Milonga del infiel

Desde el desierto llegó

en su azulejo el infiel.

Era un pampa de los toldos

de Pincén o de Catriel.

El y el caballo eran uno,

eran uno y no eran dos.

Montado en pelo lo guiaba

con el silbido o la voz.

Había en su toldo una lanza

que afilaba con esmero;

de poco sirve una lanza

contra el fusil ventajero.

Sabía curar con palabras,

lo que no puede cualquiera.

Sabía los rumbos que llevan

a la secreta frontera.

De tierra adentro venía

y a tierra adentro volvió;

acaso no contó a nadie

las cosas raras que vio.

Nunca había visto una puerta,

esa cosa tan humana

y tan antigua, ni un patio

ni el aljibe y la roldana.

No sabía que detrás

de las paredes hay piezas

con su catre de tijera,

su banco y otras lindezas.

No lo asombró ver su cara

repetida en el espejo;

la vio por primera vez

en ese primer reflejo.

Los dos indios se miraron,

no cambiaron ni una seña.

Uno ‑¿cuál?‑ miraba al otro

como el que sueña que sueña.

Tampoco lo asombraría

saberse vencido y muerto;

a su historia la llamamos

la Conquista del Desierto.