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Manhattan, 1927

—Puedes empezar cuando quieras —dijo Karl Jarach por el interfono.

Christmas miró hacia el otro lado del cristal, hacia la sala de realización desde donde el directivo de la N. Y. Broadcast, el técnico de sonido, María y Cyril —a quienes Christmas había pedido que asistieran— lo observaban en silencio. Trató de sonreír a María y Cyril. Pero solo le salió una mueca. Tenía los labios secos. Estaba tenso.

—Cuando quieras —repitió Karl.

Christmas hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estiró una mano hacia el micrófono y lo apretó. Tenía la palma sudada.

—Buenas noches, Nueva York… —dijo con voz insegura.

Levantó la vista. María lo miraba ansiosa, mordisqueándose una uña. Cyril parecía impasible, pero Christmas vio que tenía los puños cerrados.

—Buenas noches, Nueva York… —volvió a decir, en un débil tono alegre—. Soy el jefe de los Diamond Dogs y os quiero contar alguna historia que… —se interrumpió—. No, antes tengo que explicaros quiénes son los Diamond Dogs. Los Diamond Dogs son una banda y yo, o sea, nosotros, somos… —miró de nuevo a María.

María le sonrió, asintiendo. Pero no había alegría en sus grandes ojos negros. Y Cyril agitó los puños hacia él, para jalearlo. «Ánimo», leyó Christmas en sus labios.

—Por este motivo conozco un montón de secretos —prosiguió Christmas—. Los secretos de los callejones, del Lower East Side, desde Bloody Angle hasta Chinatown, de Brooklyn… y de Blackwell’s Island y de Sing Sing, porque yo… yo soy un matón… ¿sabéis a qué me refiero? Soy uno de esos… —y otra vez se interrumpió.

No conseguía respirar. Ahora que estaba ahí, a un paso de su sueño, balbuceaba. Ahora que tenía su oportunidad al alcance de la mano, se le hacía un nudo en el estómago. Sus pulmones parecían dos trapos mojados, estrujados y anudados. Y en los ojos de María y Cyril leía un creciente nerviosismo. Y quizá cierta decepción. La misma decepción que estaba sintiendo él. Decepción y miedo.

Apartó el micrófono, con rabia. «No puedo», pensó.

—Vuelve a comenzar desde el principio —dijo la voz de Karl Jarach por el interfono.

—En el almacén no te callas ni un segundo —rezongó la voz de Cyril.

Christmas levantó la vista y sonrió. Con enorme esfuerzo.

—Comencemos de nuevo —insistió Karl.

Christmas se acercó al micrófono. El nudo en el estómago y los pulmones no tenía visos de desaparecer.

—Hola, Nueva York… —Christmas permaneció un instante en silencio, luego se puso de pie, de golpe—. Lo siento, señor, no puedo —dijo cabizbajo, con la voz colmada de frustración.

—Déjeme que le hable —dijo Cyril a Karl.

—¿María? —preguntó Karl.

María asintió.

Cyril se dispuso a salir de la sala de realización.

—Espere —lo detuvo Karl—. Espere… —dijo pensando. Luego se volvió hacia el técnico de sonido—. Apaga las luces.

—¿Cuáles?

—Todas.

—¿Las de la sala?

—Las de la sala y las de aquí —dijo Karl con impaciencia.

—No se va a ver nada —protestó el técnico.

—¡Apágalas! —gritó Karl.

El técnico apagó todas las luces. El estudio quedó sumido en la oscuridad.

Y en la oscuridad su voz chirrió al micrófono:

—Una última vez, Christmas. —Una pausa—. Juega. —Una pausa—. Como anoche.

Christmas se quedó inmóvil. «Juega», repitió para sus adentros. Después se sentó, muy despacio. Buscó a tientas el micrófono. Inspiró y espiró. Una, dos, tres veces. Y oyó el silencio tenso del patio de butacas, como en el teatro…

—¡Sube el trapo! —prorrumpió de repente, gritando de forma chabacana.

—¿Qué coño le pasa? —inquirió en la oscuridad el técnico de sonido.

—¡Calla! —dijo Karl.

María se agarró con una mano al hombro de Cyril.

—¡Sube ese trapo! —gritó de nuevo Christmas. Esperó a que se apagara el eco del chillido—. Buenas noches, Nueva York —dijo entonces con una voz cálida, divertida—. No, no me he vuelto loco. —«Sube el trapo» era la forma que se empleaba hace mucho tiempo para decir que se levantara el telón—. Así pues… subamos el trapo, amigos, porque estáis a punto de asistir a una obra que nunca habéis visto. Un viaje a la ciudad de celadores y ladrones, como se llamaba entonces nuestro Nueva York. Estáis en uno de los teatros de la Bowery, y las actrices que están en el escenario son tan corruptas y licenciosas que no podrían actuar en ningún otro teatro, creedme. Preparaos para asistir a farsas vulgares, comedias indecentes, funciones que hablan de gángsteres de la calle y asesinos. Y tened cuidado con la cartera… —Christmas rió quedamente. El nudo en el estómago había desaparecido. El aire entraba y salía libre de los pulmones. Los focos se habían encendido, la música irradiaba sus notas. Y podía oír el parloteo de la gente, sus pensamientos, sus emociones—. Vuestros vecinos de asiento son vendedores de diarios callejeros, barrenderos, recogedores de cenizas, traperos, jóvenes mendigos, pero, sobre todo, prostitutas y sumergibles… sí, habéis oído bien, sumergibles. Ah, claro, perdonad, sois gente chata, no conocéis nuestra jerga. Vale, primera lección. Alguien «chato» es un tipo como vosotros, que no sabe nada de los trucos de los rufianes. Y el «sumergible» es alguien… que sumerge las manos en vuestros bolsillos. Es el mejor carterista que os podéis imaginar. Así que… ojo. ¡Eh, lo he visto! A ti te acaba de birlar la cartera y a ti una «alubia», o sea, una moneda de oro de cincuenta dólares. Y tú puedes despedirte de tu «Charlie». Es lo que tú llamas reloj de oro. Dentro de poco querrás saber qué hora es, te llevarás la mano a la cadena que cuelga de tu «Ben»… ¿Tampoco sabéis qué es eso? Caray, sois realmente chatos, el Ben es el chaleco. Bueno, estábamos en que buscarás tu Charlie y descubrirás que se ha esfumado. Adiós. Y de nada vale que te pongas a chillar, se reirían a tu espalda. Y se reirían aún más como se te ocurriera pedir ayuda a una «rana» o a un «cerdo», o sea, a un poli, porque no podría hacer nada, créeme. Ni aunque se tratara de Hamlet… no, no miréis al escenario. «Hamlet» no es un personaje: es el capitán de la policía. —Christmas hizo una breve pausa. Ahora todo era fácil. Estaba jugando. Rió. Con fuerza—. ¿Sabes hacia dónde corre tu Charlie, el muy bobalicón? Va a la «iglesia». No a la que tú sueles acudir, a esa nosotros la llamamos «otoño». Y para referirnos al otoño decimos «hoja». No, la iglesia de la que te hablo es el sitio donde alteramos los contrastes de las joyas. Y ahora resulta que ya no tienes Charlie y sí un problema: debes volver a casa y explicarle lo ocurrido a tu «desgracia». ¿No lo coges? La desgracia es la mujer, ¿quién, si no? Y tu desgracia no te creerá y te insultará, acusándote de habérselo regalado a tu «zurda», o sea, a tu amante. Estás metido en un lío. Pero si por casualidad antes de ir al teatro has dado unos garbeos con un «murciélago», o sea, con una prostituta que hace la calle de noche, confía en que no te haya visto y seguido un «vampiro». Porque entonces sí que empezarán para ti los auténticos líos. Y es que, verás, los vampiros son tipos que pillan a un «pollo» decente como tú al salir de un burdel y después lo chantajean. Por no contarle nada a tu desgracia puede pedirte un «Ned», y sales del apuro con una moneda de diez dólares. Pero puede que quiera sacarte un «siglo». ¿Tienes cien dólares, pollo? No me gustaría que a causa del desengaño te abandonaras al «bingo», o sea, al alcohol. Pero en tal caso, cerciórate de que no haya sido «bautizado»… aguado… ¿me entiendes?… O que no sea un blue ruin, pues, como dice su propio nombre, es una ruina, una lamentable ruina, y en un abrir y cerrar de ojos te me conviertes en un «sentimental», o sea, en un borrachuzo. Así las cosas, ya estás «consagrado», derrotado, y empiezas a despeñarte. Te sientas a una «Caín y Abel», como nosotros llamamos a la mesa, y tus flappers… las manos, amigo, no las mujeres de hoy en día que llevan el pelo corto como Louise Brooks… tus flappers, en resumen, comienzan a barajar los «libros del diablo», o sea, las cartas, y en un periquete primero se te pone «cara de viernes», o sea, te mustias, luego te juegas hasta la «flauta alemana», las botas, intentas dar un golpe e inmediatamente después eres un «canario» enjaulado y más tarde te encuentras «encuadrado» o, lo que es lo mismo, en la horca…

—Excepcional —dijo en voz baja Karl, en la oscuridad de la sala de realización.

Cyril cogió la mano que María no había soltado en ningún momento de su espalda y se la apretó.

—Así es en el almacén. No se calla ni un instante. Me vuelve loco —dijo con tono orgulloso.

El técnico de sonido reía.

—Pero ¿cómo coño sabe estas historias? —dijo, y enseguida añadió—: Perdone, señor, me he dejado llevar.

—¿Estás grabando? —preguntó en voz baja Karl.

—Sí —respondió el técnico, sin dejar de reír.

—Chis —dijo María.

—… bueno, se ha hecho tarde, Nueva York… —dijo la voz cálida de Christmas, llenando con sus notas luminosas la sala de realización sumida en la oscuridad—. Pero volveré. Mi banda me está esperando. Los Diamond Dogs, los habéis oído nombrar, ¿no es cierto? Claro, somos famosos y por eso sé todas estas cosas. Y os las enseñaré, chatos, así a lo mejor algún día podréis entrar en la banda. Mantened los oídos bien abiertos. Os descubriré cada rincón de nuestra ciudad y os llevaré de la mano por los callejones oscuros… donde bulle la vida que os asusta… y que os fascina. —Hizo una pausa y luego dijo—: Buenas noches, Nueva York…

Y se hizo el silencio.

«Buenas noches, Ruth», pensó Christmas.

Acto seguido las luces se encendieron y al otro lado del cristal Christmas pudo ver que los rostros de sus cuatro espectadores componían una sonrisa entusiástica. María salió corriendo de la sala de realización y lo abrazó.

—Maravilloso, maravilloso, maravilloso —le murmuró a un oído. Y Cyril también apareció en la sala, dando saltitos, cohibido y orgulloso, aunque sin saber qué decir.

—Primero tengo que hablar con la junta directiva —dijo Karl estrechándole la mano—. Pero eres… un programa así no lo ha hecho nadie jamás.

—Nadie —dijo Cyril con voz emocionada.

—¿Qué repertorio tienes? —preguntó Karl.

—¿Repertorio? —contestó Christmas, aturdido y con una extraña sensación en el cuerpo, una mezcla de euforia y de melancolía, como si quisiera reír y llorar al mismo tiempo.

—¿Cuántas historias te sabes?

Christmas apretó la mano de María.

—Infinitas —dijo—. Y cuando las acabe, inventaré otras nuevas —añadió riendo.

—Eres un fenómeno —dijo el técnico de sonido.

—Gracias —respondió Christmas, que ahora lo único que deseaba era marcharse y quedarse solo.

—Un programa así no lo ha hecho nadie jamás —dijo Karl, como hablando para sí.