La historia de Ana tuvo en lo sucesivo la monotonía de una prueba largamente soportada. El señor de Wirquin no tardó mucho en abandonar el bando español para pasarse al francés, lo que incrementó el desdén que Ana le profesaba. En más de una ocasión la guerra asoló sus tierras; y tuvieron que salvaguardar, en lo posible, a campesinos, ganado y bienes muebles, pero estas preocupaciones en común no les acercaron más. Por su parte, el marido de Ana no le perdonaba a su suegro que hubiera dilapidado su fortuna en obras pías; aquellos bienes casi fabulosos, merced a los cuales, en parte al menos, había contraído aquel matrimonio, ya no eran más que espejismos. Entre Ana y él, la cortesía sustituía a la ternura, sentimiento que, por otra parte, él no juzgaba necesario en las relaciones con una mujer. Al principio Ana tuvo que soportar sus requerimientos nocturnos con repulsión, luego, y a su pesar, el placer se insinuó algunas veces en ella, pero siempre limitado a una parte baja y estrecha de su carne, y sin estremecer del todo su ser. Finalmente le agradeció que, al cabo de un tiempo, él se buscara amantes que lo alejaban de ella.

Varios embarazos, sufridos con resignación, le dejaron sobre todo el recuerdo de prolongadas náuseas. Sin embargo, amaba a sus hijos, pero con un amor animal que disminuía tan pronto como ellos dejaban de necesitarla. Dos varones murieron siendo niños; ella lamentó sobre todo la pérdida del más pequeño, cuyos rasgos infantiles le recordaban a Miguel, pero a la larga esa tristeza también pasó. El hijo mayor, que sobrevivió, era un guerrero y un cortesano, y se debatía con los acreedores que le había dejado su padre, muerto en un duelo a consecuencia de un oscuro asunto de honor. Su hija era religiosa en Douai. Pocos meses después de la muerte del señor de Wirquin, un amigo del difunto que escoltaba a Ana desde Arras hasta París, donde se encontraba su hijo, aprovechó una parada imprevista para asediar a la viuda, que aún era joven; demasiado cansada para luchar, o quizá tentada por su propia carne, Ana lo recibió con la misma emoción, ni más ni menos, que solía experimentar en el lecho conyugal. No volvió a hablarse de este incidente; el galán partió a reunirse con su regimiento en Alemania; a decir verdad, nada de aquello tenía importancia. Durante las escasas estancias de Ana en el Louvre, la reina se encaprichó con aquella española de ilustre linaje, con la que se hallaba a gusto conversando en su lengua natal. Pero la viuda de Egmont de Wirquin rechazó el puesto de azafata de palacio. La pompa francesa y el lujo de Flandes, bajo sus cielos nublados, no eran nada comparados con el recuerdo de la fastuosidad de Nápoles y con su cielo inmaculado.

Con el paso de los años, el aislamiento, el cansancio, y una especie de estupor hicieron presa de ella. El consuelo de las lágrimas le fue negado; se consumía en aquella sequedad como en el interior de un árido desierto. En ciertos momentos, unas delicadas briznas del pasado se insertaban inexplicablemente en el presente, sin que se supiera de dónde venían: un gesto de doña Valentina, la voluta que formaba una vid alrededor de la polea de un viejo pozo en el patio de Acropoli, un guante de don Miguel encima de una mesa, todavía conservando el calor de su mano. Entonces le parecía que una tibia brisa soplaba: casi se sentía desfallecer. Luego, durante largos meses, le faltaba el aire. El oficio de difuntos, rezado todos los días desde hacía casi cuarenta años, a fuerza de repetirse, perdía súbitamente todo sentido. A veces el rostro del amado se le aparecía en sueños, tan preciso que incluso podía ver en sus más mínimos detalles el bozo sobre el labio; el resto del tiempo, aquel semblante yacía descompuesto en su memoria, como el mismo don Miguel en su sepulcro, y tan pronto le parecía que Miguel sólo había existido en sus sueños, como que estaba forzando, casi sacrilegamente, a un muerto a continuar viviendo. Del mismo modo que otros se flagelaban por inflamar de nuevo sus sentidos, Ana se fustigaba con sus pensamientos para reavivar su duelo, pero su dolor extenuado ya no era más que un hastío. Aquel corazón mortificado se negaba a sangrar.

Al cumplir los sesenta años, y tras dejarle la hacienda a su hijo, Ana se instaló como pensionista en el convento de Douai, donde su hija había tomado los hábitos. Otras damas nobles acababan allí sus días. Poco después de la llegada de Ana, prepararon un cuarto para una tal Madame de Borséle, una de las amantes por quien se había arruinado Egmont de Wirquin. El tiempo que esas damas no consagraban a los oficios, lo pasaban bordando, leyendo en voz alta las cartas que recibían de sus hijos, o merendando, o preparando exquisitas cenas que se ofrecían mutuamente. Las conversaciones giraban en torno a las modas de su juventud, a los méritos de sus respectivos maridos difuntos o de sus actuales confesores, o bien hablaban de los amantes que se jactaban de haber tenido, o de no haber tenido. Pero siempre volvían, con una insistencia repugnante y casi grotesca, al tema de sus males corporales, visibles u ocultos.

Casi parecía como si el exhibir así sus enfermedades fuera para ellas una nueva forma de impudicia. Cierta sordera impedía a doña Ana oír sus peroratas, lo que le evitaba mezclarse en ellas. Cada una de aquellas damas tenía su sirvienta, pero sucedía que esas muchachas eran negligentes, o que, por una u otra razón, las despedían; y las hermanas legas no siempre daban abasto para atender a las pensionistas. Madame de Borséle era obesa y estaba casi lisiada; alguna que otra vez Ana la ayudaba a peinarse, y la antigua beldad aplaudía cuando le acercaban un espejo para que admirara su rostro. O bien, gimoteaba lastimosamente, porque habían dejado fuera del alcance de su mano la cajita de dulces. Entonces Ana se levantaba, cosa que ya hacía a duras penas, buscaba la cajita, y dejaba a Madame de Borséle atracándose de golosinas. Una vez, una vieja pensionista, al regresar del refectorio, vomitó en el pasillo. En ese momento no había allí ninguna criada: Ana fregó las baldosas.

Las religiosas admiraban la mansedumbre que manifestaba hacia su antigua y escandolosa rival, así como su austeridad, su humildad y su paciencia. Pero no se trataba de mansedumbre, ni de austeridad, ni de humildad, ni de paciencia en el sentido en que ellas lo entendían. Simplemente, Ana estaba abstraída.

Se había enfrascado de nuevo en la lectura de los místicos: Luis de León, el hermano Juan de la Cruz, la santa madre Teresa, los mismos que antaño le leía, en las soleadas tardes napolitanas, un joven caballero todo vestido de negro. El libro quedaba abierto al pie de la ventana ojival; Ana, sentada a la luz del pálido sol otoñal, posaba de vez en cuando sus ojos cansados sobre una línea. No porque intentara captar el significado, sino porque esas grandiosas frases ardientes formaban parte de la música amorosa y fúnebre que había acompañado su vida. Las imágenes de otros tiempos resplandecían de nuevo en su juventud inmóvil, como si doña Ana, en su insensible descenso, hubiera empezado a alcanzar el lugar donde todo se reúne. Doña Valentina no andaba lejos; don Miguel resplandecía en el esplendor de sus veinte años; estaba muy cerca. Una Ana de veinte años ardía y vivía también, intacta, en el interior de aquel cuerpo de mujer desgastado y envejecido. El tiempo había echado abajo sus barreras rompiendo sus rejas. Cinco días y cinco noches de una violenta felicidad llenaban con sus ecos y sus reflejos los pliegues más íntimos de la eternidad.

Sin embargo, su agonía fue larga y penosa. Había olvidado el francés; el capellán, que se jactaba de saber algunas palabras de español y un poco de italiano de diccionario, algunas veces acudía a exhortarla en una de esas dos lenguas. Pero la moribunda no le escuchaba y apenas le comprendía. El sacerdote, a quien ella ya no podía ver, seguía presentándole un crucifijo. Por último, el rostro demudado de Ana se relajó; sus ojos se cerraron lentamente. Todos la oyeron murmurar:

—Mi amado…[1]

Pensaron que hablaba con Dios. Quizás estaba hablando con Dios.