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San Diego, Newhall, Los Ángeles, 1928

Fue Clarence quien la ayudó. No le preguntó nada. Escuchó en silencio e hizo únicamente dos comentarios: «Lo lamento por aquel jovenzuelo» y «La señora Bailey sentirá tu ausencia». Después se encerró en su despacho y se puso a llamar por teléfono. Antes de que pasara una hora, volvió al lado de Ruth y le preguntó: «¿Conoces San Diego?».

Dos días después Ruth se instalaba en un minúsculo apartamento ubicado en la zona de Logan Heights que le había encontrado Barry Méndez, su nuevo empleador. Barry se mantenía a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta años. De los treinta conservaba la dentadura blanquísima y una carcajada alegre; de los cuarenta tenía una calvicie incipiente y una barriga redonda que bamboleaba sobre el cinturón de los pantalones. Años atrás había sido uno de los fotógrafos de la agencia de Clarence. Había hecho una buena carrera en Los Ángeles, pero luego había regresado a San Diego. «Aunque haya nacido en América, su alma sigue siendo mexicana —le había dicho Clarence a Ruth—. Vago y genial.» Barry Méndez tenía un estudio fotográfico y hacía reportajes de bodas. Realizaba la mayor parte de su trabajo en la comunidad mexicana. «Pagan menos, chica —dijo Barry a Ruth, enseñándole unas fotos—, pero ya verás qué colores. Y mira estas caras. Para ellos, casarse es un asunto serio y a la vez un juego. Son orgullosos.»

Ruth revelaba las fotos de Barry. Y se quedaba en la tienda cuando Barry se iba por trabajo a una boda. Si la ceremonia era un domingo, lo acompañaba y ejercía de ayudante. En cambio, si salía un trabajo para los «gringos», Barry la mandaba sola.

Al principio Ruth no sabía qué hacer durante su tiempo libre. Se sentaba en su claustrofóbico apartamento y pensaba. En sí misma. En Christmas. Y de noche, con mucha frecuencia, soñaba con las manos de Christmas sobre su piel. Había huido porque no estaba preparada, se decía. Para imponerse silencio. Sin embargo, en el silencio de su soledad había un bullicio de recuerdos y sensaciones, viejas y nuevas. En poco tiempo ya no pudo aguantar más quedarse enclaustrada en casa. Empezó a deambular por San Diego con su Leica en bandolera, disparando fotos. Hasta que un día llegó a la orilla del mar y comenzó a fotografiar la naturaleza. Pero las voces, los pensamientos, los recuerdos y las emociones no se aplacaban. Por momentos le parecía que conseguía mantenerlos a raya, que le llegaban menos, como una leve banda sonora, como la resaca del mar. Pero eso duraba poco. Enseguida las preguntas resurgían. Los recuerdos la arrastraban, lejos de donde estaba. A veces pensaba en Daniel. Solamente para alejar a Christmas. Trataba de oler en el aire el reconfortante aroma a lavanda de los Slater. Pero era poca cosa.

Un día Barry le dijo que tenían que cruzar la frontera e ir a fotografiar una boda en Tijuana. Ruth subió al coche, con su equipo, feliz de distraerse de sus pensamientos. Cuando se acercaban a la frontera vio una camioneta que iba en la dirección contraria a la de ellos. Y un coche patrulla que la perseguía, con la sirena a todo trapo. Se volvió a mirar y vio que un policía se asomaba por la ventanilla y abría fuego. La camioneta derrapó, se fue a la cuneta y volcó. Barry paró el coche. Ruth se apeó y empezó a tomar fotos. A una mujer con una herida en la frente saliendo con las manos en alto. Y, detrás de ella, a dos niños asustados. Y después a dos hombres, con pantalones claros y sucios, cortos, que dejaban al aire los tobillos. Y seguidamente fotografió a los policías empujando a la mujer y tumbándola en el polvo. Y a uno de los niños abalanzándose sobre un policía y emprendiéndola con este a puñetazos, por defender a su madre. Y al policía propinándole una patada al niño. Y a uno de los dos hombres avanzando hasta que tuvo que arrodillarse porque el otro policía le puso una pistola en la cabeza. Y luego a otro coche patrulla, en el que nada más llegar fueron introducidos todos los detenidos, y que enseguida dio media vuelta y regresó por donde había venido, hacia la frontera. Y fotografió los rostros de los cinco mexicanos, en el coche de la policía, cuando pasaron a su lado. Y los ojos negros, desorbitados, tan horrorizados como intrigados, de uno de los dos niños, que se volvía y la miraba por la luna trasera del automóvil.

—Se acabó el sueño —dijo Barry. Escupió al polvo que cubría el asfalto de la carretera y subió al coche.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ruth sentándose a su lado, mientras Barry reemprendía la marcha.

—Fin del sueño.

Ruth miró hacia delante, en silencio. Ahora la frontera estaba cerca. Los policías norteamericanos los miraron pasar sin detenerlos. Lo mismo hicieron los mexicanos. Ruth se volvió y vio que bajaban del coche patrulla a los cinco fugitivos y los entregaban a los policías mexicanos. La mujer con la herida en la frente se volvió a mirar Estados Unidos en cuanto pisó tierra mexicana.

Cuando regresaron a San Diego, de noche, Ruth reveló las fotos que había tomado Barry en la boda de Tijuana y las que ella había tomado en la frontera.

—Al menos lo han intentado —dijo Barry detrás de ella, mirando las fotos.

Ruth, desde aquel día, sin saber muy bien el motivo, cuando tenía un día libre cogía el autobús que iba a Tijuana, bajaba en la frontera y se quedaba horas mirando a la gente que entraba y salía, tomando fotos. Y después recorría la zona vallada. Y tomaba fotos de aquella jaula. Pasado un tiempo, los policías ya la conocían y posaban, empuñando la pistola. Y Ruth los fotografiaba. Y detrás de ellos siempre procuraba encuadrar los rostros oscuros, orgullosos, con los ojos profundos y soñolientos de los mexicanos. Llenos de pasión.

De noche revelaba las fotos y las miraba durante horas, una y otra vez. Y, cuanto más las miraba, algo se movía con más fuerza en su interior. Como nudos que se desataban. Las emociones de las que estaba huyendo no dejaron de hacerse notar. Sin embargo, algo estaba cambiando dentro de ella. Como si estuviese rumiando un pensamiento sobre el que aún no podía detenerse. Y como si aquel pensamiento le estuviese dando algo que, en un primer momento, tomó por la paz que buscaba. Una especie de atormentada serenidad. Algo que veía en sus fotografías, en los ojos de los mexicanos que no conseguían pasar la frontera. Algo que al mismo tiempo la entristecía y la reconfortaba.

Pero eso terminó en el instante en que el pensamiento se manifestó claramente. Entonces, cuando estalló en su interior, Ruth no volvió a coger el autobús para Tijuana ni a fotografiar la frontera ni los rostros de los mexicanos al otro lado de la valla. Tenía miedo. De nuevo tenía miedo. Desde aquel día las emociones y los recuerdos se convirtieron en un suplicio aún mayor.

Al cabo de dos semanas Ruth pidió a Barry un permiso. Se inventó una excusa y cogió un autobús para Los Ángeles, y allí otro para Newhall. No era domingo cuando cruzó la verja de la Newhall Spirit Resort for Women, la clínica para enfermedades nerviosas en la que había estado ingresada. Pero aun así le permitieron pasar y la dejaron ver a la señora Bailey.

Ruth la encontró frente a la ventana, como siempre, con la mirada perdida en su mundo. Se sentó a su lado, en silencio, y le cogió una mano entre las suyas. La señora Bailey no reaccionó.

—Sigo teniendo miedo de volver a caer en el cepo —dijo Ruth pasado un rato—. ¿Qué debo hacer?

La señora Bailey continuaba mirando por la ventana, sin ver nada.

Ruth permaneció a su lado, en silencio. Por fin, tras casi una hora, le soltó la mano, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Un día un niño, el hijo de un hombre que vendía canarios, decidió liberar a todos los pajaritos de su padre —dijo de repente la señora Bailey.

Ruth se detuvo, con la mano en el pestillo.

—Abrió las jaulas y todos los canarios huyeron, llenando el cielo con sus trinos —prosiguió la señora Bailey—. Todos menos uno. Una canaria llamada Águila, la más vieja de todos, nacida incluso antes que el niño. El niño se encogió de hombros. Tarde o temprano se marcharía, se dijo. Libre. Pero por la noche la canaria seguía allí, metida en la jaula, en el rincón opuesto a la puerta. «Lo siento, pero es por tu bien, Águila», dijo entonces el niño y sacó de la cárcel abierta la cubeta del agua y la del alpiste, convencido de que el hambre y la sed forzarían a la canaria a tomar la libertad. Al día siguiente volvió a encontrarla allí, solo que rígida, tendida la espalda rojiza en el fondo de la jaula y las patitas hacia arriba, esqueléticas y contraídas, los ojos vueltos inexpresivos por una membrana opaca, y las alas, que nunca habían volado, pegadas al esternón, como en un abrazo de cadenas. —La señora Bailey suspiró y calló.

Ruth sintió que se quedaba sin aliento. Y luego un río de lágrimas le nubló los ojos. Se sentó de nuevo al lado de la señora Bailey y siguió llorando en silencio.

Entonces la señora Bailey alargó la mano y cogió la de Ruth entre las suyas.

Ruth no se volvió a mirarla. Permanecieron allí, en silencio, de cara hacia la ventana, sin ver nada de cuanto había, cada una de ellas en su mundo, en sus pensamientos, en sus recuerdos.

Al anochecer, un auxiliar entró en la habitación con la cena y dijo a Ruth que tenía que marcharse.

Ruth dejó la mano de la señora Bailey y abandonó la Newhall Spirit Resort for Women.

Esa noche, ya en Los Ángeles, llamó a la puerta del señor Bailey y durmió en su antiguo cuarto, en la agencia Wonderful Photos.

Arty se equivocaba de lleno si creía que podía joderlo. «Se terminó», le había dicho dos meses antes. Terminado el Punisher. Terminada la cocaína. No se había terminado una mierda, pensaba Bill. No hasta que él lo decidiera. Arty decía que ya no ganaban lo suficiente, que ya no les quedaba margen. Chorradas. Bill estaba seguro de que lo quería reemplazar. Creía que podía ponerle su máscara a otro. Pero el Punisher no era una máscara, sino quien estaba detrás de la máscara. Arty creía que aún podía ganar montones de dinero sin él. Bill no iba a permitírselo.

La vez que se conocieron, cuando Arty lo vio violar a la prostituta mexicana, Bill pensó que tendría que matarlo. Y sin duda tal era el destino de Arty. Que Bill lo matara. Había permanecido con vida solo para abrirle las puertas del paraíso, pero ahora ya había acabado su misión.

«Que te den por culo, Arty. Soy yo quien no te necesita. Amén», rió Bill, aspirando una generosa dosis de cocaína. Enroscó el frasco de cristal oscuro y se lo guardó en el bolsillo. Respiró hondo, rechinó los dientes. La notaba. Estaba subiendo. La de la mañana era la mejor. La primera, para levantarse de la cama. La segunda, para sentirse invencible. Los dientes comenzaban a anestesiarse. Y también las aletas de la nariz y la garganta. Y los pensamientos se volvían lúcidos y afilados como un bisturí.

«Arty de mierda», dijo.

Dos meses atrás, cuando el director de cine le había dicho que estaba acabado, Bill se había mostrado desesperado y suplicante. Sin embargo, casi enseguida se había dado cuenta que no había hecho otra cosa que interpretar. De manera inconsciente. En un primer momento había creído que estaba realmente desesperado, suplicando con la baba en la boca a aquel puto gusano que le diera otro frasco de cocaína. Pero su naturaleza no había hecho sino llevarlo por un rumbo genial: mostrarse débil a los ojos del enemigo para joderlo mejor. Lo había comprendido dos días después. Dos días postrado en la cama, sin fuerzas para levantarse y reaccionar, en los que se había sentido perdido. Acabado, como había dicho el mamón de Arty. Acabado en aquel cuartito de mierda de la pensión de mierda de aquella ciudad de mierda en la que se había quedado prisionero. Con cuatro centavos de mierda en el bolsillo. Pero Bill no estaba acabado. Se había levantado. La rabia le había dado la fuerza necesaria. La rabia había vuelto a bombear adrenalina en su cuerpo.

Luego había estado dos días siguiendo a Arty. Había estudiado sus movimientos. Antes de vengarse. En esos dos días había descubierto quién le suministraba la cocaína. Un tipejo emperifollado, llamado Lester. Bill había ido a la casa de Lester y, tras darle una paliza, le había sacado el nombre de la persona que dirigía el cotarro. Tony Salvese lo había recibido en la trastienda de unos billares, protegido por dos gorilas con pistola al cinto. Y Bill había dicho a Tony Salvese quién era. El Punisher. Y entonces Tony Salvese había reído y dicho a los dos gorilas: «Este se ha follado a las zorras más buenas de Hollywood». Y también los dos gorilas se habían echado a reír y lo habían mirado con otros ojos. Bill le había explicado que quería vender cocaína en Hollywood. Tony Salvese le había entregado un kilo. «A las zorras les gusta la cocaína, ¿eh?», le había dicho. «El ochenta por ciento es mío. Como falte un céntimo, te haré meter la polla en el hocico de mi perro.» Al salir Bill de los billares, con la cocaína metida en los pantalones, había ido a la casa de Lester, con una capucha en la cabeza, y le había robado cocaína y dinero. Por último, se había metido por la nariz toda la cocaína que había podido.

Y ahora traficaba con cocaína. Encontrar clientes no le resultó difícil. Los buscó entre aquellos que conocían sus películas. A todos les dijo quién era. Y de nuevo entró en el negocio. Y pronto volvería a hacer películas, se decía. Porque no había nadie como él. Haría falta tiempo. Pero Bill era paciente. Entretanto, un par de sus clientes lo invitaron a una fiesta privada en un motel situado en las afueras de Los Ángeles. Le hicieron ponerse la máscara del Punisher y le pidieron que violara a una prostituta delante de ellos. En vivo. Bill se sintió como el prestidigitador de las fiestas infantiles. No era gran cosa, pero sí un principio. Después lo llamaron a otras dos fiestas. En una de ellas no se le puso dura, pero la cocaína te volvía lúcido, inteligente. Así que Bill no se desanimó. Miró a aquellos depravados y les dijo: «Os he ablandado la carne, ahora seguid vosotros». Fue una idea sensacional. Se quedaron tan contentos que le dieron quinientos dólares extra. Sí, antes o después volvería al negocio a lo grande. Volvería a ser el Punisher.

Pero ahora quería hacérsela pagar al gusano de Arty.

Se metió otra raya de coca, apretó los puños, rechinó los dientes. Ahora era invencible. Esperó a que Arty saliera de su casa, como cada día, a pie. Arty era un tipo de costumbres fijas. Cada mañana daba un paseo. Como un jubilado de mierda. De regreso paraba en una cafetería y desayunaba. «Pobre gilipollas», pensó Bill. Luego forzó la puerta posterior del chalet adosado y entró. Fue directamente al dormitorio y vació la mesilla donde Arty guardaba sus cachivaches. Sabía que tenía un doble fondo. Lo levantó. Encontró cinco mil dólares en efectivo y veinte frascos de cocaína. Entonces bajó al salón, se metió los cinco mil en el bolsillo y puso los frascos de cocaína sobre la mesa. Fue al teléfono y marcó el número de la policía. Dio las señas y dijo que se apresuraran. Había un gran alijo de cocaína. Tras colgar, volcó un frasco sobre la mesa. Aspiró ávidamente el polvo blanco, por cuarta vez esa mañana, y salió por la puerta de atrás.

Arty volvía justo cuando llegaba la policía, haciendo sonar las sirenas. Lo pusieron contra el muro, lo hicieron pasar a empujones. E, instantes después, Arty salió esposado.

«No merece la pena ensuciarse las manos por un chulo», pensó Bill, riendo, mientras observaba la escena oculto detrás de un árbol. No, no iba a matarlo. Así resultaba mucho más divertido. Incluso le mandaría una tarta a la cárcel, para que supiera a quién tenía que agradecer lo ocurrido. Para que supiera que no podía decirle al Punisher que estaba acabado y que tampoco podía liquidarlo como a una de sus zorras. «Adiós, Arty», dijo y se marchó, cuando más sirenas de coches patrulla llenaban el aire con sus cantos quejumbrosos.

Fue a los billares de Tony Salvese.

—Necesito documentos nuevos —le dijo.

Arty estaba muy equivocado si pensaba joderlo dando su nombre. No lo encontrarían. Ya no existía William Hofflund, tampoco Cochrann Fennore ni el recién nacido, Kevin Maddox. Tenía que cambiar de identidad.

—Te costará pasta —dijo Salvese.

—¿Cuánto?

—Tres mil.

Bill extrajo del bolsillo de los pantalones los cinco mil dólares de Arty y contó tres mil. «Gracias también por esto, Arty», pensó. Luego estalló en una carcajada.

—¿Qué es lo que te da tanta risa? —le preguntó Salvese.

—Nada, Tony —dijo Bill—. Pensaba en un viejo amigo.

—¿Y qué coño era? ¿Cómico? —bromeó Salvese.

Los dos gorilas que siempre estaban con él rieron.

—Más o menos —repuso Bill—. Era un chulo. Y un traidor.

Salvese rió.

—Me agrada que hables en pasado.

Sí, Arty era el pasado. Ahora había que pensar en el futuro.

—Necesito más material —dijo Bill.

—¿Para qué? —preguntó Salvese.

—Voy a una fiesta de peces gordos.

Salvese asintió en silencio. Luego abrió un cajón escondido en el billar y sacó un paquete grande. Lo lanzó sobre el paño verde.

Bill lo cogió, le hizo un gesto con la cabeza y se fue. Volvió a su cuarto, ocultó la cocaína en el conducto de ventilación y se tumbó en la cama. Recordó la cara de Arty cuando lo metían en el coche patrulla. Rió. Se levantó de un salto. Se frotó los ojos, abrió y cerró las manos. No se podía estar quieto. Recorrió la habitación de arriba abajo. Por fin se detuvo, echó un poco de polvo blanco sobre la mesa, enrolló un billete de Arty y aspiró con todas sus fueras. «A tu salud, Arty», dijo y rió de nuevo.

Cogió un traje color crema y una camisa de seda roja y fue a la lavandería de la esquina.

—Los necesito para esta noche —dijo—. Perfectamente planchados.

El dueño de la lavandería le dio un resguardo.

—¿Le parece bien a las cinco? —propuso.

—A las cinco en punto —dijo Bill, sin poder mantener quietas las piernas, dando saltitos. Salió y entró en una barbería—. Barba y rasurado —dijo sentándose en el sillón. Miró el espejo y detrás de él vio a una mujer rubia que, sentada en un banco, en uniforme a rayas y calzada con zapatillas, leía una revista—. ¿Puede hacerme la manicura? —le preguntó.

—Desde luego, señor —respondió la mujer sin mirarlo. Dejó la revista, se puso de pie y fue a la trastienda.

Bill oyó correr agua.

—Y después del rasurado un masaje con loción —dijo al barbero.

La mujer reapareció con una escudilla llena de agua y jabón y se sentó a su lado, en una banqueta baja.

Bill le extendió la mano. La mujer la cogió y la introdujo en la escudilla. El agua estaba tibia, relajante.

El barbero lo enjabonó y acto seguido comenzó a afilar la navaja con el suavizador.

Bill miró la navaja. Brillante y afilada. Como sus pensamientos. Como la cocaína. Era invencible.

—Esta noche voy a una fiesta de Hollywood —dijo a la mujer.

—Qué suerte tiene usted, señor —contestó la mujer sin mirarlo, mientras le recortaba las uñas.

Sí, pensó Bill. La vida volvía a comenzar a lo grande.