Había nacido en Nápoles, en 1575, tras las gruesas murallas del Fuerte de San Telmo, cuyo alcaide era su padre. Don Alvaro, establecido en la península desde hacía muchos años, se había ganado el favor del virrey, pero también la hostilidad del pueblo y la de los miembros de la nobleza campaniense, que no soportaban los abusos de los funcionarios españoles. Por lo menos, nadie ponía en duda su integridad, ni la excelencia de su sangre. Gracias a su pariente, el cardenal Maurizio Caraffa, se había casado con la nieta de Inés de Montefeltro, Valentina, última flor en la que un linaje incomparablemente dotado había agotado su savia. Valentina era bella, de rostro deslumbrante y talle esbelto: su perfección frustraba a los sonetistas de las Dos Sicilias. Inquieto por la amenaza que semejante maravilla representaba para su honra, y de suyo inclinado a desconfiar de las mujeres, don Alvaro le impuso a la suya una vida casi conventual, y los años para Valentina transcurrían entre los melancólicos dominios que su marido poseía en Calabria, el convento de Ischia, donde pasaba la Cuaresma, y los pequeños aposentos abovedados de la fortaleza, en cuyas mazmorras se pudrían los sospechosos de herejía y los adversarios del régimen.

La joven aceptó su suerte de buen grado. Su infancia transcurrió en Urbino, en la más refinada y civilizada de la cortes, entre manuscritos antiguos, doctas conversaciones y sonatas para violas da gamba. Pietro Bembo agonizante escribió sus últimos versos para celebrar su próxima llegada al mundo. Su madre, apenas recuperada del parto, la llevó personalmente a Roma, al convento de Santa Ana. Una mujer pálida, con la boca marcada por una triste arruga, tomó a la niña en brazos y le dio la bendición. Era Vittoria Colonna, viuda de Ferrante de Avalos, el que venció en Pavía, la mística amiga de Miguel Ángel. Gracias a que fue acogida así por aquella musa austera, Valentina adquirió, ya de muy joven, una singular gravedad y esa paz interior de los que ni siquiera aspiran a la felicidad.

Consumido por la ambición y las crisis de hipocondría religiosa, su marido, que la ignoraba, empezó a darle de lado a partir del nacimiento de un varón, su segundo hijo. No la agobió con rivales, pues en la corte de Nápoles sólo tuvo las aventuras galantes indispensables para establecer su reputación de gentilhombre. Enmascarado, en esas horas de abatimiento en que uno se abandona, don Alvaro prefería recurrir a los favores de las prostitutas moriscas del barrio portuario, cuyo precio regateaba con las encargadas de los burdeles, acluclilladas a la luz de una lámpara humeante o al pie de un brasero. Doña Valentina no experimentaba celos. Esposa intachable, nunca había tenido amantes, escuchaba con indiferencia a los petrarquistas galantes, no participaba en las intrigas que urdían las diversas amantes del virrey, ni establecía preferencias entre sus doncellas, así que tampoco tenía confidentes ni favoritas. Por decoro, asistía a las fiestas de la corte con los espléndidos atuendos que correspondían a su edad y a su rango, pero no se detenía a mirarse en los espejos, ni para rectificar un pliegue en el vestido, ni para arreglarse el collar. Todas las noches, don Alvaro encontraba en su mesa las cuentas domésticas verificadas por Valentina, de su puño y letra. Era la época en que el Santo Oficio, recién introducido en Italia, espiaba los más mínimos estremecimientos de las conciencias: Valentina evitaba cuidadosamente cualquier conversación que entrara en materia de fe, y su asidua asistencia a los oficios era conveniente. Nadie sabía que hacía llegar en secreto ropa y bebidas reconfortantes a los prisioneros aherrojados en las celdas de la fortaleza. Más tarde, su hija Ana no podría recordarla rezando, pero sí que la había visto con bastante frecuencia, en su celda conventual de Ischia, con un Fedón o un Banquete en el regazo, apoyando las bellas manos en el alféizar de la ventana abierta, meditando largamente ante el maravilloso espectáculo de la bahía.

Sus hijos la veneraban como a una Madona. Don Alvaro, que pensaba enviar pronto a su hijo a España, rara vez exigía la presencia del joven en la antecámara del virrey. Miguel pasaba muchas horas sentado al lado de Ana, en la pequeña alcoba, dorada como el interior de un cofre, en cuyos muros figuraba la divisa bordada de Valentina: Ut crystallum. De pequeños, ella les había enseñado a leer valiéndose de obras de Cicerón y de Séneca: mientras escuchaban esa voz tan tierna explicándoles un argumento o una máxima, los cabellos de ambos niños se entremezclaban con las páginas. A esa edad, Miguel se parecía mucho a su hermana; de no ser por las manos, tan delicadas en ella, tan endurecidas en él por el manejo de las riendas y de la espada, cualquiera hubiera podido confundirlos. Los dos niños, que se amaban, pasaban mucho tiempo en silencio, pues no necesitaban palabras para disfrutar de estar juntos; doña Valentina hablaba poco, prevenida por el certero instinto de los que se saben amados sin sentirse comprendidos. En un joyero tenía una colección de entalles griegos, algunos de los cuales estaban adornados con figuras desnudas. A veces subía los dos peldaños que conducían a los profundos vanos de las ventanas para admirar la transparencia de las sardónices bajo los últimos rayos del sol, y, totalmente envuelta en el oro oblicuo del crepúsculo, ella misma parecía tan diáfana como sus gemas.

Ana bajaba los ojos, con ese pudor que se agrava todavía más en las chicas piadosas cuando se acerca la nubilidad. Doña Valentina les decía con su vacilante sonrisa:

—Todo lo que es bello se ilumina en Dios.

Ella les hablaba en toscano; ellos respondían en español.

En agosto de 1595, don Alvaro anunció que su hijo, antes de las fiestas de Navidad, debería estar en Madrid, donde su pariente, el duque de Medina, le haría el honor de aceptarlo como paje. Ana lloró en secreto, pero se contuvo por orgullo delante de su hermano y de su madre. Contrariamente a lo que esperaba don Alvaro, Valentina no puso objeción al viaje de Miguel.

Gracias a su familia italiana, el marqués de la Cerna poseía vastos dominios salpicados de marismas, cuyas rentas no eran grandes. Siguiendo el consejo de sus intendentes, trató de aclimatar en su tierra de Acropoli las mejores cepas de Alicante. El resultado fue mediocre; don Alvaro no se desanimó; todos los años, dirigía personalmente la vendimia. Valentina y los niños le acompañaban. Aquel año don Alvaro estaba muy ocupado, y le rogó a su mujer que supervisara ella sola las tierras.

El viaje duraba tres días. El carruaje de doña Valentina, seguido por los coches donde se apiñaban los sirvientes, rodaba sobre el desigual empedrado hacia el valle del Sarno. Doña Ana viajaba sentada frente a su madre; don Miguel, a pesar de su amor por los caballos, tomó asiento al lado de su hermana.

La vivienda, construida en tiempos de los angevinos de Sicilia, tenía el aspecto de un castillo. A principios de siglo, le habían adosado un caserón enjalbegado, especie de granja con su pórtico que avanzaba hacia el patio interior, con un tejado plano donde se secaban las frutas del huerto, y una hilera de lagares de piedra. El intendente se alojaba allí con su mujer, siempre encinta, y toda una chiquillería. Las inclemencias del tiempo y la falta de reparaciones, habían hecho inhabitable el salón invadido por la superabundancia de la granja. Montones de uvas ya confitadas en su propio jugo alfombraban viscosamente el embaldosado morisco, donde pululaban las moscas; las ristras de cebollas colgaban del techo; la harina saliéndose de los sacos estaba por doquier mezclándose con el polvo; el olor a queso de búfalo se aferraba a la garganta.

Doña Valentina y sus hijos se instalaron en el primer piso. Las ventanas de los aposentos de ambos hermanos estaban frente a frente; a través de aquellas aberturas, estrechas como aspilleras, él solía entrever la sombra de Ana, yendo y viniendo a la luz de una lamparilla. Horquilla tras horquilla, ella se deshacía el peinado, y luego tendía el pie a una sirvienta para que le quitara el zapato. Pudoroso, don Miguel corría la cortina.

Los días transcurrían lentamente, todos iguales, cada uno tan largo como todo un verano. El cielo, casi siempre cargado de una neblina calurosa pegada, por así decirlo, al llano, ondulaba desde la base de la montaña hasta la mar. Valentina y su hija trabajaban, en la deteriorada farmacia, confeccionando remedios para distribuirlos entre los palúdicos. Los contratiempos retrasaban el final de la vendimia; algunos trabajadores, afectados por la fiebre, no salían de sus jergones; otros, enervados por la malaria, se tambaleaban por los viñedos como borrachos. Aunque doña Valentina y sus hijos no hablaran nunca del tema, la inminente partida de Miguel los ensombrecía a los tres.

Por las noches, en la súbita oscuridad del crepúsculo, comían juntos en una salita de la planta baja. Valentina, fatigada, se acostaba temprano; Ana y Miguel se quedaban solos, mirándose en silencio, y pronto se oía la voz clara de Valentina llamando a su hija. Entonces, ambos subían la escalera; ya en la cama, Don Miguel contaba el número de semanas que le separaban de su partida, y, aunque aquella separación le hacía sufrir, sentía con alivio que la proximidad de aquel viaje ya le alejaba de los suyos.

Algunos disturbios habían estallado en Calabria; doña Valentina le ordenó a su hijo que no se alejara demasiado de la aldea, ni del castillo. El descontento se incubaba entre las clases humildes contra los oficiales y los intendentes españoles, pero, sobre todo, ciertos sacerdotes se agitaban en sus pobres monasterios colgados en la ladera de la montaña. Los más instruidos, los que habían estudiado unos años en Nola o en Nápoles, evocaban los tiempos en que aquel país era tierra griega, y por doquier había estatuas de mármol representando dioses y hermosas mujeres desnudas. Los más audaces renegaban o maldecían a Dios y, según decían, conspiraban con los piratas turcos que fondeaban en las calas. Se hablaba de extraños sacrilegios, de Cristos pisoteados y de hostias llevadas en las partes viriles para aumentar el vigor; una banda de monjes había raptado y secuestrado en el convento a los jóvenes de una aldea para adoctrinarlos en la noción de que Jesús había amado carnalmente a Magdalena y a San Juan. Valentina cortaba tajantemente los chismorreos en casa del intendente o en la cocina. Miguel pensaba a menudo en esos cotilleos, a pesar suyo, pero luego apartaba esos pensamientos de su mente, como si espantara bichos infectos, no obstante perturbado ante la idea de aquellos hombres cuyo apetito los llevaba tan lejos como para atreverse a todo. Ana le tenía horror al Mal, pero a veces, en el pequeño oratorio, delante de la imagen de Magdalena desfallecida a los pies de Cristo, pensaba que debía de ser muy dulce estrechar en los brazos a quien se ama, y que probablemente la santa ardía en deseos de ser levantada por Jesús.

Algunos días, haciendo caso omiso de las prohibiciones de doña Valentina, Miguel madrugaba, ensillaba su caballo, y se lanzaba a la aventura muy lejos, adentrándose en las tierras bajas. El suelo se extendía negro y desnudo; los búfalos inmóviles, tumbados cual masas sombrías, parecían en lontananza bloques de rocas que hubiera rodado cuesta abajo por las montañas; aquí y allá, montículos volcánicos abollaban la landa con pequeñas gibas; y siempre soplaba el ventarrón. Cada vez que Don Miguel veía saltar el lodo bajo los cascos de su caballo, lo sofrenaba bruscamente al borde de un pantano.

En una ocasión, poco antes de ponerse el sol, llegó hasta una columnata que se levantaba frente al mar. Unos fustes estriados yacían por tierra, como gruesos troncos de árboles: otros, en pie, duplicados horizontalmente por sus sombras, se recortaban contra el cielo rojo; detrás se adivinaba el pálido mar en brumas. Miguel ató su caballo al fuste de una columna y se puso a caminar entre las ruinas de aquella ciudad cuyo nombre ignoraba. Aún aturdido por el largo galope entre las landas, experimentaba ese sentimiento de ligereza y de desidia que a veces sentimos en los sueños. Sin embargo, le dolía la cabeza. Sabía vagamente que estaba en una de esas ciudades donde habían vivido los sabios y los poetas de los que hablaba doña Valentina; aquellos que habían vivido sin la angustia del Infierno persiguiéndolos a cada paso, aquel temor que acosaba a don Alvaro hasta convertirlo en otro prisionero, igual que los reclusos del Fuerte de San Telmo; sin embargo, aquellas gentes habían tenido sus leyes. Incluso en aquella época, las relaciones que seguramente eran legítimas entre los primeros descendientes de Adán y Eva, en los albores de los tiempos, después fueron severamente castigadas; hubo un cierto Cauno que huyó de país en país para eludir las insinuaciones de la dulce Biblis… ¿Por qué pensaba en aquel Cauno, él, cuya pasión amorosa todavía nadie había requerido? Se perdía en aquel laberinto de piedras derrumbadas. En la escalinata de lo que probablemente había sido un templo, vio a una muchacha sentada. Se dirigió hacia ella.

Quizá no era más que una niña, pero el viento y el sol le habían arañado el rostro. Don Miguel reparó en sus ojos amarillos, que lo llenaron de inquietud. Tenía la piel y la cara grises como el polvo. Descalza y con la falda levantada hasta las rodillas, sus pies se posaban en las baldosas.

—Hermana mía —dijo él, turbado a pesar suyo por ese encuentro en la soledad—, ¿cómo se llama este lugar?

—No tengo ningún hermano —dijo la muchacha—. Hay muchos nombres que es mejor ignorar. Este lugar está maldito.

—Pero tú pareces hallarte a gusto aquí.

—Estoy en mi pueblo.

Frunció la boca emitiendo un breve silbido, y con un dedo del pie, como haciendo una señal, apuntó hacia un intersticio entre las piedras. Una estrecha cabeza triangular se asomó en la hendidura. Don Miguel aplastó la víbora de un pisotón.

—¡Que Dios me perdone! —exclamó—. ¿Acaso eres una bruja?

—Mi padre era encantador de serpientes —dijo la muchacha—. Para serviros. Y ganaba mucho. Porque las víboras, señor, reptan por todas partes, sin contar las que tenemos en el corazón.

Sólo entonces Miguel creyó notar que el silencio estaba lleno de vibraciones, de estremecimientos, de deslizamientos: toda clase de culebras venenosas se arrastraban entre las hierbas. Corrían las hormigas; las arañas tejían sus telas entre dos fustes. E innumerables ojos amarillos, como los de la chica, constelaban la tierra.

Don Miguel quiso dar un paso atrás, pero no se atrevió.

—Váyase de aquí, señor —dijo la muchacha—. Y recuerde que no sólo aquí hay serpientes.

Don Miguel regresó tarde al castillo de Acropoli. Quiso averiguar con el granjero el nombre de la ciudad en ruinas; el hombre ignoraba su existencia. En cambio, supo que, al anochecer, mientras doña Ana seleccionaba unas frutas, había visto una víbora en la paja. Se puso a gritar: una criada acudió y mató a la serpiente de una pedrada.

Esa noche Miguel tuvo una pesadilla. Estaba acostado con los ojos abiertos. Un enorme escorpión salía de la pared, luego otro, y otro más; trepaban al colchón, y los enmarañados estampados que guarnecían su cobertor, se transformaban en nidos de víboras. Los pies morenos de la muchacha reposaban allí, apaciblemente, como sobre un lecho de hierbas secas. Sus pies avanzaban danzando; Miguel los sentía marchar sobre su corazón; a cada paso, veía cómo se ponían más blancos; ahora tocaban su almohada. Al inclinarse para besarlos, Miguel reconoció los pies de Ana, desnudos en sus chinelas de satén negro.

Poco antes de maitines, abrió la ventana y se acodó en el alféizar para respirar. Un vientecillo fresco, que soplaba del golfo, heló su sudor. Las ventanas de Ana estaban abiertas; don Miguel se empeñó en mirar a otro lado, a un rebaño de cabras que conducían a pacer a lo largo del muro; se puso a contarlas con maniática obstinación; se embrolló; acabó por volver la cabeza. Doña Ana estaba en su reclinatorio. Empinándose, él creyó ver entre su camisón y el satén de las chinelas, la palidez dorada de unos pies descalzos. Ana lo saludó con una sonrisa.

Miguel fue a la galería para lavarse. El frío del agua, lo despertó de golpe, calmándole.

Tuvo otros sueños. Cada mañana, al despertar, no conseguía distinguirlos de la realidad. Se fatigaba aposta con la esperanza de poder dormir mejor.

Frecuentemente, en la soledad, se orientaba hacia las ruinas. Cuando avistaba la columnata, volvía grupas; sin embargo, a veces, arrastrado a pesar suyo, o avergonzado de su proceder, llegaba hasta allí. Las lagartijas se perseguían en la hierba. Don Miguel nunca vio ninguna víbora, y la chica tampoco estaba allí.

Se informó sobre ella. Todos los campesinos la conocían. Su padre, nativo de Lucera, era de raza sarracena; la muchacha había heredado su don de hechizar; iba de aldea en aldea, y era bien recibida en las granjas, pues las limpiaba de sabandijas. El temor a un maleficio, y quizá, sin saberlo, el instinto de una raza cruzada con sangre mora, les impedía hacerle daño a la muchacha sarracena.

Hombre piadoso y de buena reputación, Miguel se confesaba todos los sábados con un ermitaño que moraba en las cercanías. Pero los sueños no se confiesan. Como le remordía la conciencia, se asombraba de no tener que reprocharse ninguna falta. Pensó que su nerviosismo se debía a su próximo viaje a España. Sin embargo, ya apenas se preparaba para la partida.

Al regreso de una carrera larga, un día que hacía mucho calor, bajó del caballo y se arrodilló para beber de un manantial. A pocos pasos del camino, manaba un chorrillo de agua; algunas hierbas altas crecían cuanto podían en medio de aquel frescor. Don Miguel se echó en tierra para beber, como un animal. Sintió un estremecimiento entre los matorrales; se sobresaltó al ver aparecer a la muchacha sarracena.

—¡Ah, falsa serpiente!

—Desconfiad, señor —dijo la hechicera—. El agua repta, serpentea, colea y espejea, y su veneno os hiela el corazón.

—Tengo sed —dijo don Miguel.

Aún estaba lo bastante cerca del círculo formado por el manantial para ver, en la trémula superficie del agua, el reflejo de aquel rostro enjuto de ojos amarillos. La voz de la muchacha se tornó sibilante.

—Señor —creyó oír—, vuestra hermana os espera cerca de aquí con una copa llena de agua pura. Juntos la beberéis.

Tambaleándose, don Miguel volvió a subir al caballo. La chica había desparecido, y lo que él había tomado por una presencia y unas palabras no era más que fantasmas. Era muy probable que tuviera fiebre. Pero quizá la fiebre le permitía ver y oír lo que de otro modo no vería ni oiría.

La cena fue taciturna. Don Miguel, clavando los ojos en el mantel, creía sentir la mirada de Valentina posada en él. Como siempre, ella sólo comía frutas, verduras y hierbas, pero aquella noche parecía casi incapaz de llevarse esos alimentos a la boca. Ana no hablaba, ni comía.

Don Miguel, a quien le espantaba la idea de en cerrarse en su alcoba, propuso salir a la explanada a respirar un poco de aire fresco.

El viento había amainado al caer la noche. El calor había resquebrajado la tierra del jardín; los angostos charcos relucientes de los pantanos se apagaban uno tras otro; no se veían las luces de ningún poblado; sobre la densa negrura de las montañas y de la llanura se arqueaba la límpida oscuridad del cielo. El cielo, el cielo de diamante y de cristal, giraba lentamente alrededor del polo. Los tres, mirando hacia arriba, lo contemplaban. Don Miguel se preguntaba qué nefasto planeta ascendía para él en su signo, que era el de Capricornio. Ana, sin duda, pensaba en Dios, Valentina probablemente pensaba en las esferas musicales de Pitágoras.

Ella dijo:

—Esta noche, la tierra recuerda…

Su voz era clara como una campanilla de plata. Don Miguel vacilaba preguntándose si no sería mejor comunicarle sus angustias a su madre. Mientras buscaba las palabras, se dio cuenta de que no tenía nada que confesar.

Por otra parte, Ana estaba presente.

—Regresemos —dijo en voz baja doña Valentina.

Y regresaron. Ana y Miguel iban delante; Ana se acercó a su hermano; él se apartó; parecía que temiera contagiarle su mal.

Doña Valentina tuvo que detenerse varias veces, apoyándose en el brazo de su hija. Temblaba bajo su manto.

Subió lentamente la escalera. Al llegar al rellano del primer piso, se acordó de que había dejado fuera, sobre el banco, un pañuelo de punto de Venecia. Don Miguel bajó a buscarlo; cuando regresó, doña Valentina y su hija estaban ya en sus alcobas; él mandó a una doncella que les entregara el pañuelo, y se retiró sin haber besado, como de costumbre, la mano de su madre y la de su hermana.

Don Miguel se acodó en la mesa de su aposento, sin molestarse siquiera en quitarse el jubón, y pasó la noche tratando de aclarar sus ideas. Sus pensamientos daban vueltas alrededor de un punto fijo, como las falenas alrededor de una lámpara; no conseguía fijarlos; el concepto más importante se le escapaba. Tarde en la noche, se adormiló, quedando justo lo bastante despierto para saber que dormía. Quizás aquella muchacha le había embrujado. Y no le gustaba. Ana, por ejemplo, era infinitamente más blanca.

Al amanecer, llamaron a su puerta. Entonces se dio cuenta de que ya era de día.

Era Ana, también completamente vestida; él pensó que ella había madrugado. Ese rostro asustado se le antojó a don Miguel tan parecido al suyo que creyó ver su propio reflejo en el fondo de un espejo.

Su hermana le dijo:

—Nuestra madre tiene fiebre. Está muy decaída.

Dejándola ir delante, Miguel la acompañó a la alcoba de doña Valentina.

Los postigos de las ventanas estaban cerrados. Al fondo de la enorme cama, Miguel distinguió apenas a su madre; se movía débilmente, más adormecida que dormida. Su cuerpo, caliente al tacto, temblaba como si el viento del pantano no hubiera cesado de soplar sobre ella. La mujer que había velado a doña Valentina, los llevó al hueco de una ventana.

—Desde hace mucho tiempo la señora está enferma —dijo—. Ayer, estaba tan débil que creímos que se moría. Ahora está mejor, pero demasiado tranquila, y es una mala señal.

Como era domingo, Miguel y su hermana acudieron a oír la misa en la capilla del castillo. El cura de Acropoli, un hombre grosero, a menudo borracho, oficiaba para ellos. Don Miguel, que se reprochaba haber propuesto el paseo de la víspera por la explanada, bajo el fresco mortal de la noche, buscaba ya en el rostro de Ana la plúmbea palidez de la fiebre. Algunos criados asistían también a la misa. Ana rezaba con fervor.

Ambos hermanos comulgaron. Los labios de Ana se fruncieron para recibir la hostia; Miguel pensó que ese movimiento les daba la forma del beso, pero luego rechazó esa idea como si fuera un sacrilegio.

Al salir de la capilla, Ana le dijo:

—Tenemos que avisar a un médico.

Unos minutos más tarde, él galopaba hacia Salerno.

La ventolera y la velocidad borraron las huellas de su noche de insomnio. Galopaba contra el viento. Era como la embriaguez que suscita luchar contra un adversario que retrocediera sin dejar de resistir jamás. Dejaba tras de sí sus temores, en medio de la borrasca, como los pliegues de un largo manto. Los delirios y los escalofríos de la víspera habían cesado, cediendo ante aquel arranque de juventud y de fuerza. Quizás el ataque de fiebre de doña Valentina no fuera más que una crisis pasajera. Esa noche volvería a ver el bello rostro sereno de su madre.

Al llegar a Salerno, obligó a su caballo a sentar el paso. Sus angustias reaparecieron. Quizá tenía él la fiebre como un maleficio del que sólo podía deshacerse pasándoselo a otros y, sin saberlo, se lo había contagiado a su madre.

No fue fácil encontrar la casa del médico. Por fin, cerca del puerto, en un callejón, le señalaron una vivienda de apariencia pobre; una de las contraventanas, medio desencajada de sus goznes, golpeaba contra la pared. Tras llamar con la aldaba, una mujer despechugada apareció gesticulando; le preguntó al jinete qué deseaba, y este tuvo que explicárselo en detalle, y a voz en cuello para que le oyera; otras mujeres que estaban allí empezaron a lamentarse ruidosamente de la suerte de la enferma desconocida. Don Miguel acabó infiriendo que Micer Francesco Cicinno estaba en la misa mayor.

Le ofrecieron al joven gentilhombre un taburete en la calle. Cuando la misa mayor concluyó; Micer Francesco Cicinno apareció caminando despacio, dando pasitos, envuelto en su toga doctoral, eligiendo cuidadosamente los mejores tramos del empedrado para no dar un paso en falso. Era un viejo diminuto, tan aseado que conservaba ese aspecto nuevo e insignificante de los objetos que nunca se han utilizado. Cuando don Miguel le dijo su nombre, el médico se deshizo en cortesías. Después de muchos titubeos, consintió en montar en la grupa del caballo, no sin antes pedir que le dejaran comer algo; la criada le trajo al umbral un pedazo de pan con aceite; y el médico dedicó mucho tiempo a limpiarse los dedos.

El mediodía los cogió en medio de la ciénaga. Hacía calor para estar a finales de septiembre. El sol, cayendo casi a plomo, aturdía a don Miguel; Micer Francesco Cicinno también estaba abrumado por el bochorno.

Más tarde, cerca de un pinar poco frondoso que bordeaba el camino, el caballo de don Miguel se apartó espantado al ver una víbora. Don Miguel creyó oír una carcajada, pero todo estaba desierto alrededor.

—Tenéis un caballo muy espantadizo, señor —dijo el médico a quien agobiaba el silencio. Y agregó, casi gritando para que el jinete le oyera—: El caldo de víbora no es un mal remedio.

Las mujeres esperaban ansiosamente al médico. Pero Micer Francesco Cicinno era tan modesto que uno no se percataba de su presencia. Dio muchas explicaciones sobre lo seco y lo húmedo, y propuso sangrar a doña Valentina.

Brotó muy poca sangre del pinchazo. Doña Valentina sufrió un segundo desmayo, peor que el anterior, y del que sólo se recobró a duras penas. Cuando Ana le pidió a Micer Francesco Cicinno que intentara otra cosa, el medicucho susurró con un gesto de desolación:

—Todo ha terminado.

Con esa agudeza de oído que caracteriza a los moribundos, doña Valentina, todavía sonriendo, volvió su bello rostro hacia Ana. Sus damas de compañía creyeron oírle murmurar:

—Nada termina.

La vida se le escapaba a ojos vistas. En la gran cama con baldaquino, se extendía su cuerpo delgado moldeado por la sábana, como el de una estatua yacente en su lecho de piedra. El medicucho, sentado en un rincón, parecía tener miedo de perturbar a la Muerte. Hubo que mandar callar a la criadas que proponían curas maravillosas; una de ellas hablaba de humedecer la frente de la enferma con sangre de una liebre descuartizada viva. Miguel suplicó varias veces a su hermana que saliera de la habitación.

Ana confiaba en la extremaunción; doña Valentina la recibió sin emoción. Pidió que acompañaran al cura hasta su casa, que se deshacía en ruidosas homilías. Cuando se fue, Ana se arrodilló al pie de la cama llorando.

—Nos abandonas, madre.

—He vivido treinta y nueve inviernos —murmuró imperceptiblemente Valentina—, y treinta y nueve veranos. Es suficiente.

—Pero somos tan jóvenes —dijo Ana—. No verás a Miguel hacerse ilustre, y en cuanto a mí, no me verás…

Iba a decir que su madre no la vería casada, pero súbitamente la idea la horrorizó. Se interrumpió:

—Ustedes dos ya están tan lejos de mí —dijo en voz baja Valentina.

Parecía que deliraba. Sin embargo, todavía los reconocía, porque le tendió a don Miguel, también arrodillado, su mano para que la besara. Y dijo:

—Pase lo que pase, nunca lleguéis a odiaros.

—Nosotros nos amamos —dijo Ana.

Doña Valentina cerró los ojos.

Y luego, muy dulcemente:

—Lo sé.

Parecía haber rebasado el sufrimiento, el miedo o la incertidumbre. Y sin que uno supiera si se refería al futuro de sus hijos o si hablaba de sí misma, siguió diciendo:

—No os preocupéis. Todo va bien.

Y luego se calló. Su muerte sin agonía también transcurrió casi sin palabras; la vida de Valentina no había sido más que un largo deslizamiento hacia el silencio; se abandonaba sin luchar. Cuando sus hijos comprendieron que estaba muerta, ningún asombro vino a mezclarse con su tristeza. Doña Valentina era uno de esos seres que uno se admira de ver existir.

Decidieron llevarla a Nápoles. Don Miguel se ocupó del féretro.

El velatorio tuvo lugar en el salón destartalado, de donde habían sacado los productos de la granja, ahora amueblado solamente con algunos arcones de tapas desencajadas. El tiempo y los insectos habían dado cuenta de los torzales de las colgaduras. Doña Valentina estaba de cuerpo presente entre cuatro candeleros, con su largo vestido de terciopelo blanco; su sonrisa, a medio camino entre el desdén y la ternura, aún insinuada en las comisuras de su boca; y aquel rostro de anchos párpados, profundamente esculpidos, que evocaba el semblante de las estatuas que a veces exhumaban en las excavaciones de la Magna Grecia, entre Crotona y Metaponte.

Don Miguel pensaba en los presagios que le asaltaban desde hacía semanas. Recordó que la madre de doña Valentina, descendiente por línea materna de los Lusignan de Chipre, consideraba que la súbita aparición de una serpiente era un augurio de muerte. Se sintió vagamente tranquilizado. Esa desgracia que justificaba sus presentimientos le devolvía la calma.

El viento entrando a raudales por las ventanas abiertas de par en par hacía temblar la llama de los candeleros. Al este, las montañas de Basilicata ensombrecían aún más la noche; unos incendios de arbustos permitían adivinar el curso de los torrentes secos. Las mujeres vociferaban plañidos fúnebres en el dialecto de Nápoles o en la lengua de Calabria.

Un sentimiento de infinita soledad envolvió a los dos hijos de Valentina. Ana le hizo jurar a su hermano que no la abandonaría jamás. De regreso a su alcoba para preparar la partida, Don Miguel se puso a pensar de nuevo que, afortunadamente, por Navidades, se iría para España.

El regreso, infinitamente más lento que la ida, duró casi una semana. Ana y Miguel habían viajado sentados uno al lado del otro, frente al ataúd de su madre, depositado al fondo de la pesada carroza que les había traído de Nápoles. Los criados los seguían en unos coches enlutados. Llevaban el paso; unos penitentes escoltaban la carroza, musitando letanías, con cirios en las manos.

Se turnaban en cada etapa. Por la noche, a falta de un convento, Ana y sus doncellas se acomodaban lo mejor que podían en cualquier albergue miserable. Cuando la aldea no poseía iglesia, el féretro de Valentina quedaba en una plaza; un velatorio fúnebre se improvisaba a su alrededor; y don Miguel, que apenas dormía, pasaba la mayor parte de la noche rezando.

El calor seguía siendo excesivo, acompañado de una polvareda perpetua. Ana aparecía grisácea.

Sus negros cabellos se cubrían de una espesa capa blanca; no se veían ya las cejas ni las pestañas; tanto su rostro como el de su hermano adquiría unos tonos de arcilla seca. Les ardía la garganta; Miguel, por temor a la fiebre, se oponía a que Ana bebiera el agua de los aljibes. Afuera, los cirios se consumían entre las manos de los penitentes. De día, el acoso de las moscas sucedía al enervamiento nocturno causado por los insectos y los mosquitos. Para descansar los ojos del espejeo del camino y del temblor de los cirios, Ana mandaba cerrar las cortinas del carruaje; don Miguel protestaba violentamente afirmando que se sofocaba.

Incesantemente eran asaltados por mendigos gimoteando plegarias. Los niños chillones se agarraban a los ejes de las ruedas, a riesgo de caer y ser atropellados o aplastados. Don Miguel les lanzaba de vez en cuando una moneda, con la vana esperanza de librarse de aquella chiquillería. A mediodía, el campo casi siempre estaba vacío; avanzaban como en un espejismo. Por la tarde, a falta de flores, los harapientos campesinos traían brazadas de hierbas aromáticas que se amontonaban como podían encima del ataúd.

Sabiendo cuánto importunaban las lágrimas a su hermano, doña Ana no lloraba.

Don Miguel permanecía hundido en su rincón, lo más lejos posible de ella, para dejarle más sitio. Ana se cubría la boca con un pañuelito de encaje. El lento movimiento del carruaje y la letanía de los portadores de cirios los sumergían en una especie de somnolencia alucinante. En los sitios más impracticables del camino, los tumbos los lanzaban al uno contra el otro. A veces temblaban pensando que el ataúd, hecho a toda prisa por el carpintero de carretas de Acropoli, pudiera caerse haciéndose astillas. Muy pronto, y a pesar de los dobles tableros, un desagradable olor empezó a mezclarse con el perfume de las hierbas secas. Las moscas se multiplicaron. Todas las mañanas, se asperjaban con agua de olor.

El cuarto día, a mediodía, doña Ana se desmayó.

Don Miguel mandó llamar a una de las doncellas de su hermana. La muchacha tardaba en llegar; Ana estaba como muerta; él le aflojó el corsé; buscó ansiosamente el lugar del corazón; los latidos se reanudaron bajo sus dedos.

Finalmente la camarera de Ana trajo vinagre aromatizado. Se arrodilló delante de su ama para mojarle el rostro. Cuando se volvió para coger el frasco, se levantó bruscamente al notar la presencia de don Miguel.

—Señor, ¿se encuentra mal?

Él se mantenía en pie, apoyado en la portezuela del coche, las manos aún temblososas, y más lívido que su hermana. No podía hablar. Ni siquiera insinuó un gesto.

Como había sitio para tres personas en la parte delantera de la carroza, Miguel argumentó que Ana podía desmayarse de nuevo, y le ordenó a la doncella que se quedara al lado de ella.

El viaje duró dos días más. El calor y el polvo persistían; de vez en cuando, la camarera enjugaba la frente de Ana con un paño húmedo. Don Miguel se frotaba las manos continuamente, como para borrar algo.

Entraron en Nápoles al ponerse el sol. La gente se arrodillaba al paso del ataúd de Valentina: allí la estimaban mucho. Unos murmullos hostiles contra el alcaide del Fuerte de San Telmo se mezclaron con las exclamaciones piadosas: los enemigos del régimen acusaban a don Alvaro de haber enviado a su mujer a morir de fiebre en aquellos campos malsanos.

El funeral se celebró solemnemente dos días después en la iglesia española de Santo Domingo. Los dos hermanos asistieron a las exequias sin separarse. Al regresar, don Miguel le pidió una entrevista a su padre.

El marqués de la Cerna le recibió en su gabinete, detrás de una mesa cubierta de informes de delatores y de listas de prisioneros políticos o de sospechosos vigilados por orden del virrey. La principal función de don Alvaro era reprimir los disturbios y, a veces, si era necesario, suscitar alguno, para atrapar mejor, de un solo golpe de red, a los agitadores. Vestía de negro no sólo por Valentina: desde la muerte del hijo que años antes le había dado una primera esposa, aquel hombre, fiel a su manera, guardaba luto.

No se interesó por los detalles de la muerte de doña Valentina. Miguel, alegando que Nápoles le resultaba demasiado triste sin su madre, preguntó si no sería posible adelantar su viaje a España.

Don Alvaro, sin dejar de leer el correo recién llegado de Madrid, respondió sin levantar la cabeza:

—No me parece oportuno, señor.

Como don Miguel seguía allí mudo, mordiéndose los labios, su padre agregó para despedirlo:

—Ya volveremos a hablar de ello.

Sin embargo, cuando estuvo en sus aposentos, Miguel se enfrascó en los preparativos del viaje. Ana, por su parte, ordenaba los objetos que habían pertenecido a su madre. Le parecía que el amor filial de Miguel prevalecía sobre la amistad fraternal; apenas se veían; su intimidad parecía haber muerto con doña Valentina. Sólo entonces comprendió el cambio que aquella desaparición entrañaba para su vida.

Una mañana, al volver de misa, él coincidió con Ana en la escalera. Ella estaba indeciblemente triste. Le dijo:

—Hace más de una semana que no te veo, hermano mío.

Le tendió las manos. Aquella Ana tan orgullosa se humilló hasta el punto de decir:

—¡Ay, hermano mío, estoy tan sola!

Él tuvo lástima de ella. Y se avergonzó de sí mismo. Estaba avergonzado por no amarla lo bastante.

Ambos reanudaron su vida de antaño.

Él llegaba todos los días por la tarde, a la hora en que el sol inundaba la alcoba. Se instalaba frente a ella; Ana casi siempre estaba cosiendo, pero las más de las veces la labor reposaba en sus rodillas, entre sus manos indolentes. Los dos se quedaban en silencio; por la puerta entreabierta entraba el zumbido tranquilizador del torno de hilar de las criadas.

No sabían cómo llenar sus horas. Emprendieron nuevas lecturas, pero Séneca y Platón ya no eran lo mismo al no ser modulados por la tierna boca de Valentina ni comentados por su sonrisa. Miguel hojeaba con impaciencia los volúmenes, leyendo algunas líneas, y pasando a otros libros que abandonaba enseguida. Un día encontró sobre una mesa la Biblia latina que uno de sus parientes napolitanos, convertido al evangelismo, le había dejado a Valentina antes de pasarse a Basilea o a Inglaterra. Don Miguel, abriendo el libro al azar, como en las suertes de los santos, leyó aquí y allá algunos versículos. Bruscamente, se interrumpió, cerró el libro con indiferencia y, al irse, se lo llevó.

Estaba impaciente por encerrarse en su alcoba para reabrir la Biblia por la página que había marcado; cuando terminó de leer, volvió a empezar. Era el pasaje del Libro de los Reyes donde se alude a Amnón violando a su hermana Tamar. Ante él se abrió una posibilidad que jamás había osado mirar de frente. Una posibilidad que le horrorizó. Tiró la Biblia al fondo de un cajón. Doña Ana, que se esmeraba en ordenar los libros de su madre, se la pidió varias veces. Pero él siempre olvidaba devolvérsela. Y Ana no pensó más en el asunto.

Ella entraba a veces a su alcoba, durante su ausencia. Él temblaba sólo de pensar que su hermana abriera el libro por aquella página; y cada vez que salía, guardaba la Biblia bajo llave.

Él le leyó a los místicos: Luis de León, el hermano Juan de la Cruz, la piadosa madre Teresa. Pero aquellos suspiros entreverados con sollozos les agotaban: el vocabulario ardiente y vago del amor de Dios emocionaba más a Ana que el de los poetas del amor terrenal, aunque en el fondo era casi idéntico; esas efusiones no ha mucho emanadas de los santos personajes que jamás vería, encerrados como estaban tras los muros de sus conventos de España, devenían un mosto que la embriagaba. Viéndola con la cabeza un poco echada hacia atrás y entreabriendo los labios, don Miguel recordaba el lánguido abandono de las santas en éxtasis que los pintores representaban casi voluptuosamente traspasadas por Dios. Ana sentía la mirada de su hermano posada sobre ella; perpleja, sin saber por qué, se enderezaba en su asiento; la entrada de una sirvienta les hacía cambiar de color, como si fueran cómplices.

Él se volvió duro, dirigiéndole incesantes reproches a propósito de su ociosidad, de sus modales, de sus vestidos. Ella los aceptaba sin quejarse. Como a él le horrorizaban esas patricias que gustaban de exhibir sus bustos escotados, Ana para agradarle, se asfixiaba con sus gorgueras. Él la censuraba acremente por sus efusiones de lenguaje; ella acabó por imitar la austera circunspección de Miguel. Entonces, temiendo que ella hubiera adivinado algo, él la observaba a hurtadillas; ella se sentía espiada, y los incidentes más insignificantes provocaban desavenencias. Ella se dio cuenta de que él ya no la trataba como a una hermana; y lloraba por las noches preguntándose en qué había podido ofenderle.

A menudo acudían juntos a la iglesia de los Dominicos. Tenían que atravesar todo Nápoles; el carruaje, lleno de recuerdos luctuosos, le resultaba odioso a Miguel, quien insistía para que Ana llevara consigo a su doncella Inesita. Ana sospechó que él se había enamorado de la doncella. No podía soportar semejante relación; la desfachatez de aquella sirvienta siempre le había molestado, y, con un pretexto cualquiera, encontró el modo de despedirla.

En la primera semana de diciembre don Miguel mandó subir sus baúles e incluso contrató a un escudero para el viaje. Contaba los días, procurando alegrarse de que pasaran tan rápidamente, pero estaba más abrumado que aliviado. Sólo en su aposento, se esforzaba por precisar en su memoria los más mínimos rasgos del rostro de Ana, como seguramente los evocaría cuando estuviera lejos de ella, en Madrid. Pero cuanto más lo intentaba, menos la veía, y la imposibilidad de recordar exactamente el pliegue de un labio, la forma particular de un párpado, el lunar en el dorso de una pálida mano, le atormentaba por anticipado. Entonces, dominado por una súbita resolución, entraba en la alcoba de Ana, y la admiraba con una avidez silenciosa. Un día ella le dijo:

—Hermano, si este viaje te aflige tanto, nuestro padre no te obligará a ir…

Él no dijo nada. Ella creyó que estaba contento de partir, y, aunque ese sentimiento demostraba poco amor, Ana no se sintió desgraciada: ahora sabía que ninguna otra mujer retenía a don Miguel en Nápoles.

Al otro día, a eso de las diez de la noche, don Alvaro lo mandó llamar.

Miguel sabía que se trataría de alguna recomendación concerniente a su viaje. El marqués de la Cerna le invitó a sentarse y, tomando una carta que estaba encima de la mesa, se la tendió.

Venía de Madrid. Era de un agente secreto del alcaide que narraba, en términos prudentemente velados, cómo el duque de Medina había caído bruscamente en desgracia. El duque era el pariente en cuya casa de Castilla Miguel debía alojarse como paje. Miguel leyó lentamente las hojas y devolvió en silencio la carta. Su padre le dijo:

—Ya estás de regreso de España.

Don Miguel pareció tan desconcertado que el marqués tuvo que añadir:

—No sabía que tuvieras tanta prisa por dar rienda suelta a tu ambición.

Y le prometió vagamente, con una condescendencia cortés, que para resarcirlo ya le avisaría en cuanto se presentara otra oportunidad igualmente digna de su cuna. Y agregó:

—El amor fraternal debería hacer que prefirieras no abandonar Nápoles.

Don Miguel levantó los ojos hacia su padre. El rostro del gentilhombre permanecía impenetrable como de costumbre. Un criado enturbantado a la turca, como el paje de un sultán, le trajo al alcaide la copa de vino que tomaba por la noche. Don Miguel se retiró.

Cuando estuvo fuera, experimentó un atolondramiento de alegría. Se repetía entre dientes: «Dios no ha querido».

Y, como si ese cambio involuntario de su fortuna, al descargarlo de toda responsabilidad, le justificara de antemano, sintió, con una especie de embriaguez, una súbita presteza en dejarse llevar por su inclinación. Fue corriendo hasta los aposentos de Ana, que a esa hora debía de estar sola. Personalmente le anunciaría que se quedaba. Eso la haría muy feliz.

El corredor y la antecámara de Ana estaban sumidos en la oscuridad. Un débil rayo de luz pasaba por debajo de la puerta. Acercándose, Miguel oyó la voz de Ana, que estaba rezando.

Enseguida la imaginó, más blanca que su ropa interior, y entregada en cuerpo y alma a Dios. En la inmensa fortaleza dormida, sólo se percibía el ruido de aquella voz monocorde y baja. Las palabras latinas se desgranaban en el silencio como las gotas de un aguacero frío y calmante. Don Miguel, insensiblemente, juntó las manos y se unió a aquella plegaria.

Ana se calló; el rayo de luz se apagó; ya debía de estar acostada. Poco a poco, don Miguel empezó a alejarse de la puerta hasta que, por fin, se le ocurrió que un criado podía encontrarse con él en la antecámara o en el rellano. Entonces regresó a sus aposentos.

A partir de entonces se dejó arrebatar por un furor de disipaciones. Su padrino, don Ambrosio Carrafa, acababa de enviarle dos caballos de Berbería por su decimonoveno aniversario. Y volvió a hacerlos correr. Abandonó su habitación, situada en el mismo piso que la de doña Ana, y en el mismo lado de la fortaleza, y se mudó al extremo opuesto del castillo, no lejos de las caballerizas particulares del alcaide.

Su padre le creía ocupado en lamentar sus frustradas ambiciones en España. Ana, que interpretó su mudanza como un ultraje, pensó que él sospechaba que ella era la culpable de la suspensión de su partida. No se atrevía a plantar cara para justificarse; su orgullo le impedía quejarse, pero su tristeza no podía ser más evidente, y don Miguel, en las raras ocasiones en que coincidía con ella en el salón o en los pasillos del Fuerte de San Telmo, le preguntaba en términos muy duros por qué razón afectaba tanta tristeza.

Se esforzó por frecuentar la corte del virrey. Tenía muy pocos amigos; la instransigencia española del alcaide suscitaba contra él las iras de la nobleza de la península. Miguel erraba solo en medio de aquel barullo, y le irritaban las rollizas beldades napolitanas, avivadas a fuerza de afeites y cargadas de joyas, exhibiendo sus escotes bajo el destello de las arañas, con su lascivia barnizada de petrarquismo. Alguna que otra vez Ana se veía obligada a asistir a esas fiestas. Él la veía desde lejos, toda vestida de negro, con las caderas monstruosamente ensanchadas por la redondez del guardainfante: la muchedumbre los separaba; un tedio cada vez más intenso caía de los techos coronados de molduras, y el resto de los vivos no eran para él más que opacos fantasmas. Por las mañanas, en el umbral de alguna infame taberna del puerto, don Miguel, se despertaba enfermo, tiritando de frío, cansado y embrutecido, tan lúgubre como el cielo poco antes del amanecer.

En más de una ocasión, en el pasillo de alguna mala tasca, se encontró con don Alvaro. Ninguno de los dos quiso reconocerse; por otra parte, don Alvaro llevaba una máscara, como era usual en esos sitios de mala nota. Sin embargo, al siguiente día, cuando Miguel se cruzaba con su padre bajo la poterna del Fuerte San Telmo, creía descifrar en aquel rostro herméticamente cerrado el sarcasmo de una sonrisa.

Pretendió a las cortesanas. Pero la más joven le pareció tan vieja como los pecados de Herodes, y se quedaba acodado en una mesa, extraviado en sus pensamientos, que siempre giraban en torno al mismo pensamiento, invitando a beber a amigotes ocasionales, mientras las mujeres de la taberna se reclinaban en sus hombros.

Una noche, en un tugurio de mala muerte de la calle de Toledo, sentado, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, miraba bailar a una muchacha. No era bella, sino más bien de aspecto desagradable, con ese rictus de amargura de los que sirven al placer de los demás. Probablemente no tenía más de veinte años, pero no podía verse aquella carne miserable sin pensar en los innumerables abrazos que ya la habían gastado. Al parecer un cliente la esperaba en la planta de arriba, y empezaba a impacientarse. La encargada del lupanar se asomó en la barandilla de la escalera y gritó:

—¡Ana, sube de una vez!

Asqueado, Miguel se levantó y salió.

Enseguida creyó percibir que le seguían. Se metió por una callejuela transversal. No era la primera vez que experimentaba la sensación de tener a un espía pisándole los talones; apretó el paso. La subida al Fuerte de San Telmo era larga y empinada. Al entrar, reparó en lo que siempre veía cuando regresaba al alba: que las contraventanas de Ana estaban entreabiertas. Al llegar a la explanada, se volvió, y vio a su propio escudero, Meneguino d'Aia, subiendo la cuesta de Vomero.

Aquel hombre, antes de entrar a su servicio, había pertenecido mucho tiempo a don Ambrosio Caraffa, quien había depositado en él toda su confianza. Era de buena familia, y, según decían, había conocido tiempos mejores. Lo que más le había gustado a su nuevo amo era su aire de franqueza; sin embargo, desde hacía unas semanas, don Miguel se sentía espiado por aquel sirviente demasiado perfecto. Había sorprendido, en los pasillos del castillo, misteriosos conciliábulos entre Meneguino d'Aia y las doncellas de su hermana. Y por último, en dos o tres ocasiones, le vio entrar en la alcoba de doña Ana, conducido por una sirvienta. Sus luchas interiores, que fatigaban su espíritu, le dejaban a merced de unas sospechas que consideraba abyectas. Sus relaciones con la corte y con las tabernas le habían enseñado a temer las peligrosas fantasías de las mujeres.

Más de una vez le pasó por la cabeza la idea de ponerse a escuchar detrás de las puertas. Pero su orgullo se revolvía contra semejante bajeza.

En aquellos días de carnaval, Ana multiplicaba los rezos. Gracias a Meneguino d'Aia estaba al tanto de la vida y milagros de don Miguel; esos banales pecados le parecían más execrables áun desde que sabía que los cometía su hermano. Lo que ella imaginaba la desesperaba y la turbaba al mismo tiempo. Todos los días posponía el momento de hablarle.

Una mañana, mientras él se preparaba para ir a la misa, ella entró en su alcoba. Al ver que él no estaba solo, se detuvo desconcertada. Meneguino d'Aia estaba en el hueco de la ventana, reparando unos arreos. Miguel le dijo a Ana, mostrándole a aquel hombre.

—Aquí está lo que buscas.

Doña Ana palideció: el silencio de ambos hermanos se habría prolongado largo tiempo si el doméstico de don Ambrosio Caraffa no hubiera dado un paso al frente.

—Señor —dijo—, he cometido un error callando algo. Doña Ana, inquieta por vuestra conducta, me rogó que velara por vos. Es vuestra hermana mayor. Y no creo que debáis reprocharle a vuestra hermana su inmensa ternura.

El rostro de Miguel cambió de expresión súbitamente y pareció iluminarse. Sin embargo, su cólera parecía crecer. Exclamó.

—¡Perfecto!

Y volviéndose a su hermana:

—¡Así que has sobornado a este hombre para espiarme! ¡Por las mañanas, cuando yo regresaba, me estabas esperando como una amante a la que uno abandona! ¿Qué derecho tienes? ¿Acaso estoy bajo tu tutela? ¿Soy tu hijo o tu amante?

Ana, volviendo el rostro contra el respaldo de un sillón, sollozaba. Al verla llorar, Miguel se ablandó. Le dijo a Meneguino d'Aia:

—Llevadla a sus aposentos.

Una vez solo, se sentó en el sillón que ella acababa de abandonar. Saltaba de alegría, diciéndose para sus adentros: «Está celosa».

Se levantó y se acodó delante del espejo hasta que sus ojos, cansados de su propia imagen, no le presentaron más que una neblina. Meneguino d'Aia regresó. Don Miguel le pagó sus gajes y lo despidió sin decir una palabra.

La ventana de su alcoba daba a los contrafuertes. Desde allí se dominaba un antiguo camino de ronda, fuera de uso, pero al cual el alcaide tenía acceso. La escalera del bastión desembocaba un poco más lejos; decían que de vez en cuando don Alvaro llevaba rameras a esas celdas abandonadas. Por la noche, a veces, se oía la risa sofocada de las alcahuetas y las muchachas. Mientras subían, sus rostros maquillados temblaban en la luz de una linterna, y a pesar de que a Miguel esas cosas le repugnaban, acababan aboliendo sus escrúpulos, pues confirmaban el poder universal de la carne.

Unos días más tarde, al volver a su alcoba, Ana encontró la Biblia de doña Valentina que tantas veces le había pedido a su hermano. El libro estaba abierto y vuelto contra la mesa, como si la persona que estuviera leyéndolo, al interrumpir su lectura, hubiera querido marcar un pasaje. Doña Ana lo cogió, puso una cinta entre las páginas, y lo colocó cuidadosamente en un estante. Al día siguiente, don Miguel le preguntó si le había dado una ojeada a aquellas páginas. Ella respondió que no. Y él temió insistir.

Él ya no se privaba de su presencia. Su actitud se modificó. Tampoco se privaba de dirigirle alusiones que imaginaba claras, aunque sólo lo estaban para él; ahora le parecía evidente que todo se relacionaba con su obsesión. Tantos enigmas trastornaban a Ana sin que ella tratara de descifrarlos. Unas angustias inexplicables hacían presa de ella en presencia de su hermano; él la sentía sobresaltarse al menor contacto de sus manos. Entonces, se apartaba. Por las noches, de regreso a su alcoba, enervado hasta las lágrimas, odiándose tanto por su deseo como por sus escrúpulos, se preguntaba espantado qué ocurriría al día siguiente, a esa misma hora. Los días transcurrían sin que nada cambiara. Llegó a la conclusión de que ella no quería comprender. Empezó a odiarla.

Ya no se resistía a sus visiones nocturnas. Esperaba con impaciencia ese estado a medias inconsciente, cuando el espíritu empieza a dormirse; y con el rostro hundido en las almohadas, se abandonaba a sus sueños. Despertaba con las manos ardientes, con mal sabor de boca, como tras un ataque de fiebre, y más desamparado que la víspera.

El Jueves Santo, Ana quiso saber si su hermano deseaba acompañarla en su recorrido por siete iglesias. Él le hizo saber que no. La carroza esperaba a Ana. Y se fue sola.

Él siguió yendo y viniendo por sus aposentos. Al cabo de un rato, no aguantó más. Se vistió y salió.

Ana había visitado ya tres iglesias. La cuarta sería la de los Lombardos; la carroza se detuvo en la plaza del Monte Olivete, delante de un pórtico cerca del cual se aglomeraban, vocingleros, los mendigos lisiados. Doña Ana atravesó la nave y entró en la capilla del Santo Sepulcro.

Un rey de la Nápoles aragonesa estaba allí representado con sus amantes y sus poetas, en las actitudes de un velatorio fúnebre que duraría eternamente. Siete personajes de terracota, de tamaño natural, arrodillados o en cuclillas en las baldosas, se lamentaban alrededor del cadáver del Hombre-Dios a quien habían seguido y amado. Todos y cada uno de ellos era el fiel retrato de un hombre o de una mujer fallecidos hacía apenas un siglo, pero sus efigies desoladas parecían gemir en aquel lugar desde los tiempos de la Crucifixión. Aún se distinguían restos de color: el rojo de la sangre de Cristo se desconchaba como los grumos de una vieja llaga. La mugre del tiempo, los cirios, y la luz engañosa de la capilla daban a ese Jesús el aspecto atrozmente muerto que debió de haber tenido el del Gólgota, unas horas antes de Pascua, cuando la putrefacción intentaba abrirse paso, y hasta los ángeles empezaban a dudar. El gentío, sin cesar renovado, se atascaba en el reducido lugar. Los andrajosos se codeaban con los gentileshombres; unos eclesiásticos, atareados como en unas exequias, se abrían camino entre los soldados de la flota cuyos rostros curtidos por el mar mostraban las señales del sable turco. Dominando desde lo alto las frentes inclinadas, otras estatuas de vírgenes y de santos se alineaban en sus nichos, envueltas, a la antigua usanza, de velos morados en honor a ese duelo que supera a todos los duelos.

La gente se apartaba para dejarle sitio a Ana; su nombre, cuchicheado de boca en boca, su belleza y la magnificencia de su vestido detuvieron un instante el movimiento de los rosarios. Alguien puso un cojín de terciopelo negro a sus pies; doña Ana se arrodilló. Inclinada sobre el muerto de arcilla tendido en el suelo, besó con fervor las heridas del costado y las manos perforadas. Su velo, que le cubría la cara, le molestaba. Cuando lo levantó un poco para echarlo hacia atrás, creyó sentir que alguien la miraba y, volviendo la cabeza hacia la derecha, vio a don Miguel.

La violencia de su mirada la aterrorizó. Estaban separados por un banco. Al igual que ella, él iba vestido de luto, y Ana, asustada y más blanca que la carne de los cirios, miraba aquella estatua sombría al pie de las estatuas de color violeta.

Luego, recordando que estaba allí para rezar, se reclinó de nuevo para besar los pies del Cristo. Alguien se arrodilló a su lado. Sabía que era su hermano. Él dijo:

—No.

Y, siempre en voz baja:

—Te espero en la entrada.

Ana ni siquiera pensó en desobedecerle. Se levantó, y, atravesando la iglesia, a lo largo de un zumbido de letanías, llegó a una esquina del pórtico.

Miguel la estaba esperando. Los dos, en aquel final de la Cuaresma, luchaban contra la crispación que causan las largas abstinencias. Él le dijo:

—Supongo que ya habrás terminado con tus devociones.

Ella esperó a que él continuara. Y él prosiguió:

—¿Acaso no hay otras iglesias más solitarias? ¿No te parece que ya te han admirado bastante? ¿Realmente es necesario que la gente se entere de cómo besas?

—Hermano mío —dijo Ana—, estás muy enfermo.

—¿Te has dado cuenta? —comentó él.

Y entonces le preguntó por qué no había hecho su retiro de Semana Santa en el convento de Ischia. Ella no se atrevió a decirle que no había querido dejarlo solo.

La carroza les esperaba. Ella entró en el vehículo. Él la siguió. Interrumpiendo la visita de las iglesias, Ana ordenó que los llevaran de vuelta al Fuerte de San Telmo. Se mantuvo erguida en su asiento, preocupada y rígida. Al mirarla, don Miguel evocaba el desmayo de su hermana en el camino de Salerno.

Llegaron al Fuerte. El coche se detuvo bajo la poterna. Subieron juntos al aposento de Ana. Miguel intuyó que ella tenía algo que decirle. Y, tras quitarse el velo, ella le dijo:

—¿Sabías que nuestro padre me ha propuesto un matrimonio en Sicilia?

—¿Ah, sí? —dijo él—. ¿Con quién?

Ella respondió humildemente:

—Sabes muy bien que no voy a aceptarlo.

Y diciendo que prefería retirarse del mundo, quizá para siempre, habló de entrar en el convento de Ischia, o en el de las Clarisas de Nápoles con aquel claustro tan bello que a menudo había visitado doña Valentina.

—¿Estás loca? —exclamó él.

Parecía estar fuera de sí. Y agregó:

—¿Y vas a vivir allí, bañada en lágrimas, consumiéndote de amor por una efigie de cera? Te he visto, hace un rato. ¿Crees que voy a permitirte que tengas un amante sólo porque está crucificado? ¿Estás ciega, o mientes? ¿Crees que voy a cederte a Dios?

Ella retrocedió espantada. Él repitió varias veces:

—¡Jamás!

Se mantenía recostado contra la pared, levantando ya con una mano la cortina de la puerta para salir. Un estertor le hizo un nudo en la garganta.

Y exclamó:

—¡Amnón, Amnón, hermano de Tamar!

Y salió dando un portazo.

Ana se quedó abatida en el asiento. El grito que acababa de oír aún resonaba en su interior; vagos relatos de las Sagradas Escrituras acudieron a su memoria; sabiendo ya lo que iba a leer, se levantó para coger la Biblia de doña Valentina y la abrió por la página señalada, aquella con el pasaje donde Amnón viola a su hermana Tamar. No pasó de los primeros versículos. El libro se le cayó de las manos, y, tras caer desmadejada en un sillón, estupefacta de haberse mentido tanto tiempo, escuchó los latidos de su corazón.

Le pareció que su corazón se dilataba hasta el punto de llenar todo su ser. Una molicie irresistible se apoderó de ella. Atravesada por bruscas sacudidas, juntando las rodillas, se recogió en sí misma, en aquella palpitación interior.

Al otro día por la noche, Miguel estaba acostado en su lecho, sin poder conciliar el sueño, y creyó oír algo. No estaba seguro: más que un ruido era el estremecimiento de una presencia. Como en sus ensoñaciones había vivido a menudo instantes parecidos, se dijo que tenía fiebre y, para calmarse, recordó que la puerta tenía el cerrojo echado.

No quería levantarse; pero se incorporó y se sentó al borde de la cama. Era como si la conciencia que tenía de sus actos se hiciera más nítida a medida que estos devenían más involuntarios. Asistiendo por primera vez a esa invasión de sí mismo, sintió vaciarse gradualmente su espíritu de todo lo que no fuera aquella espera.

Puso los pies en las baldosas, y, lentamente, se levantó. Por instinto, contuvo la respiración. No quería asustarla; no quería que ella supiera que él la escuchaba. Temía que huyera, y más aún, que se quedara. El entarimado, al otro lado de la puerta, crujía un poco bajo dos pies descalzos. Él se acercó a la puerta, sin hacer ruido, de puntillas, y acabó por apoyarse en el batiente. Sintió que ella también estaba apoyaba allí; el temblor de sus cuerpos se comunicaba a la madera. La oscuridad era total: cada uno escuchaba en la sombra el jadeo de un deseo similar al suyo. Ella no osó suplicarle que le abriera. Para atreverse a abrir, él esperaba que ella hablara. El sentimiento de algo inminente e irreparable le helaba la sangre; deseaba al mismo tiempo que nunca hubiera venido y que ya hubiera entrado. El latido de sus arterias le impedía oír. Dijo:

—Ana…

Ella no respondió. Apresuradamente, corrió los cerrojos. Sus manos agitadas buscaron a tientas sin llegar a levantar el picaporte. Cuando abrió, ya no había nadie al otro lado de la puerta.

El largo pasillo abovedado estaba tan oscuro como el interior de su aposento. La oyó huir mientras en la lejanía se perdía el ruido amortiguado, ligero y precipitado de unos pies descalzos.

Esperó durante un largo rato. Ya no se oía nada más. Dejando la puerta abierta de par en par, volvió a acostarse entre las sábanas. A fuerza de espiar los menores estremecimientos del silencio, acabó por imaginar diversos sonidos: ora el roce de una tela, ora una débil y tímida llamada. Pasaron las horas. Odiándose por su cobardía, sólo se consolaba pensando cuánto debía ella sufrir.

Cuando salió el sol, se levantó y fue a cerrar la puerta. Solo en la habitación vacía, pensaba: «Ella estaría ahora aquí».

Rechazó las mantas con los pies hasta que formaron grandes masas de sombra. Enfurecido, empezó a darle puñetazos al colchón. Y se revolcó en la cama gritando.

Ana pasó todo el día siguiente en su aposento. Las contraventanas estaban cerradas. Ni siquiera se había vestido: la larga bata negra con la cual la arropaban cada mañana las doncellas que iban a peinarla, flotaba alrededor de ella en pliegues sueltos. Había dado instrucciones para que no entrara nadie. Sentada, con la cabeza apoyada en las asperezas del respaldo, sufría sin llorar, sin pensar, humillada por lo que había intentado hacer y, a la vez, por haberlo intentado en vano, demasiado exhausta incluso para sentir su dolor.

Sin embargo, al anochecer, sus sirvientas le trajeron noticias.

Don Miguel, a mediodía, había ido a ver a su padre. Pero el gentilhombre estaba en medio de una de sus crisis de terror místico durante las cuales se creía condenado. No obstante, ante la insistencia de Miguel, los criados le dejaron entrar en el oratorio donde estaba don Alvaro, quien cerró con impaciencia su libro de horas.

Don Miguel le anunció que pronto embarcaría en una de esas galeras destinadas a cazar a los piratas que navegaban entre Malta y Tánger. Cualquiera era aceptado en aquellas embarcaciones casi siempre mal equipadas y vetustas, cuya tripulación se componía de aventureros, a veces incluso de piratas arrepentidos o de turcos conversos, a las órdenes de algún capitán de fortuna. Según las domésticas, informadas no se sabe cómo, era casi seguro que don Miguel se había enrolado formalmente aquella misma mañana.

Don Alvaro le contestó secamente:

—Para ser un gentilhombre, tienes ideas muy peregrinas.

Sin embargo, era un golpe muy duro para aquel padre. Los criados le vieron palidecer. Y luego le dijo a su hijo:

—¿Has pensado que no tengo otro heredero?

Don Miguel miraba fijamente al vacío. Algo desesperado dejó traslucir aquella mirada, y, sin que se estremeciera un solo músculo de su rostro, empezó a llorar. Entonces, don Alvaro pareció comprender que un cruel combate se libraba, quizá desde hacía mucho tiempo, en el alma de su hijo. Don Miguel iba a hablar, probablemente iba a confesarse. Su padre lo detuvo con un gesto.

—No —le dijo—. Supongo que estás sometido a una prueba. No quiero conocerla. Nadie tiene derecho a inmiscuirse entre una conciencia y Dios. Haz lo que te parezca mejor. Bastante tengo ya con mis pecados, para cargarme con los tuyos.

Le estrechó la mano a su hijo; los dos hombres se abrazaron solemnemente. Don Miguel salió. Y desde entonces se desconocía su paradero.

Las doncellas de Ana, viendo que ella no respondía, se retiraron.

Ana se quedó sola. Ahora todo estaba a oscuras. El calor, para ser el cuarto día de abril, era precoz y sofocante. Ana sintió que su corazón se agitaba, de nuevo; y supo, con horror, que la fiebre del día anterior reaparecería a la misma hora. Se ahogaba.

Y se levantó.

Se acercó al balcón, abrió la ventana para dejar que entrara la noche, y se recostó contra la pared para respirar.

El balcón, muy ancho, comunicaba con varios aposentos. Don Miguel estaba sentado en el ángulo opuesto, acodado en la balaustrada. No se volvió. Un estremecimiento le advirtió que ella estaba allí. No hizo ni un solo gesto.

Doña Ana miraba fijamente en la oscuridad. El cielo, en esa noche de Viernes Santo, parecía resplandeciente de llagas. Doña Ana, rígida de tanto sufrir, le dijo:

—¿Por qué no me has matado, hermano mío?

—Ya lo he pensado —dijo él. Te amaría muerta. Sólo entonces se volvió. Ella entrevió, en la penumbra, ese rostro deshecho que las lágrimas parecían corroer. Las palabras que había preparado no salieron de sus labios. Se inclinó sobre él con una compasión desolada. Se abrazaron.

Tres días más tarde, en la iglesia de los Dominicos, don Miguel asistía a misa.

Había salido del Fuerte de San Telmo a primera luz de ese lunes que la gente llama la Pascua del Ángel, porque en tiempos, un día como aquel, un enviado celestial habló con unas mujeres a la entrada de una tumba. Allá en lo alto, en la fortaleza gris, alguien lo había acompañado hasta el umbral de un aposento. Los adioses se habían prolongado en silencio. Él tuvo que desprenderse, muy suavemente, de aquellos brazos tibios que se aferraban a su nuca. Su boca aún conservaba el sabor acre de las lágrimas.

Miguel rezaba enloquecidamente. Oración tras oración, a cuál más ardiente, siempre un nuevo ímpetu le arrastraba a otra plegaria. Experimentaba, con un aturdimiento de embriaguez, ese aligeramiento del cuerpo que parece liberar el alma. No se arrepentía de nada. Daba gracias a Dios por no haber permitido que él se fuera sin ese viático para el viaje. Ella le había suplicado que se quedara; él se había marchado el día fijado. Cumplir con la palabra empeñada le confirmaba en sus tradiciones de honor, y la inmensidad de su sacrificio le parecía comprometer a Dios. Para abstraerse mejor de todo, se cubría el rostro con las manos, unas manos que le devolvían el perfume de la carne acariciada. No teniendo ya nada que esperar de la vida, se lanzaba hacia la muerte como hacia un desenlace necesario. Y, seguro de consumar su muerte como había consumado su vida, sollozaba de alegría.

Unos fieles se levantaron para comulgar. Él no los siguió. No se había confesado para la comunión pascual; algo así como los celos le impedía revelar su secreto, aunque se tratara de un cura. Todo lo que hizo fue acercarse lo más posible al oficiante, de pie al otro lado del banco de piedra, para que la influencia de la hostia descendiera sobre él. Un rayo de sol resbalaba a lo largo de un pilar cercano. Miguel apoyó la mejilla en esa piedra lisa y suave como un contacto humano. Cerró los ojos. Y siguió rezando.

No rezaba por él. Un oscuro instinto, acaso heredado de algún antepasado desconocido o renegado que había combatido bajo el estandarte de la Media Luna, le aseguraba que todo hombre muerto en combate contra los infieles forzosamente se salva. La muerte, en pos de la cual partía, le dispensaba del perdón. Le pedía a Dios, apasionadamente, que perdonara a su hermana. Sabía que Dios lo haría. Lo exigía, como un derecho. Le parecía que, envolviéndola en su sacrificio, la elevaba con él hacia una bienaventurada eternidad. La había dejado; pero no la había abandonado. La herida del desgarramiento había cesado de sangrar. Esa mañana en que se conmemoraba el encuentro de unas mujeres afligidas con una tumba vacía, don Miguel dejaba elevarse su gratitud hacia la vida, la muerte y Dios.

Alguien le puso una mano en el hombro. Abrió los ojos; era Fernao Bilbaz, el capitán del navío a bordo del cual iba a embarcarse. Juntos salieron de la iglesia. Cuando salieron del templo, el aventurero portugués le dijo que el mar en calma retrasaría la partida de la galera; que podía volver a su casa, pero que estuviera listo para zarpar en cuanto soplara la brisa. Don Miguel subió de nuevo al Fuerte de San Telmo, pero no sin antes atar en las contraventanas de Ana un largo chal que se oiría flamear al viento.

A los dos días, en cuanto amaneció, oyeron el crujido de la seda. Los adioses y las lágrimas se reiteraron, igual que en la antevíspera, un poco como suele suceder en los sueños que se repiten. Pero tal vez ya ninguno de los dos creía en la perpetuidad de los adioses.

Al cabo de varias semanas; a finales de mayo, Ana supo cómo había muerto don Miguel.

El navío comandado por Fernao Bilbaz había tropezado con unos corsarios argelinos, a mitad de camino entre África y Sicilia. Después del cañoneo, tuvo lugar el abordaje. Echaron a pique la nave sarracena, pero la embarcación española, victoriosa, aunque seriamente averiada, con sus aparejos rotos y el mástil destrozado, se quedó al garete varios días, a merced de las olas y del viento. Por fin una ráfaga los empujó hasta una playa, no lejos de la pequeña ciudad siciliana de Cattolica. Mientras tanto, la mayoría de los hombres que resultaron heridos en el combate, habían fallecido.

Los campesinos de una aldea cercana, acaso animados por el afán de lucro, bajaron hasta los restos del naufragio. Fernao Bilbaz ordenó que cavaran una fosa común, y, ayudado por el vicario de Cattolica, dio sepultura a los difuntos. Pero don Alvaro tenía vastas posesiones en aquella región de Sicilia, así que cuando los lugareños oyeron el nombre de don Miguel, depositaron piadosamente su cuerpo, por la noche, en la iglesia de Cattolica; luego llevaron el ataúd a Palermo, desde donde fue trasladado por mar hasta Nápoles.

Al enterarse de la muerte de su hijo, Don Alvaro se limitó a decir:

—Es una bella muerte.

Sin embargo, esa muerte le consternaba. A su primer hijo, cuando aún era un niño, se lo había llevado una pestilencia al mismo tiempo que a su madre, pocos años antes del nacimiento de Miguel. Ese doble duelo hizo que don Alvaro se casara de nuevo, pero el nuevo enlace se había revelado poco menos que nulo. Tanto como la pérdida de Miguel, también deploraba los inanes esfuerzos realizados por engrandecer y consolidar el edificio de su fortuna que, aún inacabado, pronto se quedaría sin poseedor. Su sangre y su nombre no le sobrevivirían. Sin desviarlo por completo del cumplimiento de sus deberes como gentilhombre, la muerte de Miguel le recordó que todo era vanidad, contribuyendo a precipitarlo más aún en el ascetismo o en el desenfreno moral.

El cuerpo de don Miguel desembarcó al crepúsculo, y fue provisionalmente depositado en la pequeña iglesia de San Juan del Mar, no lejos del puerto. Era una tarde de junio un poco brumosa, sofocante y templada. Ana, que llegó en plena noche, ordenó que abrieran el ataúd.

Unos candeleros iluminaban la iglesia. Al ver una herida en el costado izquierdo de su hermano, Ana pensó que este no había sufrido durante mucho tiempo. Pero ¿cómo saberlo? Quizá, al contrario, había agonizado largamente entre otros moribundos, en la cubierta medio destruida del barco. Ya ni siquiera el mismo Fernao Bilbaz se acordaba. Dos o tres sacerdotes salmodiaban. Ana se decía que aquel cuerpo medio descompuesto continuaría deshaciéndose entre esas tablas, y que ella envidiaba aquella putrefacción. Iban a clavar de nuevo el ataúd. Ana buscó alguna cosa suya para meterla allí. No había pensado en traer flores.

Llevaba al cuello un escapulario del Monte Carmelo. En el momento de la partida, Miguel lo había besado varias veces. Ana se lo quitó y lo puso en el pecho de su hermano.

El marqués de la Cerna, contra quien no cesaba de crecer la hostilidad popular, creyó prudente no asistir al traslado del cadáver a Santo Domingo, donde se celebrarían las exequias. Se hizo por la noche, sin pompa; Ana iba detrás de la procesión, en una carroza. Inspiraba lástima a sus doncellas.

Las honras fúnebres se celebraron al otro día, en presencia de toda la corte. Arrodillado cerca del coro, don Alvaro miraba fijamente el alto catafalco; bajo el amontonamiento de colgaduras y emblemas, la forma del ataúd desaparecía; el gentilhombre veía toda clase de visiones, áridas como el suelo de una sierra, ásperas como cilicios, punzantes como un Dies lrae. Contemplaba aquellos blasones, vanidad de los linajes, que después de todo sólo servían para que cada familia recordara el número de sus muertos. Le parecía que el mundo, con sus vanidades y sus placeres, no era más que una mortaja de seda envolviendo un esqueleto. Su hijo, al igual que él, había saboreado aquellas cenizas. Probablemente, don Miguel había incurrido en la pena eterna; don Alvaro, con religioso espanto, pensaba que sin duda él también sería condenado. Se abismaba en la imagen del eterno castigo infligido a unas criaturas de carne a cambio de los efímeros estremecimientos de un placer que no es la felicidad. Ahora se sentía ligado a ese hijo —a quien tan poco había amado— por un parentesco más íntimo y misterioso: el que se establece entre los hombres, a través de la lúgubre diversidad de las faltas, las mismas angustias, las mismas luchas, los mismos remordimientos, el mismo polvo.

Ana estaba frente a él, al otro lado de la nave. A don Alvaro, aquel rostro resplandeciente de lágrimas le recordaba el de Miguel, el día de Viernes Santo, cuando había ido a anunciarle su partida, en el umbral de la muerte y, probablemente, del pecado. Al atar cabos —la salvaje desesperación de Ana y aun ciertas reticencias inquietantes de las criadas— llegaba a sospechar lo que no quería saber. Miraba a Ana, con odio. Aquella mujer le daba horror. Se decía: «Ella lo ha matado».

Bruscamente la impopularidad de don Alvaro se agravó.

Don Ambrosio Caraffa tenía un hermano, Liberio. Aquel joven, que cultivaba la lectura de los poetas y los oradores de la Antigüedad, se había consagrado al servicio de su patria italiana. En medio de la exaltación que siguió a los tumultos de Calabria, soliviantó a los campesinos contra los cobradores de impuestos, conspiró, y tuvo que huir. Pusieron precio a su cabeza; le creían a salvo en uno de los castillos de su familia cuando, de pronto, se supo que acababan de encarcelarlo en el Fuerte de San Telmo.

El virrey se hallaba ausente. Don Ambrosio Caraffa visitó al alcaide para implorarle que aplazara la ejecución. El padrino de don Miguel le dijo al marqués de la Cerna:

—Sólo te pido un aplazamiento. Amo a Liberio como si fuera mi propio hijo. Tiene la misma edad que tenía don Miguel.

Don Alvaro respondió:

—Mi hijo está muerto.

Don Ambrosio Caraffa comprendió que toda esperanza estaba perdida. Aborreció a don Alvaro, pero al mismo tiempo le compadeció; por otra parte, tampoco podía dejar de admirar esa firmeza inquebrantable. Pero más la hubiera admirado en caso de que el alcaide obedeciera órdenes dadas de viva voz por el conde de Olivares, y sabía que lo desautorizaría.

Unas horas más tarde se supo que habían decapitado a Liberio. A partir de ese momento, don Alvaro ya no se atrevió a bajar —salvo en raras ocasiones, fuertemente escoltado, o enmascarado y al amparo de la noche— a la ciudad adonde le arrastraban sus devociones y sus placeres. Lo reconocieron; lo apedrearon; se encerró en el Fuerte de San Telmo y ya no volvió a salir de allí. El pueblo detestaba aquella ciudadela que sojuzgaba a Nápoles, como el puño del Rey Católico.

Ana acudía todas las tardes a la iglesia de Santo Domingo. Los enemigos más acérrimos de su padre se apiadaban cuando la veían pasar. Ella mandaba abrir la capilla, y se quedaba allí, inerte, y sin llorar, olvidándose incluso de rezar. Los feligreses que iban a la iglesia a esa hora la miraban a través de la reja, sin atreverse siquiera a pronunciar su nombre, por miedo a que se volviera aquella forma parecida a una estatua sobre una tumba.

Creyeron que entraría en religión. Ella nunca lo hizo. En apariencia, su vida no había cambiado, pero una regla casi monástica regía sus días, y llevaba un cilicio para recordar su pecado. Por las noches, se tendía sobre un estrecho lecho de tablones que había ordenado armar cerca de la enorme cama donde ya no quería dormir. Los sueños la despertaban: estaba sola. Entonces se desesperaba diciéndose que todo aquello había sido como un sueño, que no había pruebas de nada, que acabaría por olvidar. Para revivirlo todo, se perdía en su memoria. Ninguna posibilidad de porvenir vibraba en ella. Tan desolador era el sentimiento de su soledad que Ana llegó a desear ardientemente eso cuya espera, en casos parecidos, espanta a la mayoría de las mujeres.

El virrey de Nápoles, el conde de Olivares, regresó. Mandó llamar a don Alvaro. El conde le dijo sin más preámbulos:

—Sabíais que iba a desautorizaros.

Don Alvaro se inclinó. El conde de Olivares prosiguió:

—No creáis que actúo así en mi propio interés. Acabo de recibir la carta de llamada del rey, y es probable que pronto me llame un rey mucho más grande.

No mentía. Estaba enfermo, hinchado por la hidropesía. Dijo más:

—El marqués de Espínola necesita, para la guerra de Flandes, un lugarteniente que conozca los Países Bajos. No hace mucho habéis combatido en esa provincia. Precisamente enviaremos allí, a través de Saboya, un convoy de hombres y dinero. Vos lo conduciréis.

Era un exilio. Don Alvaro, despidiéndose del conde de Olivares, besó aquella mano fofa y dijo pensativamente:

—Todo es nada.

Al regresar, avisó a Ana para que se ocupara de la inminente partida.

El alcaide pasó sus últimos días en Nápoles, retirado en la cartuja de San Martín, fortaleza bisbiseante de letanías colindante con la suya. Ana procedió a hacer un inventario. Llegaron al aposento de don Miguel. Ana no creía haberse acercado a aquella puerta desde el día en que Miguel la había regañado a causa de un escudero. Cuando la abrió, sintió un desmadejamiento; aquel incidente olvidado se reproducía de nuevo ante ella; Miguel la increpaba, con el rojo de la vida y de la cólera en sus mejillas morenas. El cuarto, donde aún quedaban, aquí y allá, algunos primorosos arreos, olía a cuero. Ella se decía —y al decírselo sabía que mentía— que, en aquel momento, aún no había sucedido nada irreparable, y que todo hubiera podido suceder de otra manera. Y además estaba —más lejos en su memoria, pero más cerca en el tiempo— esa otra circunstancia, aquella espera delante de una puerta cerrada que ella tanto había querido olvidar, esa vergüenza del cuerpo frustrado que más tarde una breve felicidad había borrado. Ana experimentó un vahído. Las criadas abrieron las ventanas para que entrara el aire. Tan indispuesta se sintió que tuvo que salir de la habitación.

Por prudencia, el alcaide había decidido emprender el camino muy temprano. Las doncellas de Ana la vistieron a la luz de los candelabros. Después bajaron con los baúles. Tras quedarse sola, Ana se asomó al balcón para contemplar Nápoles y la bahía en la blancura mate de la mañana.

Era un día de mediados de septiembre. Apoyada en la balaustrada, Ana miraba hacia abajo buscando cada uno de los lugares donde su vida se había detenido un momento, como si fueran las estaciones que jalonaban un vía crucis que no volvería a recorrer jamás. El declive de una colina, a mano derecha, ocultaba a su vista la isla de Ischia donde dos niños pensativos habían deletreado juntos una página de El Banquete. El camino de Salerno, a la izquierda, se perdía en lontananza. Ana reconoció, cerca del puerto, la iglesia de San Juan del Mar, donde se encontró con Miguel por última vez y, emergiendo del escalonamiento de tejados en terraza, el campanario de Santo Domingo de los Aragoneses. Cuando subieron las doncellas, descubrieron a su ama tendida en la enorme cama deshecha, postrada sobre un recuerdo.

Una diligencia esperaba en el antepatio del castillo. Ella se sentó dócilmente en el vehículo donde ya estaba su padre. Delante de la entrada, unos criados del nuevo alcaide, acarreando utensilios y muebles, discutían con los sirvientes que se iban. El coche se puso en movimiento. Cuando atravesaban la ciudad casi desierta a esa hora, Ana pidió que se detuvieran un instante delante de Santo Domingo, que acababa de abrir sus puertas. Don Alvaro no se opuso.

El tiempo transcurría. El marqués empezó a impacientarse. Cumpliendo instrucciones suyas, las doncellas entraron en la iglesia para rogarle a doña Ana que saliera. En seguida reapareció.

Se había cubierto el rostro con el velo. Volvió a ocupar su asiento sin decir ni una palabra, dura, indiferente, impasible, como si en aquella capilla, a guisa de exvoto, hubiera dejado su corazón.

Doña Ana había compuesto para la tumba el acostumbrado epitafio. En el plinto podía leerse:

LUCTU MEO VIVIT

Seguían, en español, el nombre y los títulos. Luego, en el zócalo:

ANA DE LA CERNA Y LOS HERREROS SOROR

CAMPANIAE CAMPOS

PRO BATAVORUM CEDANS

HOC POSUIT MONUMENTUM

AETERNUM AETERNI DOLORIS

AMORISQUE