Los Ángeles, 1927
Querido Christmas:
Hace poco supe que me escribiste. Nunca recibí tus cartas. Tampoco tú las mías. Por culpa de mi madre. Mi padre me ha pedido que no la odie. Pero no sé lo que siento.
Siento frío y calor a la vez, me tiemblan las manos, tengo un nudo en el estómago que no sé cómo llamar, estoy confundida y asombrada y quisiera gritar y reír al mismo tiempo.
Por ahora, me conformo con llorar.
Es una liberación llorar de este modo, ¿sabes? Llorar todas las lágrimas que guardo, sin contenerlas, sin meterlas en hielo, sin miedo de que mi vida se desborde de los cauces.
Resulta gracioso. Tengo la impresión de estar sentada en nuestro banco, contigo. También entonces tenía frío y calor a la vez, también entonces me temblaban las manos, tampoco entonces sabía cómo llamar a aquella emoción que me hacía un nudo en el estómago.
Pero tú estabas allí conmigo. Y yo no tenía mucho miedo.
Después todo ha sido muy distinto. El calor ha desaparecido de mi vida y de mi cuerpo, para ser reemplazado por un hielo paralizante. He prohibido a mis manos que tiemblen, apretándolas contra el asiento de aquel tren que me apartaba de ti. No he vuelto a tener ganas de reír. Solo de gritar. Pero nunca lo he hecho. Sencillamente, he esperado. Te he esperado a ti, una carta, un gesto tuyos. Una señal que me dijera que vendrías a salvarme por segunda vez, que nos sentaríamos de nuevo en nuestro banco, que me ayudarías a romper el terrible hechizo que me ataba a aquella noche en la cual una niña se descubrió vieja sin haber sido nunca mujer.
Sin embargo, tus cartas no llegaron. Y un día dejé de esperar. Mis manos soltaron la boya y me abandoné a aquellas aguas oscuras y gélidas, a la deriva, ya sin deseo de alcanzar la orilla.
En nuestro cuento abundan los dragones y las brujas malas. Y yo ya soy demasiado mayor para atreverme a enfrentarme a ellos e ir a buscarte. Me da miedo encontrarte sentado en aquel banco con otra. Me da miedo que aquel banco ya no exista. Me da miedo que te hayas olvidado de mi nombre. Me da miedo que no tengas tiempo de escuchar lo que debo contarte. Me da miedo no saber cómo contártelo.
Pero me imaginaré esas palabras tuyas que nunca he leído. Y dejaré que me den calor. Cada vez que tenga miedo, cada vez que oscurezca. Cada vez que tenga ganas de reír.
Perdóname si no sé hacer nada mejor. Perdóname por no haber tenido fe. Perdóname por haber dejado que el dragón corrompiese nuestro cuento. Perdóname por no haber sido capaz de crecer, sino solo de convertirme en una vieja. Perdóname por no haber sabido creer en nosotros.
Pero nosotros hemos existido. Y en mi interior existiremos siempre.
Ahora me levanto del banco, Christmas. Christmas. Christmas. Christmas. Es bonito decirlo. Te amo. Tuya, y nunca tuya,
RUTH
Ruth dobló la hoja en dos. Luego la desgarró, una y otra vez, hasta que la redujo a trozos tan pequeños como confetis. Entonces se asomó a la ventana y los arrojó al aire.
Un transeúnte que pasaba por la acera de Venice Boulevard, alzó los ojos y vio a una muchacha morena en la cuarta planta de un edificio, observando inmóvil una breve nevada de papel. Y aunque desde aquella distancia no podía distinguirle los ojos, tuvo la certeza de que la muchacha estaba llorando. Comedidamente. Con la dignidad propia de un dolor grande, profundo.
—Tu modelo de hoy ha telefoneado para decir que no puede venir a los estudios —dijo Clarence entrando en la habitación.
Cuando Ruth se volvió, tenía los ojos secos. Y una expresión afligida pintada en el rostro.
El señor Bailey bajó la mirada, como habría hecho si al entrar en la habitación la hubiese encontrado desnuda.
—Perdóname… —se excusó en voz baja.
—¿Así que tengo el día libre? —bromeó Ruth.
—No —dijo Clarence—. Quiere que vayas a su casa.
Ruth se puso tensa.
—Es una buena persona —añadió Clarence.
Los ojos de Ruth deambularon por la habitación.
—Es raro… pero es una buena persona. —El señor Bailey se acercó a Ruth—. Va a enviar a su chófer, pero si lo prefieres, saco el coche y te llevo yo.
—No, está bien… —Ruth abrió su macuto y revisó las cámaras fotográficas.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Clarence.
Ruth se volvió a mirarlo. Sabía que no se refería a la sesión fotográfica. Movió la cabeza y le sonrió. Después lo abrazó.
—Gracias —dijo.
El señor Bailey le acarició el pelo. En silencio. Largamente. Como si el tiempo se hubiese detenido.
Y Ruth sintió una especie de paz que menguaba su dolor y su confusión. Había creído que Christmas la había olvidado. Había dudado de él. Porque estaba sucia y solo veía suciedad, se dijo. Aquel era su mayor dolor. No había tenido confianza en Christmas. «Yo te he traicionado —pensó. Y se sintió aplastada por un peso enorme—. No te merezco.»
Se deshizo del abrazo. Miró al señor Bailey.
—Nunca he fotografiado a una persona tan importante —le dijo.
Clarence le sonrió.
—Hablo en serio —dijo Ruth.
—Tiene una cara como todo el mundo. Dos ojos, una nariz y una boca —dijo el señor Bailey.
Ruth suspiró.
—¿Y si mis fotos le parecen repugnantes?
—Obsérvalo y luego dale la luz apropiada —sugirió el señor Bailey.
Ruth iba a decir algo, pero justo en ese instante la puerta de la habitación se abrió y apareció Odette.
—El chófer de míster Barrymore ha llegado.
—Vete —dijo Clarence. Se agachó, recogió el macuto de Ruth y se lo alargó—. Dos ojos, una nariz y una boca —repitió.
Ruth sonrió insegura, asió el macuto con las cámaras fotográficas y se dirigió hacia la puerta.
—Clarence —dijo volviéndose—, ¿puedo quedarme aquí?
El señor Bailey puso cara de sorpresa.
—Sé que ya gano lo suficiente para alquilar un piso —prosiguió Ruth—, pero me gustaría quedarme en esta habitación. ¿Puedo?
Clarence rió.
—Márchate, deprisa —le dijo.
El chófer le abrió la puerta del lujoso vehículo, como antaño hacía Fred. Ruth entró en el habitáculo, se sentó en el asiento de piel y estrechó el macuto.
Cuando llegaron a la mansión, un ama de llaves hispana se acercó a hablar en voz baja y preocupada con el chófer, mientras miraba de vez en cuando a Ruth.
—¿Bueno, empezamos? —tronó una voz profunda desde el interior de la mansión. Y después apareció John Barrymore, «El gran Perfil», como lo llamaban todos en Hollywood por su nariz perfecta. Vestía una bata de raso y estaba despeinado.
El ama de llaves volvió a mirar a Ruth. Inquieta.
—Ha bebido… —dijo quedamente.
—¿Eres tú quien debe fotografiarme? —dijo John Barrymore—. Venga, apresurémonos —y entró en la casa.
Ruth vaciló unos segundos, con el macuto en la mano, luego pasó a la mansión.
El gran actor estaba arrellanado en un sillón del salón. Tenía cuarenta y cinco años y poseía una apostura tan dramática como natural. John Barrymore no pareció percatarse de la presencia de Ruth. Miraba al vacío, con una expresión perdida, lejana. Como si no estuviese allí.
Ruth se arrodilló en silencio y cogió su Leica. Le tomó una foto. De perfil. De aquel perfil perfecto, maculado por un mechón de pelo despeinado sobre la frente. Y de aquellos ojos dramáticos que no miraban nada.
Barrymore se volvió. Y miró a Ruth, como si solo en ese momento la viera, y en su atractivo rostro se dibujó una sonrisa remota.
—A traición, ¿eh? —bromeó.
—Discúlpeme —dijo Ruth incorporándose.
John Barrymore rió.
—Pues te llamaré Traidora. Soy famoso por encontrar apodos.
—¿Puedo tomarle alguna más así? —le preguntó Ruth.
—Claro, soy tuyo, Traidora —respondió Barrymore y, sonriendo, se colocó en pose.
Ruth bajó la cámara fotográfica.
—No sonría.
—¿No quieres que mis admiradoras me vean feliz?
Ruth no respondió y lo miró intensamente.
Barrymore no dejó de sonreír con los labios, pero sus ojos se apagaron y se volvieron pensativos.
Ruth tomó una foto y cargó la cámara de nuevo.
Barrymore se volvió y le dio la espalda. La luz que entraba por la amplia ventana del salón alumbraba los alborotados mechones de la estrella. Tenía encorvados sus hombros anchos y rectos. Y los puños apretados.
Ruth disparó otra foto.
Barrymore se volvió a mirarla. Tenía una bonita boca, sensual, casi de adolescente, ligeramente abierta. Y los ojos extraviados.
Ruth disparó una foto más. Y cargó.
—Voy a vestirme —dijo Barrymore levantándose y dirigiéndose a una habitación contigua.
Ruth esperó unos segundos, luego lo siguió.
Barrymore estaba en una habitación en penumbra. Solo un haz de luz, que se filtraba por dos gruesas cortinas, iluminaba parcialmente sus pies desnudos, una botella que había en el suelo y sus manos, juntas, como si estuviera rezando. Tenía la cabeza gacha y miraba la botella, inmóvil.
Ruth abrió el obturador al máximo. Reguló el tiempo de exposición. Se apoyó contra el marco de la puerta, para reducir al mínimo el movimiento. Y luego tomó la foto.
Barrymore no reaccionó.
Ruth entró en la habitación, abrió ligeramente las cortinas, de manera que la luz diese también sobre el pelo revuelto hacia abajo de la estrella. Se arrodilló a un lado de Barrymore y le tomó una foto. A continuación se colocó en una posición más frontal y le hizo otra.
—Míreme —dijo.
Barrymore solo alzó los ojos.
Ruth disparó una vez más.
—Nunca te dejaré publicarlas, ¿a que ya lo sabes, Traidora? —dijo Barrymore con su voz cálida, velada de melancolía. No había arrogancia en su mirada, ni agresividad.
Ruth disparó de nuevo.
—Se las regalo —dijo—. Puede hacer lo que quiera con ellas.
—Las romperé —aseguró Barrymore.
Ruth disparó una más.
—Esta mañana yo también he roto algo —dijo, sorprendiéndose de su confesión.
—¿Qué?
—Algo que no quería ver. —Sus ojos, detrás de la máscara de la Leica, se humedecieron mientras cargaba.
Barrymore se inclinó. Le arrancó de la mano la cámara fotográfica, la encuadró en el objetivo y le tomó una foto.
—Perdóname, Traidora —le dijo devolviéndole la cámara—. Estabas muy guapa.
Ruth se ruborizó y se incorporó.
Barrymore rió.
—Te he pillado, ¿eh?
Ruth no respondió.
Barrymore se levantó de la silla, le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Dame cinco minutos. Me visto y haremos fotos que podremos enseñar. —La miró—. No sonreiré, te lo prometo.
Ruth regresó al salón. Se sentó en el sillón donde antes se había abandonado John Barrymore. Procuró sentir su calor. Y luego recordó los confetis que volaban sobre Venice Boulevard. La carta que nunca se atrevería a enviarle a Christmas. «Te encontraré», había dicho Christmas hacía más de tres años en la Grand Central Station. Ruth se lo había leído en los labios. Y desde aquel día había esperado que la encontrase. Y seguiría esperando. Porque no tenía valor para dejarse encontrar. «Tuya, y nunca tuya», se dijo.
En la hora que siguió John Barrymore posó con paciencia, adoptando todas las expresiones tenebrosas que lo habían hecho famoso. Sin embargo, ni en una sola foto mostró las tinieblas que Ruth le había robado antes.
Al día siguiente Ruth reveló las fotos. Todas. Entregó a Clarence las oficiales y luego fue a la casa de Barrymore.
—Aquí tiene el negativo y las fotografías que le tomé sin su permiso —le dijo—. Nadie las ha visto.
Barrymore las miró.
—Eres buena, Traidora —dijo—. Yo soy este.
Entonces Ruth sacó de su macuto una foto y se la tendió.
Barrymore la miró. Era la foto que le había tomado a Ruth.
—Y yo soy esta —dijo—. Cuando rompa las suyas, rómpala también.
Mientras Ruth se alejaba, Barrymore dio la vuelta a la foto y en el reverso leyó: «A Christmas. Tuya, y nunca tuya, la Traidora».