La Infanta, en Flandes, le estaba muy agradecida al señor de Wirquin, capitán coronel de una tropa reclutada cerca de Arras, en sus tierras, pues recientemente había pagado de su bolsillo el sueldo muy atrasado de esos hombres, y además sabía que sus jefes apreciaban su coraje brutal. Pero aquel francés que se empeñaba en hablar el español de la corte, como quien pone sobre una armadura la engañosa ornamentación de un encaje, parecía ser de los que han nacido provistos de una doble cara, a quienes basta un guiño para que se conviertan en tránsfugas. De hecho, Egmont de Wirquin no se sentía atado por ningún sentimiento de lealtad a esos elocuentes italianos, ni a esos españoles fanfarrones, picaros con pico de oro, en ocasiones bastardos, cuya sangre corrompida, si se le creía, no valía lo que la suya. Más tarde se vengaría, con un sabio insulto, de aquellos que le insinuaban que su título nobiliario era de anteayer, y, si la suerte tardaba demasiado en llegar, o si la brisa política soplaba volviendo las tornas, siempre podría pasarse al bando francés.
En Brabante, la noche anterior a la recepción que le ofreció la Infanta, en el coche que les llevaba al campamento, el duque de Parma le describió a su subordinado el panorama que presentaban los acontecimientos. Las siete provincias del Norte estaban, a decir verdad, definitivamente perdidas; España, mal repuesta de la tormenta que había desarbolado sus navíos, ya no podía pretender patrullar esas largas costas, debajo de cuyas dunas yacían tantos muertos. Ciertamente, en el interior, la lealtad florecía de nuevo en las buenas villas. Sin embargo, confesó que apenas podían pagar los suministros que debían a los ricos burgueses de Arras, mercaderes de paños y de vinos, a quienes el señor de Wirquin estaba unido por parte de madre. Un préstamo a la causa real, añadió, no sólo sería un honor sino una letra de cambio para el porvenir: la suma le sería reembolsada tan pronto como regresaran los galeones. El capitán coronel sonrió sin responder.
Luego, el hábil italiano dio a entender, aparentando indiferencia, que un enlace con una de esas jóvenes beldades llegadas de España, a quienes la Infanta, por razones políticas, se proponía casar en Flandes, le aseguraría a cualquier hombre bien nacido, pero sin valimiento en la corte, la oportunidad de introducirse en la amistad del archiduque y de su real esposa. Aunque poco tentado por el estado conyugal, al señor de Wirquin le seducía la idea de una brillante alianza. Se contentó con decir que ya vería.
Casada en el ocaso de la vida, vestida con austeridad monacal, a la Infanta le hubiera gustado confinar a sus meninas en la penumbra de una iglesia; a pesar de lo cual no se oponía a que ostentaran las galas que correspondían a su rango, ni a que entretuvieran sus ocios con los juegos permitidos, ni a que los galanes rigurosamente escogidos las homenajearan con vistas a las buenas alianzas que cimentarían su política de conciliación. Quizás envidiara aquellos ojos risueños, o llenos de lágrimas infantiles, no atormentados por la visión de los ejércitos, las flotas y las fortalezas. Aquel día, sentada cerca de la gran chimenea, al final de una tarde lluviosa, miraba melancólicamente a sus damas de honor preguntándose a cuál sacrificaría. De sus labios brotaban palabras de abnegación a la causa real y de sumisión al cielo. Las muchachas retrocedían ante aquella mirada escrutadora: las que tenían amantes temían tener que dejarlos, y Pilar, Mariana o Soledad, rezaban para que no las escogiera.
Pero la Infanta se volvió hacia la más nueva de sus damas de honor: Ana de la Cerna tenía veinticinco años de edad, y era también la mayor de todas. Desde la muerte de su hermano, fallecido tres años atrás al servicio del rey, siempre iba de negro, y la suntuosidad de sus telas le confería un no sé qué de fastuoso a su luto.
—He hablado con vuestro padre a propósito de este matrimonio —dijo la Infanta—. Os deja elegir entre los capítulos matrimoniales y el convento.
Al oír eso, todas esperaban que ella optaría por el claustro. Pero Ana sorprendió a sus compañeras al decir, casi en voz baja:
—No me entusiasma mucho la idea del matrimonio, señora, pero tampoco me siento preparada para entregarme a Dios.
Anunciaron la llegada del caballero. La Infanta se levantó para pasar a la habitación contigua. Ana de la Cerna tuvo que seguirla. El señor de Wirquin, a quien sólo le atraían las rollizas beldades flamencas, se quedó fascinado al ver aquella muchacha cuyo luto la hacía parecer más blanca y más delgada. Ana de la Cerna lo trastornaba haciéndole vibrar como un estandarte.
Además, según rumoreaban, su padre, el marqués de la Cerna, poseía inmensas propiedades en Italia. Como si todas aquellas riquezas —tan lejanas que eran fabulosas— ya le pertenecieran, le escribió a su madre pidiéndole que amueblara de nuevo su castillo de Baillicour.
El marqués de la Cerna, miembro desde hacía poco del Consejo privado, se encontró por azar con su hija en la corte de la Infanta, unos días después de los esponsales. Evidentemente estaba atravesando uno de sus accesos de humildad, durante los cuales su razón se extraviaba. Le dijo:
—Ya no estoy resentido contigo.
Ella comprendió que seguía estándolo.