanto te descuidas?

—Calla tonto —rio halagada—. Este ya no está para esos trotes.

—¿Es cierto eso? —se dirigió Toni al camarero, que terminaba de rellenar el tercer vaso con pericia—. Si quieres te paso un par de pastillitas azules que hacen milagros.

—Yo no necesito pastillas de ningún tipo —dijo señalándole amenazador—. Si no estuviésemos todos los días aquí metidos currando sin parar tendría fuerzas para eso y más. Vamos Clara. A la cocina, que estos señores tienen hambre.

La mujer se fue guiñando un ojo a Toni. Raúl dejó frente a nosotros las cañas rematadas con espuma en una tirada perfecta.

—Por nosotros —brindó Toni, elevando el vaso.

Chocamos los nuestros con el suyo y bebimos un trago. Era deliciosa. Fresca y con el punto justo de presión.

—Está buena, ¿eh?

—La mejor que he probado en mucho tiempo —reconocí.

—Me alegro de no haber ido al bar de los cocktails.

—Pues esperad a probar las tapas que nos van a poner. Clara es una diosa de la cocina. Cien veces le he pedido las recetas para pasárselas a mi mujer y cien veces ha rechazado explicármelas. Es un secreto de familia que va a desaparecer con ella —y remató susurrando—. No tienen hijos.

Mientras dábamos el segundo sorbo, que me supo todavía mejor que el primero, se hizo un silencio incómodo. Los cuatro ancianos de la mesa más cercana golpeaban las fichas de dominó como si les fuese la vida en ello. Otros dos sentados más allá jugaban a las cartas sin hablar. El último echaba monedas a una máquina tragaperras dejando que jugase ella sola. Julio rompió la tensión.

—¿Ha tenido Silvia algún problema con el teléfono?

—Está encantada. Se pasa el día chateando con sus amigas. El otro día quiso parar mientras follábamos para contestar un mensaje. Le di tan fuerte a la manivela que se olvidó del cacharro ese.

Su risa enorme y profunda llenó el local. Julio se sonrojó un poco.

—Tu mujer estará contenta contigo, ¿no? —preguntó mientras Julio daba un sorbo a la bebida.

—No estoy casado.

—Pues a tu novia, como a todas las hembras, no le gustará la tecnología. Así que supongo que tu punto fuerte con ella será otro —y le lanzó un codazo directo a las costillas.

—Si… claro —tartamudeó algo azorado. Daba un poco de pena.

—Es informático —me aclaró.

—Lo sé. Me lo dijiste el día que nos presentamos.

—¡Qué memoria! ¿En qué has dicho que trabajas?

—No lo he dicho. Ahora no trabajo.

—¿En qué? —volvió a preguntar. Sabía que no cejaría hasta que lo soltase, así que cedí.

—Era abogado.

—¡No jodas! Con razón tienes la cara tan seria —y dio otro codazo a Julio que le acompañó en la risa.

—¿En qué rama estás especializado? —me preguntó este antes de que Toni continuase la broma.

—Mercantil.

—Has ido dónde está el dinero, ¿no? —atacó de nuevo Toni.

—Algo así —no pensaba contarles mis sueños juveniles de policías y ladrones.

—¿Has dicho que ya no trabajas?

—Exacto.

—¿Te iba mal?

Cómo explicarle a ese energúmeno que no podía seguir atendiendo un despacho de abogados cuando sabía que iba a morirme en unos meses, que lo intenté al principio y los jueces me llamaban la atención porque no prestaba atención, que se me olvidaban los conceptos más básicos de mi carrera sustituidos por nombres de medicamentos.

—Tengo un cáncer —resumí.

—Carcinoma embrionario —aclaró Julio recordando lo leído en el IPad—. Quince por ciento de probabilidad de supervivencia a cinco años.

—¿Y qué?

—¿Cómo que «y qué»? ¿No te parece motivo suficiente para dejar de trabajar? —no me lo podía creer. Era la persona menos asertiva que había conocido jamás.

—Yo también tengo uno, bien gordo, aquí dentro —y se puso la palma de la mano en el pecho—. Pero eso no va a impedir que deje de vivir. Todavía no estoy muerto. No mientras me levante empalmado cada mañana.

—Cáncer de pulmón. Veinte por ciento.

—Estamos casi empatados —sonrió Toni elevando el vaso de cerveza y apurándolo de dos tragos.

—Os gano. Diez por ciento —informó el informático, terminándose también la caña.

—¡Esto no es un concurso, idiotas! —exploté—. Aquí nadie nos va a dar un premio si ganamos o perdemos, porque el juego está amañado. Sólo nos hacen creer que tenemos opciones para que no molestemos, para que caminemos al redil sin movernos demasiado. Quietecitos hasta el final.

Ambos me miraron sin pronunciar palabra.

—Que gilipollez —soltó Toni, y prorrumpió en carcajadas—. Tío, seguro que ganabas todos los juicios. Si te llego a conocer antes, te contrato. ¿Lo has oído? Al redil —se palmeaba la pierna sin dejar de reír—. Buenísimo.

Dos lágrimas caían por sus mejillas. Se esforzó por contenerse, enjugándose la nariz con una servilleta de papel.

—No era una broma —dije muy serio—. Es más, empiezo a pensar que aceptar venir ha sido un error.

Hice ademán de levantarme y me sujetó del codo.

—Siento haberte enfadado, hombre —parecía sincero—. Estabas tan gracioso soltando tu discursito. Te imaginé vestido de toga en un juzgado, explicándole eso a algún magistrado y me entró la risa tonta.

Qué le voy a hacer. Soy sensible a la gente que se disculpa. Decidí quedarme un poco más.

—Julio, ¿tú dónde trabajas? —pregunté para desviar la atención de mi persona.

—En el departamento de desarrollo de una empresa de software.

—Suena importante.

—No lo es. Es un auténtico rollazo. Pero pagan muy bien.

—Que es lo que nos importa de verdad —aseveró Toni—. Yo soy representante farmacéutico.

—Seguro que es muy divertido —me burlé. Quería darle algo de su propia medicina a ese bocazas.

—No te lo imaginas. Y muy rentable.

—Viendo tu coche, lo supongo.

—¿A qué te dedicas exactamente?

—Acepto regalos de las empresas farmacéuticas para que venda sus productos y convenzo a las farmacias para que ellas se las vendan a su vez a los enfermos.

—Un intermediario. Y poco ético.

—El mejor.

—Algún día nos tendrás que contar tus trucos —le reté.

—Esos se van a la tumba conmigo. Como las recetas de Clara.

Antes de lo que crees, pensé. No lo dije en voz alta para no amargarle la mañana a ese optimista empedernido. Un veinte por ciento no es mucho si lo miramos con objetividad. Sólo cinco más que yo. Si al despertarme me dijeran que tenía un ochenta por ciento de posibilidades de morir si ponía un pie en el suelo, me quedaría tumbado sin dudarlo. Eran demasiado altas. Teníamos todas las de perder.

Llegaron las tapas entre aplausos y gestos exagerados de Toni.

—Probadlas. Y después sufrid, porque no vais a encontrar nada igual en esta ciudad.

Las patatas no estaban mal, pero la oreja era de otro mundo. Si no fueran orejas de cerdo podrían subir a la categoría de alta cocina. Los huevos estaban muy buenos también, aunque no alcanzaban la excelsitud del otro plato. Aún así, estaba impresionado.

—¿Están buenas o no? —inquirió Toni.

—Riquísimas —dijo Julio sin dejar de masticar.

—Te doy la razón —concedí.

—Una vez más.

—Solo esta vez.

—De momento.

—Felicita a la cocinera de mi parte —me dirigí a Raúl, que me agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza.

—Tengo que marcharme chicos —dijo Toni, levantándose y dejando un billete de veinte euros en la barra—. ¿Os llevo a casa?

—No te preocupes, yo voy en metro.

—Yo iré dando un paseo; hace una mañana fabulosa —respondí.

—Vaya con el que no quería salir de su casa —se mofó Toni.

—Tengo que bajar la cerveza y la oreja.

—¿Os parece si quedamos otro día?

—Por mí perfecto.

—Ya veremos —pero era un sí en toda regla.

—Genial. Nos vemos entonces —y nos dio una palmada en el hombro a cada uno—. Raúl, hasta la próxima. Dale un beso a Clara de mi parte.

Salió del bar, se montó en su BMW y nos dejó allí, limpiándonos la grasa de las comisuras de los labios.

La semilla de nuestro club estaba plantada.