36

Los Ángeles, 1926

Cuando Bill llegó a California —tras un viaje que duró una semana— se quedó con la boca abierta. Y pensó que era aún más bonita de como la describía continuamente Liv, en los días de Detroit. Lo primero que le sorprendió fue el clima. Bill se había criado en Nueva York, donde en invierno hacía un frío de perros y el verano era asfixiante, húmedo y bochornoso. En cambio, en California el clima era suave y seco, fresco. Lo segundo que le sorprendió fue la luz. El cielo oscuro y bajo de Nueva York, salpicado de rascacielos, en California estaba formado por una bóveda azul, límpida, alta, estrellada de noche. Una luz pura, resplandeciente. Que descubría un horizonte infinito, tanto por el lado del Pacífico como hacia Sierra Nevada y su fértil valle del Edén. Y el mismo océano tenía un azul intenso, cautivador, no el turbio, opaco mar que se mezclaba con las aguas del East River o del Hudson. Cada color de California, ya fuese el rojo, el verde o el azul, era intenso, vivo, radiante. Pero cada color debía inclinarse ante el dominador indiscutible de aquel mundo: el amarillo. No había nada en California que no poseyese un poco de amarillo. El amarillo del oro que habían encontrado los buscadores de pepitas, el amarillo del sol que calentaba cada rincón, el amarillo claro, casi blanco, de las playas que miraban hacia el océano. No las siniestras, húmedas, viscosas dársenas neoyorquinas, sino amplias y profundas franjas de arena caliente, brillante, que invadía las dunas yermas tras las cuales pasaba la carretera costera. Y toda la naturaleza parecía adaptarse a aquella explosión de sol, haciendo florecer amapolas amarillas que se multiplicaban rápidamente, naciendo de la noche a la mañana, colonizando la tierra seca y bien drenada, contando una vida veloz, desenfrenada, sin pensamientos, sin remordimientos, sin incertidumbres, sin reflexiones sobre el futuro. Era la vida como debía ser. Alegre. Y la gente, como las amapolas californianas, vestía camisetas chillonas, corría por las playas, reía, hacía el amor como si no se preocupara del mañana.

Eso había visto Bill, tres años antes, al llegar a California. Y había pensado: «Esta es mi casa». Y había creído que en aquel reino encantado podría ser feliz.

Tras pasar San Francisco llegó a Los Ángeles. Nunca se había imaginado que pudiera haber un aglomerado tan extenso. Durmió en el primer hotel que encontró en la carretera y le pidió al dueño que le indicara un rascacielos donde alquilaran un piso. Quería contemplar el cielo desde lo alto, quería estar lo más cerca posible del sol. El dueño del hotel le dijo que su prima alquilaba apartamentos en Cahuenga Boulevard. En la planta baja. En un apartotel muy decente pero barato. Bill se rió en su cara.

—Soy rico —dijo, palpándose el bolsillo repleto de casi cuatro mil quinientos dólares.

—En Los Ángeles, el dinero se acaba pronto —le advirtió el hotelero.

Bill rió de nuevo. Se sentía como una amapola californiana. Había florecido y quería disfrutar del sol, nada más. No había un mañana que temer. Solo un hoy que celebrar.

Sin embargo, dos meses después Bill comprendió que la maravillosa vista panorámica de su piso lo dejaría sin blanca en poco tiempo. Así que recogió sus escasas pertenencias y regresó al hotel.

—¿Dónde está ese apartotel de Cahuenga Boulevard? —le preguntó al hotelero.

Y aquella misma noche tomó posesión de su apartamento en el apartotel de estilo español de la señora Beverly Ciccone, una mujer de cincuenta años, oronda y de pelo oxigenado, que había heredado la propiedad de su segundo y difunto marido, Tony Ciccone, fallecido a los ochenta y tres años, un siciliano que había plantado un naranjal en el Valley y luego vendido a una fábrica de zumo de frutas. Y ahora que era viuda, como ella misma había querido aclarar, la señora Ciccone debía tener cuidado con los cazadores de dote, pues en Los Ángeles abundaban —según afirmaba la propia señora—, y por un sitio como el Palermo Apartment House se encaprichaba mucha gente.

—Como me encapriché yo —rió la mujer, haciendo que sus enormes tetas se bambolearan.

Luego condujo a Bill hacia su nueva casa.

El Palermo Apartment House era un edificio en forma de herradura que daba a Cahuenga Boulevard y al que se accedía subiendo tres escalones de piedra rojiza y pasando bajo un arco que recordaba a las viviendas mexicanas que Bill había visto en alguna película del Oeste. En el centro había una vereda de losas cuadradas de grava con cemento y, en los flancos, la señora Ciccone había plantado rosas. Un caminito de gravilla llegaba hasta el portal de cada apartamento. Los veinte apartamentos —siete en cada uno de los dos lados largos, dos haciendo esquina y cuatro al fondo— se componían de un saloncito, al que daba la puerta de entrada, un cuarto de baño y una cocina americana equipada. En el salón había un sofá-cama de dos plazas, un pequeño sillón, una esterilla y una mesa con dos sillas. Al lado del sofá-cama, un mueble bajo que hacía las veces de mesilla de noche y un armario empotrado de dos puertas.

—Si desea un espejo en el cuarto de baño, tiene que pagarme cinco dólares por adelantado —dijo la viuda Ciccone—. El inquilino anterior me lo rompió y se fue sin pagármelo. No puedo salir perdiendo.

—¿Y por qué debo salir perdiendo yo? —le preguntó Bill.

—De acuerdo —dijo entonces la oronda oxigenada—. Que cada uno pague la mitad y así zanjamos el asunto. Dos dólares cincuenta.

Bill introdujo una mano en el bolsillo y extrajo su fajo enrollado de dinero. Le pagó cuatro semanas por adelantado y la mitad del espejo. La viuda Ciccone no podía apartar los ojos del rollo de dólares. Cuando volvió con el espejo, Bill advirtió que se había retocado el carmín de los labios, haciendo en ellos un trazo en forma de corazón, y que se había abierto dos botones de la blusa rosada, que dejaban entrever sus enormes tetas color de leche ceñidas en un sostén del mismo color de la blusa. Y las zapatillas desgastadas que antes calzaba las había reemplazado por un par de zapatos puntiagudos de tacón alto.

—¿Es actor, míster Fennore? —le preguntó, pasándose una mano por los rizos oxigenados.

—No —contestó Bill.

—Pero trabaja en el cine, ¿verdad?

—No.

—¡Qué raro! —comentó la viuda Ciccone.

—¿Por qué?

—Porque en Los Ángeles todo el mundo quiere hacer cine.

—Yo no.

—Lástima… tiene buena planta —sonrió la mujer—. Puede llamarme Beverly, si lo desea, míster Fennore. O simplemente Bev.

—Vale.

—Pues entonces yo te llamaré Cochrann —dijo—. O quizá sea más fácil… Cock —y rió maliciosamente, llevándose una mano a la boca.

Bill no rió. No le hacían ninguna gracia las mujeres que se comportaban como zorras.

—¿Dónde hay un banco? —le preguntó.

—A dos manzanas de aquí. El director es amigo mío… o sea, que me conoce. Dile que vas de mi parte, Cock —dijo la viuda y salió del apartamento meneando su gran trasero que tal vez había sido una de las causas de la prematura muerte de Tony Ciccone.

Bill cerró la puerta y se puso a inspeccionar con calma su apartamento. Las paredes estaban sucias y había manchas rectangulares que resaltaban entre bordes más oscuros, donde en otro momento seguramente había habido grabados colgados.

A la mañana siguiente hizo un depósito de dos mil dólares en el American Saving Bank, se quedó con setenta y siete dólares en el bolsillo y compró una brocha y dos botes de pintura blanca. Después regresó al Palermo y pintó las paredes. Aquella noche el olor en el apartamento era insoportable y Bill durmió con las ventanas abiertas y oyó los ruidos de Los Ángeles tumbado en la cama.

Casi todos los huéspedes del Palermo Apartment House soñaban con el cine. La muchacha del apartamento número cinco, enfrente del de Bill, tenía largos rizos castaños que cuidaba con mucho mimo desde que muriera Olive Thomas, en 1920. La muchacha, Leslie Bizzard —«Aunque mi nombre artístico es Leslie Bizz», le había confiado a Bill—, estaba convencida de que Hollywood tenía que encontrar a una actriz para sustituir a la reina de belleza de The Flapper, que se había suicidado en París con una dosis letal de veneno —«bicloruro de mercurio en gránulos», había especificado— tras verse envuelta en un escándalo de drogas. Habían pasado seis años desde la desaparición de Olive Thomas, pese a lo cual Leslie jamás había dejado de cuidar sus rizos castaños, que, según ella, hacían que se pareciese de forma increíble a la estrella fallecida y le garantizarían el éxito. «De lo que se trata es de tener paciencia», le había dicho a Bill. Entretanto, trabajaba de dependienta en una tienda de ropa. Y esperaba.

En el número siete vivía Alan Ruth, un viejo artrítico al que todos los inquilinos respetaban porque había sido figurante en dos superproducciones de Cecil B. DeMille.

En el número ocho había un chico efébico, Sean Lefebre. Un bailarín de segunda fila que trabajaba en el teatro y, de vez en cuando, en el cine. Bill sintió una repulsión inmediata hacia aquel petimetre enclenque. Y comprendió el motivo tras verlo una noche entrar en su apartamento abrazado a otro hombre con el que se manoseaba efusivamente. Al día siguiente denunció al homosexual a la dueña del Palermo Apartment House, manifestando su enfado. Sin embargo, la viuda Ciccone se rió en su cara.

—Los Ángeles está lleno de putos, cariño —le dijo—. Acostúmbrate, Cock.

En el catorce vivía un hombre gordo y grosero, Trevor Lavender, utilero en la Fox Film Corporation, que despreciaba a los «artistas». A todos, sin excepción. Porque eran gente débil, decía.

En el apartamento número dieciséis vivía Clarisse Horton, una mujer de cuarenta años que trabajaba de peluquera en los estudios de la Paramount y que criaba sola a su hijo Jack —que contaba siete años en la época de la llegada de Bill—, fruto de una aventura ocasional con una misteriosa estrella del cine cuyo nombre Clarisse no había querido revelar jamás. Jack, según su madre, se convertiría en una estrella de los musicales, razón por la cual practicaba canto, interpretando continuamente siempre la misma patética canción que hablaba de un niño cuya madre había huido de noche y abandonado. Jack extendía los brazos, la cara tonta y triste vuelta hacia el horizonte, siguiendo el imaginario viaje de la madre, preguntándose —como decía la canción— adónde podía haberse ido y respondiéndose que bien podía ser que hubiera coincidido con todas las madres que habían abandonado a sus niños, que se hubiera arrepentido, y que luego todas juntas decidieran regresar a casa. «En busca de felicidad», rezaba la última estrofa de la canción.

Pero Bill, a medida que transcurría el tiempo, no encontraba rastro de felicidad. Ni en él ni en los demás. Todo era humo en los ojos.

Bill pasaba cada vez más horas durmiendo. Ruth ya no lo atormentaba. Las pesadillas habían desaparecido. El sueño de Bill se iba volviendo letárgico, espeso, pesado. Se despertaba más cansado y somnoliento que cuando se había dormido. Bostezaba sin parar, muchas veces se quedaba en pijama varios días seguidos, no se afeitaba, no se aseaba. Al principio creyó que lo hacía porque siempre se había imaginado que así era la vida de los ricos. Una vida sin ocupaciones, sin horarios, sin un despertar obligado. Una vida de total holgazanería. Y en los primeros tiempos había experimentado, si no felicidad, una especie de satisfacción. Pero después, con el paso de los días, dicha costumbre se transformó en apatía. Y la apatía acarreó consigo una forma de depresión. La insatisfacción —una insatisfacción subterránea, aún no metabolizada— lo inducía a mirar sin interés todo el mundo que lo rodeaba y lo retenía más tiempo en el sofá-cama, que ya nunca cerraba. Su cuenta en el American Saving Bank iba mermando, semana tras semana. Y Bill postergaba, semana tras semana, el problema. Pero ya sabía que no era rico. Tenía que ahorrar en todo. Empezando por la comida. Al principio iba a comer siempre a un pequeño restaurante mexicano en La Brea. Luego pasó a un quiosco de bocadillos ubicado al final de Pico Boulevard, aparcaba su Ford en la esquina con la vía rápida y se echaba sobre la arena tibia, donde comía con la mirada borrosa sobre el océano. Mas pronto tuvo que renunciar también a los bocadillos de Pico y usaba cada vez menos su Tin Lizzie, pues debía ahorrar en gasolina. Empezó a comprar la comida en una pequeña tienda para hispanos y a guisarla por su cuenta. Bill se dio cuenta de que la viuda Ciccone ya no se comportaba como una zorra. Y dejó de llamarlo Cock.

Y cuanto más se apretaba el cinturón, más sentía la cólera de antaño. Y con la cólera, lentamente, se reencontró. Y con la cólera destiló un nuevo sentimiento. La envidia. Una devoradora envidia por la riqueza que pasaba a su lado, en todas las esquinas de las calles. Dejó de ver a los muertos de hambre como él, dejó de reparar en sus coinquilinos y en sus miserias cotidianas. Pasaba gran parte de su tiempo en Sunset Boulevard, fisgando en las mansiones o mirando los coches lujosos que corrían como balas, indiferentes a él y al resto de la humanidad, que no valía nada. Estuvo observando de cerca el Pierce-Arrow de veinticinco mil dólares que había pertenecido a Roscoe Fatty Arbuckle; el McFarlan color cobalto que había pertenecido a Wally Reid antes de que muriera en un manicomio; el Voison de turismo de Valentino, con el tapón del radiador en forma de cobra enrollada, el Kissel rojo de Clara Bow; el Pierce-Arrow amarillo canario y el Rolls Royce blanco —con chófer en librea— de Mae Murray; el Packard violeta de Olga Petrova; el Lancia de Gloria Swanson, forrado de piel de leopardo, que dejaba tras de sí una nube de Shalimar. Y entonces su viejo Ford le dio asco, tan feo, insignificante y ridículo era. Y allí, en Sunset, Bill comprendió que cada uno de aquellos ricos de mierda tenía algo que él habría querido. Y, día tras día, la envidia lo estuvo cegando hasta que se convenció de que todos, indistintamente, tenían algo más que él, no solo los ricos.

Y en ese momento se prometió, rabiosamente, que ganaría mucho dinero. Que se haría realmente rico, costara lo que costase. Y el método más rápido —cuando sus reservas en el American Saving ya estaban en las últimas— era trabajar en el cine.

Fue así como Bill se hizo esclavo del mismo sueño de todos los habitantes de Los Ángeles.

Cuando se presentó en una callejuela de Downtown, en respuesta a un anuncio que había leído en una revista de espectáculos, Bill rebosaba de esperanzas. El anuncio decía que se buscaban personas para el nuevo equipo que se estaba formando. El pabellón no se hallaba en la zona de los estudios, pero Bill sabía que en cualquier caso debía empezar por algo para llegar a cumplir su sueño de riqueza. Así que se presentó. Fue contratado como ayudante de maquinista. El salario era bajo pero le permitía comer y seguir pagando su apartamento en el Palermo Apartment House, lo cual era suficiente para comenzar. Cinco días a la semana.

—Vale —dijo Bill.

—Hasta mañana —dijo el jefe de equipo.

—¿También hacemos películas del Oeste? —preguntó Bill sonriendo.

—Rodamos una mañana —respondió el jefe de equipo.

—Adoro las películas del Oeste —dijo Bill mientras se marchaba.

La película del Oeste en la que Bill colaboró duraba doce minutos y fue rodada en un solo día. Una mujer atravesaba el desierto en carruaje. En realidad, el desierto no se veía nunca, la cámara encuadraba solo el interior del habitáculo, que dos personas remecían desde fuera, una de las cuales era Bill, con el fin de dar la impresión del movimiento. La mujer se subía la falda, se desabrochaba el corpiño, mostrando dos senos blancos y generosos, y se dejaba follar por un tipo que viajaba con ella. La escena duraba siete minutos, seducción incluida. Después el carruaje era atacado por los indios. Y la mujer, que había sobrevivido al ataque —que no se veía—, era follada por el jefe de la tribu, un actor rubio con una ridícula peluca azabache y la tez pintada de rojo. La escena duraba cinco minutos.

Cuando el director dijo que la jornada había concluido, la mujer que se había dejado follar por dos hombres delante de todos se vistió, se repasó el carmín de los labios y salió del pabellón, donde la esperaba un viejo en un Packard flamante.

—Nunca había visto este tipo de películas del Oeste —bromeó entonces Bill con un utillero que se tocaba la bragueta mirando fijamente a una actriz que se estaba probando los trajes para la película del día siguiente.

—Hay que ser rico para poder comprarse una película porno —contestó el tipo—. Y también para poder costearse a una de estas tiarronas.

Por la noche, de vuelta en casa, Bill tuvo que aceptar la idea de que la senda hacia Hollywood no iba a ser fácil. Sin embargo, en aquel nuevo trabajo había otra cosa que lo alteraba. Todos los hombres del equipo babeaban por las actrices. Bill, en cambio, despreciaba a aquellas zorras. Y también sentía que sus miradas lo intimidaban. Porque eran zorras ricas. Con pieles y joyas, aunque ordinarias, y se creían superiores a él. Y estaba seguro de que ninguno del equipo llegaría jamás a otra cosa que a hacerse una paja pensando en esas putas. Pues era preciso ser rico para que se fijaran en uno, para que te tomaran en cuenta como ser humano. Solo se trataban con el director y productor de la película, Arty Short. Y sin duda que Arty Short se las había follado a todas. Y se las follaba cuando quería.

Pero Bill no podía dejar el trabajo. Ya no tenía dinero. Ahora su supervivencia dependía de aquel trabajo, por asqueroso que fuese. Y eso lo hacía temblar de ira, aumentando el odio que sentía por aquellas actrices tan putas.

Mientras tragaba bilis, oyó la voz chillona de Bev Ciccone en el patio. Se acercó a la ventana y apartó un poco la cortina. Detrás de la viuda iba una muchacha de pelo moreno, tez muy clara, bien vestida, arrastrando con dificultad una pesada maleta de cartón. La muchacha tenía una mirada guasona, segura de sí misma. Como todas las muchachas que llegaban a Hollywood. Y aquella mirada se endurecería con el tiempo. Con las desilusiones. Se crearía una corteza, como una costra, que la muchacha tendría que interponer entre ella y el mundo, si quería sobrevivir.

«Otra actriz —pensó Bill—. Otra zorra.»

La muchacha vio que Bill estaba fisgando desde detrás de la cortina. Inmediatamente se enderezó, irguió el pecho y miró hacia otro lado, con aire distante. Bill, sin embargo, tuvo la impresión de que se había ruborizado.

—Este es —dijo la voz de Bev Ciccone, en el apartamento contiguo, cuyos tabiques eran tan finos que al otro lado se oía todo. Y se puso a hablarle de su difunto marido Tony Ciccone, del naranjal en el Valley, de los zumos de fruta y de los cazadores de dote que la perseguían como dueña del Palermo Apartment House—. Si deseas un espejo en el cuarto de baño, cariño, tendrás que pagarme cinco dólares por adelantado —dijo por último la viuda, segundo guión—. El inquilino anterior me lo rompió y se fue sin pagármelo. No puedo salir perdiendo. Te haces cargo, ¿verdad, cariño?

Bill, desde su salón, oyó que la muchacha aceptaba sin rechistar. Se llamaba Linda Merritt y —oh sorpresa— estaba convencida de que se convertiría en una estrella. Había abandonado la granja donde se había criado con sus padres y estaba segura de que encontraría pronto un papel en Hollywood. Bill se tiró en el sofá, desinteresado por la conversación entre la viuda Ciccone y su nueva vecina, hasta que oyó que la puerta del apartamento se cerraba y que las zapatillas de Bev crujían en la grava.

Entonces se levantó del sofá y pegó el oído al tabique medianero. Ni él mismo sabía por qué lo hacía. Tal vez porque había percibido algo en la mirada de la recién llegada. Como una debilidad. O quizá por su cabello oscuro y aquella tez tan clara, que en la penumbra de la tarde le habían recordado durante un instante a Ruth. Aunque ignoraba el motivo, inesperadamente sintió curiosidad. Oyó que dejaba la maleta sobre la mesa. Luego, que entraba en el cuarto de baño. Y poco después, el ruido de la cisterna. Y después un chirrido. Los muelles del sofá-cama en el salón. Y después nada, durante varios minutos. Como si Linda Merritt estuviese inmóvil. Y después, de repente —cuando Bill se disponía a sentarse de nuevo en el sofá—, un sollozo. Como llegado de la nada. Un único sollozo. Contenido. Quizá se había puesto la mano en la boca para ahogarlo, se dijo Bill.

Notó un cosquilleo por su cuerpo. «No eres una zorra», susurró Bill, con una especie de sonrisa. Se llevó una mano a la ingle y advirtió que estaba excitado. Al cabo de tres años de soledad, había encontrado una chica que le gustaba. Se durmió satisfecho y por la mañana, no bien oyó que Linda salía, para buscar trabajo, con una sonrisa falsa impresa en los labios finos y ligeramente pintados, fue a una ferretería, donde por un dólar con setenta compró un taladro con manivela. Regresó a casa e hizo un pequeño agujero entre el tabique que separaba su cuarto de baño del de Linda.

Por la noche, cuando la vio volver, pegó el oído al tabique del salón y en cuanto la oyó ir al cuarto de baño fue de puntillas hasta el agujero que había practicado en el tabique y la espió mientras se bajaba las bragas y se sentaba en la taza del retrete. Observó cómo se pasaba un trozo de papel higiénico entre las piernas y se subía las bragas. Eran blancas y gruesas. Como también eran blancas las medias, y blancos eran igualmente los ligueros. Luego Linda salió del cuarto de baño y regresó al salón. Y Bill asimismo regresó al salón y pegó el oído al tabique. Oyó ruidos que no conseguía descifrar. Ruidos de papel. O leía la revista de los anuncios o escribía una carta a sus padres, decidió. Luego la oyó trajinar en la cocina y por último comer. Hacia las nueve y media, Linda volvió al cuarto de baño y Bill la espió. La muchacha se desnudó completamente y empezó a asearse. Bill se palpó la ingle. Pero no había rastro de la excitación de la noche anterior. Le dio una patada al lavabo sobre el que estaba apoyado. Linda volvió la cabeza hacia el ruido. Tenía una mirada extraviada. Débil. Y algo cosquilleó entre las piernas de Bill. Sin embargo, tan pronto como la muchacha continuó aseándose, el cosquilleo desapareció.

Bill se echó en la cama, de un humor pésimo. Y se desentendió del chirrido que hizo el sofá-cama de Linda al ser abierto. Ya era muy tarde y no conseguía conciliar el sueño, cuando oyó un sollozo. Y luego otro, a poca distancia. Se levantó de la cama y pegó el oído al tabique. Y entonces, entre un sollozo y otro, oyó llorar a Linda. Quedamente. Los pantalones del pijama se le colmaron de placer.

Al día siguiente, una vez que Linda salió, con el taladro hizo un agujero entre los dos salones. Fue al trabajo, aguantó las miradas distraídas y despectivas de la zorra de turno que se dejaba follar delante de todos, y regresó corriendo al Palermo. Bill espió por los agujeros, vio que Linda había vuelto y que estaba comiendo. Luego también se preparó algo, con una especie de alegría en el cuerpo, y esperó a que sonara el chirrido del sofá-cama de Linda sin vigilarla, pero manteniéndose alerta.

En cuanto oyó el primer sollozo de Linda, pegó el ojo al agujero y fisgó en la oscuridad. Podía ver el perfil de la muchacha bajo las mantas, en posición fetal. Y los hombros, que apenas vibraban. Entonces Bill se llevó una mano al pijama y comenzó a tocarse lentamente, al sonido del llanto de Linda. Y cuando alcanzó el placer susurró su nombre, con los labios pegados al tabique que los dividía.

Y solo entonces, alimentado por la infelicidad de Linda, saboreó un poco de aquella felicidad que, tres años atrás, había soñado que podría encontrar con facilidad en California.