Manhattan, 1928
Pero escribir no resultó tan fácil.
El primer día Christmas permaneció sentado delante de su Underwood, sin escribir una sola palabra. Contemplaba la página sin decidirse a empezar. Como si tuviese miedo. Como si hubiese perdido la inconsciencia que le había hecho afrontar la vida con una sonrisa impertinente, que lo había sacado de las calles pobres del Lower East Side. Era como si de repente el mundo le pareciese un asunto serio, mientras que el éxito y el dinero, en lugar de hacerlo más osado, lo hubiesen vuelto prudente. Como si ya no se atreviera a arriesgar porque tenía algo que perder. Algo así como si se hubiera vuelto avaro. O como si ahora se tomara en serio.
Como si algo en su interior se hubiese acallado. O como si se hubiese acallado el mundo. O como si entre él y el mundo se hubiese levantado una muralla. Como si se hubiese puesto una coraza y se hubiese endurecido.
Ahora que la CKC había salido de la clandestinidad, los oyentes de Nueva York habían escrito cientos de cartas, todas dirigidas a él. Cartas llenas de cumplidos, de afecto, de admiración. Mujeres que por fin se sentían comprendidas, hombres que se imaginaban ser valientes, muchachos que querían ser como Christmas, muchachas que querían conocerlo y que le declaraban su amor. Y en una fracción de segundo —al presentar Karl una nueva sección de Diamond Dogs en la que se leían fragmentos de dichas cartas—, Christmas sintió el peso de todas aquellas miradas. Y se vio plasmado en la figura pública que el mundo le devolvía. Atenazado en un sofocante reflejo de sí mismo.
Por eso el primer día no escribió ni una palabra sobre la hoja blanca que había en el rodillo de su Underwood. El segundo día puso todo su empeño, trató de recuperar el entusiasmo que le había dado alas en el despacho número once de los estudios de la MGM. Tecleó tímidamente las primeras palabras. Intentó oírlas sonar en el aire, trató de oír el sonido de las primeras frases que hendían el silencio del teatro. Pero le parecían pobres. Como si fueran escasas. Y, si las corregía, al momento le parecían excesivas. No encontraba el equilibrio. Y tuvo que rendirse a la evidencia de que construir una historia es completamente distinto que contarla, que crear personajes, que conjuntarlos entre sí de forma verosímil es mucho más complejo que hacer un simple esbozo como el que le había entregado a Mayer. Que la vida de los protagonistas de una historia no garantiza por sí sola la vida de la propia historia.
El tercer día decidió zambullirse en el teclado. Inventar escenas y transcribirlas. Después las enlazaría, encontraría la salida del embrollo, se dijo. Y entonces cerró los ojos y dejó volar su imaginación. Vio unos billares llenos de humo. Y poco a poco vio aparecer unos tipos, en mangas de camisa, con un taco en la mano y una pistola en la funda. Vio botellas de whisky de contrabando en un rincón. Después vio que un hombre entraba dando un empujón a la puerta y abría fuego contra los gángsteres. Y los mataba a todos, uno tras otro. Y luego oyó el silencio que seguía a aquella repentina ráfaga de disparos. Y la carcajada del asesino, que cogía una botella, bebía un generoso trago de whisky y a continuación, con una fría mueca pintada en el rostro, empezaba a derramar el alcohol sobre los cadáveres ensangrentados. El hombre iba entonces hacia la puerta, que seguía abierta, y encendía una cerilla. La mantenía durante un instante en el aire, sonreía con cinismo y después la lanzaba hacia el charco de alcohol, prendiendo fuego a los billares. Oscuridad. Siguiente escena.
Christmas abrió los ojos y se arrojó sobre el teclado, excitado. La escena era digna de aplauso, se decía. Oscuridad, aplausos. Escribió con frenesí, con la cabeza inclinada sobre la Underwood. Una vez que terminó la escena, arrancó la hoja del rodillo y la puso a su derecha. Del montón que tenía a su izquierda cogió una hoja en blanco, la introdujo en el rodillo, la miró intensamente durante un instante y luego cerró los ojos.
Se imaginó una casa del Lower East Side y una mujer que lloraba desesperada en el suelo, con la espalda apoyada contra un sofá raído. Tenía una foto en la mano. Una foto que sus lágrimas empapaban. Y entonces la mujer se pasaba la foto por el traje, procurando secarla, a la altura del corazón. A la altura del pecho. Era una mujer guapa, joven. Luego llamaban a la puerta y entraba un hombre. No se le veía. Estaba en penumbra. Se quedaba allí, inmóvil, mirando a la mujer que lloraba desesperada. Y la mujer alzaba los ojos y lo miraba. «Me lo han matado —sollozaba—. Han matado a mi Sonny en los billares.»
Entonces el hombre salía de la sombra, se le acercaba, la levantaba y la abrazaba. Y todos los espectadores lo reconocían. Era el asesino. «Encontraré al cabrón que lo ha matado», decía a la mujer. Y después le acariciaba el pelo. Oscuridad. Aplausos.
Christmas se puso a teclear de nuevo, describiendo pormenorizadamente el piso y el rostro de la mujer. Y solo cuando llegó a las frases finales levantó los ojos de la hoja y se dio cuenta de que desde que había decidido escribir no había mirado el banco del parque, enfrente de su ventana. El banco por cuya causa había comprado aquel apartamento. Y se sintió contrariado. Como si hubiese traicionado a Ruth.
Redactó rápidamente el final de la escena, sacó la hoja del rodillo y la juntó con la otra. Después salió y se dirigió hacia la Ciento veinticinco. Tenía que ir a hacer la emisión. Pero evitó pasar por el parque. Seguía contrariado. Se encogió de hombros. Estaba escribiendo, se dijo. Ahora tenía una tarea, escribir teatro. No podía seguir pensando en lo que ya no existía. No lo había querido él. La había buscado, la había deseado con una constancia que ningún otro habría tenido. Ella lo había expulsado. Ella lo había traicionado. Ahora él era Christmas Luminita, un hombre rico, famoso, importante, que recibía docenas y docenas de cartas de admiradores. Tenía que pensar en sí mismo, en su carrera. En su vida. Tenía que seguir recto por su camino.
—¿Qué tal ha salido? —preguntó cuando hubo finalizado la emisión, con una sonrisa triunfal.
—Estás un poco torpón —respondió Karl.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Christmas poniéndose tenso.
—Mecánico —añadió Karl—. Como si hablases de memoria… o sea, como…
—¿Qué chorradas son esas, Karl? A mí me ha parecido fantástica —dijo Christmas, agresivo.
—Quiero decir que es como…
—¿Como qué?
—Como si te imitaras a ti mismo.
Christmas se levantó de la silla.
—Que te den por culo, Karl. Solo faltaba que ahora quisieras ser mi director artístico. —Soltó una risita nerviosa. Sacudió la cabeza—. ¿Qué coño significa imitarme a mí mismo? —De nuevo rió y miró a Cyril—. ¿Lo oyes? Imitarme a mí mismo. Yo soy mí mismo, coño. Ha sido una emisión fantástica, los tenía en el bolsillo, los podía sentir. ¿Es verdad o no, Cyril? —y de nuevo rió, buscando su complicidad—. ¿Qué coño significa imitarme a mí mismo?
—¿De verdad lo quieres saber? —dijo Cyril.
Christmas frunció el ceño. Luego abrió los brazos, con una sonrisa arrogante.
—Venga —repuso en tono desafiante.
—Significa que parecías un globo inflado —dijo Cyril.
Christmas se quedó inmóvil, como petrificado. Durante un instante. Luego sintió que las palabras de Cyril le rebotaban. Como si llevara puesta una coraza. Rió. Una carcajada que rebosaba soberbia. Y de repente se puso serio. Con una expresión fría que le endurecía las facciones, apuntó con un dedo, que agitaba en el aire, primero a Karl y luego a Cyril.
—Ninguno de vosotros ha de olvidar jamás una cosa —empezó en voz baja—. Sin mí…
—No lo digas, muchacho —lo interrumpió Cyril.
Christmas calló, con el índice aún moviéndose amenazador en el aire.
Christmas retrocedió un paso. Bajó la mano. Sonrió sarcástico. Abrió la boca para hablar. Luego, de pronto, se dio la vuelta y salió del estudio.
En la calle reconoció un destartalado Ford Model T.
—¡Santo! —exclamó con una alegría forzada en la voz, abriendo la puerta del conductor—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a saludarte, jefe —dijo el amigo de siempre. Luego dio un manotazo en el volante—. Caray, no sabes cuánto echo de menos nuestros raptos.
Christmas rió, con los codos apoyados en el techo del coche.
—Ya, ahora se ponen directamente aquí abajo en fila para ser recibidos por mí —dijo.
—Eres un auténtico jefe. —Santo rió orgulloso.
—¿Has oído la emisión de hoy? —le preguntó Christmas.
—Qué va, todavía estaba en el trabajo, lo siento. Pero Carmelina seguramente…
—Ha sido una emisión fantástica —lo interrumpió Christmas—. Los tenía en el bolsillo.
Santo lo miró con veneración.
—¿Sabes que me he comprado una casa?
—Ah… —dijo distraídamente Christmas.
—En Brooklyn —añadió Santo—. Terminaré de pagarla dentro de un montón de tiempo, pero es una casa bonita. De dos plantas.
—Estupendo…
—¿Te apetece verla? —dijo emocionado Santo—. ¿Quieres venir a cenar con nosotros? A Carmelina le encantaría.
—No, yo…
—Anda, jefe. Cocina italiana.
—No, Santo. —Christmas se apartó del techo del coche y se metió las manos en los bolsillos—. Lamentablemente, tengo que ir a ver a unas personas —mintió—. Ya sabes, gente del espectáculo.
El rostro de Santo no pudo ocultar su decepción. Pero enseguida sonrió.
—Ya eres un pez gordo. Hay que pedirte cita previa.
Christmas sonrió apurado.
—Una de estas noches iré a visitaros.
—¿En serio? —dijo Santo alborozado.
—Te lo prometo —contestó Christmas, balanceando los pies—. En cuanto tenga un rato libre daré un salto a Brooklyn.
—Te echo de menos, jefe. —Santo se quedó mirando a su ídolo en silencio, sin obtener respuesta—. Oye, ¿te acuerdas de la vez que nos metieron en la cárcel? —Santo rió—. Y de la vez que…
—Tengo que irme, Santo —lo interrumpió bruscamente Christmas—. Cuando vaya a Brooklyn recordaremos los viejos tiempos, ¿vale?
—Lo has prometido, ¿eh?
—Lo he prometido.
—¿Quiénes somos? —dijo Santo, alegre.
—Los Diamond Dogs —dijo Christmas, sin entusiasmo.
—¡Los Diamond Dogs, me cago en la puta! —gritó Santo.
Christmas sonrió.
—Anda, vete. Carmelina te estará esperando.
Santo arrancó el motor y metió la marcha.
—Los Diamond Dogs —repitió quedamente, casi incrédulo. Miró a Christmas—. Mi vida sería una mierda si no te hubiera conocido, jefe. ¿Lo sabías?
—Lárgate, coñazo. —Christmas cerró la puerta y dio un manotazo al techo del coche. Y se quedó quieto en medio de la Ciento veinticinco viendo desaparecer a Santo—. Ha sido una emisión fantástica —dijo en voz baja—. Los tenía en el bolsillo…
Oyó unas voces detrás de él. Se dio la vuelta. Cyril y Karl estaban saliendo de la CKC, riendo y bromeando. Christmas se escondió en una esquina oscura. Esperó a que se hubieran marchado y después, a pasos lentos, cansinos, emprendió el camino hacia su casa. Solo. Con su coraza a cuestas.
Y se sentó solo delante de su escritorio. Introdujo una hoja en blanco en la Underwood y empezó a teclear. El asesino intentaba llevarse a la cama a la mujer a cuyo marido aquel había matado. Y mientras ese gusano trataba de seducirla salía a relucir que el hombre asesinado era su mejor amigo. «La vida da asco —decía el asesino—. La vida da asco. Después mueres.» Oscuridad. Aplausos. Siguiente escena.
Christmas sacó la hoja del rodillo y la puso con las otras. Se frotó los ojos. Estaba cansado y de mal humor. Sentía un peso en el estómago. Rumiaba las palabras de Cyril. Lo había tachado de globo inflado. Sin embargo, esas palabras no le habían hecho nada. Llevaba puesta una coraza. Y tenía cosas más importantes que hacer que oír las chorradas de un almacenista negro. Tenía cosas mejores que hacer que ir a cenar a una miserable casita de dos plantas en Brooklyn con Santo y Carmelina. Ahora estaba escribiendo. Teatro. Miró por la ventana. La noche era oscura. No veía el banco del parque. Y le daba igual. Se levantó de golpe, tirando el sillón giratorio. Con rabia. «¡Me importa una mierda!», profirió por la ventana abierta. La cerró, levantó el sillón, cogió una nueva hoja en blanco y la introdujo en la Underwood.
Oscuridad. Luz. Comisaría de policía. La mujer está sentada frente a un escritorio. Un detective joven la está interrogando. La mujer responde con monosílabos. Después el detective le pregunta si conoce al hombre que los espectadores saben que es el asesino. La mujer mira al detective. «Sí —responde—, era el mejor amigo de mi Sonny.» Entonces el detective arruga una ceja…
«¡Qué chorrada! —exclamó Christmas, arrancando la hoja del rodillo—. Qué chorrada tan patética…» Hizo una bola con la hoja y la tiró al suelo. Cogió otra y la introdujo en la Underwood.
Oscuridad. Luz. Amanece. En una parcela en construcción en Red Hook, dos coches estacionados. De uno sale el asesino. Del otro, un jefe mafioso rechoncho, con una cicatriz que le atraviesa la mejilla derecha. Se estrechan la mano. «Buen trabajo», dice el jefe mafioso. El asesino se da una palmada en la funda de la pistola y no dice nada. El jefe mafioso hace una seña a uno de sus hombres. Este abre el maletero del coche, saca un envoltorio de papel y lo pone encima del trozo de una columna de cemento. El asesino se acerca y abre el envoltorio. Dentro hay dinero. Mientras lo cuenta, el jefe mafioso saca su pistola, la apunta a la nuca del asesino y le dispara a quemarropa. El asesino cae de bruces sobre la columna. El hombre del jefe mafioso recoge el dinero, luego entran en el coche. Oscuridad. Luz. Aplausos. Siguiente escena.
Christmas estiró la espalda. Se pasó una mano por el cuello dolorido. Suspiró. Se quedó inmóvil. Como si ya no hubiera un solo ruido, una sola razón para moverse, un solo pensamiento. No existían Cyril ni Karl. No existían Santo ni su Carmelina. No existía nada ni nadie. No existía Diamond Dogs. No existía la radio. No existía Hollywood. No existían las cartas de los admiradores, ni los artículos de la prensa, ni aquel apartamento, ni dinero en el banco. Quizá ni él mismo existía. El globo inflado. La caricatura de sí mismo.
Miró por la ventana, hacia la oscuridad. Ya no existía el banco de Central Park. No existía Nueva York. Solo existía una dura coraza que le ocultaba el mundo entero. Y que lo ocultaba del mundo.
Existía solamente un dolor sordo, que se extendía como una infección, como un cáncer. Un dolor que gritaba en su interior. Dentro de la coraza no había nada más.
Solo existía Ruth.
Y Ruth ya no estaba.
Christmas se levantó, despacio, y sin fuerzas salió. Cruzó la calle sin oponer resistencia. Se detuvo en el borde del parque. Aunque no podía ver el banco, sabía que estaba allí, a pocos pasos. Solo tenía que pisar la hierba. Pero no se movió. Permaneció inmóvil, con las mejillas regadas de lágrimas, que le derretían la coraza.
Entonces dio media vuelta, regresó a su apartamento vacío, cogió las hojas que había escrito y las rompió. Luego lanzó su Underwood contra la pared, con violencia. Gritando. Por último, se echó vestido en la cama y se quedó profundamente dormido, pero no soñó.
Al despertarse a la mañana siguiente, no se aseó ni se cambió la ropa arrugada. Atravesó el apartamento sin mirar la máquina de escribir que yacía en el suelo, con un lado abollado y las varillas torcidas, pisoteó los trozos de las hojas que había roto y bajó a la calle. Bebió un café fuerte y decidió ir a ver a su madre. Cogió la Broadway y comenzó a andar.
—¡Le han disparado a Rothstein! —voceó un vendedor callejero de periódicos en la acera de enfrente, a la altura de Bryan Park, agitando en el aire un diario—. ¡Mr. Big, herido mortalmente!
Christmas se volvió de golpe, como si le hubieran dado una bofetada. Cruzó la calle sin fijarse en el tráfico, se acercó al vendedor y le arrancó de la mano el periódico.
—¡Oiga! —protestó el chiquillo.
«Esta noche, a las 10.47 p. m., Vince Kelly…», empezó a leer rápidamente Christmas.
—¡Oiga! —repitió el chiquillo, tirándole de un borde de la chaqueta.
Christmas se introdujo una mano en el bolsillo, extrajo una moneda y se la alargó al chiquillo. Acto seguido se alejó leyendo.
—¿Un dólar? —exclamó el chiquillo—. ¡Gracias, señor!
«… Vince Kelly, ascensorista del Park Central Hotel, en la esquina de la calle Ciento cincuenta Oeste con la Séptima, encontró a Arnold Rothstein mortalmente herido en un pasillo de servicio de la primera planta. El disparo alcanzó al gángster en el abdomen.» Christmas bajó el periódico, con la mirada clavada en el vacío. Pero enseguida siguió leyendo. Mr. Big fue llevado inmediatamente al Polyclinic Hospital. A los policías que le preguntaron quién le había disparado, por toda respuesta Rothstein les dijo: «Ya me encargaré yo».
Christmas dobló el diario y silbó a un taxi.
—Al Polyclinic Hospital —dijo al taxista al subir al coche.
Cuando el taxi llegó a su destino, Christmas bajó y fue como una exhalación al vestíbulo del hospital, pero allí mismo las piernas se le paralizaron. Había estado una sola vez en un hospital. Por Ruth. El olor a desinfectante se le metió enseguida en la nariz. Se sintió mareado. Después vio a dos policías que iban a coger el ascensor. Les dio alcance y subió con ellos.
El pasillo estaba vigilado.
—Debo ver a Rothstein —dijo Christmas a un policía.
—¿Eres familiar? —preguntó el policía.
—Se lo ruego, debo verlo.
—¿Eres periodista?
—Soy… amigo suyo.
—Rothstein no tiene amigos —bromeó un capitán que pasaba por ahí. Luego se dio la vuelta, regresó y se quedó mirando a Christmas—. Yo a ti te conozco… —dijo apuntándolo con un dedo. Le dio un empujón y lo puso de cara contra la pared—. Registradlo —ordenó el policía—. Yo conozco a este mal nacido. Apuesto a que estás fichado, capullo.
—Está limpio, capitán —repuso el agente. Luego le introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, le cogió la cartera y revisó su interior—. Christmas Luminita —continuó.
—¿Christmas Luminita? —preguntó el capitán—. Déjalo —ordenó al policía—. ¡Que lo dejes, me cago en la leche! —insistió. Abrió los brazos y meneó la cabeza—. Lo lamento, míster Luminita… pero debe entender que… vaya… coño… —se dirigió al policía—. Es Christmas Luminita. Diamond Dogs.
—¿El de la radio?
—Sí, el mismo, gilipollas.
—Quiero ver a Rothstein, ¿es posible? —preguntó Christmas.
El capitán miró alrededor, pensativo.
—Solo porque se trata de usted —dijo—. Venga… —Comenzó a andar por el pasillo, seguido por Christmas. Hasta que se detuvo delante de una puerta—. Si acepta un consejo, mejor no vaya contando que es amigo de Rothstein.
—Gracias, capitán —dijo Christmas mientras entraba en la habitación.
Rothstein estaba echado en la cama, con los ojos cerrados. Pálido y sudado. El rostro tenso por el sufrimiento.
—¿Eres tú, Carolyn? —preguntó cuando oyó que la puerta se cerraba, sin volverse.
—No, señor. Soy Christmas.
Rothstein abrió los ojos y volvió ligeramente la cabeza. Sonrió.
—Mi caballo ganador… —dijo con voz cansada.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Christmas acercándose.
—Vaya pregunta mema, chico —bromeó Rothstein—. Siéntate… —dijo y dio unos golpecitos en la cama—. Te has convertido en un auténtico pez gordo. No dejan entrar a nadie.
Christmas se sentó en una silla, al lado de la cama. Se quedó mirando unos segundos al hombre que gobernaba Nueva York. Aun herido, aun postrado, conservaba su aspecto de rey.
—¿Se acuerda de los quinientos dólares que le debo por la radio, míster Rothstein? Se han convertido en cinco mil.
—No me debes nada, chico. Quédatelos. —Rothstein sonrió con esfuerzo—. Eres un gángster de mierda. A un muerto no se le pagan las deudas, es una vieja regla.
—Pero usted apostó y ha ganado…
—Ese dinero no te lo di para apostarlo —dijo Rothstein, respirando con dificultad—. ¿Quieres saber por qué te lo di? Porque eres una persona decente. Y ninguna persona decente me ha pedido jamás dinero. A las personas decentes les da asco mi dinero. Ni siquiera mi padre ha querido mi dinero. Se lo he tenido que regalar de tapadillo. —Rothstein cerró los ojos y apretó sus labios finos, aguantando una punzada. Luego volvió a mirar a Christmas y respiró con la boca abierta durante unos segundos—. Tú eres la primera persona decente que ha querido mi dinero. Por eso te lo di. Y me agrada que te lo quedes. —A continuación le hizo una seña para que se acercara—. Jura que nunca revelarás lo que te voy a contar.
—Se lo juro —dijo Christmas. Se levantó de la silla y se aproximó a los labios de Rothstein.
Y entonces Mr. Big le susurró al oído el nombre de su asesino.
Christmas permaneció inmóvil, con la oreja pegada a los labios de Rothstein. Luego se apartó despacio, pero siguió inclinado sobre el gángster.
—¿Por qué me lo cuenta precisamente a mí? —preguntó, emocionado. Turbado.
—Porque si me lo guardo me escuece el culo… pero solo puedo contárselo a una persona decente. —Después Rothstein le dio un suave cachete, sin fuerza, casi una caricia.
Christmas se sentó.
—Eres el único del que me puedo fiar —continuó con esfuerzo Mr. Big—. Has jurado que no lo revelarás y sé que nunca lo harás. —La voz era cada vez más débil—. Si se lo contara a Lepke… mi asesino estaría muerto dentro de una hora. Y lo mismo pasaría… si se lo contara a cualquiera de los otros. —Respiró con esfuerzo, con la boca siempre abierta, e hizo una mueca de dolor—. Y no quiero que ese capullo muera…
—¿Por qué?
Rothstein rió quedamente.
—Es mi última tirada de dados. —Soltó una carcajada que más parecía un estertor—. ¿Te apuestas algo… a que cuando seas viejo… seguirá circulando la historia de que no revelé el nombre de mi asesino y que dije… que solo dije… «Ya me encargaré yo»? —Le guiñó un ojo a Christmas y trató de sonreír—. Así me marco un buen farol. Si lo revelase… se descubriría que me mató un gilipollas cualquiera… él se convertiría en un cadáver famoso por haber disparado a Mr. Big… y mi final sería… patético… como la vida de todos los gángsteres. En cambio, de esta manera… también mi muerte entrará en la leyenda. —Rothstein suspiró, cerró los ojos, las fosas de la nariz dilatadas. Esperó unos instantes y luego se volvió a mirar a Christmas—. Lo he aprendido de ti. —Tosió—. Decir chorradas es productivo.
Christmas estiró tímidamente una mano y tocó la de Rothstein. Se la estrechó.
—Vete —dijo Rothstein, con un hilo de voz, afónica, cansada, transida de dolor—. Piérdete de vista, Christmas.
Christmas vio en la puerta a la esposa de Rothstein, Carolyn, que estaba esperando para entrar. Se miraron durante un instante y luego la mujer pasó a la habitación del Polyclinic Hospital.
Al día siguiente Rothstein entró en coma y murió.
—Había mucha gente en el cementerio de Union Field —dijo Christmas por la radio, unos días más tarde, al concluir la emisión—. Muchos individuos poco recomendables y algunas personas decentes. Arnold habría lamentado que no hubiera personas decentes. El camino que había elegido no le permitía ser una persona decente pero le importaban las personas decentes. Sabía apreciarlas. Mr. Big también ha sido Nueva York, no lo olvidéis. Porque eres esto, Nueva York, oscuridad y luz.
Luego bajó la cabeza, esperando que Cyril cerrase la conexión. Cuando la levantó se encontró con la mirada de Karl. Asentía despacio, conmovido. Christmas se volvió hacia Cyril. Y Cyril le sonrió, como no sonreía desde que reanudaron Diamond Dogs.
Aquella noche Christmas se presentó en la casa de Santo, en Brooklyn. Comió macarrones al horno y codillo con patatas.
Cuando regresó a su apartamento de Central Park Oeste recogió su Underwood, que se había quedado en el suelo desde que la arrojara contra la pared. Enderezó las varillas como mejor pudo. Una se había roto: la erre. Se sentó al escritorio e introdujo una hoja en blanco en el rodillo. Cogió una estilográfica y escribió una erre mayúscula. Y luego tecleó tres letras. U-T-H. RUTH. Y se quedó ahí, inmóvil, con las manos en los bolsillos, mirando aquel nombre que era toda su vida.
Alzó los ojos y miró por la ventana. No podía ver el banco. Pero sabía que estaba allí.
Y de repente se acordó de un objeto que los obreros habían dejado olvidado en la casa. Lo había guardado en el trastero. Se metió una caja de cerillas en el bolsillo, fue al trastero y sacó la lámpara de aceite que habían olvidado los obreros.
Salió a la calle y se detuvo al borde del parque. No podía ver el banco pero sabía que estaba allí, a pocos pasos. Solo tenía que pisar la hierba. Sonrió. Puso un pie en la hierba. Y enseguida el otro. Y luego empezó a correr hacia el banco.
Más tarde, sentado otra vez a su escritorio, más allá de la página en la que había escrito «Ruth», al otro lado de la ventana, veía resplandecer una luz pequeña y débil. La luz de la lámpara de aceite. Y a aquella débil luz podía ver también el banco.
«Diamond Dogs —tecleó debajo de Ruth—. Una historia de amor y de gángsteres.» Y añadió a mano todas las erres que faltaban. Luego extrajo la hoja, la puso a su derecha y cogió otra del montón que tenía a su izquierda. La hizo correr por el rodillo y escribió: «Escena I». Respiró hondo y hundió la cabeza en su Underwood, pulsando con entusiasmo las teclas, agregando a mano una erre ahí donde se la encontraba.
Y sabía que ahora, en aquellas hojas que se multiplicaban raudas, corría la vida.