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Los Ángeles, 1928

Arty le insistía en que se comprara una casa como la suya. Decía que era una inversión para la vejez. Y aseguraba que esos chalets adosados que estaban construyendo en Downtown eran una ganga.

Pero Bill no pensaba en la vejez. No conseguía imaginarse viejo. No sabía por qué, pero era así. Ahí en Hollywood, Arty Short era probablemente el único que pensaba en la vejez. Según Bill, en Hollywood ni siquiera los viejos pensaban en la vejez. Por eso jamás se compraría uno de esos tristes chalets adosados, con una franja de jardín en la parte delantera, que te obligaba a saludar a los vecinos cada vez que tirabas la basura, y otra franja en la parte trasera, por cuya causa tenías que aguantar sus barbacoas dominicales. No, esa no era vida para Bill. No era la vida que se esperaba de Hollywood.

Desde que se había convertido en coproductor de las películas del Punisher, las ganancias de Bill se habían incrementado enormemente. «Conque te lo querías zampar todo tú solo, ¿eh?», le dijo a Arty después de repartir los primeros ingresos. Descontados los gastos, cada uno se quedó con casi cuatro mil dólares. Después se difundió más el rumor acerca de la pornografía nueva, violenta y real, y sus clientes aumentaron. Entre estos había también texanos, canadienses y neoyorquinos. Y no faltaban clientes en Miami. Con la segunda película cada uno ganó siete mil dólares. Y los nuevos clientes compraron además la primera película. Así, a los cuatro mil del principio se sumaron otros tres. Cuando sacaron al mercado la tercera película, había tanta expectación que Bill y Arty se repartieron veintiún mil dólares en un solo mes. Diez mil quinientos para cada uno. Eran cifras astronómicas. Y, de película en película, las ganancias aumentaban. Ahora Bill y Arty iban por su séptima película —con la última recaudaron nada menos que treinta y dos mil dólares—, y los invitaban con creciente frecuencia a las fiestas importantes. El Punisher era una estrella. Todo el mundo quería saber quién era. Por eso cortejaban a los dos productores. Pero ninguno de los dos reveló nunca la identidad del Punisher.

El nuevo ídolo del porno —había comprendido Bill tratando a esa gente— hacía exactamente lo que hacían ellos. Así era como Von Stroheim se había granjeado el apelativo de «Puerco Huno», como ya lo llamaba todo el mundo tras la publicación de las memorias de Mae Murray. Lo mismo había pasado con Roscoe Fatty Arbuckle, cuando mató a Virginia Rappe en el St. Francis, violándola con una botella. Hollywood era una máquina violadora. ¿O no eran violaciones las ilusiones que creaba y destruía en un abrir y cerrar de ojos? Por eso el Punisher tenía éxito. Porque encarnaba el espíritu de Hollywood y de los hombres que estaban en el puente de mando. El Punisher hacía física y chabacanamente lo que todos ellos hacían por otros caminos.

Bill pudo confirmarlo cuando Moll Daniel, una de las chicas que había violado en la quinta película de la nueva serie del Punisher, empezó a chantajearlo. Las otras chicas solían callar. Los quinientos dólares que Bill y Arty les ofrecían constituían una buena suma en aquella época. La promesa de recomendarlas a productores y directores hacía el resto. La esperanza de que podían verlas hombres poderosos en aquellos degradantes momentos filmados —y que en función de eso decidirían ofrecerles un papel— era uno de los ganchos que las había hecho ir a Hollywood. Luego estaba la vergüenza. Pero Moll quería algo más que esperanzas y promesas. Y no tenía vergüenza. Bill, a su manera, la admiraba. En cambio, Arty estaba aterrorizado. Fueron entonces a ver a uno de sus clientes, un conocido productor al que Arty conocía desde hacía muchos años y que trataba exclusivamente con él, y le expuso el problema. El productor, un gran admirador de la violencia del Punisher, le prometió resolverlo. Le ofrecería un papel a Moll y la convertiría en su amante, porque tenía debilidad por las pelirrojas, según dijo. Pero a cambio quería conocer la identidad del Punisher. Cuando Arty estaba a punto de contarlo todo, Bill le dio un empujón, cogió al productor por un hombro, lo llevó a un rincón del despacho y le susurró algo al oído. El productor levantó la cabeza y miró en silencio a Bill. Después asintió. Serio.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Arty en cuanto salieron del estudio.

Bill se acercó al oído de Arty y también musitó:

—Tú eres el Punisher. Hazle daño. Le gustará.

Y desde aquel día el conocido productor solo quiso tratar con Bill.

Eso era Hollywood. Arty no entendía un carajo. No era más que un chulo que sabía de cámaras.

Y como demostración de que no entendía un carajo de Hollywood, aquel mamón quería que Bill se comprase un chalet adosado, igual que un empleado de banca. No, Arty no sabía vivir, pensaba Bill aquel día, tumbado al borde de la piscina de la mansión que había alquilado en Beverly Hills. La piscina era pequeña. El jardín era pequeño. Tampoco estaba en la mejor zona de Beverly Hills. Pero había progresado mucho desde los días del Palermo Apartment House. Y había reemplazado el Studebaker por un LaSalle recién estrenado. Bill lo había comprado tras leer que el año anterior Willard Rader había lanzado el motor de ocho cilindros en V por el circuito de la General Motors en Millford alcanzando los ciento cincuenta kilómetros por hora, que era el promedio récord para un turismo. Pocos kilómetros menos que el promedio que habían marcado ese mismo año los coches de carreras en Indianápolis. Era un coche excepcional. Arty había dicho que costaba una pasta, que era una gilipollez tirar todo ese dinero en un coche. Pero Arty no sabía vivir. Bill, en cambio, sí. Por eso lo había comprado y, en cuanto podía, se iba a correr a la carretera de la costa. No había nada equiparable a la sensación de lanzarse a una velocidad endiablada por el asfalto, con el océano resplandeciendo a su derecha, rumbo a San Diego.

«Soy rico», se dijo Bill, estirándose sobre la tumbona al borde de la piscina, mientras el sol californiano le secaba el pelo, tras el chapuzón matutino. «Zorra», dijo luego mirando la portada que Photoplay había dedicado a Gloria Swanson, nominada ese año al Oscar como mejor actriz por su papel encarnando a Sadie Thompson. Soportaba a los hombres ricos, no a las mujeres. «Zorra asquerosa», recalcó y escupió sobre la revista que estaba encima de la mesilla de madera pintada. Después rió, se puso el albornoz y decidió salir a correr un rato en coche. Su LaSalle brillaba al lado de la verja.

Y en ese instante los vio.

Dos policías uniformados habían aparcado el coche patrulla delante de la entrada. Se habían apeado del coche y uno de ellos llevaba un papel en la mano. El otro se había quitado las esposas del cinturón. Bill se escondió detrás de una esquina de la casa de estilo moruno. Vio que llamaban al timbre. Una, dos, tres veces. Un sonido agudo que entraba en los oídos de Bill como un grito. Después uno de los policías —el que llevaba las esposas— miró alrededor.

—Señora, ¿conoce a Cochrann Fennore? —preguntó a una mujer que estaba entrando en la mansión de enfrente.

—¿A quién? —dijo la mujer.

—Al hombre que vive aquí —explicó el policía, señalando la casa de Bill.

El otro policía seguía fisgando por los barrotes de la verja y tocando el timbre.

—Ah, sí… ese. Conduce como un loco —refunfuñó la mujer—. ¿Están aquí por eso?

—No, señora, no es por su manera de conducir.

—¿Qué ha hecho? —inquirió la mujer.

—Cuando vivía en el Este, hace años, fue malo. El fiscal le ha reservado unas vacaciones en San Quintín —bromeó el policía.

—Nunca me ha gustado —advirtió la mujer en tono airado.

—No volverá a verlo, descuide.

—Mejor —dijo la mujer y desapareció en su mansión.

«Me han encontrado», pensó Bill, con el corazón en un puño. En un instante volvió a ver el traje blanco con el volante azul de Ruth tiñéndose de rojo y la sortija con la esmeralda y las tijeras de podar apretando el anular y el cuchillo de pescado penetrando en la mano de su padre y luego en el vientre y entre las costillas de su madre. Y vio de nuevo los dos cadáveres en el suelo y la sangre extendiéndose por el suelo y una escama de pescado flotando en el charco de sangre. Y sintió el último aliento del muchacho irlandés al que había robado la identidad y el dinero, y vio otra vez el rostro lozano de la novia de aquel buscándolo, gritando su nombre en la embarcación del Servicio de Inmigración. Y en un instante, más rápido que con su LaSalle, Bill recorrió su vida violenta, repleta de violaciones y abusos. «Se acabó», se dijo presa del pánico. Y toda la sangre que había derramado, todas las lágrimas que había arrancado, se le incrustaron en el cerebro mientras sus tímpanos eran desgarrados por el persistente sonido del timbre y por la voz áspera de uno de los policías que gritaba: «¡Cochrann Fennore, abre! ¡Policía!».

Presa del pánico, Bill entró en casa por una ventana abierta, se vistió deprisa y fue a la verja baja de la parte de atrás. La abrió, miró alrededor y enseguida empezó a correr. A correr. A correr. Hasta que cayó al suelo sin aliento. Entonces se escondió detrás de un seto y trató de respirar. Pero todo a su alrededor se teñía de rojo. La sangre salía de la tierra, de las ramas secas. El mismo cielo se estaba tiñendo de rojo. Se puso de pie y de nuevo echó a correr, a correr, a correr. Huía más de sí mismo que de la policía. Y, mientras corría —sin saber hacia dónde se dirigía ni dónde se encontraba—, comenzó a oír un zumbido en la cabeza, cada vez más fuerte. Se tapó los oídos, gritó para atajar el zumbido. Tropezó, se cayó y comenzó a rodar cuesta abajo. El follaje le hería la cara y las manos. Paró en medio de la cuesta, contra el tronco de un árbol. El impacto lo hizo doblarse en dos, intentó levantarse. Las piernas cedieron, resbaló. Y volvió a rodar. Logró agarrarse a una raíz. Jadeaba. Sin embargo, el zumbido seguía martilleando sus oídos. Vio una fugaz explosión de colores, centelleante, y después todo se volvió negro.

Y en la negrura se reanudó el zumbido, familiar. La cámara rodaba. Y él estaba allí, en el centro del plató. Sentado en un sillón rígido, incómodo. Trató de moverse. Tenía las manos y los pies atados con correas de cuero. Oía voces detrás de él. Quiso volverse pero la cabeza y la barbilla también las tenía inmovilizadas. Y de un casquete frío, que tenía puesto sobre el cráneo, goteaba un líquido aún más frío. Agua. Agua pura. El mejor conductor de la electricidad. Estaba en la silla eléctrica. Apareció Ruth. Vestida de carcelera. Se le acercaba y le acariciaba la cara. Su mano tenía un dedo amputado. Y de la herida chorreaba sangre. Ruth lo miraba con expresión arrobada. «Te amo», le susurró. Pero en ese momento un director —quizá Erich von Stroheim— se llevaba el megáfono a la boca y gritaba: «¡Acción!». Entonces Ruth mudaba de expresión. Lo miraba con ojos fríos, de hielo, y con la mano sangrante bajaba la palanca de la electricidad. Bill sintió que la descarga le recorría todo el cuerpo, mientras Ruth reía y Von Stroheim no paraba de gritar «¡Acción!» y los focos de diez mil vatios iluminaban el plató, cegándolo, y las cámaras zumbaban socarronas, rodando su muerte.

Bill gritó y abrió los ojos.

Era de noche. Continuaba agarrado a la raíz. Estaba todo a oscuras. No había una sola luz. No sabía dónde estaba.

Y tenía miedo. Como cuando era pequeño y su padre llegaba con el cinturón enrollado en la mano. Un miedo que le cortaba la respiración, que le helaba las manos, que le paralizaba las piernas. Como siempre cuando era de noche.

Y entonces, muy despacio, los ojos se le empezaron a inundar de lágrimas, que al derramarse se mezclaban con la tierra que le ensuciaba la cara y transformaban aquella en barro.

Durante toda la noche Bill permaneció aferrado a la raíz, con los pies apoyados contra una piedra, temblando, él solo con el peso de su naturaleza. Solo con el horror al que se había abandonado, desde hacía ya seis años. Y en aquella oscuridad se perdió. Comenzó su extravío. Las imágenes del pasado, el tiempo que corría, todo se mezcló y se confundió, su infancia de dolor y su juventud depravada, Nueva York y Los Ángeles, sus víctimas y sus esperanzas, su pobreza y su riqueza, la furgoneta de cuarenta dólares en la que había violado a Ruth y su velocísimo LaSalle, su rostro y la máscara del Punisher, el miedo a su padre y el que le tenía a la silla eléctrica, los sueños y las pesadillas, dando vida a una única ciénaga de arenas movedizas, oscuras y atroces, que lo absorbían hacia una oscuridad aún más oscura que la noche que no se decidía a pasar. Y que al amanecer no trajeron la luz, sino que lo dejaron atrapado en aquella negrura cenagosa que era cuanto le quedaba. Su herencia.

Bill había abierto las puertas a su locura.