Los Ángeles, 1926
—Quiero hacer algo por tu horrible pelo. Ya no eres una niña, sino una mujer, recuérdalo —dijo aquella mañana su madre—. Te llevaré a mi peluquero.
—Sí, mamá —respondió Ruth, sentada frente a la ventana de su habitación, que daba a la piscina de la mansión en Holmby Hills.
—Quiero que estés perfecta —insistió la madre.
—Sí, mamá —respondió Ruth, mecánicamente, con voz monocorde, sin apartar la vista de las ocho estatuas de estilo neoclásico que bordeaban la piscina. Tres en cada uno de los lados largos y una en el centro de los más cortos y redondeados.
—Y esta noche procura sonreír —prosiguió su madre—. Sabes que es una velada importante para tu padre.
—Sí, mamá —repitió por tercera vez Ruth. Y se quedó inmóvil.
Entonces su madre la asió de un brazo.
—¿A qué esperas?
Ruth se levantó sin pronunciar palabra y salió de la habitación, bajó tras su madre las gradas de la amplia escalinata de la mansión, la siguió hasta la majestuosa entrada de mármol italiano y entró en el nuevo Hispano Suiza H6C, que había reemplazado el H6B que tenían en Nueva York. Una vez que llegó a la peluquería, se sentó en el sillón de una salita reservada y dejó que una joven oxigenada le pusiese una bata mientras su madre y Auguste —el peluquero con nombre francés— decidían qué hacer con su pelo.
Después Auguste miró a Ruth reflejada en el espejo.
—Esta noche vas a estar preciosa —le dijo.
Ruth no contestó.
Auguste, ligeramente irritado, se volvió hacia la madre.
—¿Qué color para las uñas, madame?
La señora Isaacson posó entonces sus ojos en el dedo amputado de Ruth.
—Llevará guantes —dijo gélida. Y luego salió.
Ruth se había quedado inmóvil, como si no se percatara de nada de lo que ocurría alrededor. Si le decían que levantara la cabeza, la levantaba; si le decían que se girara hacia un lado, lo hacía. Y cuando le preguntaban si el agua estaba muy fría, respondía no, cuando le preguntaban si estaba muy caliente, respondía no, de la misma manera distraída. Estaba allí pero no estaba allí. Y no le importaba nada. No los oía.
Porque Ruth, desde hacía casi tres años, conseguía no oír.
Era como si hubiese regresado a aquel tren que se la llevaba de Nueva York. Desde su llegada a Los Ángeles, había esperado que Christmas le escribiera. Había concentrado toda su atención, todos sus pensamientos, todas sus emociones sobre su pasada vida. Y había albergado la esperanza de que Christmas, el duende del Lower East Side al que había estado a punto de besar en su banco del Central Park, hubiese seguido siendo su presente y su futuro. Pero Christmas había desaparecido. Ruth le había escrito al 320 de Monroe Street en cuanto llegó al Beverly Hills Hotel. Ninguna respuesta. Le había escrito cuando se habían mudado a la mansión de Holmby Hills. Ninguna respuesta. Sin embargo, Ruth siguió esperando. Christmas jamás la traicionaría, se repetía. Cada día con menos convicción. Hasta que una mañana, al despertarse, guardó el horrible corazón pintado en el fondo de un cajón.
Y entonces, al cerrar aquel cajón, sintió como un leve crac en la cabeza. Un ruido imperceptible pero claro.
Aun así, siguió esperando. Ya sin esperanza. Y la pérdida de esperanza llenó su cabeza de pensamientos que la presencia de Christmas había espantado durante largo tiempo. Cuando se dio cuenta de que estaba esperando que Bill desapareciese de sus pesadillas, ya era demasiado tarde. Y cuando se dio cuenta de que estaba esperando que la herida que le había dejado la muerte del abuelo Saul cicatrizase, ya era demasiado tarde. En una fracción de segundo, la espera se convirtió en angustia. Y no tenía armas para defenderse de aquella angustia creciente. Había momentos en los que súbitamente se ponía a jadear, como después de una carrera, aun cuando estuviera sentada en su pupitre del exclusivo instituto donde estudiaba. O de pronto tenía los ojos desorbitados, aunque no estuviera sino mirando la pizarra en la que un profesor estaba escribiendo con tiza los puntos fundamentales de una lección. O bien era como si un atroz estallido le perforara los tímpanos, cuando solo se trataba de la voz de un compañero que la invitaba a una fiesta. Porque parecía como si el mundo entero hubiese adquirido colores, sabores, olores y sonidos que simplemente le resultaban demasiado violentos.
Se puso gafas oscuras. Pero los colores estaban en su mente. Se tapaba los oídos bajo la almohada, de noche, pero los gritos estaban en su corazón. Dejó casi de comer, pero los sabores que le envenenaban la boca estaban enterrados en su interior. Intentaba no tocar las cosas ni las personas, pero de todas formas era como si el dedo que Bill le había amputado le hablase del hielo y el infierno del mundo.
Más tarde, casi un año después de su marcha, un día que se sintió morir, aplastada por todos esos pesos que la oprimían por dentro, un día que había tenido la certeza de que no aguantaría más y pensado que se dejaría arrollar por un Pierce-Arrow que llegaba zumbando, aquel día oyó de nuevo el crac en la cabeza.
Más fuerte aquella vez. Más claro.
Y mientras el eco de aquel ruido se apagaba, los sabores y los sonidos y los colores se fueron apagando. Todo se había vuelto gris. Y silencioso. E inmóvil. Las olas del océano habían enmudecido, también las gaviotas en el cielo. Y ya no oía la carcajada de Bill. Ni la voz de su abuelo.
«Por fin, todos han muerto», se dijo, con una especie de apatía.
Fue entonces cuando descubrió, pese a que siempre habían estado ahí, a sus «ocho hermanas».
Habían pasado casi dos horas desde que el peluquero Auguste empezara a arreglarle el pelo, y Ruth aún no se había mirado en el espejo. Ni se miró mientras la madre, que había regresado con una voluminosa bolsa de una de las tiendas más exclusivas de Los Ángeles, felicitaba a Auguste por el peinado extendiéndole un cheque astronómico.
—Procura no estropeártelo hasta esta noche —advirtió la madre a Ruth, al subir al coche.
—De acuerdo —dijo Ruth. Y luego no habló más hasta Holmby Hills. Bajó del coche, volvió a su habitación, se sentó frente a la ventana y de nuevo se puso a contemplar las estatuas neoclásicas del borde de la piscina. Sus «ocho hermanas», como las llamaba. Ocho hermanas carentes de alma y de sentimientos. Frías y mudas. Tiritó. Pero no se levantó a por un jersey. No merecía la pena. Como sus ocho hermanas, tenía frío por dentro. Y ninguna cachemira hubiera podido darle calor.
Además, su apatía la protegía. Gracias a ella se dormía en una noche profunda y completa, sin sueños ni pensamientos. De forma silenciosa y densa. Como la total ausencia. Como la muerte. Era un dormir intercalado por breves despertares a los que era fácil resistirse, que tan solo acarreaban un leve malhumor, apenas una ligera molestia: pesadez de cabeza, lentitud o agotamiento que pronto daban paso a los deleites de un nuevo sopor, de una nueva ausencia. Y Ruth podía desaparecer de nuevo. Sin que nadie la encontrase. Ni ella misma. Y ese letargo al que se había entregado la acompañaba a las clases del instituto, no se apartaba de su lado cuando comía con sus padres, le ocultaba los horrores de la noche y la brutal desfachatez del día.
Sentada enfrente de la ventana, se quedó dormida. Luego se despertó. De nuevo se adormeció, volvió a abrir los ojos y otra vez los cerró. Y cada vez que abría los ojos aparecía un toldo más montado al borde de la piscina. Para la fiesta. Y al aumentar los toldos para el bufet, las ocho hermanas quedaron ocultas a su vista. Pero Ruth sabía que estaban ahí. Y no apartaba los ojos. Sin que un solo pensamiento o una sola emoción pasaran por su cabeza. Los pensamientos y las emociones le habían regalado aquel frío que ni el sol californiano conseguía quitarle. Aquel frío que había sentido por primera vez en su vida cuando había muerto su abuelo. Un frío para el que no había remedio. Por eso no hacía nada. Tampoco en aquel momento. Sencillamente miraba —o se imaginaba— a sus ocho hermanas, sin dejarse distraer por el tropel de criados y criadas que entraban y salían de la cocina de la mansión y ponían las grandes mesas del bufet; indiferente a las notas de la orquesta que probaba los instrumentos y ensayaba los temas de moda; sorda a la voz gélida de su madre, que reprochaba a su marido que fuera un blandengue, un fracasado, mera sombra del abuelo Saul; sorda a la voz débil e histérica de su padre, que reprochaba a su mujer que fuera una mujer consentida e incapaz de mostrar solidaridad; ciega a la luz del día, más tenue conforme se acercaba el ocaso. Porque hacía mucho que Ruth había cerrado los ojos y se había abandonado a la oscuridad. Y al silencio. Y al hielo.
—¿Todavía no te has vestido? —dijo su madre al entrar en su habitación, cuando afuera las ocho hermanas parecían cobrar vida a la trémula luz de las antorchas que estaban repartidas por el borde de la piscina y por las veredas de la mansión.
Ruth se volvió lentamente.
Su madre le señaló algo que había sobre la cama.
Ruth miró, sin curiosidad. El traje era de seda. Rojo rubí. Escotado y sin mangas. Junto al traje, unos guantes también rojo rubí, que sobrepasaban el codo. Y encima de la alfombra francesa, unos zapatos de tacón alto, con dos cintillas en el empeine. Rojas.
—Las medias, negras o grises —dijo la madre. Luego cerró los ojos, como si se imaginara el efecto; al abrirlos, meneaba la cabeza—. No, no pueden ser grises —se corrigió y, tras abrir un cajón, eligió las medias y las hizo planear sobre el traje. Acto seguido abrió otro cajón y rebuscó entre los ligueros—. ¿Cuándo vas a decidirte a ser mujer? —Resopló insatisfecha de la búsqueda. Salió de la habitación y poco después volvió con un liguero gris perla en la mano—. Aquí tienes —dijo—. Un liguero ha de ser ligero como la caricia de un amante si quieres ponerte un traje de seda.
En ningún momento Ruth había apartado la vista del vestido que estaba sobre la cama.
—Cuando estés lista, ve a mi cuarto de baño y ponte una raya de carmín. El número siete —prosiguió su madre—. Te lo dejaré abierto, así no te equivocarás.
Ruth no se movió.
—¿Me has comprendido? —preguntó su madre.
—Sí, mamá.
Su madre se quedó mirándola un instante. Le arregló un mechón de pelo.
—¿Quieres ponerte un collar? —le preguntó.
—Como tú quieras —contestó Ruth.
Su madre la examinó con gesto crítico.
—Mejor no —concluyó—. ¿Necesito recordarte una vez más lo importante que es para tu padre esta velada? —dijo luego.
Ruth consiguió apartar los ojos de la cama y miró a su madre. Le habría gustado decir que detestaba aquel traje rojo rubí. Pero no sabía por qué.
Crac.
—Ruth, ¿en qué estás pensando? —preguntó su madre, ya harta.
—En nada, mamá —respondió Ruth.
«En nada —pensó, como dándose una orden—. En nada.»
—Sonríe y sé amable con todos.
Ruth asintió.
—Qué chica tan aburrida eres… —balbuceó su madre al salir de la habitación—. No bajes hasta que no hayan llegado todos. A las ocho y media —le dijo mientras se alejaba por el pasillo.
Ruth permaneció un instante inmóvil, luego volvió a mirar el traje que estaba sobre la cama. Lo detestaba. Y aquella sensación la puso en guardia. Hacía casi dos años que no detestaba nada. Con todo, lo que más la turbó fue no saber por qué detestaba con una creciente intensidad que se parecía cada vez más al odio aquel vestido que estaba sobre su cama. Que se extendía sobre su cama como una mancha roja.
Crac.
«Ocho hermanas —pensó, procurando distraerse de aquel ruido que de pronto había empezado a sonar en sus oídos—. Y tú eres la novena —se dijo. Nueve. Nueve como sus dedos—. ¡En nada! —se ordenó cerrando los ojos, con fuerza—. ¡No estoy pensando en nada! —se repitió tratando de convencerse—. ¡No oigo nada!»
Pero hasta en aquella oscuridad artificial se le seguía apareciendo el traje rojo rubí extendiéndose sobre su cama como una mancha roja de sangre.
Crac. Leve. Como el ruido que hace una hoja seca al ser pisada. Crac. Más fuerte. Como el ruido que hace una rama al ser cortada. Crac. Aún más fuerte. Como el ruido que hace un dedo al ser amputado por unas tijeras de podar.
Ensordecedor.
Los veía pasárselo a lo grande. Daban cumplida cuenta de la comida y el champán ofrecidos por su padre. Parecían saltamontes, pensaba. Saltamontes muertos que aún agitaban las patas, con la boca llena. O quizá, se dijo sin apartar la vista de los bulliciosos invitados, la muerta era ella. Con los ojos abiertos. Repentinamente desorbitados.
Estaba preciosa. Lo sabía. Se había mirado al espejo. Estaba preciosa. Como la viera Bill. Tenía carmín —no el delicado número siete que le había preparado su madre, sino el violento número once— generosamente extendido por los labios. Y se lo había repasado además por los párpados. Rojo escarlata. Miraba con atónitos ojos escarlatas a los saltamontes.
Ruth rió. Bajó el primer escalón. Se tambaleó.
Tiritó en su nuevo traje de noche que le dejaba al aire los hombros y la espalda. Un traje de seda rojo rubí.
«Rojo como la sangre que anida entre mis piernas, ¿no es cierto, Bill? —dijo en voz baja, riendo—. Rojo como la sangre que no cesa de chorrearme del dedo que te has llevado, ¿no es cierto, Bill?», y siguió riendo, porque todo era divertido. Tan divertido que tenía que transmitírselo también a los saltamontes. Ruth la Roja.
Bajó otro peldaño. Se agarró al pasamanos. «Buenas tus píldoras, mamá…», masculló, sin mantener bien el equilibrio. Pero todavía nadie la oía. Los saltamontes tenían la boca llena. Ellos también reían. «Y también bueno tu whisky de contrabando, mamá…», dijo bajando otro peldaño. Los haría reír aún más. Sí, los haría reír. Reír de la sangre. «Roja como aquel corazón rojo, ¿no es cierto, Christmas? Roja como el beso que nunca te di, ¿no es cierto, Christmas?» Otro peldaño. «Soy la sacerdotisa de la sangre», rió. «Por eso mi madre me ha regalado este traje rojo, hecho de sangre…» Dos peldaños más. Pero todo le daba vueltas. El techo se desprendía de las paredes. Las paredes se desprendían del suelo. Y el suelo se balanceaba como la toldilla de un barco en una tempestad. «Sí, estoy en medio del lago de sangre… y me ahogo. Me estoy ahogando y… da risa, ¿no? Da risa quien se ahoga en la sangre… porque… porque da risa, eso», tres peldaños más, las rodillas se le doblaron. Ruth se agarró con más fuerza al pasamanos y se quitó los zapatos. «Zapatos rojos», rió dejándolos caer al suelo. Levantó los ojos y vio a su padre en su inmaculado traje de lino blanco. Con el rostro blanco. Crispado. «Tú no tienes sangre, papá…», farfulló. «Toda tu sangre… la he derramado yo…», rió y se miró la mano con el dedo amputado. «No me he puesto los guantes… lo siento, mamá… tenía miedo de ensuciarlos con la sangre…», rió de nuevo mientras agitaba hacia lo alto, pero sin verlo bien, el dedo sajado, que había pintado de rojo rubí. Con el mismo carmín de los labios y los ojos. Volvió a mirar a su padre. Su rostro débil, que buscaba a alguien entre los invitados. «No han venido, ¿no es cierto, papá?» Tuvo unas arcadas. Se llevó la mano a la boca. Abrió mucho los ojos. Sintió la frente helada. Y la frente perlada de sudor. Bajó el último peldaño de la escalera. Los veía al otro lado de la entrada de mármol. Todos los invitados estaban alrededor de las mesas del bufet. Junto a las ocho hermanas, que no se dignaban a hablar con ellos. Procuró mirarlos bien pero no reconoció a ninguna de aquellas estrellas porque en la pantalla parecían ángeles y en la vida, en cambio, no eran sino saltamontes, con mandíbulas tremendas, que devoraban todas las viandas que tenían a su alcance. Sin saber siquiera quién se las ofrecía. Eran divos y divas, se les debía todo. O quizá, se dijo Ruth, sencillamente presentían que no iban a durar mucho. Como ella.
—¡Yo tampoco voy a durar mucho! —gritó riendo—. ¡Buenas noches a todos! —dijo, y al momento cayó desplomada al suelo. Se golpeó la cabeza contra la barra de hierro forjado del pasamanos. Rió. Vio correr a su madre hacia ella.
—Mamá… —murmuró, casi con afecto. Como si un arrebato de esperanza le hubiese invadido la garganta, falseando el tono de aquella palabra—. Mamá… —repitió. Y mientras pronunciaba aquel nombre le pareció que sonaba diferente, como compuesto de otras letras. Como si hubiese dicho «abuelo». O «Christmas». Y entonces, en el momento en que su madre llegaba a su lado seguida por dos criados y todos los saltamontes se volvían hacia ella con las mandíbulas llenas de comida, la risa se le convirtió en llanto. Durante un instante—. ¿Lloro sangre, mamá? —preguntó con la voz pastosa a causa del alcohol y las píldoras de su madre.
—¡Ruth! —murmuró colérica—. Ruth…
—… no des la nota —concluyó Ruth. Y entonces se puso a reír otra vez, a la vez que se secaba las lágrimas. Y luego la acometió la rabia, como un temblor, como un terremoto. Se puso de pie, forcejeó, propinó una bofetada a uno de los criados y dio un empujón a su madre. Miró furiosa a los saltamontes, que se habían callado de golpe y la observaban. Y cuando la rabia la hubo desbordado, rápida y repentina, como fuego en un campo de paja, se aferró con las uñas al traje, a sí misma, pues Ruth no sentía aquella rabia terrible contra su madre, ni contra los saltamontes, ni contra Christmas ni Bill, ni contra el mundo. La sentía contra sí misma. Se aferró al traje y lo rasgó. Y todos vieron que la chica con los ojos rojos tenía un vendaje grueso que le comprimía el seno. Y cuando empezó a aferrarse a las vendas, los dos criados la sujetaron con fuerza.
—No es nada. Divertíos —dijo la madre a los invitados mientras los criados llevaban en vilo a Ruth escaleras arriba y ella gritaba, dando rienda a todo su silencio.
Arrojaron a Ruth sobre la cama.
—¿Tengo que atarte? —dijo su madre con una mirada gélida y feroz.
Ruth se calló. De pronto, como había comenzado a gritar. Volvió la cabeza hacia el otro lado.
—No, mamá —respondió quedamente.
—Has estropeado la velada de tu padre, ¿te haces cargo? —insistió su madre.
—Sí, mamá.
—Estás loca.
—Sí, mamá.
—Ahora tengo que ir con los invitados. Después llamaré a un médico.
—Sí, mamá.
—Fuera —dijo su madre a los dos criados. Luego los siguió.
Ruth oyó que cerraban la puerta con llave. Permaneció con la cabeza ladeada. Inmóvil.
Crac.
Esta vez, un sonido suave. Un sonido agradable. Tenue. Sordo.
«Has echado a perder la velada de tu padre… —empezó a decir pausadamente, con un tono monocorde—. Por favor, Ruth… tu padre ha invertido todo su dinero… nuestro dinero… en el sistema DeForest… DeForest… lo sabes, ¿no? El sonoro… tu padre no es como el abuelo… no es como el abuelo… no es como el abuelo… DeForest… el sistema DeForest… todo su dinero… Phonofilm DeForest… todo su dinero… Phonofilm DeForest… quebrado… DeForest ha quebrado… los productores… tu padre no es como el abuelo Saul… los productores tienen que ayudarlo… no es como el abuelo Saul… ayudar… ayudar… ayudar… has echado a perder la velada de tu padre… el abuelo Saul… de tu padre… has echado a perder a tu padre…»
Crac.
Como un leve batacazo.
Ruth guardó silencio. Todo había dejado de dar vueltas. Las paredes y el techo y el suelo se habían parado. Ahora todo estaba quieto. Todo estaba claro. Tenía la mente despejada. Transparente.
Se levantó de la cama. Fue a la ventana. La abrió. Trepó al alféizar. Podía ver a los saltamontes, abajo. Pero los saltamontes no la veían a ella. Solo las ocho hermanas se volvieron a mirarla. Y le sonrieron. Y extendieron los brazos. Hacia ella.
Saltó al vacío.
Crac.
Cuando tocó el suelo, entre los invitados de la fiesta, sobre las baldosas cuadradas de cerámica toscana, Ruth se sorprendió. No sentía nada. De nuevo no sentía nada. Ningún dolor, ningún grito. Y no veía los colores. Y en la boca tenía un sabor dulce. Su sangre se había vuelto dulce.
Y luego, finalmente, también llegó la oscuridad.