En Nápoles, un atardecer de julio de 1602, un hombre pobremente vestido llamó a la puerta del monasterio de San Martín. Un ventanillo con rejilla se abrió prudentemente, y el hermano portero se negó en el acto a dejar entrar al forastero argumentando que era demasiado tarde. Por último, sorprendido por un tono de mando que no estaba acostumbrado a oír en los pordioseros de aquella especie, el monje abrió la puerta y dejó pasar al desconocido. En el zaguán, el hombre se volvió. Era ese instante en que el sol teñido de rojo se oculta por detrás de los Camaldulenses. Sin decir una palabra, el hombre contempló el pálido mar, las enormes cortinas del Fuerte de San Telmo esmaltadas por el oro del crepúsculo, y, más allá de las almenas que le impedían ver el puerto, las velas triangulares infladas de una galeota saliendo de la bahía. Luego, con un brusco movimiento de hombros, se caló el sombrero hasta los ojos y siguió a su guía por un largo corredor. Al pasar por la iglesia, que era nueva y estaba ricamente ornamentada, se arrodilló un rato, pero advirtió que el monje no le quitaba los ojos de encima, como si tuviera miedo de habérselas con un ladrón. Finalmente, los dos entraron en un locutorio contiguo a la sacristía. Entonces el fraile cerró la puerta tras el extranjero, hizo girar la llave que chirrió como chatarra, y fue a avisar al prior.

El extranjero, con la mirada perdida como en el éxtasis de una oración, esperó un tiempo indefinible. El mismo chirrido se dejó oír, y entonces apareció el prior de San Martín, don Ambrosio Caraffa. Dos monjes que lo flanqueaban se detuvieron en el umbral. Ambos portaban sendas velas. Las pálidas llamas se reflejaban en el artesonado.

El superior del convento era un hombre obeso, entrado en años, de rostro benévolo y sereno. El recién llegado se quitó el sombrero, se desató la capa, y dobló la rodilla sin hablar. Cuando agachó la cabeza, su barba hirsuta y gris rozó el terciopelo de su jubón. Desde su rostro demacrado, que no era más que una red de músculos, sus ojos miraban fijamente hacia delante, más allá del prior, como si se esforzara por no ver a ese prelado a quien, sin embargo, acudía para pedirle algo.

—Padre —dijo—, ya soy viejo. La vida ya no puede ofrecerme nada salvo la muerte, y espero que esta será mejor de lo que ha sido aquella. Os pido que me aceptéis entre vosotros como al más humilde y desamparado de vuestros hermanos.

Él se quedó mirando en silencio al altivo suplicante. El hombre que acababa de hablar no tenía joyas, ni golilla, ni trencillas, pero de su cuello colgaba aún, por descuido o como una última vanidad, el Toisón de oro español. Advertido por la mirada del prior, el extranjero se quitó la insignia.

—Sois noble —dijo el prior.

El hombre respondió:

—Todo eso está olvidado.

El prior meneó la cabeza:

—Sois rico.

—Todo lo he dado —dijo el hombre.

En ese momento se oyó un prolongado grito que tras subir, se estiró, y luego descendió. Era el santo y seña de los centinelas, los gritos del relevo en el Fuerte de San Telmo, y el prior vio temblar al extranjero al oír ese súbito eco del mundo. Hacía rato que Don Ambrosio Caraffa había reconocido a don Alvaro.

—Sois el marqués de la Cerna —le dijo.

Don Alvaro respondió humildemente:

—Lo he sido.

—Sois el marqués de la Cerna —repitió el prior—. Y de haberse sabido que estabais en Nápoles, muchas personas, cuya existencia tal vez ignoréis, hubieran ido a daros la bienvenida con sus puñales. Yo hubiera hecho lo mismo, hace diez años. Pero el golpe que de vos recibí me arrojó fuera del mundo. Y ahora os ha llegado el turno de desear morir para él. Los fantasmas no pueden matarse entre sí en este lugar de paz.

Cuando don Alvaro se levantaba, agregó:

—Don Alvaro, seréis mi huésped, como en los tiempos en que yo os recibía en mi glorieta de las Cascaditas.

Y una fina sonrisa de patricio, medio perdida en la grasa, asomó fugazmente en el rostro del cartujo. Don Alvaro se ensombreció. El prior se dio cuenta.

—Hice mal en evocar el pasado —dijo—. Aquí no sois más que el huésped de Dios.

Entonces, don Alvaro se volvió para mirar no se qué en la sombra. Su antiguo terror, el horror del gran abismo, volvió a apoderarse de él. Pero las murallas del monasterio lo defendían del vacío, y, detrás de ellas, las otras murallas, aún más sólidas, que levantaba alrededor de él la Iglesia. Y don Alvaro sabía que las puertas del Infierno no prevalecerían contra ellas.

A partir de entonces, su vida no fue más que penitencia.

Don Ambrosio Caraffa, dentro de la sencillez cisterciense, conservaba ese gusto por las artes que le había distinguido en el siglo. A su costa, acometió la reconstrucción de los claustros en estricta conformidad con las órdenes de Vitrubio, y, para inclinar a las meditaciones de un piadoso epicureismo, cada pilastra estaba coronada por una calavera delicadamente esculpida. Las manos gordezuelas del prior verificaban cuidadosamente el pulido de la piedra. Aquel patricio, para quien tal vez la religión no fuese más que la culminación de la sabiduría humana, veía a Dios tanto en el veteado de un bello mármol como en una lectura del Cármides. Sin transgredir la regla del silencio, cuando una de las flores de sus parterres le parecía particularmente admirable, solía señalarla con una sonrisa.

Entonces don Alvaro pensaba en el combate que las raíces libraban bajo tierra, en medio del calor de la savia que hace de cada corola un receptáculo de lujuria. Las construcciones inacabadas, cuyo aspecto, como para desanimar al maestro de obras, imitaban por anticipado la ruina que llegarían a ser algún día, le recordaban que todo constructor, a la larga, no edifica más que derrumbes. Le había quedado una especie de cansancio, como si acabara de salir de una fiebre, de resultas del agobio de sus ambiciones, y también a causa del asombro que le producía, después del mundanal ruido, el ensordecedor silencio. Los arcos del claustro donde, a mediodía, cada arcada se multiplicaba en el muro opuesto, poniendo frente a la columna de piedra otra igual de sombra, alternaban negros y blancos como una doble fila de monjes. Don Ambrosio y don Alvaro se saludaban al cruzarse allí. Uno repitiéndose los versos de un poeta de Chiraz que, en tiempos de sus embajadas romanas, le había traducido un enviado del Sultán, encontraba en cada anémona la fresca juventud de Liberio. Y el otro recordando a Miguel cada vez que veía la tierra árida, donde a veces cavaban una tumba. Así, cada uno leía a su manera ese libro de la creación que se puede descifrar en dos sentidos, ambos igualmente válidos, porque nadie sabe aún si todo no vive más que para morir o si sólo muere para revivir.