Manhattan, 1926
Como siempre, Cyril estaba agachado sobre su mesa de trabajo. Y en su fea cara arrugada podía leerse —desde hacía una semana— una expresión satisfecha. Cyril lo sabía todo acerca de la radio. La radio era su vida. Jamás podría haber hecho carrera porque tenía la piel negra como el carbón, pero eso le importaba poco. Se conformaba con poder arreglar cuanto se rompía y encontrar soluciones nuevas para mejorar la transmisión de palabras y música por las ondas. Era todo lo que pedía. A su manera ya había hecho carrera. Cuando lo habían contratado como almacenista, su única competencia era la de clasificar las piezas y entregarlas a los técnicos encargados de reparar las averías. Después, con el tiempo, pese a que había seguido con el salario de almacenista, se había convertido en el técnico al que recurrían de todas las plantas superiores. Y eso había convertido a Cyril en un hombre feliz. El almacén era su mundo y su reino. Conocía cada estantería y siempre sabía dónde encontrar lo que se requería, por mucho que a cualquiera el almacén pudiera parecerle una leonera. Cuando unos diez días antes le habían avisado que iba a tener un ayudante, Cyril se había irritado. No soportaba tener a ningún extraño. Enseguida lo había sentido como una invasión. Sin embargo, desde hacía una semana podía advertirse en él cierta satisfacción por la llegada de Christmas, aunque la disimulara con su trato arisco. Si había algo que Cyril odiaba era subir a las plantas superiores, las plantas de los blancos, para entregar y montar las piezas arregladas. Cuando se encontraba en los estudios propiamente dichos, dejaba de ser el rey que se sentía en el almacén. Volvía a ser solo un negro. «No es momento de hacer limpieza», le decían al verlo aparecer. Pues sí, ¿qué podía hacer un negro en un lugar de blancos? La limpieza. ¿Qué, si no? Entonces no tenía más remedio que explicarles —con la mayor educación posible, pues los blancos eran además muy susceptibles— que tenía que montar un micrófono arreglado, pongamos por caso. Y cada vez su pálido interlocutor lo miraba estupefacto. Y jamás lo reconocía ninguno de aquellos blancos de las plantas superiores. Todos los negros eran iguales para los blancos. Como una plasta de mierda de perro en la acera, que se asemejaba a todos los restantes millones de plastas de mierda de perro de todas las aceras de Nueva York. En cambio, ahora era tarea de Christmas entregar las piezas arregladas. Era él quien subía con las cajas de cartón blancas a las plantas superiores de los blancos. Y Cyril no dejaba de ser nunca el rey del almacén. Y por eso también en aquel instante, mientras extraía un cristal de galena de una vieja radio, sonreía para sus adentros.
—¡Diamond! —gritó de improviso una voz—. ¡Eh, Diamond!
Cyril se volvió hacia la puerta de metal del almacén, que retumbaba bajo los golpes de la persona que chillaba al otro lado. Se levantó de su mesa y se acercó con cautela a la puerta.
—¿Diamond, Diamond, estás ahí? ¡Abre esta mierda de puerta!
—¿Quién eres? —preguntó Cyril, sin abrir.
Los golpes cesaron.
—Busco a Christmas —dijo la voz—. ¿No trabaja aquí?
—¿Quién eres? —volvió a preguntar Cyril.
—Soy un amigo suyo.
Cyril giró la cerradura y entornó la puerta. Vio a un muchacho de poco más de veinte años, blanco, cara de vicioso, profundas ojeras y un traje demasiado chillón para ser una persona decente. Inmediatamente se arrepintió de haber abierto.
—Christmas no está. Ha ido a hacer una entrega —dijo apresuradamente e intentó cerrar la puerta.
Pero el muchacho metió un pie antes de que la cerrara. Calzaba unos zapatos de charol muy horteras.
—¿Y cuándo vuelve? —preguntó.
—Dentro de poco —contestó Cyril y de nuevo trató de cerrar la puerta—. Espera fuera.
—¿Quién te crees que eres para darme órdenes, negro? —dijo el muchacho, agresivamente, empujando con fuerza la puerta y abriéndola de par en par—. Lo esperaré dentro.
—No puedes estar aquí —protestó Cyril.
El muchacho abrió la hoja de una navaja y se pasó la punta entre dos dientes.
—Aborrezco los sándwiches de rosbif. Se te mete toda la carne entre los dientes —dijo mirando alrededor con aire chulesco.
—Y yo aborrezco a los fanfarrones. ¡Largo de aquí, mamón! —respondió Cyril alzando la voz.
—¿A quién llamas mamón? —replicó el muchacho, que se le acercó empuñando la navaja—. El mamón será el negro de tu padre.
—No me asustas.
—Anda, que te estás cagando de miedo, negro de mierda. —El muchacho rió y le dio un empujón.
—Vete… —dijo más débilmente Cyril.
El muchacho volvió a empujarlo.
—Te he dicho que no me des órdenes, negro. Más vale que vuelvas a tu rincón si no quieres que…
—¡Joey! —gritó con fuerza Christmas, que entraba en ese momento por la puerta interior.
—¡Eh, Diamond! —exclamó Joey, balanceando los pies, como si estuviese bailando una música que solo él oía—. Aquí, tu esclavo, creía que podía darme órdenes —dijo riendo.
Christmas llegó hecho una furia y se interpuso entre los dos.
—Guarda esa navaja —dijo con rudeza.
Joey lo miró sonriendo. Luego cerró la navaja, dando saltitos, y se la guardó en el bolsillo con un gesto veloz. Paseó la vista por el almacén.
—Conque trabajas en esta ratonera…
Christmas lo cogió por un brazo, bruscamente, y lo condujo hacia la puerta que daba al callejón.
—Dispénseme, míster Davies. Vuelvo enseguida —dijo dirigiéndose a Cyril mientras seguía empujando a Joey hacia la salida.
—¿Míster Davies? —Joey abrió la boca, con una expresión exageradamente asombrada en sus ojos oscuros.
—Camina, Joey.
—¿Míster Davies a un negro? —Joey rió—. Coño, eres la hostia, Diamond. ¿Te has rebajado tanto? ¿Trabajas para un negro y encima tienes que llamarlo míster?
—Tardaré un segundo —continuó diciendo Christmas a Cyril al tiempo que cerraba la puerta. Cuando estuvieron solos en el callejón, dio un empujón a Joey y le soltó el brazo.
—¿Qué quieres? —le preguntó con frialdad.
Joey abrió los brazos y giró sobre sí mismo.
—¿No notas nada?
—Bonito traje.
—Ciento cincuenta dólares.
—Bonito, ya te lo he dicho.
—¿Y no quieres saber cómo me lo puedo permitir?
—Me lo imagino.
—Oye, amigo, yo apuesto a que no. Ahora tengo un trabajo. Setenta y cinco dólares a la semana, pero pronto serán ciento veinticinco. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Quinientos al mes. Seis mil al año. —Joey guiñó un ojo a Christmas mientras se lucía en otro giro—. Significa que pronto podré comprarme un coche propio.
—Me alegro por ti.
—¿Y tú cuánto sacas en este agujero?
—Veinte.
—¿Veinte? Me cago en la leche, no compensa ser honrado. —Joey rió de nuevo—. Cuando se te agujerean los zapatos tienes que remendarlos con cartón, igual que Abe el Tonto, ¿a que sí?
—Claro —dijo Christmas—. Ahora tengo que regresar.
—¿No quieres saber en qué trabajo?
—Traficas con droga.
—Incorrecto. Schlamming.
Christmas lo miró sin hablar.
—Me juego el culo a que no sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?
—No me interesa, Joey.
—Pues yo te lo contaré de todos modos. Así aprenderás algo. En el fondo, todo lo que sabes te lo he enseñado yo. ¿Es cierto o no?
—Y también lo he olvidado.
Joey rió.
—Eres la hostia, Diamond. Tú pareces el hijo de Abe el Tonto. Respondes igual que él.
Christmas asintió con aire de indiferencia. Una mirada distante, fría, que hizo temblar de rabia a Joey.
—Schlamming quiere decir que te agencias una barra de hierro y la envuelves en un ejemplar del New York Times. Luego vas a partir unas cuantas cabezas y piernas de obreros. Es divertido. ¿Has oído todas esas chorradas que cuentan sobre la solidaridad que hay entre los judíos? Bueno, pues son auténticas trolas. Los obreros ricos del Oeste pagan a los gángsteres pobres del Este para que rompan los huesos a los judíos muertos de hambre del Este que se declaran en huelga para que les aumenten el salario. Divertido, ¿no?
—Mucho.
—Anda, baja la guardia, Diamond. —Joey le dio un puñetazo en el hombro, dando saltitos, a la manera de un púgil—. Somos amigos, ¿no? —Acto seguido abrió los brazos—. Si cambias de parecer y decides entrar en el negocio, siempre me encontrarás en el Knickerbocker Hotel, entre la Cuarenta y dos y Broadway. Eres grandote, nos vendrías bien. Piénsatelo.
—Vale, ahora me tengo que ir. Gusto de verte —dijo Christmas y se dio la vuelta hacia la puerta verde en la que destacaban las letras de la N. Y. Broadcast, que también había lustrado esa mañana.
—Diamond, ¿por qué no te tomas un par de horas libres? —dijo entonces Joey, con la voz que vibraba de cólera.
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—¿Qué diferencia hay?
Joey frunció los labios en una sonrisa maliciosa.
—Anda, dile a ese míster negro que volverás dentro de dos horas. En el Knickerbocker hay dos putas de rechupete. Te echas un buen polvo y regresas a este agujero. Yo invito.
—No voy de putas —respondió Christmas, tenso, clavándole una mirada severa.
Joey retrocedió unos pasos. Se tocó la frente con la mano, teatralmente.
—Ah, claro, me había olvidado de que tu madre era puta. —Sonrió, con los ojos henchidos de hiel, mientras seguía retrocediendo—. Si te tiras a una zorra debes creer que te estás follando a tu madre. ¿Es eso lo que te pasa?
—Vete a tomar por culo, Joey —respondió Christmas y entró en el almacén dando un violento portazo. Después le pegó una patada a una caja, luego otra y una tercera más. Hasta que destrozó la caja.
Cyril estaba sentado a su mesa. Se volvió y no dijo nada.
Christmas interceptó su mirada.
—Perdone, míster Davies —dijo con voz que temblaba de ira.
—Si tienes ganas de romper algo, acércate y sé útil, hay algunas bodas judías que festejar —repuso Cyril.
Christmas se aproximó a la mesa, de mal humor.
—¿Cómo ha dicho?
Cyril sonrió.
—Las llamo así porque los judíos en sus bodas envuelven un vaso en un pañuelo y lo rompen —dijo mientras señalaba a Christmas un contenedor—. Aquello está lleno de válvulas rotas. Coge aquel trapo y el martillo. Machácalas y guarda el cátodo en esta cajita, el ánodo en esta otra y las rejillas de control aquí.
—Vale —dijo Christmas con expresión sombría.
—Cuando te hayas desahogado tienes que subir a la quinta planta e ir a la sala de Conciertos. ¿Eres capaz de montar un micrófono?
—No sé si…
—¿Para qué quiero un ayudante que no sabe hacer nada? —rezongó Cyril—. Me lo has visto hacer docenas de veces. Los sabría montar hasta un memo.
—Vale…
Cyril volvió entonces a inclinarse sobre su mesa.
Christmas cogió el contenedor de las válvulas estropeadas y empezó a romperlas rabiosamente, golpeando el martillo con furia. Partió más de cincuenta. Luego se detuvo. Miró a Cyril, que estaba enfrascado en arreglar un cuadro eléctrico. Inspiró y espiró profundamente.
—Lamento lo que ha ocurrido, míster Davies —dijo.
—Si ya has terminado de armar todo ese jaleo, ¿te vendría bien ir a montar el micrófono a la quinta planta? Sin prisa, por supuesto. La N. Y. Broadcast está a tu disposición —bromeó Cyril.
Christmas sonrió, volcó los vidrios rotos en la papelera y cogió la caja del micrófono.
—Voy, míster Davies.
—Y deja de llamarme míster Davies, capullo. ¿Quieres que todo el mundo se ría de ti?
La sala de Conciertos se llamaba así porque era la más amplia de las salas de la N. Y. Broadcast y estaba equipada para acoger a una orquesta de cuarenta miembros. Christmas ya había estado con Cyril y desde la primera vez lo había fascinado su forma de anfiteatro, con los emplazamientos elevados para los músicos. En la pared de enfrente había un gran cristal rectangular a cuyo través se veía la cabina que ocupaban los técnicos de sonido. Y en medio de la sala, con un micrófono, el sitio del solista o el cantante. A la derecha, un monumental piano de cola, negro y brillante.
—Ajá, has conseguido llegar —dijo una voz detrás de él.
Christmas se volvió y vio salir por una pequeña puerta insonorizada a una mujer de unos veinticinco años, tez morena y cabellera tupida, negra como el carbón, rizada y crespa.
—Anda, apresúrate —dijo la mujer, que tenía un ligero acento hispano—. Voy a llamar al técnico de sonido.
—Yo…
—Por favor, no me hagas perder tiempo —le recriminó la mujer, que hablaba con tono resolutivo pero amable—. El micrófono solista —dijo e indicó a Christmas el sitio que había en el centro de la sala—. ¿Has traído la partitura?
—No, verá, yo…
—¡Lo sabía! —La mujer rió y mostró una hilera de dientes blancos y perfectos—. Todos sois iguales. Vale, voy por ella. Había mandado hacer una copia de reserva —dijo y se encaminó hacia la puerta por la que había entrado Christmas.
En ese momento, por la misma puerta, apareció un hombre que rondaba los cuarenta años, con un estuche bajo el brazo.
—¿Usted quién es? —le preguntó la mujer.
—Me habéis llamado para un turno de corneta —respondió el hombre y agitó en el aire su estuche negro.
La mujer se volvió hacia Christmas.
—Pero entonces, ¿tú quién eres?
—Yo tengo que montar un micrófono —contestó Christmas—. Trabajo abajo, en el almacén y…
—… y yo no te he dejado hablar —La mujer volvió a reír.
Christmas pensó que era muy guapa. Esplendorosa.
La mujer hizo una especie de molinete sobre sí misma y se encontró de cara con el músico.
—¿Y usted ha traído la partitura?
—No —respondió.
La mujer se volvió hacia Christmas.
—¿Qué te había dicho? Nunca la traen. —Le guiñó un ojo—. Vale, tú entretanto monta el micrófono. —Acto seguido, se dio otra vez la vuelta hacia el músico—. Y usted caliéntese los labios, ahora mismo grabamos. Voy a llamar al técnico de sonido y a buscarle la partitura.
—Ha mandado hacer una copia de reserva —dijo Christmas.
La mujer se volvió y le sonrió antes de salir.
Christmas dejó en el suelo la caja blanca, la abrió y extrajo el micrófono. «5R3», estaba escrito. Es decir, el quinto lugar a la derecha de la tercera fila.
Mientras tanto, el músico se había llevado a la boca la corneta, tras humedecerse los labios, y estaba ejecutando escalas rápidas delante de un micrófono de la segunda fila.
—Perdone —le dijo Christmas, mientras conectaba los cables—. Usted graba en el micrófono solista.
—¿De qué leches hablas? —respondió el músico—. El corneta se pone siempre aquí.
La mujer hispana regresaba en ese momento, acompañada por el técnico de sonido.
—Pues resulta que él tiene razón. Micrófono solista, gracias —dijo al músico, colocando la partitura sobre el atril del centro de la sala.
—¿Ese quién es? —le preguntó el técnico de sonido señalando a Christmas con la barbilla.
—Mi ayudante personal —respondió la mujer y rió.
El técnico de sonido entró por una pequeña puerta insonorizada y un instante después estaba detrás del gran cristal rectangular. Se oyó el crujido del interfono.
—Cuando quieras. Primero, una prueba de niveles. Y ruega a tu ayudante personal que cierre bien la puerta al salir.
La mujer se volvió hacia Christmas, que había terminado de montar el micrófono.
—¿Quieres quedarte? —le preguntó en voz baja.
El rostro de Christmas se iluminó.
—¿Puedo?
—Eres mi ayudante personal, ¿no? —le dijo la mujer—. Ven, siéntate a mi lado. A continuación fue a una mesilla situada de espaldas al cristal y de frente a la sala de Conciertos.
Christmas se sentó junto a ella.
—Luces, Ted —ordenó la mujer.
Las luces de la sala menguaron, creando una agradable penumbra. Una lámpara se encendió sobre el atril.
—Del compás cincuenta y cuatro al ciento treinta y cinco —indicó la mujer al músico.
—Prueba de niveles —dijo el técnico de sonido por el interfono.
—No, Ted, verifica los niveles mientras ensaya la pieza.
—Vale.
—Pásanos el resto de la grabación a la sala y luego déjalo en auriculares.
—Estoy listo —dijo el técnico de sonido.
—¿Preparado? —preguntó la mujer al músico.
El músico hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
La música invadió la sala. El músico observaba a la mujer. La mujer movía la mano en el aire, con suavidad, como una mariposa, mirando al frente. Después dijo quedamente: «Y… uno, dos, tres, cuatro», e hizo una seña al músico. El corneta empezó su melodía, de forma perfectamente sincronizada.
Christmas tenía los ojos como platos. Era una especie de magia.
La mujer se volvió hacia él. Le pareció guapo. Tenía aspecto altivo e inteligente. Y la cicatriz que le cruzaba la comisura del labio y que caía hacia la barbilla le daba un aire muy atractivo. Aunque fuera tan joven.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja.
—Christmas.
—¿Christmas?
—Lo sé, lo sé, es nombre de negro —se anticipó Christmas sin volverse, hipnotizado por la música, con tono resignado.
—No, no quería decir eso —repuso la mujer—. Es un nombre alegre.
Entonces Christmas se volvió hacia la mujer. Sus rostros estaban cerca. Tenía labios grandes, rojos y sensuales, pensó Christmas.
—¿Y tú cómo te llamas?
—María —dijo la mujer, mirándolo con sus ojos negros. Sonrió—. Lo sé, lo sé, es un nombre de italiana.
—María —la interrumpió el técnico de sonido—. ¿Te puedes estar callada?
—Sí, Ted —dijo María, resoplando guasona, sin dejar de mirar a Christmas a los ojos. Luego se le arrimó aún más. Y pegó sus cálidos labios a su oído—. Pero soy portorriqueña.
Olía muy bien, pensó Christmas. A especias tostadas al sol.
Y sabía que le gustaba.
Christmas tenía diecisiete años la primera vez que estuvo con una mujer. Ya hacía un año que Ruth se había marchado a Los Ángeles. Christmas se encontraba en un bar clandestino de Brooklyn, en Livonia, con Joey. Aunque Joey hablaba siempre de mujeres, lo cierto es que Christmas jamás lo había visto ir con ninguna. Aquella noche se estaba haciendo el gracioso con una camarera mayor que ellos. Le silbaba cuando la camarera pasaba a su lado para atender las mesas y le decía frases que a Christmas le parecían estúpidas. En un momento dado, la camarera se dio la vuelta, retrocedió y se puso a mirar fijamente a Joey, con los brazos en jarras. El rostro a pocos palmos del de Joey. Sin pronunciar palabra. Christmas advirtió que a Joey se le subían los colores, que daba un paso atrás y que mascullaba algo. «¿Eso es todo lo que sabes hacer, Rodolfo Valentino?», dijo la camarera, mirándolo de hito en hito. Christmas se echó a reír. Entonces la camarera se volvió hacia él. «Eres mono», le dijo, y se marchó a atender las mesas. Joey, al quedarse solos, hizo un comentario despechado y luego dijo que no tenía tiempo para aquella mema, que había que sacar un poco de dinero de las tragaperras. «Primero los negocios y después las mujeres, Diamond», añadió alejándose y yendo hacia un matón de cara torva.
Christmas, con una sonrisa divertida en los labios, se quedó en un rincón, mirando a la camarera. Entonces reparó en que ella también lo estaba mirando. De una manera distinta a como había mirado a Joey. La sonrisa se le borró de los labios. Y sentía una especie de agitación por dentro. Pero agradable. Inclinó despacio la cabeza, para subirse el mechón rubio de los ojos. La camarera miró alrededor, como si comprobara algo. Luego miró de nuevo a Christmas y le hizo un gesto imperceptible con la cabeza, invitándolo a seguirla. Y Christmas la siguió, como hipnotizado. La camarera se detuvo en la barra, una vez más miró alrededor, luego cogió un manojo de llaves y se dirigió hacia la salida de atrás. Christmas vio que la puerta se cerraba a su paso. Vaciló, con aquella sensación de desasosiego que persistía en su interior, hasta que por fin fue tras ella. Salió a la calle y se encontró en un aparcamiento oscuro. «Chis…». Christmas se dio la vuelta. La camarera estaba en un coche, en el asiento trasero, había bajado la ventanilla y le hacía señas para que se acercara.
—Cierra, que hace frío —le dijo no bien Christmas entró en el coche.
Christmas se sentó rígido, tieso. El corazón le latía con fuerza y tenía la respiración acelerada. Después le dio por reír. Quedamente. Y también la camarera rió, puso la cabeza en su hombro y empezó a acariciarle el pecho. Y luego a desabotonarle la camisa. Se la abrió y le besó su piel clara. Christmas cerró los ojos y no podía dejar de reír, siempre de forma silenciosa. Y la camarera, mientras sus besos descendían hacia el vientre de Christmas, reía con él. Después le agarró una mano y se la llevó a su pecho, sobre el uniforme azul, dirigiéndola y moviéndola. Y rió divertida. Y Christmas rió, más fuerte, sin dejar de palpar aquella turgente y suave carne de mujer, con la que soñaba cada noche en su cama.
—Desabotóname —le dijo la camarera al oído, a la vez que deslizaba su mano entre las piernas de Christmas.
Al contacto, Christmas se estremeció y dio un respingo, apartándose instintivamente. Avergonzado del bulto que tenía en los pantalones.
La camarera rió con más fuerza. Sin ánimo de burlarse. Solo divertida.
—¿Es la primera vez? —le preguntó susurrante al oído.
—Sí —respondió Christmas, sin pudor.
La camarera chasqueó la lengua, como ante un manjar apetitoso, y luego musitó:
—Pues tenemos que hacer las cosas como es debido. —Se desabotonó el uniforme, lo abrió y le mostró a Christmas su pecho suave y blanco como la leche, ceñido por el sujetador. Cogió sus manos entre las suyas y se las sopló, mientras las frotaba—. Están frías —le dijo—. Tienes que tener las manos calientes para una mujer, ¿sabes?
—Sí… —murmuró Christmas, que no conseguía apartar los ojos del generoso escote.
La camarera le asió una mano y se la introdujo en el sujetador. Christmas, al contacto con la piel, abrió la boca, como si le faltase el aliento.
—Pellízcalo —dijo la camarera al sentir los dedos de Christmas en el pezón—. Despacio… muy bien, así… ¿notas cómo crece?
—Sí…
—Y ahora sácalo del sujetador, con delicadeza, como algo muy rico… como un flan. —La camarera se puso a reír.
Y Christmas habría querido reír, pues sentía que por dentro le daba la risa, pero estaba concentrado únicamente en aquella milagrosa esfera de carne que olía un poco a whisky, un poco a sudor y un poco a un perfume desconocido, que Christmas creyó que debía de ser el olor de las mujeres.
—Bésalo… y pasa la punta de la lengua por el pezón… así, sí… y mordisquéalo, pero despacio, como se hace con el lóbulo de los niños pequeños… así, muy bien…
Y después la camarera se subió la falda, le llevó una mano a su entrepierna y Christmas sintió, detrás del suave manto de musgo, una húmeda delicia de terciopelo, cerrada pero lista para abrirse, que le reveló un manantial caliente de líquidos pegajosos y cautivadores, con un aroma áspero y penetrante. Y una vez que la camarera le hubo desabrochado los pantalones y se hubo sentado sobre él, enarcando la espalda y guiándolo a su interior, Christmas ya había comprendido que jamás podría hacer otra cosa que saciar su deseo en aquella fuente.
Al cabo, mientras la camarera se vestía, Christmas recuperó las ganas de reír. Y rió, abrazándola. Y besándola en el pecho y en la boca y en el cuello. Y siguió riendo sin parar al sentir que una nueva fuerza, renacida deprisa, lo incitaba y le hinchaba la ingle.
—Tengo que volver —le dijo la camarera y lo hizo bajar del coche. Después limpió con un pañuelo los rastros que su coito había dejado sobre el asiento del coche. Tras apearse ella también, le pasó una mano por el pelo rubio y enredado—. Qué mono eres —le dijo—. Volverás locas a las mujeres con este mechón.
Christmas la abrazó y besó. Tiernamente. Con los ojos cerrados, como para grabar en su mente aquellos olores y sabores.
—Hueles muy rico —le dijo Christmas.
—Sí, enloquecerás a las mujeres, chaval —sonrió la camarera, alborotándole el mechón—. Pero durante un tiempo quiero que seas solo mío. Ven a buscarme otro día. Te llevaré a mi casa. —Luego desapareció dentro del bar clandestino.
Christmas se quedó en el aparcamiento, enervado, en un estado de gracia exhausta, con una sonrisa fruncida y embotada, sin notar el frío penetrante del invierno neoyorquino.
—Ah, estás aquí —dijo Joey en ese instante—. ¿Qué leches haces aquí? Llevo buscándote hace media hora.
Christmas no respondió. Se limitó a mirarlo con ojos languidecidos por la sensación reciente de su primera vez.
—¿Te acuerdas de la camarera de antes? —dijo entonces Joey, pavoneándose—. Me acabo de cruzar con ella dentro y me ha dado un beso en la mejilla. Me la puedo tirar cuando quiera.
—Sí… —dijo Christmas con aire ensoñador.
—¿Has bebido, Diamond? Tú no aguantas el alcohol. Vámonos, he conseguido veinte dólares, socio.
Christmas lo siguió y mientras andaban no hizo sino tratar de rememorar todos los aromas del amor.
Aquella noche, en la cama, había pensado en Ruth. Pero no se había sentido culpable por ello. Porque sabía que no amaba a la camarera. Y se dijo que aprendería a ser un amante delicado y virtuoso por Ruth. Pues con ella debía de ser aún más bonito. «He de practicar», dijo en voz baja, acurrucado en la cama. Después se durmió feliz.
En los meses siguientes vio con asiduidad a la camarera. Y de la camarera pasó a otras mujeres, casi todas mayores que él. Aprendió que los turgentes pechos blancos, con los pezones rosa pálido, del tamaño de un lunar, eran melosos; que los que eran como una pera, con el pezón en forma de crisantemo, blando, oscuro y un poco abierto, tenían un sabor acre; que los pequeños pechos morenos y duros, con los pezones hacia arriba, huidizos, cual peces voladores que saltaran a ras del agua, tenían un sabor salado y picante; que los transparentes, tensos, jaspeados de azul, que se asemejaban a bolitas llenas de éter, con los pezones apretados y agotados, como si fueran auténticas válvulas, sabían a polvos de tocador; y que los blandos y distendidos de las mujeres más maduras, con los pezones ligeramente arrugados, como pasas secadas al sol, en su escondite ya descubierto por el tiempo, sabían a todos los platos sentimentales que aquellas damas habían probado, recibido y olvidado. Y la piel de las mujeres era resbaladiza o estaba hecha para retener las caricias, era tersa o estaba rebozada, o estaba empapada y podía diluir el placer más intenso. Y el secreto que guardaban entre las piernas era una flor que se deshojaba con mimo o con pasión, con delicadeza o con ardor. Aprendió a captar cada mirada, cada insinuación. A aprovechar su mechón rebelde, su sonrisa franca, su expresión ceñuda, su caradura, su alegría, su cuerpo, que se había vuelto musculoso y ágil al mismo tiempo. Y aprendió a querer a las mujeres, a todas, con naturalidad, pero sin olvidar ni un solo instante a Ruth.
—Grabamos —refunfuñó la voz del técnico de sonido por el interfono de la sala de Conciertos, devolviendo a Christmas al presente.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó María a Christmas, en voz baja.
—Escuchaba tus pensamientos —le dijo Christmas a un oído.
María sonrió.
—Mentiroso.
—María, dale tú la entrada —dijo el técnico de sonido.
María se puso los auriculares y otra vez movió la mano en el aire, hacia el músico. Luego le dio la entrada. El corneta empezó a tiempo. María se volvió entonces hacia Christmas, tras quitarse los auriculares.
—Ahora tenemos que guardar silencio —le susurró.
Christmas le sonrió, luego se acercó las manos juntas a la boca y se las sopló, mirando a María.
La mujer arrugó las cejas, en una pregunta muda.
Christmas se puso un dedo sobre los labios, pidiéndole silencio, e inclinó la cabeza, de manera que el mechón rubio le tapase un ojo.
—Ahora tengo las manos calientes —le susurró.
María arrugó de nuevo las cejas.
—Te he dicho que he escuchado tus pensamientos —añadió Christmas.
María se volvió a mirar al técnico de sonido, preocupada.
—Tenemos que guardar silencio, en serio —volvió a decirle.
Christmas le sonrió. Y en silenció alargó una mano y acarició la suya. Sensualmente, desplazando las yemas sobre el dorso y luego por los dedos. María se puso tensa durante un instante. De nuevo se volvió hacia el técnico de sonido y luego miró al músico. Pero no retiró la mano. Entonces Christmas deslizó las yemas por la muñeca y subió por el antebrazo. Y luego pasó a la pierna. Y lentamente llegó a la rodilla y comenzó a remangarle la falda. María le paró la mano, pero no se la apartó. Christmas permaneció quieto unos segundos, luego siguió subiéndole la falda. Y entonces María le soltó la mano. Cuando Christmas palpó la orla de la falda, la separó y empezó a deslizar los dedos por las medias resbaladizas; a continuación, muy despacio, sin prisa, fue ascendiendo por el interior del muslo, acariciando la piel tersa hasta más arriba del portaligas. Y antes de alcanzar su meta, donde las piernas de María se juntaban, las delicadas yemas de Christmas se demoraron, aproximándose y alejándose, a fin de retrasar el momento y poder así fantasear, desear, temer. Cuando apartó el borde de las bragas e introdujo los dedos, tras desenredar un tupido vello, Christmas encontró a María caliente y húmeda. Dispuesta. Abierta. Sumisa. Incitante. Rendida.
Al contacto, María se estremeció.
—Tenemos que guardar silencio —le susurró Christmas al oído.
Por toda respuesta, obtuvo un jadeo desfalleciente.
Christmas buscó entonces el centro del deseo —aquella pequeña protuberancia blanda y a la vez dura que la camarera, en los días de su aprendizaje, le había enseñado e ilustrado para que se familiarizase con el placer de las mujeres— y comenzó a acariciarlo despacio, con pausados movimientos circulares, pero no geométricos ni repetitivos, siempre variados, hasta que sintió —coincidiendo con un agudo del corneta que estaba grabando su pieza— que las piernas de María presionaban, cada vez con más fuerza. Y la mano de la muchacha lo asía de un brazo y se lo apretaba, frenéticamente. En ese instante Christmas aumentó el ritmo y solo cuando sintió que María le clavaba las uñas en el brazo y se quedaba sin aliento, procurando en vano no abrir la boca, se detuvo, lentamente, para guiarla en el descenso, sin desgarros, sin sacudidas.
—Me parece buena —dijo el técnico de sonido una vez que el músico concluyó el último compás—. ¿Qué opinas, María?
—Sí…
—¿Quieres hacer otra? —preguntó el técnico de sonido.
—No… no, vale así. Gracias —respondió apresuradamente María, poniéndose de pie—. Tengo que irme, Ted —dijo al técnico de sonido hacia el otro lado del cristal—. Gracias, ha estado sensacional —felicitó al músico—. Acto seguido tironeó a Christmas del bajo de la chaqueta y salió de la sala de Conciertos. Miró alrededor, avanzó a grandes zancadas hasta el fondo del pasillo, abrió una puerta y miró dentro. Enseguida hizo pasar a Christmas, cerró con llave y lo besó apasionadamente. Christmas la levantó por las axilas y la colocó en el canto del lavabo, que crujió peligrosamente.
—Date prisa —dijo María.
Christmas le subió la falda, con el ímpetu que María se esperaba, y entró en ella. María le aferró el pelo, con furia, besándolo y ciñéndolo para que se introdujera más en su interior, gimiendo en silencio. Poco después empezaron a jadear al unísono hasta el momento culminante, cuando cayeron al suelo al mismo tiempo que la pica del lavabo, que se había desprendido de la pared.
—¿Te has hecho daño? —preguntó Christmas.
—No —contestó María riéndose—. Pero salgamos deprisa, si no, nos lo harán pagar. —María se rió de nuevo.
—Me gustan las mujeres que ríen —dijo Christmas.
Aquella noche, al volver a casa, vio a Santo en la acera de enfrente paseando de la mano con una chica feúcha, baja y gordita. Se detuvo y los observó. Santo, como si hubiese advertido a sus espaldas la mirada de su amigo, se dio la vuelta y sus ojos se cruzaron con los de Christmas. A la luz de la farola, Christmas vio que Santo se ruborizaba, que bajaba la mirada al suelo, y que luego seguía su camino como si no hubiese reparado en él. Christmas sonrió y entró en el portal desconchado del 320 de Monroe Street. Comenzó a bajar las escaleras silbando alegremente la tonada de jazz que había interpretado ese día el corneta, en la sala de Conciertos. Sin embargo, una vez que llegó al semisótano, paró y prestó atención, pues había oído un vocerío acalorado en la planta baja.
—Mira, este es el padre de Carmelina —oyó gritar al padre de Santo en el umbral de su casa, dirigiéndose a su mujer, que llevaba tres años postrada en la cama, sin morir, pese a lo que le habían diagnosticado los médicos—. Antonio es mi colega en el muelle trece desde… ¿desde hace cuántos años descargamos mercancías, Tony?
—No echemos cuentas, por favor, que eso nos hace todavía más viejos —respondió el otro estibador—. Pensemos en nuestros hijos, que son jóvenes. Y confiemos en que el suyo sea un matrimonio feliz como el nuestro.
—Es verdad —dijo su colega—. Pasa y brindemos por tu Carmelina y por mi Santo.
Christmas oyó que la puerta del piso de los Filesi se cerraba. Entonces se asomó al ventanuco del semisótano que daba a Monroe Street. Y vio que Santo, en una esquina oscura de la calle, se arrimaba a Carmelina, su novia feúcha, y la besaba, rodeándole los hombros con los brazos, torpemente.
—Demasiado ardor, Santo —río quedamente Christmas, mirando a su amigo. Luego, al alejarse, se puso de nuevo a silbar la tonada de jazz. Pero experimentaba una leve melancolía. Porque lo único que lo había hecho sentirse vivo en los últimos años eran las mujeres.
Pero había perdido a Ruth.
—Te encontraré —dijo.