A Julio le conocí en mi segunda sesión.

Esa mañana entré en la sala menos asustado, pero con el cuerpo hecho una mierda después de la primera noche. Mi organismo había estado luchando en dos frentes: uno contra el cáncer y el otro reaccionando contra los productos que sentía como tóxicos. La batalla me había dejado exhausto tras seis horas de cama inquieta, plagado de escalofríos, sudores y malestar intestinal. Recibí el amanecer pletórico de asco.

Todavía no había terminado mi primer ciclo de cuatro sesiones y ya me sentía un veterano. Qué equivocado estaba.

Julio acudía cada mañana, según lo pautado, acompañado de un señor mayor. Se sentó a mi lado, dejando en el suelo el maletín negro que llevaba colgando de una correa.

—Hola —saludó, extendiendo su mano.

—Mateo —dije, apretándosela sin mucha convicción, clavándome los huesos de sus articulaciones.

—Metástasis cerebral estadio IV.

—¿Cómo?

—Lo que tengo —se señaló la sien—. Un tumor aquí dentro. Menos de diez por ciento de probabilidades de supervivencia en cinco años.

—Lo siento —respondí mintiendo. Odio las personas que te echan encima la manta de sus pesares sin pedirte permiso.

—¿Y tú? —me preguntó, mientras se sentaba y extraía del maletín un IPad. Siempre me habían gustado esos cacharros, más por la forma que por su funcionalidad. Me parecían muy sexuales, como una prostituta de lujo.

—Metástasis por recidiva de un carcinoma embrionario —solté con voz profesional. Sorprende la facilidad con que los enfermos desarrollamos la aptitud para aprender terminologías complejas. Reconozco que la nomenclatura de los tumores es de una pronunciación bellísima. In-su-li-no-ma. Se te llena la boca de cáncer al deletrearla.

Julio tecleó en la pantalla del IPad y esperó unos segundos, atento a lo que leía.

—Bueno, estás jodido, aunque parece que no tanto como yo. Un quince por ciento. No está mal.

—Gracias, ya lo sabía —le dije con ganas de arrancarle el trasto ese de las manos y estrellárselo en la cara.

—Así que…

—Ya ves.

—Bueno.

—En fin…

Juanpe nos salvó del diálogo inercial que nos ocupaba. Enchufó dos bolsas al pecho de Julio y se marchó tarareando una canción.