52

Los Ángeles, 1927

Bill paró su Studebaker Big Six Touring de 1919 delante del toldo a rayas del Los Angeles Residence Club en Whilshire Boulevard sin apagar el motor. Acarició el volante del Big Six. Debía de brillar cuando el coche era nuevo. Casi diez años de manos lo habían opacado y cuarteado en algunos puntos. Aun así, seguía siendo un coche con clase. Un coche que en su día había sido de ricos. No como su cochambroso Ford Model T. Bill lo había comprado hacía un mes. Por ochocientos dólares. Pagados a tocateja. Sí, aunque ya tuviera sus años, el Studebaker era un coche del que uno podía enorgullecerse, pensó satisfecho mientras el portero del Residence Club le abría la puerta.

—Buenas noches, míster Fennore —dijo el portero.

—Hola, Lester —le sonrió Bill—. Llévalo a acostar —dijo y dio una palmada al capó.

El portero subió al automóvil. Bill permaneció en la acera mientras su ligero descapotable color burdeos entraba en el aparcamiento de los clientes. Bien es cierto que nadie se quedaba boquiabierto mirando el coche por la calle. Ni tampoco nadie, al verlo a él al volante, pensaba que fuese rico. Pero de todas formas era un gran paso adelante respecto a su Ford. Y si los negocios seguían prosperando, algún día podría permitirse un Duesenberg. El Model J. Un bólido capaz de alcanzar grandes velocidades. Aquel año lo habían presentado en la exposición de coches de Nueva York. Bill había mirado las fotos en una revista. Y había decidido que tarde o temprano tendría un Duesenberg. De nuevo sonrió, luego elevó la vista al quinto piso del Los Angeles Residence Club. Suite 504. No era como las suites del Whilshire Grand Hotel, situado un poco más allá, en el número 320 del Boulevard. En realidad se componía de una habitación grande dividida en dos espacios, pero sin puerta. En uno de los espacios había una cama; en el otro, dos butacas, un sofá y una mesilla. El papel pintado estaba negro en las esquinas del techo y desprendido en algunos lados. El portero del Club no llevaba uniforme con alamares como el del Grand Hotel. No había servicio de habitaciones, había que bajar a comprarse un sándwich a la tienda de enfrente y luego subirlo. Cambiaban las sábanas y las toallas una vez a la semana, el lunes, y si por ejemplo sobre ellas derramabas café o querías cambiarlas antes, tenías que pagar medio dólar extra. La criada era una vieja negra coja que únicamente hacía las camas, recogía las bolsas pringosas de los sándwiches y a menudo se olvidaba de vaciar las colillas del cenicero. No, no era una auténtica suite, por mucho que en el Club le dieran ese nombre para distinguirla de las habitaciones comunes. Y la piscina que había atrás no era más que una charca verdusca. El dueño del hotel, le había confiado Lester, era un cicatero asqueroso. «La acondicionarás solo cuando lo tengamos todo completo», le había dicho el dueño al portero. Y, por supuesto, nunca estaba completo. Sea como fuere, para Bill era un enorme paso adelante respecto a la sordidez del Palermo Apartment House. Y estaba seguro de que algún día llegaría al Whilshire Grand Hotel.

«Ha comenzado una nueva era», pensó alegre, repitiendo la frase preferida de Arty.

Bill entró en el hotel, cogió el ascensor y subió al quinto piso. Abrió las dos ventanas de la habitación, puso un poco de orden, se enjuagó la cara y revisó el pequeño armario que había en el cuarto de baño, debajo del lavabo. Estaba. Lester había cumplido su palabra. Le había conseguido una botella de whisky. No el habitual tequila mexicano. No el habitual ron. Bill cogió la botella y dos vasos y los colocó sobre la mesilla del salón. Esperaba una visita. Sonrió. Destapó la botella y se sirvió dos dedos de whisky. Arty creía que lo había invitado simplemente a tomar algo. No sabía que aquella noche discutirían de negocios. De dinero. Bill había hecho números y quería que le pagara más.

Llamaron. Al otro lado de la puerta se oyeron las risas de dos chicas. Arty había llevado compañía.

—¡Coño! —imprecó en voz baja Bill. Luego abrió la puerta, con una sonrisa radiante en los labios—. Arty, pasa —dijo.

—Hola, Punisher —dijeron al unísono las dos chicas colándose en la habitación y abrazando a Bill.

Bill las apartó molesto.

—Creía que vendrías solo —se quejó a Arty.

—¿Oye, te proponías poseerme? —respondió este, llevándose una mano a la altura de las nalgas, como para protegerse.

Las chicas rieron. Una era rubia y rellenita, tirando a gorda. La otra, flaquísima y morena. Bill las conocía. Las llamaban «las Gemelas». Estaban especializadas en papeles sáficos. A Arty le gustaban las lesbianas. Le gustaba mirarlas y luego follárselas.

—Quería hablar de asuntos de negocios —insinuó Bill.

—Pues yo quería usar la cosa —dijo Arty.

Las chicas rieron y después se besaron en la boca.

—Estoy hablando en serio —declaró Bill.

—Y yo, créeme. Que te lo diga Lola —añadió Arty y agarró la mano de la rubia y se la llevó a su verga.

La rubia gimió con fingido estupor y enseguida se echó a reír con la otra. La morena se puso detrás de Bill y le introdujo una mano entre las piernas, que subió hasta la bragueta.

—Quita —protestó Bill y le dio un empujón.

—¿Qué es eso tan importante? —preguntó Arty, poniéndose serio.

—Quiero hablar de asuntos de negocios —repitió Bill. Luego miró a las chicas—. No delante de ellas.

Arty suspiró y miró alrededor.

—Id al lavabo —dijo—. Meteos allí y no salgáis hasta que os llamemos.

—Vale, Arty —respondieron las chicas.

—Y sed buenas, niñas —bromeó Arty palpando el culo de la morena.

Las chicas rieron y se cerraron en el lavabo.

—¿Y bien? —preguntó Arty.

—Siéntate —dijo Bill. Sirvió dos generosos vasos de whisky. Levantó su vaso y lo chocó contra el del director—. ¿Cuántas películas hemos hecho ya, Arty?

—Ocho.

—Nueve contando la de hoy, ¿no es así?

—Así es.

—Tú y yo estamos comenzando una nueva era. ¿No es así? —dijo Bill, mirando al director directamente a los ojos.

—Con la de hoy, sí. —Arty rió satisfecho—. He revisado parte de lo rodado. Es un material excepcional. —Bebió—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando te metí en esto?

—Te convertiré en una estrella.

—¿Y he mantenido la promesa?

Bill sonrió.

—Sí —admitió. En efecto, en los ambientes de los ricos viciosos de Hollywood, el Punisher ya era un ídolo. Un ídolo salvaje de aquel mundo salvaje. La máscara negra de cuero que Bill se había puesto por su miedo a que lo reconocieran y lo obligaran a pagar los crímenes que había cometido en Nueva York, había sido una idea arrolladora. El Punisher no tenía rostro. Y cada uno de los espectadores podía pensar que estaba detrás de aquella máscara. Y cada uno de los espectadores podía pensar que tenía las pelotas suficientes para violar a una mujer. Para pegarle. Para tratarla como una mercancía averiada. Como una esclava. Por encima de la ley, por encima de las reglas. Más allá de toda moral. El Punisher era la voz y el cuerpo de toda la violencia innata en cada hombre. En cada macho—. Sí —repitió Bill.

—Y esto todavía no es nada, créeme —declaró Arty, quien terminó su whisky y luego se sirvió otro.

Las ocho películas anteriores habían sido rodadas conforme a un esquema tradicional. Secuencia, corte, pausa, secuencia, y así sucesivamente. Las víctimas del Punisher eran actrices profesionales, rostros —y cuerpos— ya conocidos en el mundo de la pornografía. Fingían ser violadas. Por dinero. Bill les pegaba en serio pero no como lo habría hecho en la realidad. Era una ficción. Entre una secuencia y otra, una chica debía impedir que menguase la excitación de Bill, la maquilladora pintaba de rojo las falsas heridas de las víctimas. Al principio, Hollywood recibió con gran entusiasmo las proezas del Punisher. Se conformó con la farsa. Nadie hasta entonces había llegado tan lejos en el terreno de la pornografía. Comparadas con las de Arty, las películas que habían circulado hasta entonces eran ñoñas. Pero luego se acostumbraron también a las suyas. Un par de actores y directores que compraban siempre las películas del Punisher para sus fiestas privadas comenzaron a decir que estaban aburridos de las actrices de siempre. Otros comentaron que se notaba que fingían. Y entonces a Arty se le ocurrió la idea. Todo sería de verdad. Todo realista. Sin cortes, sin pausas, sin actrices profesionales. Hacían falta chicas auténticas. Auténticas víctimas. Y todo tenía que ser como cuando había espiado a Bill, aquella primera vez, en el pabellón desierto, mientras violaba a su actriz protagonista, Frida la mexicana.

—En serio, esto no es nada —dijo Arty con énfasis—. ¿Me crees?

—Sí.

—Espera a que empiece a circular la nueva película y lo verás —continuó Arty—. Nos llenaremos los bolsillos de oro.

Bill se sirvió más bebida. En silencio.

—De eso quería hablarte —dijo.

—¿De qué?

—¿Con cuánto me quedo yo?

—¿Qué quieres, un aumento? —bromeó Arty—. Vale, está bien. ¿Mil son pocos? ¿Cuánto quieres? Puedo llegar a mil quinientos por película. ¿Te parece bien?

Bill bebió mirándolo. Sin hablar.

—¡Coño! ¡Mil quinientos!

Bill no dijo nada.

—Mil setecientos, me cago en la puta. No puedo darte más. No cubriría gastos.

Bill apuró su whisky de un trago. Chasqueó la lengua y se sirvió otra copa.

—No me pongas contra las cuerdas —dijo Arty con voz severa.

—¿Ah, sí? ¿Y qué harías? —dijo Bill riéndose.

Arty se puso de pie, irritado.

—Te he creado yo. No lo olvides nunca. ¿Quién coño era Cochrann Fennore antes de que yo… ¡yo, me cago en la puta!… lo crease? Un ayudante de maquinista. Un muerto de hambre. Y mírate ahora. Tienes un coche de lujo, esta puta suite… y mejorarás. Tu situación mejorará. —Lo apuntó con un dedo. Bajó la voz—. Pero no me pongas contra las cuerdas, te lo advierto.

Bill bebió otro trago. Sentía la cabeza ligera y una creciente exaltación. Se sentía invencible. Y también un poco ebrio.

—¿Y quién coño era Arty Short antes del Punisher? —dijo con una voz rebosante de desprecio—. Un chulo. Nada más que un chulo que rodaba malas peliculillas de zorras. Como todos los otros chulos de Los Ángeles. ¿Y qué serías ahora sin el Punisher? Un chulo, Arty. Tú eres solo un chulo, no un director. Un chulo de mierda.

Arty procuró dominar su rabia. Dio la espalda a Bill y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación.

—Mírame, Arty —dijo entonces Bill poniéndose de pie.

Arty se detuvo. Bill se le acercó y le clavó los ojos. Tenía una mirada sombría, fría, distante. Arty retrocedió ligeramente. Bill se le arrimó. Arty trató de apartar la mirada, sacudiendo la cabeza. Bill lo cogió del cuello.

—«Te convertiré en una estrella», sí, es verdad, me dijiste eso la primera vez —dijo Bill, sin soltarle el cuello—. No haces sino repetírmelo, no haces más que pensar en lo bueno que has sido conmigo. Pero nunca te preguntas lo que pensé yo antes de que tú dijeras aquellas palabras. ¿Te lo has preguntado alguna vez, Arty?

—Me estás haciendo daño… —balbuceó el director.

Bill rió.

—¿Quieres saber lo que pensé cuando te vi ahí? —Lo miró en silencio durante un instante, luego aproximó sus labios a la oreja del director—. Que te habría matado, Arty —susurró. Entonces aflojó la presión, le soltó el cuello, volvió a sentarse y se sirvió otra copa—. Deberías reflexionar sobre esto. Si no hubieras tenido tu brillante idea, en este momento serías un chulo muerto.

Arty esbozó media sonrisa y con una carcajada entrecortada se sentó frente a Bill.

—Pero ¿por qué estamos discutiendo? ¿Por qué te enfadas? ¿De qué hablamos? ¿Dos mil por película? De acuerdo, si eso es lo que…

—Desde ahora iremos al cincuenta por ciento —lo interrumpió Bill.

—¿Cómo?

—¿Te estás volviendo sordo, Arty?

—Oye, piensa en lo que dices… tengo un montón de gastos. La cinta, el personal del plató, el alquiler del pabellón…

—Descontaremos los gastos y de lo que quede nos repartiremos la mitad.

—No entiendes…

—Entiendo perfectamente. Llevaremos un libro de contabilidad y anotaremos cada alfiler. Y si el personal del plató quiere un aumento, lo discutiremos juntos. Y si hay que comprar cinta, lo haremos juntos. Y si hay que construir un escenario, contaremos cada viga y cada bote de pintura. Controlaré cada céntimo, Arty. Y como intentes jugármela, te partiré el culo y después me buscaré otro director. ¿Te queda claro? —Bill bebió otro trago de whisky.

Arty meneaba la cabeza, mirando el suelo, buscando argumentos.

—Yo… lo que no entiendes… no es solo cuestión de libros de contabilidad… todo este asunto es muy complejo. —Arty se pasó una mano por la mejilla picada de viruelas. Aspiró profundamente. Luego levantó los ojos y miró a Bill. Su cara estaba roja—. ¡Yo tengo conocidos! —gritó con voz frágil.

Bill lo agarró de las solapas de la chaqueta, a través de la mesilla, y lo atrajo hacia sí.

—Y yo tengo la polla. Tengo los cojones. Tengo la rabia, Arty. —Lo soltó—. Tengo la rabia —dijo en voz baja.

Los dos hombres guardaron silencio. Bill con una mirada de vencedor; Arty, con el cuello y la cabeza hundidos entre los hombros.

—De acuerdo —dijo al fin Arty—. Estamos asociados.

Bill rió.

—Has tomado la mejor decisión, amigo mío.

Arty sonrió, luego apuró su vaso de whisky.

—Pues entonces tenemos que celebrarlo con las Gemelas —dijo.

—Me da igual —respondió Bill encogiéndose de hombros.

—¡Zorras! —gritó Arty—. ¡Salid del lavabo!

Las chicas abrieron la puerta, sonrientes como siempre.

—Comenzad vosotras —dijo Arty y señaló la cama con la barbilla.

Las chicas se echaron riendo sobre la cama y empezaron a besarse y a desnudarse.

Arty se levantó del sillón y se puso a mirarlas. Se volvió hacia Bill.

—Ven aquí, socio —le dijo.

—No me apetece —respondió Bill—. Tíratelas tú.

Arty dio un manotazo al culo redondo de la rubia.

—Anda, socio, que aquí hay carne —bromeó. Luego dejó que las chicas lo arrastraran a la cama, lo desnudaran y lo colmaran de atenciones.

Bill bebió más. Y observó la erección de Arty. Tan rápida. Tan inmediata. Tan mecánica. Ahora que podía tener todas las zorras que quisiera, Bill ya no podía follar en privado. No se le levantaba. No se excitaba. También había intentado pegarles. Pero no conseguía tener una erección decente.

La morena se había colocado un falo postizo en la ingle y estaba penetrando a la rubia por atrás, mientras esta chupaba la verga de Arty.

—Debes hacer que te pongan un espejo —dijo Arty a Bill.

—Sí —respondió Bill, distraídamente, y bebió más. La botella casi se había terminado. Únicamente en el plató no fallaba nunca. Ya no era la violencia. Lo que ahora lo excitaba era el zumbido tenue de la cámara. La fama.

—Tráelo aquí —decía entretanto Arty a la morena.

La chica se levantó de la cama y se acercó a Bill, a pasos lentos, provocadores, mientras el rígido falo postizo se balanceaba. Paró delante de él, con el falo erguido, a la altura de la cara de Bill.

—¿Nunca lo has hecho con un hombre? —le preguntó pasándose una mano por sus tetas minúsculas.

Bill se puso de pie de un salto y le asestó un puñetazo en la cara.

—¡Vete a tomar por culo, zorra! —gritó. Luego empezó a darle patadas.

—¡Cochrann! ¡La leche que te han dado, Cochrann! —clamó Arty—. ¡No me la destroces, coño!

Bill se detuvo, jadeante. La cabeza le daba vueltas. Había bebido demasiado. La chica seguía en el suelo, agazapada en posición fetal para protegerse de las patadas.

—Largaos —ordenó Bill con la voz pastosa por el alcohol.

—Cochrann, ¿qué coño te pasa? —inquirió Arty, dando un empujón a la rubia y sentándose en la cama.

—¡Fuera! —gritó Bill. Tenía la mirada nublada y los ojos rojos. Se tambaleaba.

La morena se levantó del suelo, se llevó una mano al labio. Le sangraba ligeramente. Se quitó el falo postizo y comenzó a vestirse, la rubia hizo lo mismo. Arty estaba sentado en la cama y movía la cabeza. Luego suspiró, se incorporó y se vistió.

—Mañana estaré en montaje —indicó Arty mientras abría la puerta de la habitación—. ¿Quieres pasarte a echar una ojeada?

Bill asintió sin mirarlo.

Arty y las chicas salieron y cerraron la puerta.

En cuanto se quedó solo, Bill se dejó caer sobre la cama. Con la cara hundida en la almohada. Con los ojos cerrados. La oscuridad en la que se estaba abismando giraba como un torbellino. Y enseguida en aquel torbellino negro empezó a formarse la imagen de una mujer. De una chiquilla. Con un vestido blanco, con franjas azules. Un vestido de escolar. Y largos rizos negros que le caían sobre los hombros. Una chiquilla de trece años. Ruth. Al principio Bill tuvo miedo de que fuese una de sus pesadillas recurrentes. Ruth lo mataría una vez más. Pero ahora la chiquilla judía le sonreía y después se desnudaba. Y su vestido estaba hecho jirones, como si al quitárselo lo desgarrase.

Bill se llevó una mano a la ingle y se desabrochó los pantalones, boca arriba como se encontraba. Y comenzó a acariciarse la verga.

Y, a medida que Ruth se desnudaba, Bill la veía sangrar. Pero no pasaba nada. No se excitaba. Luego, sin embargo, cuando ya iba a retirar la mano de su miembro inerte, en la cabeza de Bill sonó un zumbido, lento y quedo, de obturador que se abría y cerraba rítmicamente, de cinta que corría por las guías dentadas, grabando. Y entonces sintió un cosquilleo placentero entre las piernas. Y el miembro se le endureció.

Y mientras se tocaba, con creciente frenesí, se imaginó que estaban rodando aquella primera noche de violencia. Aquella magnífica noche en que había descubierto su naturaleza. Hasta que alcanzó el orgasmo.

Entonces permaneció inmóvil unos minutos, al tiempo que el líquido caliente que había expulsado se pegaba en su mano, en su vientre y en la cama. Luego se dio la vuelta. Levantó el auricular y esperó.

—Dígame, señor Fennore —chirrió la voz del portero.

—Dile a la negra que venga a cambiar las sábanas, Lester —dijo Bill.

—¿Sabe que no es lunes, verdad, señor Fennore?

—Medio dólar, sí, lo sé, Lester —respondió Bill y colgó.