Manhattan, 1927
—¡Adelante, negros! —gritaba Cyril desde el tejado de un edificio de la calle Ciento veinticinco—. ¡Este trabajo podría hacerlo hasta un blanco! ¡Adelante, negros! —gritaba a los diez hombres que había reclutado, los más fuertes del barrio.
El cable de acero que Karl había cogido de la ferretería de su padre estaba enganchado a una estructura de metal en forma de pirámide alargada. La estructura —que se componía de una serie de barras de hierro verticales, horizontales y oblicuas fijadas unas a otras con tornillos, tuercas y pernos— chirriaba de manera atroz mientras los negros la subían hacia el tejado, bufando como toros por el esfuerzo.
—¡Adelante, negros! —seguía azuzándolos Cyril, que había tardado un mes en construir la estructura.
Christmas y Cyril presenciaban la escena desde la acera, junto a un reducido grupo de parroquianos, integrado exclusivamente por negros, además de María, que se apretaba al brazo de Christmas, tensa y conteniendo el aliento como todos los restantes espectadores.
—¿Por qué no la habéis construido sobre el tejado? —preguntó María a Christmas.
—¡Porque Cyril es más terco que una mula! —saltó Karl, dando una patada a un trozo de asfalto partido por el hielo.
—Vamos arriba —dijo Christmas y fue hacia el portal del edificio. Subió las cinco plantas del bloque donde vivían apiñadas varias decenas de familias y llegó al tejado, seguido por María y Karl, justo cuando la estructura de metal se atascaba con el diente inferior de la última cornisa.
—¡Adelante, negros! —gritó Cyril asomándose por la cornisa.
Los diez negros tiraron con fuerza del cable de acero.
La estructura golpeó las molduras y las descuajó, arrojando sobre la gente que había abajo una granizada de yeso y cemento.
—¡No podemos! —gritó con la voz quebrada por el esfuerzo uno de los diez negros.
—¿Tendré que azotaros como hacían los amos con vuestros abuelos? —gruñó Cyril—. ¡No abandonéis! ¡No abandonéis ahora! ¡Ya lo tenemos!
Christmas y Karl se unieron a los negros y tiraron, con todas sus fuerzas. La estructura volvió a chirriar, se empinó y giró, invirtiéndose, con la punta hacia abajo.
En la acera se elevaron los gritos inquietos de los espectadores.
La estructura osciló de nuevo y los negros soltaron el cable, durante un instante. Dos resbalaron y cayeron sobre el tejado, arrastrados por la estructura. Mientras los otros conseguían sujetar el cable, Christmas sintió un punzante escozor en las palmas de las manos. Gritó pero no soltó el cable, que se tiñó de sangre.
—¡Adelante, intentadlo otra vez! —ordenó Cyril—. A la de tres. Todos a la vez.
Los dos negros que se habían caído se levantaron. Agarraron el cable.
—¡Uno… dos… tres! —gritó Cyril—. ¡Ahora! ¡Con todas vuestras fuerzas, negros!
El cable se movió, bajo el impulso. La estructura volvió a subir, pero de nuevo se atascó en la cornisa, meciéndose espantosamente.
—¡No podemos subirlo! —exclamó uno de los negros, con el rostro demudado por el cansancio y brillante de sudor a pesar del frío.
—Bajémosla —dijo jadeando otro.
—¡No! —gritó Cyril.
—¡No pueden, Cyril! —bramó Karl fuera de sí.
Cyril miró alrededor.
—Atemos el cable a aquel cañón de chimenea —propuso—. Tomaos un descanso y luego seguiremos.
—Abrazadera y llave del veintitrés —dijo Karl.
Pasaron el cable alrededor de la estructura de cemento, luego uno de los negros puso la abrazadera y apretó los pernos, hasta fijar el cable. Todos se dejaron caer sobre el alquitrán del tejado, jadeando.
Christmas se miró las manos. Sangraban. María rasgó un pañuelo, del que sacó dos trozos, y se las vendó.
—Toma, chico —dijo un negro gigantesco, lanzándole unos guantes—. Tengo dos pares.
—Ya había dicho que haría falta una grúa —refunfuñó Cyril.
—Y yo te dije que la hicieras sobre el tejado —repuso Karl.
Cyril se encorvó, sin responder. Se asomó por la cornisa y meneó la cabeza, con gesto atribulado.
Christmas se le acercó. Se acodó en la cornisa y permaneció callado.
—Nunca lo conseguiremos —dijo en voz baja Cyril, pasados unos instantes.
Christmas miró la estructura que se balanceaba en el vacío, unos tres metros más abajo.
—Nunca lo conseguiremos —repitió Cyril.
—Esperadme aquí —dijo entonces Christmas—. No hagáis nada hasta que vuelva. —Miró a los diez negros—. ¿Alguno de vosotros tiene una bicicleta que me pueda prestar? —preguntó.
El negro gigantesco que le había dado los guantes se levantó, se acercó hasta el lado de la cornisa donde se encontraba Christmas y se inclinó hacia la acera.
—¡Betty! —gritó—. ¡Dale la bici a este blanco! —Luego se volvió hacia Christmas—. Ve, chico. Mi mujer se apaña.
Christmas le sonrió y bajó disparado las escaleras agrietadas del ruinoso edificio. Una vez en la calle, una mujer cuya tez centelleaba como ébano lustrado, con dos ojazos expresivos, entró en un semisótano y un momento después salió con una bicicleta vieja y oxidada. Christmas montó en el sillín y miró hacia arriba.
—¡Volveré pronto! —gritó a Cyril, Karl y María.
Enseguida comenzó a pedalear con todas las fuerzas que tenía en las piernas, sin parar en los cruces, con el viento alborotándole el mechón rubio. Y pedaleó por todo Manhattan, recorriéndolo hasta el muelle trece.
En una enorme nave encontró lo que buscaba. Los hombres estaban sentados en círculo y se contaban chistes, riendo.
—Señor Filesi —dijo Christmas, respirando con dificultad—, necesito su ayuda.
El padre de Santo lo recibió con una sonrisa y se levantó de su silla.
—Este muchacho es amigo de mi hijo —dijo presentándolo a sus amigos—. Él es quien le regaló la radio por la boda. Se llama Christmas.
Los otros estibadores saludaron a Christmas.
—¿Gustas? —dijo el señor Filesi, señalando una botella de vino que uno de los estibadores había sacado de un escondrijo que había en la pared de la nave.
Christmas, sin aliento, doblado en dos, apretándose con una mano el bazo, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Bueno, ¿de qué se trata? —dijo el señor Filesi, serenamente.
—¿Es verdad que usted puede levantar un quintal con una sola mano? —le preguntó Christmas.
Media hora después el señor Filesi, junto con Tony —el padre de Carmelina, la esposa de Santo— y otro estibador llamado Bunny, pararon la furgoneta bajo el edificio de la Ciento veinticinco, de donde pendía la estructura de hierro que había construido Cyril. Miraron al grupo de negros y después alzaron la vista, los tres rascándose la cabeza.
—Sobresale —dijo el señor Filesi.
—Sobresale —repitió Tony.
—¿Cuerda y carriles? —preguntó el señor Filesi.
—No hay otra forma —repuso Tony.
—Cuerdas y carriles —indicó Bunny y abrió la puerta de la furgoneta. Se puso al hombro un largo rollo de cuerda, húmedo y del color verdusco de las algas, y cogió dos barras de hierro que sobrepasaban su estatura—. ¿Es suficiente? —preguntó.
—Es suficiente —contestó el señor Filesi.
—Salgo yo y tú pescas —propuso Tony.
—Ni hablar —dijo el señor Filesi—. Christmas es amigo de mi hijo. Salgo yo y tú pescas. —Después se encaminó con decisión hacia el portal del bloque, seguido por las miradas del grupo de negros, cuyo número había aumentado en el ínterin.
—Buenos días a todos —dijo el señor Filesi con una sonrisa en los labios cuando estuvo en el tejado. Luego se inclinó por la cornisa, de nuevo se rascó la cabeza y al volverse recorrió con la mirada a los diez negros, que se habían levantado—. Él —dijo señalando con porte profesional al negro gigantesco que le había dado los guantes a Christmas.
El negro se apartó de los demás y se acercó al señor Filesi, que le llegaba más o menos a la mitad de la cintura.
—De pequeño debiste de hincharte a filetes, ¿eh? —bromeó el señor Filesi dándole una palmada en el hombro—. Bueno… ¿cómo te llamas?
—Moses.
—Moses, tú eres el pilar, ¿vale?
—¿Qué es el pilar? —preguntó Moses.
Tony cogió la cuerda que tenía Bunny y la ató alrededor del tórax de Moses.
—El pilar es el que sujeta al saliente.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Moses.
El señor Filesi agarró una barra y con un golpe seco partió una esquina de la cornisa. Con el cemento que había arrancado trazó una X sobre el alquitrán, a un paso y medio de la cornisa.
—Tienes que ponerte aquí y no moverte ni un milímetro. —Lo miró a los ojos—. ¿Puedo fiarme de ti, Moses?
—No me moveré.
—Te creo —dijo el señor Filesi—. Yo soy tu saliente y el saliente debe fiarse del pilar. Bunny es el puntal. Y mi compadre, Tony, es el pescador. Ahora somos un equipo.
Tony cogió la cuerda y la bajó desde la cornisa, midiéndola con los brazos. Luego la subió y se la ató al señor Filesi por la cintura y por debajo de la ingle, formando un arnés.
—Listos —dijo.
Bunny apoyó los pies en la cornisa y luego se estiró, hasta abrazar a Moses a la altura de la cintura, como en un extraño paso de baile.
—Sujétame tú también, pero no se te vaya a ocurrir ninguna tontería. Como intentes tocarme el culo, te arranco la picha —dijo.
El señor Filesi y Tony rieron. Y entonces también Moses rió y asió los poderosos brazos de Bunny.
—Listo —dijo Bunny.
—Listo —dijo Moses.
El señor Filesi subió a la cornisa.
—Tensad el cable de acero —indicó a los negros—. Y cuando os dé la señal, tirad.
Tony cogió la cuerda y el señor Filesi comenzó a descolgarse en el vacío. El gentío que había en la acera contenía la respiración. Christmas apretaba la mano de María.
Cyril se acercó a Karl.
—Tenías razón —le dijo—. Lo siento.
—Olvídalo —contestó Karl, sin apartar la vista del señor Filesi, que, tras bajar muy despacio, sobrepasó la estructura pendiente.
—Listo —dijo el señor Filesi.
—Ya es todo vuestro —indicó Tony a Bunny y Moses.
—Ahora es ligero, pero no dejes que te engañe, luego pesa —advirtió Bunny a Moses.
—No voy a moverme de aquí —le tranquilizó Moses.
—Listo —dijo Bunny.
Tony cogió entonces las dos barras, una con cada mano, y las bajó hacia el señor Filesi, pasándolas entre la cornisa y la estructura. Sujetándose en horizontal, con los pies apoyados en el edificio, el señor Filesi agarró los extremos de las dos barras, uno con la derecha y el otro con la izquierda, dobló las piernas, apretó las mandíbulas y estiró las piernas, tirando simultáneamente de las dos barras hacia fuera. La estructura se apartó del muro del edificio y quedó apoyada sobre las dos barras paralelas.
—Carriles colocados —dijo el señor Filesi con la cara morada por el esfuerzo.
—¿Aguantas? —preguntó Tony.
—¡Que te den! ¡Da ya la orden, coño!
—Es que me gusta verte tan colorado, me recuerdas a una botella de vino —bromeó Tony.
—Gilipollas —respondió el señor Filesi con una sonrisa.
—Cuando dé la señal, comenzad a tirar —dijo entonces Tony a los negros—. Despacio, sin violencia. Y no vayáis a soltar el cable, porque despachurraríais a mi compadre contra la acera… —repuso serio, y enseguida se inclinó de nuevo hacia el señor Filesi—. Por si no nos volvemos a ver, quería decirte que has sido un buen amigo —bromeó.
—Que te den, Tony.
—¡Ahora! —gritó Tony.
La estructura, chirriando sobre los carriles, empezó a subir sin atascarse en la cornisa, pues la fuerza del señor Filesi hacía que se mantuviera a cierta distancia. Cuando hubo llegado al borde superior de aquella, Tony se volvió hacia los negros.
—¡Parad! ¡Mantened el cable tenso! Suelta los carriles —indicó al señor Filesi, cogió las barras, las pasó por el otro lado de la cornisa y las dejó en el suelo—. Bunny, recupera al saliente —dijo al fin.
—Retrocede —dijo Bunny a Moses—. Despacio.
Moses comenzó a recular, tirado por Bunny. El señor Filesi, ayudado por Tony, reapareció en el tejado.
—Mantenedlo todavía tenso —dijo el señor Filesi a los negros que sujetaban el cable de acero—. Adelante, pescador —dijo luego a Tony—. Subamos el pescadito.
—Os echo una mano —sugirió Moses.
—No, Moses, no eres del oficio —respondió el señor Filesi—. Adelante, Tony —dijo mientras aferraba la estructura por un extremo.
Tony fue al extremo opuesto.
—Listo. ¿Torsión a la derecha?
—¿Y dónde quieres hacer la torsión?
—Tú cargas con todo el peso. Ya estás viejo —se burló Tony.
—Si no te callas, voy a terminar subiéndola solo.
—Listo.
—¡Ahora!
El señor Filesi y Tony, gimiendo por el esfuerzo, pero con la ligereza de dos bailarines bien sincronizados, hicieron girar la estructura, aprovechando el canto de la cornisa, y en un abrir y cerrar de ojos aquella cayó estruendosamente sobre el tejado, dejando su huella sobre el alquitrán. Los dos estibadores, satisfechos, se dieron uno al otro una palmada en el hombro y, como si no hubieran hecho nada especial, se sacudieron el polvo del mono de trabajo, mientras Christmas, María, Karl, Cyril, Moses y los otros nueve negros aplaudían, junto con el gentío congregado en la acera.
—¿Queréis que os enderecemos este chisme o ya os arregláis vosotros? —preguntó el señor Filesi a Christmas, con una sonrisa jocosa.
—Sin vosotros jamás lo habríamos conseguido —le dijo Cyril—. Aunque seáis blancos…
El señor Filesi se encogió de hombros.
—No es cuestión de piel. Solo es oficio —repuso con modestia. Luego se volvió hacia Moses y le apuntó un dedo al pecho—. Cuando quieras, tienes trabajo en el muelle trece. ¿Qué opinas, Tony? Es un novato, pero no está demasiado enclenque.
—Sí, podría valer… aunque no es más que un negro —dijo Tony guiñándole un ojo a Cyril.
Moses rió.
—Gracias —respondió.
—Por curiosidad… —dijo entonces el señor Filesi—, ¿para qué coño es este trasto?
—Es nuestra estación de radio —contestó orgulloso Christmas.