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Manhattan, 1927

—Estáis despedidos —dijo Neal Howe, director general de la N. Y. Broadcast, al tiempo que, sentado detrás del escritorio de cerezo taraceado, limpiaba sus gafitas redondas con un inmaculado pañuelo de lino en el que destacaban sus iniciales. Tenía la cara chupada, surcada por venillas que formaban una imperceptible telaraña en las mejillas. Y la piel del cráneo —bajo su escaso pelo— lucía colorada. Vestía un traje gris hecho a medida impecablemente planchado, y en la solapa de la chaqueta llevaba prendidas condecoraciones militares. Una vez conforme con la limpieza de las gafas, se las caló y miró atentamente a Christmas y a Karl, que estaban de pie delante de él—. Os preguntaréis por qué me he tomado la molestia de comunicároslo personalmente —y sonrió con animosidad. Los apuntó con un dedo, cuya uña era puntiaguda—. Pues porque lo que habéis hecho, si estuviésemos en guerra, se llamaría insubordinación. Y seríais sometidos a consejo de guerra.

—¿Quiere colgarnos? —preguntó Christmas, con las manos en los bolsillos y mirada insolente. Miró a Karl con el rabillo del ojo y le sorprendió lo pálido y paralizado que estaba.

El director general reaccionó airado.

—No te hagas el graciosito, jovenzuelo —dijo con voz cortante—. Y, cuando estés en mi presencia, sácate las manos de los bolsillos.

—¿Qué me haría si no obedezco? —repuso Christmas—. ¿Me despediría?

El rostro antipático del director general se puso lívido.

—Señor Howe, escúcheme, se lo ruego —intervino Karl con voz débil—. El muchacho no tiene nada que ver en esto. La idea fue mía. Él ni siquiera sabía que lo emitiría… no puede tomarla también con él…

—¿Que no puedo? —El director general comenzó a reír.

—Lo que quería decir, señor, es que…

—Olvídelo. —Christmas interrumpió a Karl poniéndole una mano en el brazo—. Quiere obligarnos a rogarle, pero luego de todas formas nos despedirá. Es su juego. ¿No se da cuenta? No lo hace por ningún sentido de la justicia. Disfruta humillándonos. No pierda el tiempo y no le dé esa satisfacción. Vámonos…

—¿Cómo te atreves, muchacho? —prorrumpió el director general, poniéndose de pie, con la cara roja.

—Calla ya, vejestorio —se rió en su cara Christmas y se dio la vuelta para salir—. ¿Viene, míster Jarach?

Karl lo miró con ojos nublados, como si le costase comprender lo que estaba pasando.

—¡Turkus! ¡Turkus! —gritó el director general.

En el despacho apareció un hombre con la cara marcada a puñetazos. Vestía el uniforme de los guardas de seguridad.

—¡Échalos de aquí a patadas! —bramó histéricamente el director general.

El guarda alargó una mano hacia Christmas.

—Como se te ocurra rozarme con un dedo, Lepke Buchalter te clavará un rompehielos en el cuello —dijo Christmas, con expresión feroz.

El hombre lo miró con indecisión y contuvo la mano.

—¿Quieres que por la mañana los policías encuentren tu cadáver dentro de un coche abandonado en una parcela en construcción en Flatbush? —siguió diciéndole Christmas al guarda de seguridad. Después se volvió hacia Karl—. Vámonos, míster Jarach. —Lo agarró con determinación por un brazo y lo arrastró hacia la salida, pasando al lado del guardia, que se había quedado inmóvil y abochornado.

—¡Turkus!

—Adiós, vejestorio —dijo riendo Christmas al salir del despacho, seguido por Karl.

—¡Jarach, me encargaré de que ninguna radio lo contrate, se lo juro! —bramó, con la cara morada, el director general—. ¡Turkus, como no los eches a patadas también estás despedido!

El guarda de seguridad salió y dio alcance a Christmas y Karl en los ascensores.

—No volváis a aparecer por aquí —gruñó.

—Vale, muy bien, ya has salvado la cara. Y ahora piérdete de vista —le espetó Christmas a la vez que entraban en el ascensor y cerraba la reja—. A la planta baja —dijo al ascensorista.

Y mientras el ascensor bajaba chirriando, Karl se permitió formular el pensamiento que había procurado mantener alejado. Se había acabado. Su despacho en la séptima planta lo ocuparía otro directivo. Los escalones que con tanta dificultad había subido, negándose una vida privada, diversiones y distracciones, entregándose por entero a su ascenso, al trabajo, a la radio, todo se había ido al traste. Karl Jarach se convertiría en lo que por nacimiento le correspondía ser.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Christmas al verlo tambalearse cuando salieron del ascensor.

Karl asintió, sin hablar.

—Gracias por lo que ha hecho —añadió Christmas—. Ha sido bonito creer que mi sueño se cumplía.

Karl volvió a asentir, intentando sonreír.

—Venga —le dijo Christmas, y en vez de dirigirse hacia la salida fue por la puerta que conducía al semisótano.

—¿Han anulado la emisión? —preguntó Cyril, que había aparecido más abajo, en la puerta del almacén—. Gilipollas. No entienden un carajo, muchacho… —Acababa de ver a Karl, que se había detenido en la mitad de la escalera, y se dispuso a regresar a su reino.

—Me han despedido —dijo Christmas.

Cyril se dio la vuelta.

—¿Cómo?

—Y el señor Jarach también ha perdido su puesto. Por insubordinación.

Cyril echó un vistazo a Karl, que seguía en medio de la escalera, apoyado contra el muro, y meneó la cabeza durante unos instantes, resoplando por sus anchas fosas nasales. Después agarró la puerta con sus manos nudosas y la golpeó con violencia. La abrió y de nuevo la golpeó. Y luego una tercera vez, con fuerza y rabia, hasta que la pintura del marco se descascarilló y cayó al suelo.

—¡Gilipollas! —gritó hacia arriba.

—¿Qué pasa? —inquirió el vigilante, asomándose por el semisótano.

—¿Has oído la emisión de este muchacho? —dijo Cyril, con los ojos desorbitados por la ira.

—¿Qué emisión?

Diamond Dogs —respondió Cyril.

—¿Eras tú? —dijo el hombre, asombrado, apuntando con un dedo a Christmas—. Una pasada.

—Pues resulta que lo han despedido —gruñó Cyril.

—¿Despedido?

—Despedido. Sí. Por insubordinación.

—¿Por insubordinación?

—Es inútil que repitas todo lo que digo —rezongó Cyril. Tomó aliento—. ¡Son unos gilipollas! —bramó.

El vigilante cerró la puerta tras de sí, preocupado.

—No metas tanto follón, Cyril —dijo.

—¿Qué coño quiere decir insubordinación? —continuó Cyril—. ¡Son unos gilipollas!

—Cyril, para ya —le advirtió de nuevo el vigilante—. Habrán tenido… yo no entiendo nada de estas cosas, pero… bueno… qué sé yo, habrán tenido sus motivos. Lo que digo es que…

—Lo que dices son chorradas, chorradas y nada más que chorradas —lo interrumpió Cyril.

—Para ya —le advirtió de nuevo. Luego señaló a Christmas—. Y tú, muchacho, si te han despedido, no puedes estar aquí.

—Recojo mis cosas y me marcho —dijo Christmas mientras se dirigía hacia el almacén.

—Que te den por culo —bufó Cyril dirigiéndose al vigilante, que se estaba marchando. Seguidamente dejó pasar a Christmas y lo siguió hacia el interior del almacén.

Karl seguía inmóvil. Y con una mano se sujetaba al muro. Todo el peso de lo que acababa de ocurrir lo sentía sobre sus hombros y le oprimía como una losa los pulmones. Se había acabado. Karl Jarach volvería al sitio del que había salido, pensaba. Volvería a ser un polaco, hijo de inmigrantes. Volvería a frecuentar la colonia, a ir a bailes y fiestas en barracas y se casaría con una buena chica de su pueblo. «Clavos sin cabeza, clavos de tapicería, clavos de cabeza ancha, clavos de pared…»

—Señor Jarach —lo llamó Christmas, asomándose a la puerta—. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

Karl asintió con el rostro crispado, bajó las escaleras y entró en el almacén. «Tornillos de hierro, tornillos de madera, tornillos de taco…»

—Tienes talento, muchacho —le dijo en ese momento Cyril—. No hagas caso a esos gilipollas. Tienes talento de sobra, me cago en la leche. Tanto talento que… oh, que les den, que les den y que les den. País de mierda… el sueño americano, ¡menuda cagada! Como no seas uno de ellos, ya puedes meterte ese sueño por el culo… pero tú no abandones. —Cyril agarró a Christmas por los hombros y lo zarandeó—. Mírame. Mira a este negro y atiéndeme bien: tú tienes cualidades, muchacho. Lo puedes conseguir. ¿Me has entendido?

—Sí —sonrió Christmas.

—Hablo en serio —dijo Cyril, que lo zarandeó de nuevo, con vigor afectuoso—. No abandones, porque si lo haces les darás una alegría a los gilipollas. ¿Me has entendido?

—Sí, Cyril —dijo Christmas—. Gracias.

Karl estaba al lado de la puerta. «Lima de hierro, lima de madera, martillo de carpintero, martillo de zapatero remendón, martillito de relojero, destornillador de estrella largo, destornillador de estrella corto, tenazas, alicates…», seguía enumerando mentalmente mientras miraba a aquellos dos. Hombres de almacén. Hombres de semisótano, no de séptima planta. Un negro y un italiano. Dos inmigrantes. Como él. Y se sintió solo, no simplemente derrotado, pues para subir los peldaños que lo habían llevado hasta la cumbre del edificio de la N. Y. Broadcast había descuidado lo que existía entre aquellos dos. Amistad, solidaridad. Todo a cuanto él había renunciado para promocionarse. «Sierra para madera de dientes anchos, sierra para madera de dientes finos, sierra de trasdós, sierra para hierro con hoja intercambiable, sierra abrazadera, segueta para marcos…» Y ahora estaba otra vez en el punto de partida. Sin posibilidad de subir. Y además se encontraba solo.

—Os dejo —dijo entonces, porque sentía que allí sobraba.

Christmas y Cyril se volvieron a mirarlo.

Y Karl vio en sus ojos que no tendrían para él palabras de ánimo. Ni de solidaridad. Porque había sido soberbio. Porque Karl Jarach había creído que podía salir adelante solo. Y ahora, solo, volvería a hacer aquello para lo que estaba destinado. «Gubia recta, gubia inclinada, gubia en ángulo recto, gubia redonda ancha, gubia redonda estrecha…»

—¿Y usted qué va a hacer ahora, míster Jarach? —le preguntó Christmas.

—Anillas de rosca, anillas con trabilla, anillas con tuerca… —dijo Karl, con una extraña sonrisa en los labios.

—¿Cómo? —inquirió Christmas arrugando las cejas.

—Nada —contestó Karl moviendo la cabeza—. Estaba pensando en voz alta. —Luego encaminó sus pasos hacia la puerta del almacén que daba al callejón desde el que regresaría al mundo al cual pertenecía.

—No abandones, muchacho —oyó que Cyril le decía a Christmas—. No abandones, me cago en la puta.

Y Karl esperó que alguien le dijera a él también que no abandonara. Y en su fuero interno sintió un enorme vacío porque sabía que nadie se lo iba a decir.

—Si no fuese un negro muerto de hambre, yo te haría la radio, coño —continuó diciendo Cyril.

«Espátulas, paletas, llanas, mazuelos…»

—Te la haría con mis manos y todo Nueva York te oiría, a despecho de esos gilipollas —siguió diciendo la voz apasionada de Cyril.

«Taladro manual, fresa, puntas para hierro, puntas para maderas, puntas para pared…»

—¿Sabes qué se necesita para hacer una emisora en condiciones? —insistió Cyril mientras Karl abría la puerta del almacén y sentía que lo acometía el aire frío y húmedo de la ciudad—. Técnicamente, sería una chorrada para mí…

«Largueros, viguetas, tuercas, pernos, alambre…»

—… pero se necesita dinero…

«Remaches de estrella, remaches de aluminio de cabeza plana, soporte para viga abierto, soporte para viga cerrado…», pensaba Karl obsesivamente, al tiempo que soltaba el pestillo de la puerta que lo expulsaba definitivamente de la N. Y. Broadcast y lo devolvía a su destino. A la próspera ferretería de su padre.

—… un montón de dinero…

«Abrazaderas simples, abrazaderas de cableado, clavijas, cables de acero…», se seguía diciendo Karl, pero retardando su salida, porque de pronto las palabras de Cyril engarzaron con sus pensamientos.

—Con que solo tuviera un poco de dinero, yo mismo te fabricaría la radio y tú podrías conseguir que todos los neoyorquinos oyeran tu emisión…

—¡Yo tengo el material! —exclamó de repente Karl, volviendo al almacén—. ¡Yo tengo material!

Christmas y Cyril se volvieron y lo observaron sorprendidos.

Karl cerró la puerta y se les acercó. Se sentía excitado. Y lleno de vida otra vez.

—No debemos abandonar —dijo a Christmas. Y fue como si alguien se lo estuviese diciendo a él—. No debemos abandonar —repitió, pues ahora aquella simple frase hacía que se sintiera menos solo—. Tengo el material para hacer la radio. Mi padre es dueño de una ferretería. De una ferretería grande. Nos dará cuanto necesitemos. —Y dirigiéndose a Cyril—: ¿Estás completamente seguro de que puedes hacer una emisora de radio?

Christmas miró a su compañero.

—Creo… —dijo el almacenista.

—¿Crees? —insistió Karl.

—¿Y la que has hecho en tu casa? —preguntó Christmas.

—Esa… sí, bueno, es una emisora artesanal… solo abarca una manzana… —masculló confundido Cyril.

—¿Puedes hacerla o no? —lo apremió Karl.

Cyril se rascó la cabeza, pensando.

—Cyril… —dijo Christmas.

—¡No me metas prisa, muchacho! —prorrumpió Cyril. Luego les dio la espalda a ambos y se puso a caminar de un lado a otro del almacén. De vez en cuando se detenía frente a una estantería, cogía una pieza y la examinaba, mascullando. La volvía a colocar en su sitio y seguía caminando cabizbajo.

Christmas y Karl lo observaban tensos, en silencio.

Al cabo, Cyril paró y cruzó los brazos, con una expresión indescifrable en el rostro.

—¿Y bien? —inquirió Christmas.

—Ahorra aliento para tu emisión, muchacho —dijo Cyril.

—¿Puedes hacerla? —preguntó Karl.

—¿Usted cree que me puede conseguir lo que necesito?

—Todo lo que quieras —contestó Karl.

Cyril movió la cabeza de arriba abajo, con gesto socarrón.

—Para ser usted blanco resulta pasable, míster Jarach —dijo.

—Llámame Karl.

Cyril sonrió, altivo y satisfecho.

—La esencia es la misma. Resultas pasable para ser un blanco.

—¿Y bien? ¿Puede hacerse? —preguntó Karl.

—Sí —confirmó Cyril.

—¿En serio que puede hacerse, Cyril? —preguntó Christmas, rebosante de emoción.

—¡Puede hacerse, sí, puede hacerse! —exclamó Cyril con una sonrisa.