Ana, soror… es una obra de juventud, pero de esas que para su autor siguen siendo esenciales y entrañables hasta el fin. Originalmente esas cien cuartillas y pico formaban parte del vasto e informe borrador de una novela, Remolino, de la cual he hablado en otras páginas, bosquejada entre los dieciocho y los veintitrés años, y que contenía en ciernes buena parte de mis futuras obras.
Después de abandonar ese «gran proyecto», cuyo resultado hubiera sido una novela-océano más que una novela-río, los azares de la vida iban a dictarme una obra totalmente diferente, cuyo mérito era quizá su extrema brevedad: Alexis. Pero, a los pocos años, entrada por así decirlo en la «carrera literaria», se me ocurrió la idea de recuperar al menos ciertos fragmentos de la antigua obra abandonada. Así pues el relato ahora titulado Ana, soror… apareció en 1935 en un volumen que agrupaba tres narraciones, La Muerte conduce el atelaje (un episodio de uno de los fragmentos conservados me había inspirado ese título). Para que los tres relatos tuvieran al menos una apariencia de unidad, decidí titularlos respectivamente A la manera de Durero, a la manera de El Greco, y a la manera de Rembrandt, sin detenerme a considerar que esos títulos —que, como quiera que se mire, olían a museo—, corrían el riesgo de interponerse entre el lector y estos textos a menudo torpes, pero espontáneos y casi obsesivamente de otros tiempos.
Ana, soror… no es más que la publicación previa y parcial de un libro de relatos que, esta vez, se titulará Como el agua que fluye, título que se acerca un poco a Remolino, pero sustituyendo la imagen del oleaje y de la resaca del océano por la de ese río —a veces un torrente: ora enlodado, ora límpido—, que es la vida. A la manera de Durero, refundido por entero en Opus Nigrum, por supuesto quedó descartado. De A la manera de Rembrandt, relato muy flojo que no era digno de ese ilustre patrocinio, no subsistió ni una línea, pero los nombres propios, ciertos lugares, y los temas en sí, emergen en dos ficciones íntegramente escritas en 1980 y en 1981: Un hombre oscuro y Una hermosa mañana. Aún no es el momento de hablar de esos cuentos. Tocante a Ana, soror… el título A la manera de El Greco se ajustaba bastante bien, en cuanto aludía convulsiva y trémulamente al gran pintor de Toledo, semejante a un cirio que se consume demasiado de prisa. Sin embargo hoy, no solamente el escenario de Nápoles, donde se sitúa la aventura, sino también la fogosidad amorosa y no sé qué plenitud o venustidad italianas, me harían pensar más bien en Caravaggio, suponiendo que sea necesario situar este relato violento bajo la advocación de un pintor. El título actual está tomado de las palabras iniciales del epitafio encargado por Ana para el sepulcro de Miguel, y dicen lo esencial.
Contrariamente a los otros dos relatos del futuro libro, Ana, soror… reproduce casi íntegramente el texto de 1935, que era casi idéntico a la narración escrita en 1925 por una joven de veintidós años. No obstante, con vistas a la reedición de hoy, he enmendado numerosos aspectos puramente formales, y he introducido una docena de cambios que iban más a fondo. Más adelante examinaré algunas de estas correcciones. Con todo, si insisto en lo que estas páginas tienen de esencialmente inalterado, es porque veo en ello, entre otras evidencias que poco a poco se me han revelado, una prueba más de la relatividad del tiempo. Me sigo sintiendo tan cerca de este relato como si la idea de escribirlo se me hubiera ocurrido esta mañana.
Se trata del amor entre un hermano y una hermana, es decir, ese tipo de transgresión que las más de las veces ha inspirado a los poetas enfrentándolos con un acto voluntario de incesto[2]. En un intento de enumerar al menos a algunos de los escritores del Occidente Cristiano que han tratado este tema, me encuentro en primer lugar con la extraordinaria obra ‘Tispity she's awhore[3] de John Ford, el gran dramaturgo post-isabelino. Esta furiosa obra de teatro, donde la bajeza, la atrocidad y la necedad humanas ayudan a cincelar a dos incestuosos de corazón puro, contiene una de las escenas de amor más bellas del teatro, aquella en que Giovanni y Annabella, dispuestos a ceder a su pasión, se arrodillan frente a frente. «You are my brother, Giovanni». «And you my sister, Annabella».
Acto seguido, pasamos de golpe al fuliginoso Manfred de Byron. Ese drama en verso bastante confuso, cuyo héroe responde al nombre de un príncipe excomulgado de la Alemania medieval, se sitúa en un vago paisaje alpestre: en efecto, fue en Suiza donde Byron compuso esa obra, una obra que vela y revela a la vez su escandalosa aventura con su hermanastra Augusta, quien acababa de cerrar definitivamente tras de sí las puertas de Inglaterra. Ese Maldito romántico es acosado por el espectro de su hermana Astarté, cuya muerte ha causado, pero el autor no nos aclara casi nada acerca de las razones de ser de ese oscuro desastre. Cosa curiosa, todo parece indicar que ese nombre de Astarté, insólito en ese escenario medieval y suizo, ha sido tomado de las Cartas persas de Montesquieu, concretamente de la Historia de Aferidon y de Astarté, patético relato que parece al principio inconexo en medio de la sarta de acerbas sátiras salpimentadas con eróticas brutalidades y sazonadas con rahat-lokum[4] y con sangre. Aferidon y Astarté, joven pareja parsi cuya religión permite tales uniones, mueren perseguidos en un contexto musulmán que abomina el incesto. Valiéndose de ese entremés conmovedor, como lo hace en otra parte en tono burlón, Montesquieu parece ilustrar un antidogmatismo con respecto a las opiniones y las costumbres aprobadas acá y desaprobadas allá, una heterodoxia a la cual, cada uno a su manera, se habían adherido, o se iban a adherir, Montaigne, Pascal y Voltaire. Apenas se puede hablar de rebelión en los dos jóvenes parsis que viven y mueren dentro de las normas de su propia ley: le corresponde al autor hacernos sentir que inocencia y crimen son nociones relativas. En la obra de Ford, al contrario, era el mismo Giovanni quien insolentemente batía en brecha las prohibiciones que se oponían al incesto, y, en el caso de Byron, Manfred, soportando el peso de un crimen que por otra parte queda vago, hace alarde de su orgullo luciferino de ser un transgresor.
En fin, un lector francés no puede olvidar la novela René, en la que Chateaubriand, pensando sin duda en su hermana Lucile, toma por tema central el amor incestuoso de Amélie y de su fuga para encerrarse en un convento. Goethe, en su Wilhelm Meister, también trata de manera novelesca el tema del incesto.
Mucho más cerca de nosotros, el bellísimo cuento de Thomas Mann, Sangre reservada, se vale de dos temas frecuentes en toda presentación del incesto fraternal: uno es el perfecto acuerdo de los dos seres unidos por una suerte de derecho de sangre; el otro es el atractivo casi vertiginoso de la violación de la tradición[5]. Dos jóvenes israelitas, un hermano y una hermana, de una belleza y de un refinamiento exquisitos, pertenecientes a una opulenta familia judía de Berlín de antes de 1935, se unen, embriagados por la ópera de Wagner que evoca los amores incestuosos de Sigmundo y Siglinda. La Siglinda judía es novia de un oficial prusiano y protestante, y lo primero que dice el amante después de consumado el acto es, cínicamente: «Se la hemos jugado a ese incircunciso». Placer de mofarse por anticipado de ese matrimonio considerado por la familia como una promoción social; orgullo intelectual del transgresor. Volvemos a encontrar, en tono de guasa, al Giovanni de Ford anunciándole arrogantemente a un prelado, su tutor, su decisión de cometer incesto, y más tarde vemos cómo se apodera de su hermana —por medio de la muerte—, arrebatándosela a un marido engañado y odiado[6]
Después de estas obras maestras, apenas encuentro nada digno de mención salvo Confidencia africana, de Martin du Gard, obra maestra también, pero con la cual pasamos de la poesía al enfoque sociológico. La proximidad nocturna y la necesidad —para poder leer— de compartir una misma lámpara en la cabecera de la cama, son los culpables de que este muchacho y esa chica norteafricanos caigan uno en brazos del otro, y ese tumulto de los sentidos se acaba cuando la hermana se casa, según lo convenido, con un librero del vecindario, y cuando el hermano, que se va a hacer el servicio militar, encuentra a otras beldades con las que hacer el amor. Más tarde veremos al antiguo amante, que se ha vuelto desabrido a causa de la edad, encargándose de un niño tuberculoso, fruto miserable de aquel momento de placer. Gide le reprochó, con razón, a Martin du Gard, esta conclusión de un fácil convencionalismo: por muy perjudiciales que sean, a la larga, unas relaciones sexuales consanguíneas demasiado exclusivas y demasiado frecuentes, también sucede, y ningún ganadero lo ignora, que concentran en sus vástagos las cualidades de la raza; no necesariamente producen de entrada tarados o enfermos. Martin du Gard, enmendando su relato con un final moralizante, no está más en lo cierto que Gide adoptando con un entusiasmo quizás excesivo el punto de vista de la leyenda, que otorga al hijo del incesto unas virtudes prodigiosas, como Sigfrido, hijo de ese Sigmundo y de esa Siglinda, cuyo idilio había servido de modelo a los amantes de Sangre reservada[7]
De modo que —salvo en Confidencia africana, cuya intención tácita parece ser mostrarnos cuán comunes son ciertas situaciones consideradas insólitas y rigurosamente prohibidas— dos temas predominan en esas presentaciones del incesto: la unión de dos seres excepcionales emparejados por la sangre, aislados por sus propias cualidades; y el vértigo que se adueña del espíritu y de los sentidos al transgredir una ley. El primer tema se encuentra en Ana, soror… donde los dos niños viven en un relativo aislamiento que será total después de la muerte de su madre; el segundo está excluido. Ninguna rebelión del espíritu roza ni siquiera de lejos a ese hermano ni a esa hermana imbuidos hasta los tuétanos de la piedad casi extática de la Contrarreforma. Su amor crece en medio de las desoladas imágenes de la Virgen, pintadas o esculpidas, de las Marías-de-las-siete-espadas, de las santas «cantando por la boca de sus heridas», en lo profundo de iglesias sombrías y doradas que son para ellos el escenario familiar de la infancia y el asilo supremo. Su pasión es demasiado fuerte para no consumarse, pero a pesar del largo combate interior que precede a la falta, experimentada al mismo tiempo como una dicha indecible, ningún remordimiento se insinúa en ellos. Sólo en Miguel toma forma el sentimiento de que una alegría semejante sólo es posible a condición de pagar un alto precio. Su muerte casi voluntaria a bordo de una galera del rey será el tributo, fijado de antemano, que le permitirá experimentar durante la misa, un Lunes de Pascua, un transporte de gozo desprovisto de arrepentimiento. Tampoco es el remordimiento, sino el inconsolable duelo, lo que lacera a Ana toda su vida. En su vejez, continuará uniendo sin perplejidad su amor irreprochable por Miguel y su confianza en Dios.
El retrato de Valentina es de otro estilo. Esa mujer impregnada de un misticismo quizá más platónico que cristiano, influye sin saberlo en sus ardientes hijos; en medio de la tormenta que los envuelve, ella deja penetrar algo de su paz. Esta serena Valentina me parece, en el conjunto de eso que no me atrevo a llamar pomposamente mi obra, un primer estadio de la mujer perfecta, tal y como a menudo suelo soñarla: a la vez cariñosa y despegada, pasiva por sabiduría y no por debilidad, que más tarde traté de plasmar en la Monique de Alexis, en la Plotina de Memorias de Adriano, y, con mucho, en esa dama de Frósó que le dispensa al Zenon de Opus Nigrum ocho días de seguridad. Si me tomo la molestia de enumerarlas aquí, es para demostrar que, a pesar de que a veces me han reprochado desdeñar a la mujer en una serie de libros, he puesto en esas heroínas buena parte de mi ideal humano.
Todo parece indicar (empleo esta fórmula dubitativa porque creo que las motivaciones de sus personajes a veces deben permanecer ocultas para el mismo autor: sólo a ese precio conservan su libertad) que Valentina, desde el principio, advierte el amor que se profesan sus dos hijos sin hacer nada para extinguirlo, pues sabe que es inextinguible. «Pase lo que pase, nunca lleguéis a odiaros». Su suprema amonestación los pone en guardia contra el pecado mortal de la pasión llevada hasta sus últimas consecuencias, que tan de pronto se vuelve contra sí misma, transformándose en odio, en rencor, o, lo que es peor, en indiferencia irritada. La felicidad conquistada y el dolor aceptado les salvan de ese desastre, del cual Miguel escapa por medio de la muerte prematura; y Ana, merced a su larga constancia. La noción social de lo prohibido y la noción cristiana de la culpa teológica se han derretido en esa llama que dura toda la vida.
Escribí Ana soror… en unas cuantas semanas de la primavera de 1925, entre una estancia en Nápoles y mi regreso de ese viaje; lo cual quizás explique que tanto la consumación como el desenlace de la aventura de ambos hermanos tengan lugar durante la Semana Santa. Mucho más que las antigüedades del museo o los frescos de la Villa de los Misterios, en Pompeya —cosas que sin embargo he amado a lo largo de mi existencia—, lo que me retenía en Nápoles era la pobreza hormigueante y vivaz de los barrios populares, la austera belleza o el ajado esplendor de las iglesias, algunas de las cuales quedaron seriamente dañadas o incluso completamente destruidas durante los bombardeos de 1944, como la de San Juan del Mar, donde aparece Ana abriendo el féretro de Miguel. Yo había visitado el Fuerte de San Telmo, donde sitúo a mis personajes, y la cercana cartuja, donde imaginé a don Alvaro al final de su vida. También estuve en algunas aldeas desoladas de Basilicata, en una de las cuales situé la morada mitad señorial mitad rústica, adonde acude Valentina para supervisar la vendimia en compañía de sus hijos, y las ruinas que Miguel columbra en una especie de sueño es probablemente Paestum. Jamás invención novelesca alguna encontró una fuente de inspiración tan inmediata en los lugares donde se desarrolla.
He saboreado por primera vez con Ana, soror… el supremo privilegio del novelista, el de perderse por completo en sus personajes, o el de dejarse poseer por ellos. Durante esas pocas semanas, y sin dejar de hacer las gesticulaciones cotidianas asumiendo las relaciones habituales de la vida, viví sin cesar dentro de esos dos cuerpos y esas dos almas, transmigrando de Ana a Miguel, y de Miguel a Ana, con esa indiferencia hacia el sexo que, según creo, es la que experimentan todos los creadores en presencia de sus criaturas[8]. Lo cual resulta un ignominioso tapaboca para los que se extrañan de que un hombre pueda sobresalir describiendo las emociones de una mujer —Julieta en el caso de Shakespeare, Roxana o Fedra en el de Racine, Natasha o Ana Karénina en Tolstói (por lo demás, gracias a una larga costumbre, el público ya no se extraña)— o, paradoja aún más rara, para los que dudan que una mujer pueda crear un hombre en toda su naturalidad viril, ya sea el Genji de Murasaki, el Rochester de Jane Eyre, o el Gósta Berling de Selma Lagerlof. En semejante compañía se eliminan también otras diferencias. Yo tenía veintidós años, exactamente la edad de Ana durante su ardiente aventura, pero entraba sin ningún problema en lo más íntimo de una Ana ajada y envejecida o en la entraña de un declinante don Alvaro. Mi experiencia sensual seguía siendo en aquella época bastante limitada: la de la pasión estaba aún a la vuelta de la esquina; sin embargo, el amor de Ana y de Miguel ardía en mí. Probablemente el fenónemo es más simple de lo que parece: todo ha sido ya vivido y revivido miles de veces por los seres que llevamos en nuestras fibras, del mismo modo que llevamos en nosotros mismos a los que seremos un día. La única pregunta que sigue planteándose sin cesar es por qué, de esas innumerables partículas que flotan en todos y cada uno de nosotros, unas remontan a la superficie antes que otras. Más libre de emociones y de preocupaciones personales, quizás en aquel entonces yo misma estaba más capacitada que hoy para disolverme por entero en esos personajes que inventaba o creía inventar.
Por otra parte, aunque había abandonado toda práctica religiosa a los doce años, y sólo conservaba la huella, ciertamente muy fuerte, de las leyendas, las ceremonias y la imaginería del catolicismo, me resultó fácil asumir el fervor religioso de esos dos hijos de la Contrarreforma. De pequeña, yo había besado los pies encarnados de los cristos de yeso en las iglesias de pueblo; y no importaba que no fueran los del admirable cadáver de arcilla de la iglesia de Monte Olivete, delante del cual se prosterna Ana. Aunque algunos la consideren sacrílega, la escena en la que el hermano y la hermana, ya dispuestos a unirse, contemplan desde el balcón del Fuerte de San Telmo el cielo «resplandeciente de llagas» de una noche de Viernes Santo, demuestra hasta qué punto la emoción cristiana persistía en mí, a pesar de que entonces yo experimentaba un inevitable distanciamiento con respecto a un ambiente cuyas insuficiencias y desaciertos saltan a la vista, y estaba en plena reacción frente a los dogmas y las interdicciones cristianas.
Pero ¿por qué esa elección del tema del incesto? Comencemos por desechar la hipótesis de los simples que siempre imaginan que toda obra nace de una anécdota personal. En otra parte he dicho que las circunstancias no me habían dado más que un hermanastro, diecinueve años mayor que yo, y cuya presencia —unas veces huraña y otras taciturna, pero por suerte intermitente— había sido un aspecto desagradable de mi infancia. Por otra parte, cuando yo escribía Ana, soror… hacía unos diez años que había dejado de ver a ese hermano tan poco amable. Sin embargo, no niego —pero más bien por simple cortesía para con los hacedores de hipótesis— que en la imaginación del novelista puedan presentarse situaciones ficticias que de alguna manera sean el negativo de situaciones reales: sin embargo, en lo que a mí se refiere, el exacto negativo no hubiera sido un joven hermano incestuoso, sino un hermano mayor cariñoso.
No obstante, el hecho de que el hermano de Ana se llame Miguel, y que de generación en generación los mayores de mi familia se hayan llamado Michel, tiende a probar que yo no podía imaginar al protagonista de esta historia sino asignándole el nombre que las hermanas de toda mi ascendencia paterna les habían dado a sus primogénitos. Pero quizá también esas dos sílabas me parecieron cómodas por su sonoridad española fácilmente identificable, sin el españolismo a ultranza de nombres como Guzmán, Alonso o Fadrique, y sin el resabio seductor ya para siempre asociado al de Juan. Jamás hay que fundamentar demasiado este género de explicaciones.
Que el incesto existe en estado de posibilidad omnipresente en la sensibilidad humana, atrayente para unos, repugnante para otros, lo prueban los mitos, las leyendas, el oscuro curso de los sueños, las estadísticas de los sociólogos y los sucesos que aparecen en las gacetillas. Tal vez podría decirse que para los poetas se ha convertido rápidamente en el símbolo de todas las pasiones sexuales, cuanto más reprimidas, castigadas y ocultas, tanto más violentas. En efecto, la pertenencia a dos clanes enemigos, como Romeo y Julieta, rara vez se considera en nuestra civilización como un obstáculo insuperable; el adulterio se ha trivializado tanto que ha perdido mucho de su prestigio por la facilidad del divorcio; el amor entre dos personas del mismo sexo ha salido, en parte, de la clandestinidad. Sólo el incesto sigue siendo inconfesable, y casi imposible de probar allí donde sospechamos que existe. La ola siempre se lanza más violentamente contra el acantilado más abrupto.
Me interesa referirme ahora más extensamente a algunas de las correcciones introducidas en este texto, aunque sólo sea para responder por anticipado a quienes creen que me paso la vida reescribiéndolo y cambiándolo todo maniáticamente, y también a los que opinan, demasiado a la ligera, que Ana, soror… es una «obra de juventud» publicada de nuevo tal cual. Las correcciones añadidas en 1935 al texto de 1925 eran gramaticales, sintácticas o estilísticas. La primera Ana aún databa de la época en que, enfrentada con un inmenso fresco destinado a quedar inconcluso, yo escribía rápidamente, sin preocuparme de la composición ni del estilo, bebiendo directamente de no sé qué fuente que manaba dentro de mí. Fue sólo más tarde, a partir de Alexis, cuando en rigor entré en la escuela del relato a la francesa; y más tarde aún, hacia 1932, cuando me dediqué a explorar técnicas poéticas disimuladas en la prosa, crispándola a veces. La versión de 1935 llevaba la huella de esos métodos diversos: había ceñido ciertas frases, como si apretara una serie de tornillos, a riesgo de hacerlos reventar; un torpe esfuerzo de estilización entorpecía aquí y allá la actitud de los personajes haciéndolos más rígidos. Casi todas mis correcciones de 1980 consistieron en suavizar ciertos pasajes. En la antigua versión, un preámbulo de unas cuantas páginas mostraba, en el Flandes español, a una Ana enlutada de veinticinco años casada, por orden de arriba, con un francés al servicio de España. Ese sobrecargado preámbulo se comprendía en Remolino, centrada al máximo, en los Países Bajos españoles. Después de reducirlo al máximo, el pasaje se incluye aquí, en su lugar cronológico, antes de la edad madura y la vejez de Ana. Las pocas escenas donde figura la muchacha de las víboras que Miguel encuentra en las soledades de Acropoli merecieron más retoques y más poda que las demás; releído, a años de distancia, me parecía que ese episodio demasiado visiblemente onírico tenía algo de la afectación que tienen «los Sueños» en las tragedias de antaño. De las apariciones de la muchacha de las víboras, sólo conservé las necesarias para subrayar el estado febril de Miguel. Por otro lado, algunas breves adiciones señalan el esfuerzo por alcanzar a la perfección esa realidad tópica, quiero decir, estrechamente ligada al lugar y al tiempo, que me parecía del todo convincente. De la violencia y del desenfreno de los frailes en ciertos conventos del sur de Italia no me enteré sino mucho más tarde, en la época en que, para escribir Opus Nigrum, estudiaba ciertos casos de rebelión larvada o abiertamente manifestada en unos monasterios a finales del siglo XVI; aquí esa atmósfera me sirvió para mostrar mejor el salvajismo del lugar donde muere Valentina, y donde sus dos hijos empiezan a descubrir espantados su propio amor.
Por último, hay dos modificaciones muy breves dignas de mención, porque revelan en el autor un deslizamiento en su concepción de la vida. En la antigua versión de 1925 —publicada diez años más tarde—, inmediatamente después de la crisis de exaltación de don Miguel, una vez consumado el incesto, este se embarcaba sin esperanza ni intención de regreso; aquí, una calma chicha impide que la galera zarpe, lo cual le permite regresar al Fuerte de San Telmo, de modo que los amantes disfrutan de dos días y dos noches más. No he introducido esa dilación para prolongar su trágica dicha unos escasos momentos, sino para quitarle al relato lo que pudiera tener de demasiado construido, dejándole esa fluctuación que tiene la vida hasta el final. Lo que Miguel y Ana habían experimentado como una separación definitiva, no lo era, pues de improviso se les concedía un plazo de dos días. El largo chal que Miguel ata a las contraventanas de Ana para avisarle cuando el viento se levante, es el símbolo de esa fluctuación. Ya que aquellos primeros y solemnes adioses no habían sido más que una engañifa, puede que los segundos también lo sean.
Asimismo el relato de los largos años que Ana pasa con un marido que no ha elegido, y luego los del luto de una viudez que encubre su verdadero duelo, ha sido modificado muy ligeramente. He querido mostrar dos esposos que no se aman, pero que tampoco tienen motivos para odiarse, ligados, a pesar de todo, por las preocupaciones cotidianas de la vida, e incluso, hasta cierto punto, por sus relaciones carnales, sea porque una amante fiel y orgullosa se somete a él humillada, o sea (y lo uno no excluye lo otro) porque sus sentidos le pueden, proporcionándole el fugaz y decepcionante placer de reencontrar por espacio de un segundo la sensación de ser amada. He añadido que Ana, ya viuda, se deja seducir una noche, durante un viaje, por un casi desconocido rápidamente olvidado, pero ese corto y casi pasivo episodio carnal no hace sino subrayar, a mi ver, la inalterable fidelidad del corazón. El incidente sirve para recordar la extraña condición inherente a toda existencia, donde todo discurre como el agua que fluye, pero donde sólo los hechos que cuentan, en vez de depositarse en el fondo, emergen a la superficie y van a dar con nosotros a la mar.
Tarudant, Marruecos,
5-11 de marzo de 1981