Los Ángeles, 1928
Cuando Christmas llegó a Los Ángeles encontró un coche con un chófer esperándole. El chófer le cogió la maleta y lo condujo a una casita con piscina en Sunset Boulevard que, le explicó, estaba a disposición de los invitados de míster Mayer. Lo presentó a la doncella hispana que se encargaría de atenderlo, llevó la maleta al primer piso, a un dormitorio amplio, y luego le dijo que en el garaje había un flamante Oakland Sport Cabriolet para su uso y disfrute. Por último, el chófer quedó con él por la tarde, cuando iría a buscarlo para llevarlo a los estudios.
En cuanto se quedó solo, Christmas paseó la mirada desde la ventana del dormitorio hasta más allá de la verja. «Aquí es donde vives —pensó. Después fue a la planta baja, dijo a la doncella que no iba a comer y luego le preguntó—: ¿Cómo llego a Holmby Hills?»
Había sido raro regresar a la Grand Central Station. Y aún más raro había sido subir a un tren para Los Ángeles en vez de quedarse en el andén y verlo desaparecer. Y Christmas ya no era el muchacho de entonces, que giraba entre sus manos un sombrero ridículo. Ahora tenía un billete de primera clase. Pero no bien se sentó en su asiento, todo cuanto realmente importaba volvió a ser como antes. «Te encontraré», se dijo. Y era como si hubiese pasado un solo instante desde aquella noche de cuatro años atrás, cuando Ruth había salido de su vida.
Christmas solo pensaba en eso mientras conducía hacia Holmby Hills. Pero cuando estuvo en las cercanías de la gran avenida, con farolas de hierro labrado, sintió que le estallaba aquella rabia que había contenido siempre en su interior. Ni una carta, ni una respuesta. Ruth lo había borrado. Como si jamás hubiera existido. Aparcó delante de la mansión. Tocó el timbre con fuerza.
Al cabo de pocos segundos un criado en librea blanca abrió la verja.
—Quiero ver a la señorita Ruth —dijo Christmas.
—¿A quién? —preguntó asombrado el criado.
—Los Isaacson viven aquí, ¿no? —inquirió Christmas, presa aún de aquella rabia contra Ruth por la que se había dejado vencer.
—No, señor. Se ha equivocado de dirección.
—Imposible —dijo Christmas y echó un vistazo al jardín.
—¿Quién es, Charles? —preguntó la voz de una mujer.
—Señora Isaacson —dijo Christmas procurando asomarse por encima de la verja—. Quiero ver a Ruth.
La mujer apareció detrás del criado. Era alta y rubia. Llevaba un par de guantes de jardinería. Tenía un aspecto cordial.
—¿Ha dicho Isaacson? —preguntó.
—Sí… —contestó Christmas, vacilando.
—Ya no viven aquí.
Christmas notó que las piernas le flaqueaban. No lo había previsto. Había dado por descontado que todo estaría como lo había dejado, que todo permanecería quieto solo porque él se había quedado quieto. De repente, de su corazón desapareció la rabia que había albergado hasta hacía unos instantes. A pesar del calor californiano, se le heló la sangre en las venas. Ahora se sentía débil. Y temía haber llegado demasiado tarde a Los Ángeles.
—¿Y sabe… adónde se han… mudado? —preguntó balbuciendo a la mujer.
—No, lo siento.
—Pero… ¿cómo es posible?
La mujer lo miró intrigada.
—No tengo la menor idea de dónde viven —le dijo—. Pero no los busque en los barrios altos —añadió—. Han tenido problemas económicos.
Christmas la miró durante un instante, sin hablar, luego se dio la vuelta y regresó al coche. Se apoyó en el techo, con la cabeza gacha, sin saber qué hacer.
—Cierra, Charles —ordenó la mujer al criado.
Christmas oyó chirriar la verja y luego cerrar el pestillo. Alzó la vista. Los Ángeles era inmenso. Se sintió perdido. Sin esperanza. Subió al coche y comenzó a dar vueltas por las calles, mirando a toda la gente que andaba por las aceras. No había previsto no encontrar a Ruth. Sencillamente no lo había previsto. Y mientras seguía conduciendo sin rumbo, todo le pareció súbitamente distinto de cómo se lo había imaginado. ¿Y si Ruth estuviese con otro?
Paró el coche. Detrás de él sonó un claxon. Christmas no lo oyó. Quizá debería acudir a un investigador privado. Ahora se lo podía permitir, tenía suficiente dinero. «Quiero encontrarte yo —se dijo, sin embargo—. Debo encontrarte yo.» Miró alrededor. Vio una cafetería.
—¿Tiene listines telefónicos? —preguntó al entrar.
El hombre que había detrás de la barra estiró un brazo hacia la cabina de madera oscura, en estado penoso, con la puerta desvencijada.
Christmas sacó un tomo de la repisa que había debajo del teléfono. Lo hojeó con inquietud. Nada. No había ningún Isaacson en Los Ángeles. ¿Y si se habían ido a otra ciudad? Golpeó el listín con rabia.
—¡Oiga! —gritó el hombre que había detrás de la barra.
Christmas se volvió sin verlo. ¿Y si Ruth se había casado y había cambiado de apellido? Salió de la cafetería, subió al coche y siguió conduciendo sin rumbo fijo, indiferente a los cláxones que le pitaban porque iba demasiado despacio, con los ojos fijos en la gente que caminaba por la calle, sobresaltándose cada vez que veía bucles negros. «¿Dónde estás? —pensaba obsesivamente—. ¿Dónde estás?» Y por primera vez, con una lúcida desesperación que aumentaba de manzana en manzana, se preguntó si realmente había terminado todo. Si había llegado tarde.
No se percató del paso del tiempo hasta que no vio un gran reloj en el cruce de dos calles. Entonces comprendió que el chófer de Mayer debía de haber llegado ya a la casita de Sunset Boulevard.
—Míster Mayer odia que no se llegue con puntualidad —le recriminó el chófer, nervioso, cuando lo vio.
—Pues entonces corre —dijo Christmas subiendo al coche. Aunque Mayer le daba igual. Y mientras iban como una bala hacia los estudios, siguió escrutando a la gente por la ventanilla.
Louis Mayer lo hizo esperar media hora, sentado en un sofá, enfrente de una secretaria de aspecto eficiente que respondía a docenas de llamadas de teléfono. Luego Christmas oyó el timbre del interfono y una voz: «Hágalo pasar». La secretaria se incorporó, fue a la puerta del despacho y la abrió, indicándole con un gesto que pasara. Christmas se desembarazó de sus pensamientos y entró en la gran habitación.
Mayer lo estaba esperando sentado detrás de su escritorio, con una sonrisa cordial en su cara astuta y simpática.
—Me lo imaginaba diferente, míster Luminita —le dijo.
—¿Moreno, cejas tan tupidas que se juntan con el pelo, bajo, andares de orangután y olor a ajo? —preguntó Christmas.
Mayer rió.
—Y con una pistola en el cinto —añadió.
—Ahora mismo, en Nueva York, muchos más judíos llevan pistola —le respondió Christmas con una sonrisa desafiante.
Mayer lo miró, tratando de entender.
—Claro, me he informado —le dijo—. Según parece, usted es mucho más amigo de ciertos judíos que de los italianos.
Christmas lo miró sin responder.
Louis Mayer rió de nuevo, velozmente, como un golpe de tos.
—Siéntese, míster Luminita —le dijo—. Me alegra que haya aceptado hacer un viaje tan largo.
Christmas tampoco respondió nada esta vez.
Mayer asintió despacio.
—Usted es un jugador, ¿verdad? —inquirió—. Bien, me gustan los jugadores. —De pronto su sonrisa se apagó.
A Christmas le pareció que aquel hombre podía volverse tan duro y despiadado como Rothstein. Y sin duda, por lo que se contaba, era igualmente poderoso. Emanaba una fuerza enorme. Y sentido práctico. Christmas sonrió. Le caía bien.
—¿Ha escrito alguna vez, míster Luminita? —le preguntó Mayer.
—¿Me está preguntando si sé leer y escribir?
Mayer rió.
—En realidad, no. Pero podemos empezar por ahí.
—Sé leer y escribir.
—¿Y alguna vez ha pensado escribir de manera profesional?
—No.
—¿Quién le escribe los guiones de sus emisiones?
—Nadie. Improviso.
Mayer lo miró admirado.
—Es un actor nato, según todo lo que cuentan de usted los periódicos y algunos amigos míos que lo escuchan cada noche a las siete y media —dijo.
—No quiero ser actor.
Mayer rió de nuevo.
—No, por el amor de Dios. Los actores se multiplican en Hollywood con la misma velocidad que las cucarachas en Nueva York. Yo necesito autores. Autores originales, que sepan darme algo nuevo y electrizante. ¿Usted está en condiciones de dármelo?
—No lo sé.
—¿Jugamos con cartas descubiertas? —Mayer se levantó y bordeó su escritorio. Palmoteó el hombro de Christmas.
—Yo miro hacia el futuro. Y el futuro del cine está también en los personajes que usted sabe describir tan bien. ¿Alguna vez ha oído hablar de los antiguos romanos? Tenían un estadio donde la gente se mataba o donde era devorada por los leones. Y aquel estadio siempre estaba lleno. Se agotaban las localidades. Forma parte de la naturaleza humana. Y yo… el cine… tiene que fijarse en lo que le gusta a la gente. Es un juguete demasiado caro para permitirse no gustar. ¿Me sigue?
—Manda el público, sí.
—Eso es un poco reductivo. Nosotros podemos orientar parcialmente el gusto del público —prosiguió Mayer—. Pero, en última instancia, tiene usted razón. El público es nuestro amo. Y un buen productor debe saber lo que piensa el público. América está pidiendo otra cosa. También quiere sangre, quiere la vida, quiere antihéroes… porque siempre hay un lado oscuro. Lo importante es que al final triunfe la luz. Usted, o mejor dicho, sus historias tienen luz y oscuridad. —Mayer se sentó al lado de Christmas y le puso una mano en la pierna—. ¿Quiere tratar de prestar su talento al cine?
—De entrada, no sé si estoy capacitado.
Mayer sonrió.
—Para eso sirve nuestro encuentro, ¿no? —Sonrió de nuevo—. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Los Ángeles, míster Luminita?
—Ya veremos.
—Sí, usted es un auténtico jugador —prosiguió Mayer—. ¿La casa le gusta?
—Mucho.
—Con lo que estoy dispuesto a pagarle podrá comprarse una propia.
—Ya tengo una casa en Nueva York.
—Mejor. Así tendrá dos casas.
Christmas rió.
Mayer dio la vuelta al escritorio y se sentó en su sillón.
—Usted me cae bien, míster Luminita. Sabe qué es la verdadera vida, lo leo en sus ojos. Intente lo que le pido. Escriba algo para mí. —A continuación, se estiró hacia una caja negra y apretó un botón—. ¿Ha llegado Nick? —preguntó.
—Sí, señor —rechinó la voz de la secretaria.
—Acompáñeme —dijo Mayer a Christmas, se levantó de nuevo y abrió la puerta de su despacho.
Christmas vio a un joven bien trajeado, algo despeinado.
Mayer extendió un brazo hacia Christmas.
—Nicholas, te presento a míster Luminita. Es todo tuyo. Dale el paseo turístico —dijo. Se volvió y le tendió la mano a Christmas, volviendo a sonreír—. Quisiera seguir con usted pero no soy dueño de mi tiempo. Nicholas es uno de mis ayudantes y lo conoce todo. Para cualquier duda que tenga, acuda a él. —Le dio una palmada en el hombro—. Espero grandes cosas de usted. —Se le acercó aún más y habló en voz baja—: Pero no estamos muy interesados en retratar el hampa como monopolio de los judíos. Muéstrenos a los hombres. Verdaderos, dramáticos…
—… mejor si son italianos —añadió Christmas.
Louis Mayer le clavó la mirada; sus ojos brillaban detrás de las gafas.
—También hay irlandeses, ¿no? —dijo riendo y desapareció en su despacho.
—Le caes bien —repuso el ayudante mientras bajaban las escaleras del edificio.
—¿Cómo lo has deducido? —le preguntó Christmas.
—Porque sigues intacto. —El ayudante rió. Luego le tendió la mano—. Nicholas Stiller, pero llámame Nick. Soy el encargado de resolver los problemas.
—¿Y yo soy un problema, Nick?
El ayudante volvió a sonreír.
—Todos los nuevos son un problema. Hasta que comprenden las reglas y los ritmos.
—Como los caballos —añadió Christmas mientras se aproximaban a un edificio bajo, cuya primera planta estaba conformada por una galería divida en puertas, cada una de ellas con una ventana contigua, todas iguales—. Tenemos que acostumbrarnos al bocado y a la silla.
—Interpretas mal el concepto —le corrigió Nick al tiempo que subían las escaleras externas que llevaban a la galería—. Esta es una industria. Las reglas sirven para garantizar la productividad.
—De lo contrario, es un problema —asintió Christmas, y siguieron avanzando a paso rápido por la galería.
—Exactamente —dijo Nick.
Según caminaba, Christmas veía en cada habitación a una persona sentada a un escritorio, con una máquina de escribir delante.
—Y recurren a ti para resolverlo.
—Yo tengo que evitar que surja el problema —dijo Nick abriendo la puerta número once e invitando a Christmas a pasar—. Este es tu cubículo provisional. Escritorio, máquina de escribir, mecanógrafa si no sabes escribir a máquina, comida, bebidas y un sueldo excelente.
Christmas miró alrededor.
—No tienes que entregar guiones completos sino argumentos —prosiguió Nick—. Historias, ideas, descripciones, anécdotas. Después nuestros guionistas las desarrollarán. Fácil, ¿verdad?
—Para eso solo tendrías que escuchar mis emisiones —dijo Christmas—. Fácil, ¿verdad?
—Ya caigo —respondió Nick, sentándose enfrente del escritorio—. Eres uno de esos caballos difíciles de domar, ¿verdad?
—Creo que sí —respondió Christmas.
—Siéntate en tu sitio, Christmas. Hazme ese favor —dijo Nick—. Siéntate y dime si el sillón es cómodo. ¿Lo quieres de piel? ¿Acolchado? Dime cómo lo quieres y lo tendrás. —Esperó a que Christmas se hubiera sentado—. ¿Cómo te sientes? Mete una hoja en blanco en la máquina de escribir. Están allí, en el cajón de la derecha.
Christmas titubeó. Luego abrió el cajón, sacó una hoja y la hizo correr por el rodillo. Sintió una especie de escalofrío. Y le gustó el ruido que hacía el rodillo al correr, arrastrando la hoja.
—Bien, ahora intenta imaginar —prosiguió Nick—. Ahora es un papel en blanco. Tan solo un papel en blanco. Pero en esa hoja tú puedes escribir tus palabras. Y tus palabras harán nacer un personaje. Un hombre, una mujer, un niño. Y a ese personaje le asignarás un destino. De gloria, de tragedia, de victoria o de derrota. Y luego vendrá un director. Y un actor. Y esas palabras serán rodadas. Y entonces, en una perdida sala de… no lo sé, encuentra tú un lugar de mierda, en el culo del mundo… eso es, en aquella sala habrá personas que vivirán el destino que tú hayas elegido, y lo sentirán como propio, y creerán estar allí, en ese lugar verdadero pero imaginario que ha salido de aquí, de esta hoja.
Christmas sintió de nuevo que el escalofrío le recorría la espalda.
Nick se inclinó hacia él.
—Esto es lo que te pedimos que hagas. Las reglas solo sirven para organizar este cuento.
Christmas lo miró. Luego miró la hoja en blanco.
—Yo esto ya lo hago —dijo.
—Lo sabemos —declaró Nick, serio—. Tienes un talento especial. Por eso estás aquí.
Christmas lo miró sin hablar. Pero enseguida sus ojos volvieron a la hoja en blanco. Como hipnotizados. Y no experimentó ni incomodidad ni miedo ante todo aquel blanco que podía rellenar.
—Inténtalo —dijo Nick—. Luego, si no lo consigues…
—Tú resolverás el problema —bromeó Christmas.
—No hay silla ni tampoco bocado —sentenció Nick.
Christmas pasó las yemas de los dedos por las teclas de la máquina de escribir. Notó la superficie lisa y ligeramente cóncava que las acogía. Y otra vez el escalofrío recorrió su espalda.
Nick dio un paso hacia la puerta.
—Nick —dijo Christmas—, ¿es verdad que resuelves todos los problemas?
—Me pagan por eso.
—Estoy buscando a una persona. ¿Conoces a los Isaacson?
—¿A quienes?
—Él se mudó aquí para ser productor.
—Isaacson —repuso Nick, ya en la puerta—. Veré lo que puedo hacer.
Christmas asintió.
—Pero danos algo, Christmas —dijo Nick y señaló la máquina de escribir. Luego salió del despacho y cerró la puerta tras de sí.
Christmas se quedó solo, sentado al escritorio, frente a la máquina de escribir. Con las yemas de los dedos seguía acariciando las teclas, rozándolas ligeramente; miraba las varillas de metal que se movían como el gatillo de una pistola, listas para imprimir las letras en la hoja inmaculada. La primera letra de una palabra. La primera palabra de una frase. La primera frase de un destino. De una vida que solo dependería de él. Christmas se dio cuenta de que estaba emocionado. Como la noche en que por primera vez había empuñado un micrófono, en una oscura sala radiofónica. Y como entonces, al mero contacto, se sintió a sus anchas. Rió quedamente. Eligió una tecla. Cerró los ojos. Y a oscuras la presionó. Oyó el ruido del impacto sobre la cinta entintada. Y el del carro al avanzar un espacio. Y el que hacían las lengüetas que sostenían la cinta al bajar. Y el de la varilla de metal al volver a su sitio. Rió otra vez, abrió los ojos, eligió la tecla siguiente y la presionó. Y de nuevo oyó todos aquellos ruidos, tan nuevos como familiares. Y entonces, mientras elegía la tercera tecla, reparó en que esta se encontraba cerca de la primera. Justo al lado. En la misma fila. La presionó. Y luego pasó a la cuarta. Y también aquella estaba ahí, en la fila inmediatamente inferior. Entre la tercera y la segunda teclas. Como si a esas cuatro letras las uniera una línea que iba recta por dos teclas, luego bajaba una y por último subía otra. Una línea continua.
R-U-T-H.
Christmas se quedó mirando unos segundos las cuatro letras, después se acomodó bien en el sillón y empezó a escribir.