61

Los Ángeles, 1928

Cuando Arty Short lo encontró, por casualidad, un mes después de su desaparición, casi no lo reconoció.

Arty estaba en su coche, parado en un semáforo. Miraba distraídamente a un corrillo formado por pordioseros y curiosos. Uno de los pordioseros, un viejo flaco, con la cara chupada por la vida, los ojos de poseso hundidos en las órbitas, de pie sobre un cajón, profería frases inconexas sobre el fin del mundo, el Apocalipsis, Sodoma y Gomorra, mezclando Nazaret con Hollywood, las plagas de Egipto con Sunset Boulevard, citando títulos de películas a la manera de versículos de la Biblia, confundiendo a Douglas Fairbanks Jr. con Moisés, la tabla de los Diez Mandamientos con las portadas de la prensa amarilla. Y en torno del profeta había un pequeño grupo de zarrapastrosos y de personas corrientes lo bastante desesperados para prestarle atención y responder «¡Amén!» al unísono cada vez que el viejo elevaba los brazos al cielo e invocaba los rayos divinos, el granizo, la plaga de langostas.

Arty sonrió. Aunque no tenía motivos para sonreír. Había perdido al Punisher, su gallina de los huevos de oro. Y precisamente en esos días —presionado por las demandas de sus clientes, que esperaban con impaciencia una nueva hazaña del violador más amado de Hollywood—, Arty había hecho alguna pequeña prueba, resignado a la idea de haber perdido a su socio. Pero no había bribón capaz de transmitir la furia salvaje del Punisher. Ante la cámara, hasta el tipo más desalmado resultaba desmañado, patoso. Falso. Todos los que había probado —y que había encontrado en garitos de la peor especie— podían asustar en una calle oscura, de noche, en la vida real, pero ante los focos se convertían en caricaturas, en aficionados. Ninguno de ellos tenía el don de Cochrann. Ninguno de ellos tenía su carisma. No, solo había un Punisher. Y lo había perdido.

Arty vio bajar al viejo del cajón. El semáforo se puso en verde. Detrás de él, un coche pitó. Arty volvió la cabeza y arrancó. Sin embargo, mientras apartaba la miraba sintió que un escalofrío de excitación le recorría la espalda. Miró de nuevo el grupo de pordioseros. El coche que tenía detrás pitó otra vez. «¡Que te jodan!», gritó Arty. Aparcó el coche en la acera y se fijó de nuevo en los harapientos. Un joven que le sonaba de algo, con una barba rala y descuidada, el pelo desgreñado y sucio, sujetaba el cajón sobre el cual había hablado el viejo a la vez que tendía un sombrero agujereado a los transeúntes. Alguno le echó unas monedas. El viejo hurgó en el sombrero y luego con un gesto indicó al joven que lo siguiera. Y el joven, con paso apático y resignado, fue tras él, arrastrando el cajón, que hacía un ruido desagradable contra la acera. Con el joven y el profeta iban otros tres pordioseros. Los curiosos se dispersaron en distintas direcciones.

Arty se bajó del coche con el corazón en un puño por la emoción. Dejó pasar el tranvía y cruzó corriendo la calle. Alcanzó al grupito y lo adelantó. Luego se detuvo y miró con atención al joven que arrastraba el cajón. Estaba en los huesos, desnutrido, andrajoso, con los zapatos agujereados, sin cordones ni calcetines.

—¡Cochrann! —exclamó el director.

El joven puso los ojos como platos, a continuación los bajó al suelo y pasó al lado de Arty, arrastrando su cajón, con la cabeza hundida entre los hombros, acelerando el paso.

—Cochrann, Cochrann… —dijo el director. Lo alcanzó y lo agarró por un brazo, tratando de detenerlo—. Cochrann, soy yo, Arty, Arty Short, ¿no me reconoces?

Pero el joven bajó aún más la cabeza y tiró de su cajón, como una mula.

—¿Qué quieres de mi discípulo? —dijo entonces el viejo, volviéndose hacia Arty y elevando una mano hacia el cielo, con un gesto grave y solemne, hierático.

—Vete a tomar por culo, gilipollas —contestó Arty—. No tienes ni puta idea de quién es este hombre. Es Cochrann Fennore, el Punisher —prosiguió Arty mirando al joven—. Es el mejor de todos. Es una estrella —concluyó con el mismo énfasis empleado por el profeta.

Entonces Bill volvió la cabeza. Y lo miró en silencio. Parpadeando, como para fijarlo en su retina. Ladeando la cabeza.

—Soy Arty, ¿me reconoces?

Bill lo miraba en silencio, con las cejas arrugadas, como si tratara de hilvanar pensamientos que estaban pasando por su cabeza.

—Es mudo —dijo el viejo.

—¡Y una polla! —gritó Arty.

—El Dios de la Venganza le ha secado la lengua por sus pecados, como hará con todos nosotros —lo amenazó el viejo, apuntándolo con un dedo sucio—. Y después el Dios de la Justicia nos dejará ciegos y sordos porque hemos inventado el cine y somos la vergüenza de la Creación.

—Amén —dijeron los otros tres pordioseros, con énfasis mecánico. Acto seguido, uno de los tres tendió una mano abierta hacia Arty, para que le diera una limosna.

—Soy Arty —insistió el director, acercándose a Bill y agarrándolo por los hombros.

Bill lo miraba con la boca abierta. Luego movió ligeramente los labios agrietados.

—Ar-ty… —silabeó con esfuerzo.

—¡Sí, Arty! —exclamó el director abrazando a su campeón—. Arty, Arty Short, tu socio, tu amigo.

—Arty… —repitió en voz baja Bill y sus ojos empezaron a distinguir lentamente el mundo. Primero el director, luego su propia ropa, por último el viejo profeta y sus tres discípulos—. Arty…

—¡Sí! —gritó Arty muy alegre.

—Arty Short…

—¡Sí!

Bill se zafó del abrazo, mirando alrededor con ojos asustados.

—Me están buscando, Arty —le susurró—. Quieren llevarme a la silla eléctrica —y volvió a mirar alrededor, aterrorizado—. Tengo que huir…

—No, no, escúchame, Cochrann. Mírame… mírame —dijo Arty, sujetándolo con firmeza por los hombros—. La policía también ha venido a verme. Te buscan por una gilipollez, por un robo. En Detroit. Una obrera de la Ford te ha denunciado. Le robaste sus ahorros. ¿Me estás escuchando, Cochrann? No condenan a la silla eléctrica por un robito de mierda…

—Liv…

—Sí, Liv.

Bill tenía de nuevo la mirada en el vacío. Como si volviera a perderse en los recuerdos.

—Escúchame, Cochrann… —dijo Arty mientras lo zarandeaba—. Mírame. Lo arreglaré todo… ahora vámonos. Vámonos a casa. Debes lavarte. Debes comer, estás asquerosamente flaco. Te está esperando todo el mundo. Todos me preguntan por ti. Tenemos que rodar otra película.

Bill sonrió. Distante. Pero sonrió.

—Regresemos al cine, Punisher —le susurró Arty al oído, abrazándolo—. Regresemos al cine.

—¡Sodoma y Gomorra! —exclamó el profeta, poniendo una mano sobre Bill, como en señal de posesión. Y los otros tres pordioseros se acercaron más, amenazadores.

—¡Que te den por culo, viejo! ¡Vete a hacer puñetas! —Luego Arty introdujo una mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas y las lanzó a la acera.

El profeta y sus tres discípulos se arrojaron de rodillas al suelo, disputando entre ellos para recogerlas.

—Vamos —dijo entonces Arty a Bill. Lo asió y lo empujó hacia el coche.

Bill se dejaba llevar. Y seguía arrastrando el cajón.

—¡Y suelta ese cajón de mierda! Vámonos, apresúrate —dijo. Al llegar al coche lo hizo subir y, sin más, partió a toda velocidad.

Al cabo de una semana Bill ya lo recordaba todo y había recuperado el dominio de su mente. Recordaba que había sido recogido por el profeta y los vagabundos que lo acompañaban. Recordaba que había dormido a la intemperie, sin mantas, encendiendo hogueras aquí y allá y sobreviviendo de limosnas. Recordaba que al principio el profeta le había pegado con un palo, que después le había asignado la tarea de llevar el cajón desde el que pronunciaba sus discursos. Y, por último, recordaba la mañana en la cual Arty lo había encontrado y salvado.

Entretanto Arty, mientras lo alojaba en su casa, le había cerrado su cuenta en el banco y traspasado todo el dinero a una cuenta nueva, en otra sucursal, tras conseguirle otra identidad.

—A partir de este momento te llamas Kevin Maddox —le dijo Arty después de esa semana—. Cochrann Fennore ya no tiene nada que ver contigo. —Luego el director se ablandó—. Lo sé, era tu nombre, puede que te hubieras encariñado. Pero no podía hacerse otra cosa. Lo siento.

Bill lo miró y de repente rompió a reír. Con su carcajada ligera que no había perdido en su vagabundear con el profeta por las colinas interiores de Beverly Hills.

Arty lo miró estupefacto, sin saber qué pensar.

—No temas, Arty —dijo entonces Bill—. Estoy bien. Lo único que pasa es que Cochrann Fennore era un nombre que me daba por culo. En cambio, Kevin Maddox me gusta. Pero tú llámame Bill, ¿de acuerdo?

—¿Bill?

—Sí, Bill.

—Vale —respondió Arty. Lo miró, sopesándolo—. ¿Me ocultas algo más sobre ti… Bill?

Bill lo miró en silencio. Luego le dio una palmada en el hombro.

—Estoy listo para empezar, Arty.

—¡Oh, coño! Eso es lo que quería oírte decir.

—Estoy listo para volver al ruedo.

—Hay una novedad —repuso Arty.

—¿Qué novedad? —preguntó Bill, a la defensiva.

—Relájate, socio —respondió riendo Arty—. Es algo que hará aún más jugosas nuestras películas.

—¿Qué es?

—El sonoro, Bill. ¡El sonoro!

—¿El sonoro?

—Sí. He contratado a un técnico de sonido y he llegado a un acuerdo con un estudio de sincronización —continuó excitado Arty—. ¡Las oiremos chillar! —Rió—. ¡Y oiremos los puñetazos del Punisher!

—El sonoro… —repitió Bill en voz baja.

—Y ahora ven aquí —dijo entonces Arty y lo condujo a la ventana del salón que daba a la calle. Descorrió la cortina—. Mira, Bill.

Aparcado al lado de la acera había un flamante LaSalle.

—¿Es él? —preguntó Bill.

—Es él —contestó Arty, alargándole las llaves del coche.

—Gracias —dijo Bill.

—No ha sido difícil. —Arty bajó luego la voz—. Sin embargo, hay un problema que no he podido resolver —añadió.

Bill lo miró.

—Todos los clientes te conocen como Cochrann Fennore. A ellos no podemos explicarles por qué has tenido que cambiar de nombre, ¿verdad? Creo que conviene que durante un tiempo no te dejes ver. Yo trataré con ellos, como antes —dijo Arty.

Bill le apuntó un dedo al pecho.

—No intentes embaucarme, Arty —le amenazó con voz siniestra—. Te estoy agradecido. Pero no intentes embaucarme.

—Te has metido en un buen lío —repuso Arty.

Su mirada era menos débil, notó Bill.

—Tendrás que confiar en mí —dijo el director.

—Vale, confiaré en ti.

—Y quizá debas cederme una parte de tu porcentaje.

—¿Eso qué coño tiene que ver?

—Bill, Bill… —Arty suspiró—. Tendré que hacerlo todo solo. Todo el trabajo recaerá sobre mis hombros…

—¿Cuánto?

—No quiero aprovecharme de ti…

—¿Cuánto?

—Setenta para mí, treinta para ti.

—Sesenta.

—Setenta, Bill.

—¡Sesenta y cinco, coño! —gritó Bill.

—No te acalores. Setenta. Menos es imposible. Créeme —le dijo Arty mientras le ponía una mano en el hombro—. Estás en una situación espantosa. Con la policía buscándote, con documentos falsos… y puede que todavía haya algo que no me has contado… Bill. Si te pillan, yo también estoy en peligro, ¿me entiendes?

—Dame algo de beber —dijo Bill y se tiró en el sofá.

Arty abrió el mueble bar, le sirvió whisky de contrabando y le acercó el vaso.

—¿Sin rencor, socio?

—Que te den, Arty.

—Ganaremos un montón de dinero con el sonoro. Dinero a raudales.

—Que te den, Arty.

—¿Cuándo quieres que empecemos?

—Estoy tan cabreado que puedo empezar ahora mismo.

Arty rió.

—¡Ese es mi hombre! —A continuación se sirvió un vaso y lo levantó.

—¡Por el regreso del Punisher!

Bill levantó su vaso.

—Que te den, Arty.

—Hoy no se puede. Tampoco mañana. Pero tengo una putilla entre manos que te hará perder la cabeza —bromeó Arty dejándose caer sobre el sofá, al lado de Bill—. Es del tipo que te gusta. Morena, pelo rizado, delgada, mirada ingenua. Dice que es menor de edad, pero yo no lo juraría. ¿Qué te parece el viernes?

—Cuando quieras, ya te lo he dicho.

La chica se puso a llorar tras la primera bofetada. Y comenzó a gritar tras el primer puñetazo. El técnico de sonido le indicó con un gesto a Arty que la oía con claridad y que la grabación saldría perfecta. Arty se frotó las manos, satisfecho. Con el sonoro iban a ganar aún más dinero. Y él se quedaría con el setenta por ciento.

La escena seguía de maravilla. La putilla parecía todavía más joven en el escenario. Arty había conseguido un uniforme de colegiala, con medias blancas hasta las rodillas. Bragas blancas de algodón. Nada de ligueros ni de ropa interior de mujer. Una chiquilla. Rió alegre mientras el Punisher le asestaba una patada en el vientre y a continuación le arrancaba la falda. La chiquilla gritaba como una loca y se tapaba las piernas desnudas con un pudor instintivo. Tal vez fuera virgen, pensó con un escalofrío Arty.

El Punisher la agarró del pelo y la tumbó sobre la cama individual. El plató era la perfecta reconstrucción de una habitación de instituto. Arty lo miró sonriendo mientras le quitaba bruscamente el jersey deportivo y luego le arrancaba la blusa. No tenía sostén, solo una camiseta de tirantes de algodón, ligera, que dejaba entrever el pecho recién brotado.

«Ahora, fóllatela», dijo Arty para sí.

El Punisher le dio un puñetazo en la boca. La chica gemía. Arty se volvió hacia el técnico de sonido, que le hizo un gesto tranquilizador. El sonido era perfecto. El Punisher le arrancó las bragas.

—Muy bien. Ahora, fóllatela —repitió Arty.

El Punisher cogió a la chica, la levantó de la cama y la tiró al suelo. Y siguió propinándole más patadas.

—Fóllatela, me cago en la leche —insistió Arty.

Bill, en medio del escenario, jadeaba. Se detuvo. Se llevó las manos a la máscara de cuero. Se apretó la cabeza.

—¿Qué coño hace? —preguntó Arty al operador que estaba a su lado.

Bill oía el zumbido de la cámara. Lo oía claramente. Pero no se excitaba. No le pasaba nada entre las piernas. Miró a la chica en el suelo, hecha un ovillo, que lloraba y gemía. Arty tenía razón, era justo de su tipo. Pero no pasaba nada. Y aquel maldito zumbido no hacía sino recordarle la pesadilla de la silla eléctrica.

—¡Arty! —gritó Bill y se quitó la máscara.

—¡Corten! —gritó Arty al equipo y entró en el escenario—. ¿Qué coño pasa? —preguntó a Bill, en voz baja, mientras fuera del plató los técnicos murmuraban y reían por lo bajo.

—No se me pone dura —dijo Bill.

Arty miró alrededor, tratando de encontrar una solución.

—Es virgen —le dijo a Bill señalando a la chica que estaba en el suelo—. No dejemos escapar esta oportunidad. Puede salir una película fantástica.

Bill lo agarró por el cuello de la chaqueta.

—No se me pone dura —le espetó a la cara, lleno de ira y frustración.

—Vale, vale, ahora cálmate… —dijo Arty y volvió a pensar en una solución—. Estamos gastando un montón de dinero… —murmuró, caminando por el plató, de un lado a otro.

La chica trató de incorporarse.

Arty se lo impidió.

—Quédate quieta —le ordenó. Luego se volvió hacia Bill—. Haz como si te la follaras. Desabróchate los pantalones y haz como si te la follaras. Te filmaré de espaldas. Pero tú hazla chillar.

Bill lo miró en silencio.

—Eso puede pasar, Bill. Pero ponte la máscara y acaba la escena. Descuida, nadie se dará cuenta —dijo Arty. Después se volvió hacia el equipo—. ¡Todo el mundo listo! —Desapareció detrás de los focos y, una vez que Bill se hubo puesto la máscara, gritó—: ¡Acción!

Las cámaras se pusieron de nuevo a zumbar.

—Haz un primer plano de la chica —dijo Arty a un operador—. Lo necesito como empalme.

El Punisher se abrió la bragueta, montó sobre la chica, le abrió las piernas y fingió que la penetraba. Para hacerla gritar le agarró un pezón entre los dedos y apretó con fuerza.

La película tuvo una acogida tibia. Arty y Bill recaudaron la cifra habitual —más de treinta mil dólares—, pero los clientes no estaban satisfechos. Había algo falso, dijeron, aunque no sabían qué. Arty y Bill, en cambio, sí lo sabían.

—Eso puede pasar —lo tranquilizó Arty el día en que se preparaban para rodar la siguiente película, que venderían con descuento, para recuperar la confianza de sus clientes—. Pero no debe pasar más.

Y, sin embargo, pasó de nuevo.

—¿Quieres que finja? —preguntó Bill a Arty.

Arty meneó la cabeza, afligido.

—No, no podemos permitirnos otro fiasco —dijo mientras se marchaba.

Aquella noche Bill no durmió. La ira y la frustración dejaron paso a la inseguridad. Subió a su LaSalle y empezó a correr por la carretera de la costa. Pero tampoco el pie pisaba a fondo el acelerador. Corría. Pero no tanto como antes. Paró a mitad de camino entre Los Ángeles y San Diego. Bajó del coche y fue a la orilla del mar. El rumor de la resaca lo calmó durante un rato. Después se dio la vuelta y vio las luces de la sirena de un coche patrulla al lado de su LaSalle. Tuvo el instinto de huir. Pero el policía dirigió el faro móvil hacia la playa y lo alumbró. El rumor reconfortante de la resaca se trocó en el zumbido de la cámara; el faro móvil, en un foco de diez mil vatios. Y Bill sabía que detrás del foco había un policía. «Me han cogido», pensó. Y sintió que las correas de la silla eléctrica le apretaban las muñecas y los tobillos.

—Señor… señor, ¿se encuentra bien? —dijo una voz.

Bill se volvió. El policía le había dado alcance en la playa. Bill notaba que el sudor le chorreaba por la cara.

—Sí —dijo—. No…

—¿No se encuentra bien?

—No… ahora se me pasa… ahora se me pasa…

—¿Ese coche es suyo?

—Sí…

—¿Puede acompañarme a la carretera y entregarme su carnet de conducir y el permiso de circulación? —dijo el policía.

A Bill le costaba avanzar por la arena. Los pies se le hundían. Como si fueran arenas movedizas. Y sentía que le faltaba la respiración.

—Kevin Maddox… vale, todo está en orden —dijo en voz baja el policía, comprobando el carnet de conducir—. ¿Está seguro de que ahora se encuentra bien?

—Sí…

—Conduzca despacio —le advirtió el policía al tiempo que se acercaba a su colega, que estaba en el coche patrulla. Se volvió hacia Bill—. Bonito vehículo —dijo. Luego el coche patrulla desapareció en la noche y todo se oscureció.

Y en aquella oscuridad Bill tuvo miedo de perderse de nuevo. Subió rápidamente a su LaSalle y encendió los faros. Regresó a la casa de Arty, se metió bajo las mantas y pasó la noche acurrucado en posición fetal, tiritando de miedo, sin apagar la luz de la habitación.

—Estás hecho una mierda, Bill —le dijo a la mañana siguiente Arty, mientras desayunaban.

Bill tenía los ojos hundidos. Estaba pálido y la mano con que sostenía la taza del café temblaba.

—He encontrado la solución —repuso Arty.

Bill lo miró.

El director de cine extrajo de un bolsillo un frasco de cristal oscuro, lo puso sobre la mesa y lo hizo rodar hacia Bill.

—Cocaína —dijo.

En los meses siguientes Arty y Bill rodaron dos películas del Punisher. La cocaína surtía los efectos esperados. Bill se exaltaba y daba lo mejor de sí. Y conseguía fornicar también fuera del plató. Había como renacido, decía. Sin embargo, Arty veía que era incapaz de prescindir de la droga, que la consumía cada vez con más frecuencia y en mayor cantidad, que no la necesitaba solo para interpretar al Punisher sino también para vivir. Y Arty se percataba asimismo de otro aspecto negativo de la cocaína: las paranoias de Bill aumentaban día tras día. El Punisher tenía fecha de caducidad. Y por tal motivo debía exprimirlo. Porque pronto Bill quedaría fuera de juego. Para siempre. Ya era un guiñapo. Arty se preguntaba cuántas películas podría rodar aún. Pocas. Afortunadamente, en el estado en que se hallaba, Bill no se daba cuenta de que Arty se quedaba con una tajada mucho mayor que el setenta por ciento que habían acordado. A Bill solo le dejaba las migajas. Y la cocaína. Pero pronto tendría que quitárselo de encima.

Para colmo, los clientes se estaban acostumbrando a sus películas. El Punisher ya no era una novedad. Todas sus hazañas eran iguales. Y sus recaudaciones lo acusaban. Los ricos viciosos de Hollywood buscaban otra cosa.

«Hace falta algo más», se dijo una mañana Arty.

Y entonces hizo preparar un nuevo plató. Un quirófano en toda regla. Blanco, inmaculado, de aluminio brillante. ¿Querían más? Pues lo tendrían. Arty se lo daría. Por medio del Punisher.

La chica vestía de enfermera. Se movía por la sala revisando todo el instrumental quirúrgico. Bisturís afilados, pinzas, escalpelos. El Punisher entraba. La chica se hacía la asustada —actuando mal, como todas las otras— hasta que el Punisher le pegaba. Entonces empezaba a actuar bien.

Bill estaba puesto hasta las cejas. En esos momentos tenía la vida en sus manos. Se sentía en la cima de una montaña, donde había un aire puro y rebosante de oxígeno. Respiraba a pleno pulmón y no quedaba resto de miedo en su alma negra. Era el amo del mundo. Y aquella zorra no tardaría en probar su polla. Pero solo después de que la ablandara con una buena ración de puñetazos y patadas. Le lamería las lágrimas, para dicha de sus seguidores. Él era el Punisher. No uno cualquiera.

Pero la chica, en lugar de ponerse a llorar, cogió algo brillante y se lo clavó en un brazo. Bill sintió una punzada ardiente. Sin dolor. La cocaína era un anestésico excelente. Sin embargo, al mirarse el brazo vio que en la bata de médico que Arty le había hecho ponerse se extendía una mancha roja. Sangre. Y la chica empuñaba un bisturí y lo golpeaba de nuevo, rasgándole la bata a la altura del pecho. Y más sangre manaba de la herida. Bill dio un salto hacia atrás. Miró a la chica. No era de su tipo.

—Acerca la cámara a la herida —murmuró Arty al operador. Y enseguida siguió mirando la escena. Había elegido una chica fuerte. Alta. Musculosa. Tal vez no fuera muy sensual, pero podía hacer frente al Punisher mejor que las otras. Y eso era lo que quería Arty.

Bill se tocó el brazo. Rompió la bata y se miró la herida. Vio el corte limpio, profundo. En cambio, la herida del pecho era más superficial. Pero sangraba abundantemente. No sentía el menor dolor. La cocaína lo volvía fuerte. Invencible. Rió, luego empujó la camilla de acero contra la chica, haciéndola perder el equilibrio. Acto seguido se abalanzó sobre ella y la desarmó. Cogió el bisturí y se lo puso en la garganta, mirándola directamente a los ojos. Después, con un movimiento rápido, le arrancó los botones hasta la altura del pecho. La chica forcejeó y cayó de lado. La hoja la hirió en la espalda. La chica gritó, mientras se ponía de rodillas. Bill se le echó encima. Ella alargó una mano para defenderse. El bisturí le cortó una mano. Como al padre de Bill. Entonces Bill le clavó el cuchillo en el vientre, pero no lo hundió hasta el fondo. Apenas lo suficiente para manchar de rojo la bata de la chica. Pues Bill ya no tenía miedo a nada ni a nadie. Ahora era un dios. Era el Punisher. Le arrancó la bata, le aferró el cuello, la tumbó en la camilla de acero y, con sádica lentitud, le hizo un pequeño corte en la piel. Luego tiró el bisturí y la penetró con furia.

—Encuadra la sangre —ordenó Arty al operador.

Era eso lo que iba a dar a Hollywood. La sangre. Porque Arty estaba seguro de que Hollywood estaría dispuesto a renunciar al sexo cuando viera la sangre.

Podía llegar el día en que Hollywood se cansara de la sangre y pidiera la muerte. Pero para entonces Arty esperaba haber amasado bastante dinero y haberse retirado del negocio.