59

Manhattan, 1928

Christmas llevaba más de una hora asomado a la ventana de su nuevo apartamento situado en el undécimo piso de un edificio de Central Park Oeste, esquina con la Setenta y uno. Y desde aquella altura miraba el parque y podía ver el banco de Central Park donde antaño Ruth y él se encontraban y reían y hablaban. Cuando aún eran dos chicos. Cuando Christmas todavía no sabía qué le depararía la vida y lo único que quería era poder unir la suya con la de Ruth.

Por ese motivo había comprado el apartamento. Para ver su banco. Porque había dejado de mirar. Se había lanzado a la aventura de la radio sin pensar en nada, como un carnero, embistiendo con la cabeza baja. Y ahora necesitaba parar y mirar. Necesitaba hacerse preguntas y encontrar respuestas.

—Cyril y yo organizaremos el cambio de sede y nos ocuparemos de los asuntos técnicos. Tardaremos al menos un mes en reanudar las emisiones —le dijo Karl el día anterior, una vez que el contrato de compra de su radio por parte de la WNYC quedó cumplimentado—. Te sobra tiempo para ir a Hollywood y hablar con ese tipo del cine.

—Ve —le dijo Cyril mirándolo fijamente a los ojos.

Christmas sabía que Cyril no se refería a Hollywood sino a Ruth.

—Ve y encuéntrala, muchacho —añadió Cyril.

Christmas miró una vez más el banco del parque y se sintió irremediablemente solo. Paseó la mirada más allá, abarcando en su horizonte el lago, el Metropolitan Museum, la Quinta Avenida y, detrás, los tejados de Park Avenue, donde había vivido Ruth. Cerró la ventana y dio vueltas por el apartamento vacío. Todo lo que había era una cama sin hacer. Una cama de matrimonio en la que se había sentido extraviado esa primera noche, tras haber dormido toda una vida en el catre de la cocina de Monroe Street.

De improviso se había vuelto rico. Y cada vez lo sería más. Además de los cincuenta mil dólares que le correspondían por su tercera parte de la cesión del cuarenta y nueve por ciento de la CKC, iba a cobrar un sueldo de diez mil dólares al año como locutor de Diamond Dogs y otros diez mil como autor del programa. Y repartiría con Karl y Cyril los beneficios de su cincuenta y uno por ciento. Sí, era rico. Como jamás podría haberse imaginado. Y tenía por delante toda la vida.

Christmas extrajo del bolsillo de los pantalones un sobre. Y en el sobre había un billete de primera clase para Los Ángeles.

«Ve a buscarla», le había dicho Cyril.

Fue entonces cuando Christmas comprendió que tenía que parar y mirar. Porque su carrera hasta ahí lo había cegado. Tal y como en otra época se había perdido por las calles del Lower East Side.

Christmas cerró la puerta de su nuevo apartamento, salió a la calle y, mientras se dirigía hacia Monroe Street a pie, pensó en Joey, en los años que habían pasado en los bares clandestinos y en el hecho de que no hubiera sabido decir nada en su funeral. Y pensó en María, de quien no había vuelto a tener noticias. Y pensó que cada uno de ellos había entrado y salido de su vida en silencio. Porque su carrera hasta ahí lo había ensordecido. Porque su vida entera la había llenado solamente con su propia voz, amplificada por las radios de todo Nueva York, y no había tenido oídos para nadie más.

Porque era el famoso Christmas de los Diamond Dogs. Y eso era lo único importante. Porque había vuelto a ser exactamente el mismo chico que se estaba perdiendo en las calles del gueto, que se estaba convirtiendo en un delincuente. Porque, como dijera Pep, había perdido la mirada. La pureza. Y se había convertido en un matón de tres al cuarto. Porque daba lo mismo que estuviera por las calles del Lower East Side o ante los micrófonos de una radio. Porque estaba concentrado únicamente en sí mismo. Porque se había dejado contagiar por una enfermedad más grave que otras mil: la indiferencia. Y también su dolor por Ruth, la sensación de carencia, se habían convertido en parte de aquella interpretación. Se habían vaciado de significado, de emociones profundas. No eran más que otros aspectos de su personalidad exterior.

«Ve a buscarla.» ¿Por qué Cyril había tenido que decirle eso?

Cruzó Columbus Circle y cogió la Broadway.

Sabía por qué. Lo sabía perfectamente. Miedo.

La semana anterior, cuando los directivos de la WNYC le pusieron en la mano el cheque de cincuenta mil dólares, durante un instante el mundo dejó de girar. Fue como recibir un golpe tremendo en la cabeza que lo dejó sin memoria. No recordaba cómo había llegado a Central Park. No recordaba cómo ni cuándo se había sentado en su banco. Aquel banco en el que había grabado sus nombres, Ruth y Christmas, con la punta de una navaja automática que le había regalado Joey. Al recobrarse, sencillamente se dio cuenta de que estaba sentado ahí y de que con la yema de un dedo repasaba aquella inscripción que había hecho cinco años atrás.

En ese momento sintió que el miedo aumentaba en su interior. Se levantó de un salto y se alejó del banco. Entró en el primer portal que encontró, como si buscara un refugio. Fue entonces cuando el portero le preguntó: «¿Ha venido por el apartamento de la planta once?». Así lo encontró. Por casualidad. Porque estaba huyendo. Subió a ver el apartamento y se dijo que mirar desde arriba su mundo contenido en un banco era soportable.

Y entonces comprendió.

Christmas dobló en la calle Doce y cogió la Cuarta. Un poco más adelante veía la Bowery. En la esquina con la Tercera se quedó mirando el bar clandestino en el que trabajaba su madre como camarera.

«Ve a buscarla.» Claro, ahora sabía por qué se lo había tenido que decir Cyril. Por un miedo que nunca se había querido confesar y que ahora, de repente, no podía seguir enterrando dentro de sí. Porque ahora era rico. Porque lo había conseguido. Porque ya no actuaba en la clandestinidad y eso significaba que había llegado la hora de que se mostrara a cara descubierta. Porque nunca había tenido miedo de no encontrar a Ruth, antes al contrario, de encontrarla.

Habían pasado cuatro años desde la marcha de los Isaacson de Nueva York a Los Ángeles. Cuatro años desde aquella noche en la Grand Central Station, cuando Christmas no se atrevió a poner la mano en el cristal del vagón que se llevaba a Ruth. Cuatro años con Ruth desaparecida, sin responderle nunca a sus cartas. Porque Ruth —y solo allí, mientras caminaba entre la gente que atestaba la Bowery, se lo confesó— lo había abandonado. Y probablemente olvidado. Porque Ruth —pensó al tiempo que un chiquillo con la cara flaca y sucia voceaba: «¡Diamond Dogs sale de la ilegalidad! ¡La CKC comprada por la WNYC!», agitando en el aire los ejemplares del New York Times que trataba de vender— lo había rechazado.

«Rechazado», se dijo al pasar el cruce de Houston Street y continuar por la Bowery.

Y si Ruth lo había rechazado, olvidado, borrado, ¿por qué iba a alegrarse de que él la encontrara? Aunque se hubiera hecho rico y famoso. Aunque ahora fuera digno de ella y de su dinero. Aunque ahora pudiera ofrecerle un futuro. Y le daba vueltas a su lectura juvenil de Martin Eden, a su trágico ascenso y caída. A su amor por Ruth Morse, a aquella extraordinaria coincidencia de nombre que había emocionado a Christmas, como una señal del destino, cuando encontró a su Ruth en un callejón mugriento del Lower East Side. En aquella extraordinaria coincidencia de extracción social y de éxito. Un éxito que no conducía a nada. Martin había dejado de formar parte del pueblo y nunca formaría parte del mundo dorado al que aspiraba. Martin estaba irremediablemente solo. Se había perdido por el camino, por seguir sus orgullosos sueños de afirmación.

Sí, ahora tenía miedo de ser Martin Eden. Y tenía miedo de que Ruth ya no fuese Ruth.

Pero tenía además otro miedo, más encubierto, más soterrado. Un miedo del que no tenía escapatoria. Todas las chicas con las que se había acostado en esos años habían sido, al menos durante un instante, Ruth. Y durante un instante Christmas había podido tenerla. Se había conformado, se confesó. Por miedo a perder la ilusión. Por miedo a que la vida, la realidad, lo dejase definitivamente sin Ruth. Y que también se la llevara de sus sueños.

Porque ahora, pensó al entrar en el viejo y desconchado portal del 320 de Monroe Street, ya no podía seguir soñando. Sencillamente, a partir de ese instante tenía que dejar de soñar. Y en las escaleras que conducían al primer piso, con la sensación de que cada escalón que subía era más alto y pesado, se dijo que con el dinero no se volvería mejor, como siempre había creído. Y deteniéndose delante de la puerta en la que, muchos años atrás, Sal había colocado la placa con la inscripción «Señora Cetta Luminita», comprendió que el éxito no le garantizaría la felicidad. Porque había algo en su interior que tenía que cambiar.

Pero no sabía si iba a tener fuerzas para eso.

Había pasado una semana desde la firma del contrato que había cambiado radicalmente su vida. Una semana en la que había huido de sí mismo y de Ruth, en la que había comprado un apartamento en la undécima planta de un edificio para ricos, una semana en la que había recordado que se había olvidado de Joey y de María, una semana en la que en ningún momento había pensado en ir a buscar a Ruth a Los Ángeles.

«Ve a buscarla.» Se lo había tenido que decir Cyril. Porque él no se atrevía a pensarlo. Porque él ahora solo tenía miedo.

Entró en el piso. Cetta lo esperaba sentada en el sofá. Radiante. Sonriente.

—Dentro de dos semanas me voy a Hollywood —dijo Christmas antes de cerrar la puerta, cabizbajo. Como si le estuviese comunicando a su madre algo de lo que se avergonzaba.

Cetta no dijo nada. Lo sabía todo sobre su hijo. Y sabía cuándo ciertas frases no significaban lo que las palabras aparentaban decir. Se limitó a mirarlo, aguardando a que Christmas alzase la vista. Luego con un gesto le indicó que se sentara en el sofá. Y cuando Christmas se acomodó a su lado, casi desplomándose sobre el sofá, Cetta le cogió una mano entre las suyas y se la estrechó sin hablar. Esperando.

—¿Estás orgullosa de mí, mamá? —dijo al cabo Christmas.

Cetta le estrechó la mano con más fuerza.

—Mucho más de lo que te imaginas —le respondió sin recalcar las palabras.

—Soy un cobarde —admitió Christmas, con la cabeza gacha.

Cetta no habló.

—Tengo miedo —continuó Christmas.

Cetta tampoco le respondió esta vez. No le soltó la mano.

Entonces Christmas levantó la cabeza.

—¿No dices nada? ¿No me regañas? —Sonrió—. ¿Ni siquiera me dices que un auténtico americano nunca tiene miedo?

—¿Quieres que te diga que los americanos son unos capullos?

Christmas volvió a sonreír.

—No sé qué hacer, mamá.

—Has dicho que vas a Hollywood.

—Ni yo mismo sé por qué —balbuceó Christmas en voz baja, moviendo la cabeza.

—Tener miedo no es de cobardes. Pero mentir, sí —dijo Cetta acariciándole el pelo claro.

—¿Cómo has hecho en todos estos años, mamá? —preguntó Christmas apartándose un poco—. ¿De dónde has sacado fuerzas?

—Tú eres más fuerte que yo.

—No, mamá…

—Pues sí. Tú eres Colmillo Blanco. ¿Te acuerdas?

—Yo soy Martin Eden.

—No digas bobadas. Tú eres Colmillo Blanco.

Christmas sonrió.

—Contigo no se puede hablar. Siempre quieres tener razón.

—Siempre tengo razón.

Christmas rió.

—Es verdad.

—Bueno… ¿por qué vas a Hollywood? —preguntó Cetta.

—Me ha llamado un pez gordo, quiere que escriba historias para el…

—¿Por qué vas a Hollywood? —lo interrumpió Cetta.

Christmas la miró en silencio.

—Se levanta el telón —empezó a decir Cetta—. ¿Recuerdas que siempre te hablaba del teatro cuando eras pequeño? Entonces, se levanta el telón. En el suelo, en el centro del escenario, hay una chica al que un dragón casi ha despedazado. Se está muriendo. Pero el destino quiere que en ese instante, a lomos de una mula, pase un caballero pobre, tan pobre que únicamente tiene una espada de madera, pero es apuesto, rubio, fuerte. Es el héroe. Y el público lo sabe. Contiene la respiración mientras lo ve entrar. La orquesta toca notas profundas porque es un momento dramático. Es el principio de la historia. El caballero salva a la chica. Y se descubre que es una princesa… —Cetta hizo un mohín con la boca—, aunque dudo que haya princesas entre los judíos…

—¡Mamá! —protestó Christmas riendo.

—Es amor a primera vista —prosiguió Cetta—. Ambos se miran a los ojos y…

—… ven lo que nadie más puede ver…

—Chis, calla… y luego el caballero, que no posee tierras ni títulos ni tesoros para conseguir la mano de la princesa, parte para un largo viaje. Antes conoce a un rico mercader que tiene una hija, Lilliput, a la que una bruja mala ha encerrado en el cuerpo deforme de una perra sarnosa, y la libera del hechizo. Así es como el caballero gana su primera moneda de oro. Después el viejo y sabio rey va a buscarlo a su humilde establo, y a partir de ese momento todos los aldeanos miran al caballero de otra manera y creen que su espada de madera es de finísimo acero. Y luego la princesa, en muestra de agradecimiento y como prenda de amor, regala al caballero una trompeta de oro, a fin de que pueda tocar las notas más melodiosas. Y el caballero toca tan bien que poco después todo el condado queda embrujado por aquella melodía angelical. Y el caballero se hace rico y famoso. Sin embargo, la madrastra, que es muy mala, ha encerrado a la princesa en lo alto de la torre. Y no oye al caballero. Y entonces la melodía, con el paso del tiempo, se vuelve cada vez más desgarradora. Hasta que un día el caballero se da cuenta de que no le queda más remedio que trepar a la torre del castillo de Hollywood y el público…

—… contiene la respiración, sí, he comprendido. —Christmas sonrió y miró a su madre—. Si sé contar historias es gracias a ti —le dijo serio.

—Qué guapo te has vuelto, amor mío. —Cetta le acarició el rostro—. Ve a Hollywood y encuentra a Ruth —dijo luego.

—Tengo miedo —repuso Christmas.

—Solo a un capullo no le daría miedo trepar a una torre con una trompeta y una espada de madera en el cinto.

Christmas sonrió. Soltó su mano de la de su madre.

—¿Has pensado en lo que te dije?

—No lo necesito —dijo Cetta.

—Ahora soy rico.

—No puedo, cariño.

—¿Por qué?

—Hace muchos años, cuando tú eras pequeño —empezó Cetta—, vi cómo Sal trataba al abuelo Vito. Y aprendí una lección importante, que nunca he olvidado. Si aceptara que tú me regalaras una casa mejor que esta, humillaría a Sal.

Christmas se disponía a replicar cuando la puerta del piso se abrió y apareció Sal, en mangas de camisa y unos papeles en la mano.

—Ah, conque estás tú también —le dijo Sal a Christmas. Lanzó los papeles sobre la mesilla que había delante del sofá—. Échale una ojeada —dijo a Cetta.

Cetta cogió los papeles y los miró.

—Al revés —dijo rudamente Sal, arrancándoselos de la mano y dándoles la vuelta—. ¿Es que ni siquiera sabes ver un plano en el sentido correcto?

—¿Cuál es el cuarto de…? No entiendo nada —refunfuñó Cetta.

—Oh, olvídalo —dijo Sal con aspereza, a la vez que se hacía de nuevo con los planos y los enrollaba.

Christmas vio que Cetta sonreía de forma imperceptible.

—Acompáñame al otro lado —dijo entonces Sal a Christmas—. Quiero enseñarte las obras.

—¿Qué obras? —inquirió Christmas dirigiéndose a su madre.

—¿Por qué se lo preguntas a ella? —rezongó Sal—. El dueño del edificio soy yo, no ella. Venga, andando, vamos a mi despacho.

Cetta sonrió a Christmas y le hizo un gesto con la cabeza, invitándolo a seguir a Sal, que ya había abierto la puerta y desaparecido a pasos pesados en el pasillo.

—¿Qué pasa? —preguntó quedamente Christmas a Cetta.

—Ve —le dijo su madre, con una expresión feliz en los ojos.

Christmas alcanzó a Sal y entró en aquel piso que se empeñaba en llamar despacho.

—Cierra la puerta —le dijo Sal, mientras desplegaba los planos sobre el escritorio de nogal.

Christmas se acercó.

—¿De qué obras hablas?

—¿Te molestaría que tu madre y yo viviéramos juntos? —dijo Sal.

—¿Juntos cómo?

—¿Tú qué crees que significa juntos? Juntos, me cago en la leche —rezongó Sal—. Mira, si tiro esta pared y uno el piso de tu madre con el despacho sale una casa de tres espacios. Aquí hago un cuarto de baño grande, con bañera, y donde está la cocina pongo mi estudio. Y uno de los dormitorios se convierte en comedor. Sale un piso de ricos.

—¿Y tú y mamá viviríais juntos?

—Juntos, sí.

—¿Y por qué me lo preguntas a mí?

—Porque eres el hijo, me cago en la puta. Y porque por fin has ahuecado el ala.

—¿Vas a casarte con ella?

—Ya veremos.

—¿Sí o no?

—Que te den por culo, Christmas. No me pongas contra las cuerdas —le espetó Sal, apuntándole un dedo a la cara—. Tu madre no me lo ha hecho nunca y por la leche que me han dado que a ti no te lo voy a consentir.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Tienes mi consentimiento.

Sal se sentó en su sillón y se encendió un puro.

—Así que ahora eres rico, ¿eh? —dijo poco después.

—Bastante —contestó Christmas.

—En la vida cada cual llega donde puede —dijo Sal serio y le clavó la mirada.

Luego extendió un brazo e hizo un movimiento circular, abarcando las paredes del piso con su mano negra y fuerte.

—Tu madre y yo hemos llegado hasta aquí. Y esta es nuestra vida. No permitiré que nunca le falte de nada. —Se levantó y se acercó a Christmas—. Pero te prometo que si algún día veo que no puedo darle lo que se merece… la llevaré contigo y yo desapareceré. —Luego con el dedo índice dio unos golpecitos en el pecho de Christmas—. Eso sí, hasta ese momento respeta nuestra vida, como yo respeto la tuya. Estas paredes son tan finas como el pellejo de la polla. He oído lo del apartamento.

Christmas bajó la mirada.

—Perdóname, Sal.

Sal rió y le dio un leve cachete.

—No dejes que se te suban los humos —le dijo afectuosamente—. Meoncete eres y meoncete serás, no lo olvides.

Christmas lo miró.

—¿Puedo darte un abrazo? —le preguntó.

—Como lo intentes te doy un puñetazo en la nariz —le amenazó.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Dame el puñetazo —y Christmas lo abrazó.