La misa nupcial de Ana tuvo lugar el 7 de agosto de 1600, en Bruselas, en la iglesia de Sablon, en presencia de la Infanta. En el momento del ofertorio, doña Ana se desmayó, lo que se atribuyó al calor, a la extrema incomodidad causada por la muchedumbre, y al corsé de tisú de plata que la asfixiaba. Don Alvaro, de pie cerca del coro, conservó durante toda la ceremonia una calma imperturbable, admirada incluso por sus detractores: acababan de detener a dos calvinistas apostados para apuñalarlo, y los miembros de su séquito no podían dejar de volver la cabeza al menor ruido.

Don Alvaro también miraba hacia atrás, ya que ese día no pudo dejar de tener en cuenta su pasado. Aquel hombre, que no recordaba haber amado ni en cuerpo ni en alma a ninguna criatura viviente, pensaba ahora más en su hijo, quien había pasado a formar parte de la tropa de sus fantasmas. Su cabeza se debilitaba; solía tener misteriosos fallos de memoria que lo arrastraban hasta las fronteras de ese país en llamas, pero sin color ni forma, donde, de todos nuestros actos, sólo sobreviven los remordimientos. Sin atreverse a mirar de frente la falta de Miguel, quizá porque temía que no le horrorizara lo más mínimo, experimentaba no obstante cierta envidia ante aquella pasión que lo había barrido todo a su alrededor, incluso el miedo al pecado. El amor le había ahorrado a Miguel el espanto de estar solo, como su padre, en un universo vacío de todo lo que no era Dios. Sobre todo envidiaba que ya hubiera sido juzgado. La boda de Ana cortaba el último hilo, muy delgado, que lo unía a su estirpe; la ambición no era más que una añagaza que ya no conseguía engañarle; las exigencias de la carne se acallaban con la edad; esa triste victoria le obligaba a cuidar por su alma. Inquieto, pero agotado, el marqués sentía que había llegado el momento de entregarse a la gran mano terrible, que a lo mejor se mostraba clemente tan pronto como dejara de luchar.

Unos meses más tarde participó por última vez en el Consejo privado de la Infanta. Aceptaron su dimisión sin ningún inconveniente. Y eso le hizo sufrir, pues había esperado que el mundo se mostrara más porfiado a la hora de disputárselo a Dios.

Egmont de Wirquin llevó a su mujer a Picardía, a sus tierras. Al ver que aquel forastero creía poseer a Ana, como si pudiera poseerse a una mujer ignorando los motivos de su llanto; el marqués, a pesar del resentimiento que seguía experimentando hacia su hija, se sentía ligado a ella por una muda complicidad. Sin embargo, sus adioses fueron secos; pues, a pesar suyo, don Alvaro la despreciaba por estar viva; tampoco Ana le perdonaba a la desgracia que no la hubiera destrozado más. Resignada a soportar a un marido de quien, por lo menos, no temía enamorarse, se alegraba de que su rostro, sus brazos y sus pechos hubieran adelgazado hasta ser diferentes de aquellos que sólo unas manos reducidas a polvo habían acariciado.

Las preocupaciones militares y económicas acaparaban la atención del señor de Wirquin haciendo que no se preocupara mucho de ella. Demasiado desdeñoso para interesarse por las fantasías de una mujer, nunca le extrañó que, por Semana Santa, Ana pasara las noches rezando.