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Manhattan, 1926

El Cadillac V-63 negro, haciendo rechinar las ruedas sobre el asfalto agrietado de Cherry Street, se acercó a la acera. Christmas se volvió hacia la puerta que se abría cuando el coche seguía todavía en marcha. Vio que un hombre de unos treinta años —rubio, de ojos claros, orejas de soplillo y nariz aguileña aplastada a puñetazos— bajaba de un salto del estribo, lo agarraba del cuello y lo golpeaba con la culata de una pistola en plena frente. Luego notó que lo empujaban hacia el coche y se encontró dentro del habitáculo. Mientras la sangre empezaba a chorrearle sobre los ojos, cayó de bruces sobre las piernas de un hombre moreno, con cara de cocker, de sonrisa franca y nariz un poco gruesa, bien vestido, con un sombrero gris. El hombre lo cogió por los hombros y lo levantó, al tiempo que el tipo rubio entraba en el coche y el conductor aceleraba y salían de allí a toda velocidad.

«Debería tener miedo», pensó Christmas justo en el instante en que se golpeó la frente contra el hombro del tipo con cara de cocker, y le ensució el traje. El hombre lo empujó hacia el otro lado, mientras la sonrisa moría en sus labios carnosos. Subió el codo para ver la mancha de sangre en el traje. Y enseguida Christmas sintió el impacto del codazo en su cara, que le partía el labio inferior contra los dientes. Y oyó que el hombre con cara de cocker le decía: «Gilipollas».

Christmas dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el cuero del asiento que olía a puros ordinarios y pólvora. Buscó en su fuero interno un atisbo de emoción, pero solo halló vacío. Cerró los ojos, escuchó. Nada. «Tendría que tener miedo —reiteró mentalmente volviéndose hacia el hombre que miraba al frente con aire torvo—. Pero me importa una mierda».

Tras la muerte de Pep —motivo de muchas preguntas que no se había querido responder—, Christmas comprendió que si hubiese tenido que contar cómo había pasado aquellos dos años desde que Ruth se marchara a California, no habría sabido hacerlo. Sencillamente había dejado que la vida lo llevara, como en aquel momento dejaba que lo llevara la vida sobre el asiento de aquel automóvil. Había pasado de momentos de juvenil despreocupación a momentos de desesperación también juvenil, pero no tenía cicatrices ni de unos ni de otros. Pero entre ambos momentos, si hubiese tenido que describir una imagen constante, cual hilo conductor, cual coagulante, solo habría hablado de aquella noche de hacía dos años en la Grand Central Station. Y habría hablado de los ojos de Ruth, clavados en los suyos. Habría hablado de aquel largo tren que progresivamente se hacía más pequeño, hasta desaparecer, devorado por los rascacielos que estaba abandonando, que se llevaba a su Ruth, que lo desgarraba con la única herida de su vida, que seguía sangrando sin cerrarse jamás. Habría recordado los empujones de las personas que atestaban el andén de la estación, como si no lo vieran, como si no estuviese allí, y habría podido repetir, de una en una, sus mil palabras inútiles, que le resonaban en los oídos, aún ahora, aún pasados dos años, como el profundo embate de las olas contra las escolleras, como gritos de gaviotas en una playa. Una cacofonía sin sentido ni fuerza que no conseguía sobreponerse a su voz, que susurraba: «Ruth…».

Y mientras el Cadillac avanzaba hacia un destino desconocido, las palabras «gilipollas» y «Ruth» se superpusieron en su mente confundida por los golpes y se convirtieron en pensamiento único. «Sigues siendo el gilipollas que ama a Ruth», se dijo. Entonces cerró los ojos y tuvo ganas de sonreír. Y a la vez tuvo ganas de llorar por la tenaz constancia de su amor, que lo había encadenado a aquella noche en la Grand Central Station. Que le impedía vivir su propia vida, absorbiéndolo, como un torbellino sin esperanza, en aquel instante en que no había sabido dar un paso hacia Ruth, tocarle la mano a través del cristal frío de la ventanilla, gritar todo su dolor.

El Cadillac corría por las calles polvorientas del gueto. Christmas sentía que la cabeza le vibraba, que el labio se le hinchaba. El tipo con cara de cocker se pasaba un pañuelo por el hombro de la chaqueta, procurando limpiarla de la mancha de sangre.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Christmas, con voz hueca.

El rubio se acercó un dedo a los labios para mandarle callar.

—¿Qué queréis? —insistió Christmas, sin un deseo auténtico de saber.

El rubio le dio un puñetazo en el vientre, violento y repentino. Christmas se quedó sin aliento y se dobló en dos. El conductor rió, esquivó a un peatón y el V-63 derrapó. Christmas fue a dar contra la pierna del rubio.

—¡Conque eres gilipollas de verdad! —imprecó el rubio y le golpeó en la espalda.

«Me importa una mierda», pensó por tercera vez Christmas, gimiendo de dolor.

En la semana siguiente a la marcha de Ruth, Christmas consiguió forzar, de noche y con la ayuda de Joey, la pequeña garita del portero de Park Avenue. Encontró una carta dirigida a los Isaacson que saldría con el correo de la mañana, con remite en un hotel de Los Ángeles, el Beverly Hills Hotel, en el 9641 de Sunset Boulevard. Christmas escribió una carta a Ruth, sin obtener respuesta. Entonces escribió otra, y luego otra más. Y no se resignó al silencio de Ruth, hasta que un día le devolvieron su última carta con una nota: «El destinatario ha cambiado de dirección», y nada más. Sin embargo, Christmas no se dio por vencido. Fue a la AT&T y llamó al Beverly Hills Hotel. Le preguntaron su nombre y, tras una espera interminable, que le costó dos dólares con noventa, le contestaron evasivamente que los señores Isaacson no habían dejado sus señas. Pero Christmas comprendió que lo habían incluido en una lista de personas no gratas. De modo que involucró a su madre, la llevó a la AT&T, le explicó que debía presentarse al conserje del Beverly Hills Hotel como la señora Berkowitz, de Park Lane, una vecina de casa a la que la señora Isaacson le había dejado por error un abrigo de visón, y, como por ensalmo, apareció la dirección de una mansión en Holmby Hills. Sin embargo, Ruth había seguido sin responder.

—Para delante de la entrada —le dijo al conductor el hombre con cara de cocker.

—¿No será mejor detrás? —preguntó el otro.

—Lepke, ¿a este quién coño le ha mandado hablar? —saltó el rubio, que masticaba las palabras a una velocidad de vértigo, y le dio una palmada en la nuca al conductor—. Conduces fatal y encima jodes. Cuando te manden algo, limítate a cumplir.

El conductor se encogió de hombros y lanzó una rápida ojeada a Christmas por el espejo retrovisor. Tenía más o menos veinte años, se dijo Christmas. Su edad. ¿Cuántos coches con ratas habría conducido? ¿Cuántos muertos habría visto? ¿Cuántos tiros habría oído? ¿Cuántas caras que al ser estranguladas con un alambre se tornan azules habría contemplado por aquel espejo retrovisor? Demasiados, pensó Christmas. Y ahora ya no podía dar marcha atrás. Tenía más o menos veinte años. Su edad.

—¿Qué queréis de mí? —insistió. Y en su voz oyó que surgía una inquietud nueva, dictada por los pensamientos acerca de aquel conductor que se le asemejaba.

—Gurrah, en este coche hay mucho pelmazo —dijo el hombre con cara de cocker, con voz calmada, al tiempo que arrojaba por la ventanilla el pañuelo manchado de sangre.

El rubio golpeó a Christmas. Un puñetazo en la boca, raudo, mecánico. Luego dio una palmada en el hombro del conductor.

—Aparca —ordenó.

El V-63 paró bruscamente en el centro de la calle. El rubio con nariz de púgil sacó del coche a Christmas y lo empujó hacia la acera, haciéndolo pasar entre un Pontiac marrón y un flamante berlina LaSalle. Christmas intentó huir. Pero el rubio lo tenía bien sujeto y se mantuvo firme. Le dio una patada en las piernas y Christmas cayó de bruces al suelo. Luego lo levantó, manteniéndolo agarrado por las solapas. Christmas vio que estaban frente al Lincoln Republican Club, en la esquina entre Allen y Forsythe. Y entonces supo de repente quién era el hombre con cara de cocker. Y el hombre que hablaba rápido. Y con quién estaba a punto de encontrarse.

Se dijo que él tampoco podría dar marcha atrás una vez que entrara allí. Como el conductor sin nombre. Como Pep. Como Ruth.

Y tuvo miedo.

—No os he hecho nada —dijo.

—Muévete, mamón —repuso el rubio dándole un empellón hacia la entrada del Lincoln.

—Lepke Buchalter y Gurrah Shapiro —murmuró Christmas, ahora sí estremecido de terror.

—Cierra el pico —ordenó el rubio y lo lanzó con violencia contra la puerta del Lincoln.

Dentro del club, Greenie —el gángster al que el viejo Saul Isaacson había encargado la protección de Ruth tras la carta de amenaza de Bill— estaba sentado en una silla, con un cigarrillo en la boca. Christmas, con el labio y la frente ensangrentados, lo miró. Greenie vestía un traje de doscientos dólares, tan chillón como un loro.

—Greenie —dijo en voz baja.

Greenie le devolvió la mirada, sin emoción, pero apenas frunció los labios, echó una bocanada de humo y meneó la cabeza.

—Avanza, memo. —El rubio volvió a empujarlo y lo hizo pasar a un salón donde un hombre, de espaldas, estaba jugando solo al billar.

«Aquí es donde he llegado», pensó Christmas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Y en un instante —mientras lo forzaban a sentarse en una silla— vio la calle. Aquel mundo que le había descubierto Joey y al cual se había dejado arrastrar sin oponer resistencia, sin pensar en las consecuencias. Pensó en su vida, en sus últimos y baldíos dos años. Vio la calle y comprendió que se hallaba en un callejón sin salida.

El hombre que le daba la espalda lanzó la ocho a una tronera de banda, con un golpe seco. La bola blanca, tocada en la parte baja, no bien chocó con la ocho se detuvo y luego, respondiendo al efecto, retrocedió lentamente y se situó a un palmo de la cinco, cerca de una de las troneras de los extremos.

—¡Un gran golpe, jefe! —exclamó un tipo bajo y rechoncho, cejas pobladas y morro chato, de entre mono e idiota, con una pistola enorme que asomaba de la funda de la axila.

El hombre no se dignó a mirarlo ni a responderle, y se volvió hacia Christmas. Lo observó en silencio, sujetando el taco.

Desde el primer día en que el Rolls del viejo Saul Isaacson se detuviera en Monroe Street, frente al edificio propiedad de Sal Tropea, todo el mundo había creído en la historia inventada por Christmas. Todos habían murmurado, durante nada menos que cuatro años, el nombre de aquel hombre, convencidos de que Christmas tenía negocios con él. El hombre conocido como Mr. Big, o The Fixer, o el Cerebro. El hombre que llevaba siempre en el bolsillo un gran fajo enrollado de billetes. El hombre que había trucado las Series Mundiales de béisbol de 1919. El jefazo que Christmas realmente nunca había conocido. El Hombre de Uptown. Christmas lo reconoció enseguida. Había oído hablar del alfiler de corbata de diamantes y del reloj de oro. Y de sus dedos largos y gráciles, y sus finas muñecas.

El hombre, sin dejar de mirarlo fijamente, se le acercó. Era delgado, de una apostura tenebrosa, frente alta y nariz aguileña, labios finos, ojos largos con las comisuras caídas y un lunar en la mejilla. Poseía una elegancia natural, no daba la impresión de ser un gángster como los otros. El traje de lana estaba hecho a medida, oscuro y nada chillón. Era de categoría. Parecía un hombre de negocios. Y Christmas sabía que lo era. Pero lo que más le impresionaba era la forma en que lo estaba observando, en silencio. Con garbo y violencia a la vez, como si en los ojos se le mezclaran fingimiento y arrogancia, elegancia y brutalidad.

El hombre regresó al billar, sin haber pronunciado palabra. Y cuando metió en la tronera del extremo la cinco y enseguida se puso a examinar la colocación de las otras bolas, como si en la habitación solo estuviese él y nadie más, Christmas sintió que ya no iba a poder dominar más el miedo.

—Míster Rothstein… —dijo con un hilo de voz.

Arnold Rothstein no se volvió. Dio a la blanca con un efecto lateral, la bola hizo una carambola y tocó a la trece, que entró en la tronera. Rothstein apuntó el taco hacia la tres, situada en el extremo opuesto. Entre la blanca y la tres estaba la nueve.

«Me importa una mierda», pensó entonces Christmas. Y el miedo que le había hecho un nudo en la garganta de pronto se esfumó. Y de repente supo que no estaba yendo hacia ninguna parte, que desde hacía dos años estaba echando al traste su vida. Y que, como esas bolas de billar, estaba destinado, tarde o temprano, a desaparecer en un agujero negro.

—Me importa una mierda —dijo entonces, con voz tan firme que se enderezó en la silla.

Rothstein pifió la tacada. El palo del taco vibró de forma desconcertante, la bola blanca siguió una trayectoria incierta, chocó con la nueve y se detuvo dando vueltas sobre sí en medio del paño. En la habitación se hizo un silencio sobrecogedor.

—¿Qué has dicho, chico? —inquirió Rothstein arrojando el taco sobre la mesa.

Christmas ya no tenía miedo. ¿Estaba al final de su callejón sin salida? Tal vez. Ahora bien, ¿acaso esos dos años no habían sido un único y largo callejón sin salida? Miró a Rothstein sin hablar.

—¿Le has explicado algo? —le preguntó Rothstein a Lepke.

Louis Lepke Buchalter hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No… —dijo Rothstein, luego añadio—: ¿Y tú tienes una idea de por qué estás aquí, chico?

Christmas movió la cabeza. Le dolían el labio y la frente. Y también la espalda y el vientre. Y la pierna, donde Gurrah le había dado la patada.

—No… —repitió Rothstein, tranquilo, sin dejar de mirarlo—. ¿Ha llegado Greenie? —preguntó a Lepke.

Lepke asintió.

—Greenie me conoce —dijo Christmas.

—Lo sé —contestó Rothstein—. Greenie es tu abogado. Si no, ya estarías muerto.

Christmas tragó la sangre que le llenaba la boca.

—Bien, chico, sigo esperando —dijo Rothstein—. ¿Qué has dicho antes?

Christmas se pasó la manga de la chaqueta por los ojos. Miró la tela roja de sangre.

—Me importa una mierda —respondió.

Rothstein rompió a reír. Pero en su carcajada no había alegría.

—Fuera —dijo entonces con una voz fría y tajante.

Lepke, Gurrah y el matón con cara de mono salieron. Rothstein cogió una silla y la puso delante de Christmas. Inspiró y espiró profundamente. Se limpió la yema de un dedo manchada del azul de la tiza.

—Me importa una mierda… —repitió en voz baja—. ¿Qué es lo que te importa una mierda?

—¿Quiere asustarme? —insinuó Christmas, poniéndose recto en la silla, en actitud retadora.

—¿Y tú quieres hacerme creer que no estás asustado? —respondió a su vez Rothstein, sonriente.

—No tengo miedo de usted —repuso Christmas. No estaba tan seguro. Sin embargo, algo en su fuero interno lo animaba a jugar aquel juego. A arriesgar. Pues se dio cuenta de que no tenía nada que perder.

Rothstein lo examinaba.

—El Lower East Side y Brooklyn están infestados de bandas de hamponcillos como tú, en todas las esquinas de las calles. A mí me da igual, sería como ponerse a contar cucarachas y ratones. Y Nueva York está repleta de esos bichos.

Christmas lo miró en silencio.

—La primera vez que oí hablar de ti y de los Diamond Dogs fue hace unos años —continuó Rothstein—, porque ibas contando por ahí que tenías negocios conmigo. Y no hay nada que me ataña que yo no sepa.

Christmas tenía los ojos clavados en los de Rothstein. No bajó la mirada. Sin embargo, sabía que debía tenerle miedo. «Qué coño estás haciendo —se preguntaba—. ¿Qué coño pretendes demostrar?» Sentía una especie de añoranza por ese miedo que acababa de sentir y que se le había pasado tan rápido. Porque al chiquillo que había sido antes le habría dado un miedo atroz estar allí, chorreando sangre, frente al jefe más poderoso de Nueva York. Porque recordaba las palabras de Pep, el día que lo había echado de su carnicería diciéndole que algo se le había nublado en la mirada. «Todavía estás a tiempo de ser un hombre y no un matón.» Porque se acordaba de que se había reflejado en las miradas de Joey y de todos los hampones del Lower East Side, y de que se había visto igual que ellos. Apagado como ellos.

—¿Por eso ha hecho que me peguen? —preguntó. Y de nuevo, en su tono insolente, advirtió que era como todos los chicos de la calle sin futuro. Solo alguien lleno de ira. Sin sueños.

Rothstein sonrió. Descubriendo sus dientes blancos, como si estuviese enseñándole unas cuchillas.

—No te hagas el duro conmigo, chico —dijo con voz sosegada—. No tienes la pasta del duro. Eres de mantequilla.

—¿Qué quiere de mí? —Christmas se puso aún más recto en la silla.

—Lepke es un duro —prosiguió Rothstein al tiempo que se ponía de pie—. Gurrah es un duro —dijo dándole la espalda a Christmas—. Tú no.

—¿Qué quiere de mí? —repitió Christmas. Y se levantó.

—Siéntate —le ordenó Rothstein, con voz calmada pero autoritaria, sin dejar de darle la espalda.

Christmas notó que sus piernas obedecían a la orden antes que el cerebro. Y se sentó.

Rothstein, en cuanto oyó crujir la silla, se volvió sonriendo. Cogió un pañuelo con sus iniciales bordadas en una esquina y se lo tendió.

—Límpiate.

Christmas se pasó el pañuelo por la frente, luego lo apretó contra el labio.

—Bien, ¿ya hemos terminado de jugar? —Rothstein sonrió de nuevo y le dio una palmada en el hombro.

Tras ese leve golpe, Christmas tuvo la sensación de desinflarse. Era como si depusiese las armas.

—¿Qué he hecho, señor? —dijo en voz baja, sin agresividad.

—Cuando te juntaste con el panolis de Joey «Mugre» Fein empezaste a darme un poco el coñazo —declaró Rothstein, que se había sentado de nuevo delante de Christmas, inclinado sobre él, con una mano sobre su rodilla, como si estuviese hablándole a un amigo—. Tu colega es una manzana podrida. Un traidor nato. Lo lleva escrito en la cara. Pero eso no es asunto mío. El hecho es que robáis algún dinero del alquiler de mis tragaperras, que cobráis alguna de mis cuotas de protección a los pequeños comerciantes y que además estáis empezando a traficar con mi mercancía…

—¡Yo no trafico! —protestó Christmas con vehemencia.

—Lo que hace tu gente es como si lo hicieras tú mismo, esa es la regla —dijo con calma Rothstein, como un simple hombre de negocios.

Christmas lo miraba sin mover un músculo.

—Pero ahora me estás creando problemas que no quiero tener. —De pronto la voz de Rothstein se volvió tajante—. Vas contando que Dasher es quien ha eliminado a cierto carnicero…

—¡Ha sido él!

—No ha sido él. Se lo he preguntado a Happy Maione, que vino a presentarme sus quejas.

—¡Ha sido él!

—¡Tu carnicero me importa una mierda! —gritó Rothstein. Y apretó los ojos y dilató las fosas nasales. Apuntó con un dedo al pecho de Christmas y le aporreó rítmicamente el esternón, mientras hablaba con voz hosca, enronquecida a causa del grito—. Me importa una mierda. Lo que me importa es no tener líos con Happy Maione ni con Frank Abbandando. Puedo aplastarlos cuando me dé la gana… pero siempre que me interese. No quiero problemas porque un pequeño gilipollas al que todos creen uno de los míos va por ahí jodiendo. Happy Maione vino a pedirme permiso para liquidarte. Porque Happy conoce las reglas. Hubiera podido decirle que sí…

Christmas bajó la mirada.

—Eres un personaje extraño. En teoría no tienes un céntimo, y sin embargo todo el mundo jura que siempre te ha visto forrado —continuó Rothstein tras ponerse de pie y darle la espalda—. Cuentan que le aflojas cincuenta dólares diarios a un mocoso lleno de granos que trabaja de dependiente en una tienda de ropa.

—No, señor, eso pasó una sola vez y enseguida los recuperé. Era una cortina de humo.

Rothstein sonrió. No sabía por qué, pero aquel muchacho le gustaba. Habría jurado que se trataba de un jugador.

—Te han visto entregar diez dólares de propina al chófer de un Silver Ghost que todos creían mío.

—Ese dinero también lo recuperé enseguida.

Rothstein rió, mirándolo a los ojos.

—¿Qué eres, un prestidigitador? ¿Un tahúr?

—No, señor. Pero no es tan difícil —dijo Christmas—. La gente ve lo que quiere ver.

—Pues entonces ¿qué eres? —prosiguió divertido Rothstein—. ¿Un timador?

—No, señor —aseguró Christmas. Y de súbito recordó quién había sido. Recordó su vida previa a aquellos dos años de oscuridad. Recordó a Santo, Pep y Lilliput, y la crema para la sarna. Y recordó a Ruth. Y reencontró en su mano, como si nunca hubieran muerto sino solo los hubiera dejado de lado, sus sueños.

—Yo valgo para inventar historias.

Rothstein lo observó con atención durante un instante.

—O sea que cuentas chorradas.

—No, señor, yo…

—Ya me has hartado con tanto «señor» —lo interrumpió Rothstein visiblemente irritado—. ¿Y bien?

—Sé contar historias. Es lo único que me sale bien —dijo Christmas y recuperó su sonrisa. Y supo que si se hubiera mirado en un espejo también habría recuperado su mirada, la que Pep había visto años atrás—. Historias en las que la gente cree. Porque a la gente le gusta soñar.

Rothstein volvió a sentarse y se inclinó hacia Christmas. Tenía una expresión entre incrédula y divertida. Habría jurado que aquel muchacho era un jugador. Y a él le gustaban los jugadores. Él mismo era ante todo un jugador.

—¿Por qué vas contando por ahí que trabajas para mí? —preguntó.

—Ni una sola vez he mencionado su nombre, se lo juro —sonrió Christmas—. Únicamente he dejado que la gente del barrio lo creyese y yo… bueno, sí, nunca he desmentido el rumor… pero ellos solitos lo han fabricado todo.

Rothstein extrajo un cigarrillo de una pitillera de oro y se lo puso entre los labios, pero no lo encendió.

—Ninguno de mis chicos te creería —aseguró.

—Desde luego —replicó al momento Christmas y se inclinó hacia el temible jefazo, con un entusiasmo que suponía extinto—. Sin embargo, puedo conseguir que también ellos crean en cosas que deducen solos porque les agradan, aunque yo no las haya dicho.

—¿Cómo cuáles?

Ya no había oscuridad, pensó Christmas. Se había olvidado de jugar, eso era todo. No sabía ni cómo ni por qué había ocurrido. ¿Quizá porque Ruth había desaparecido de su vida? Le había prometido que la encontraría. Pero ¿cómo iba a encontrarla si él mismo se estaba perdiendo por las calles de Nueva York? Tenía que reencontrarse a sí mismo. Después encontraría a Ruth.

—¿Quiere hacer una apuesta? —le propuso.

Los ojos de Rothstein se iluminaron. Durante un instante. Había abandonado la vida acomodada de Uptown y a su rica familia solo por su afición a las apuestas. Estaba convencido de que aquel muchacho era un jugador. Rothstein jamás se equivocaba al juzgar a las personas.

—¿Qué puede apostar un muerto de hambre? —preguntó Rothstein.

—Cien dólares.

—¿Y de dónde los vas a sacar?

—Me los prestará usted. Apuesto con ese dinero.

Rothstein rió.

—Estás loco —dijo, pero entretanto se sacaba del bolsillo un gran fajo de billetes enrollados, cogía cien dólares y se los tendía a Christmas—. Y yo estoy más loco que tú. Porque si gano recupero mi dinero, y si pierdo te doy el doble —añadio, y de nuevo rió.

—Ahora tiene que ayudarme —dijo entonces Christmas.

—¿Quieres que te ayude también a ganar? —La expresión de Rothstein era cada vez más divertida.

—Me conformo con que no me ponga trabas. Que deje… que me crean.

Sí, aquel muchacho estaba loco. Como todos los jugadores. Y no hacía sino gustarle más. La tarde se estaba poniendo interesante.

—¿Qué debo hacer?

—Nada. Pero yo voy a llamarlo Arnold, como si ya tuviéramos confianza. Como si ya no me quisiera matar.

—En ningún momento pensé en matarte. —Rothstein sonrió.

—Pero sus hombres sí que podrían haberme matado, ¿no es cierto?

—Sí —contestó riendo, como si se tratara de una bobada. Luego se levantó de la silla y se volvió hacia la puerta—. ¡Lepke, Greenie, Gurrah, Monkey!

Los hombres entraron. Tenían sus habituales fachas torvas y los andares firmes de quienes no vacilan. Sin embargo, al ver a Christmas, que ahora estaba con las piernas estiradas sobre la silla que había dejado vacía Rothstein, las manos cruzadas en la nuca, relajado y sonriente a pesar de las marcas de los puñetazos, aminoraron el paso y miraron a su jefe. Pero Rothstein les daba la espalda y estaba otra vez jugando solo al billar.

—Greenie —dijo Christmas—, Arnold me ha dicho que eras mi abogado. Te debo un favor por tu apoyo. Pero ya lo hemos arreglado todo como buenos amigos, ¿verdad, Arnold?

Rothstein se dio la vuelta. Sonreía divertido. No dijo nada. Se limitó a juguetear con una bola. La once, su número preferido. El número de los que ganaban a los dados.

—Relájate tú también, Lepke —añadió Christmas—. Por esta vez, no tienes que matarme.

Rothstein rió estruendosamente.

Los tres gángsteres no sabían qué pensar. Sus ojos fríos, que permanecían impasibles ante ríos de sangre, iban atónitos de Christmas a Rothstein, de Rothstein a Christmas.

—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Monkey, el matón con cara de memo.

Rothstein miró a Christmas.

—¿No conoces la primera regla, Monkey? —preguntó Christmas—. Si no entiendes enseguida, entenderás después. Y si tampoco entiendes después, recuerda que siempre hay un motivo —añadio, y devolvió la mirada a Rothstein—. ¿Digo bien, Arnold?

—Te escucho —respondió Rothstein, levantando una ceja—. «Lanza los dados, chico», pensaba.

Christmas le sonrió. Luego se volvió hacia Lepke, Greenie, Gurrah y Monkey y empezó a hablar en términos generales de los irlandeses: dijo que los detestaba, que no había policías más corruptos que ellos, que como delincuentes no valían nada. Seguidamente, sin solución de continuidad, se puso a hablar de su pelo rubio, que había heredado del hijo de perra que había violado a su madre cuando era una niña.

Los cuatro gángsteres lo escuchaban sin dejar de mirar a Rothstein, y sin entender.

—Y cuentan que aquel cabrón… aunque de todas formas me importa una mierda… que el cabrón llevaba siempre en el bolsillo del chaleco un llavero con una pata de conejo. —Christmas bajó las piernas de la silla, se puso de pie, se acercó a los cuatro y susurró—: De conejo… muerto, ¿me explico? —Giró en redondo y volvió a sentarse—. Un gilipollas rubio con un conejo muerto en el bolsillo —dijo débilmente, como hablando para sí.

—¿Era de los Dead Rabbits? —preguntó Gurrah.

—Yo no lo he dicho —contestó Christmas señalando a Gurrah con un dedo—. Yo no lo he dicho, Arnold —le dijo a Rothstein. Volvió a mirar a Gurrah a los ojos—. ¿Lo he dicho yo? —le preguntó.

—No —contestó Gurrah.

—¿Lo he dicho yo? —inquirió a Monkey.

—No, pero…

—Pero, pero, pero… —lo interrumpió Christmas—. Ponéis en mi boca palabras que no he dicho. Yo no tengo nada que ver con cierta gente, que quede claro. Lo único que sé con seguridad es que el cabrón de mi padre… bueno, que me parta un rayo si no era el mejor amigo del amo.

—¿Tu padre era el brazo derecho de…? —comenzó Greenie.

Mas él también fue interrumpido por un gesto seco de Christmas.

—No conozco ni quiero conocer los nombres de esos capullos, Greenie. ¡Lo único que sé es que me dejó en herencia este pelo rubio que hace que me parezca a un irlandés de mierda y que su sangre corre por mis venas, me guste o no! —dijo acalorándose y escupió enfadado al suelo.

Siguió un silencio embarazoso. Lepke miró primero a Rothstein, luego a Christmas, y dijo:

—Tu padre era un irlandés capullo, tienes razón. Y los Dead Rabbits eran unos capullos, como todos los irlandeses. Pero eran tipos duros. Todavía se habla de ellos en las calles de Manhattan. —Entonces se aproximó a Christmas y le dio una palmada en el hombro.

—Me habían dicho que eras un panolis, chaval —dijo Gurrah, dirigiendo una mirada a Greenie—. Pero en cuanto has entrado aquí me he dado cuenta de que tienes las pelotas bien puestas.

—Vete a tomar por culo, Gurrah —bromeó Greenie.

—¡De verdad que lo he pensado! —protestó Gurrah.

—Ya, por supuesto —siguió mofándose Greenie. Luego miró a Christmas—. Me alegro, chaval.

—Siento haberte dado una paliza —dijo entonces Gurrah—. No era nada personal.

—No pasa nada —dijo Christmas. Acto seguido, jugueteando con los cien dólares, miró a Rothstein—. ¿Te parece que terminemos nuestra charla solos, Arnold?

Rothstein hizo un gesto con la cabeza a los cuatro, que enseguida dejaron la habitación.

—No he contado una sola chorrada, señor —dijo Christmas no bien estuvieron solos—. Aparte de la de los irlandeses, contra los cuales en realidad no tengo nada. Todo lo demás, en cambio, es cierto. Mi madre tenía trece años cuando fue violada por un hombre rubio, amigo del amo de la masía de Italia donde vivía mi madre. No era irlandés, solo rubio, que es lo que he contado. Y aquel cabrón tenía una pata de conejo que colgaba de su chaleco, mientras violaba a mi madre. En Italia, la pata de conejo da buena suerte, y el conejo necesariamente tiene que estar muerto. Solo que ellos creen que soy hijo de uno de los Dead Rabbits. Aunque las fechas no coinciden, pues eso tendría que haber pasado hace casi cien años. Pero les gusta pensar así, porque son gángsteres…

Rothstein rió y se sentó delante de Christmas.

—¿He ganado la apuesta, señor? —le preguntó.

—Devuélveme mis cien dólares —le espetó Rothstein.

Christmas se puso tenso y luego le tendió el dinero.

Rothstein lo cogió y a continuación se lo entregó.

—Tienes talento para las chorradas. Y has ganado. Aquí tienes tus cien dólares —dijo riendo.

—¿No había dicho que si perdía, perdía el doble? —apuntó Christmas, sujetando los cien dólares.

—No te pases, chico. Ha sido una buena mano. Confórmate. No me gusta perder.

Christmas sonrió y luego hizo una mueca. El labio le estaba sangrando de nuevo.

Rothstein volvió a reír, como si aquel dolor fuese un pequeño resarcimiento.

—¿Y de qué le sirve a uno el don de inventar historias? —preguntó.

Christmas lo miró, con la boca levemente entornada. Como bloqueado por una imagen. Un paquete. Un paquete que abría Fred y del que salía una radio, de baquelita. Negra. Y le vinieron a la mente las voces y los sonidos. «Tienen que calentarse las válvulas», y luego un zumbido. Y luego la música. Y luego el bastón negro del viejo Saul Isaacson repiqueteando en el suelo. «Si sabes qué podrías ser en la vida, tomarás la elección adecuada.» Y luego ella, Ruth, con la mano vendada y la manchita de sangre en las vendas, a la altura del anular. Y su pelo negro. Como la baquelita. Y su voz. «A mí me gustan los programas en los que hablan.»

—Chico, estás en Babia —dijo Rothstein—. ¿De qué te valen tus historias?

—Me gustaría poder contarlas en la radio —dijo entonces Christmas.

Rothstein hizo una mueca e inclinó la cabeza hacia un lado, como si no entendiera.

—¿Por qué?

—Porque a lo mejor cierta chica oiría mi voz —contestó Christmas—. Aunque está muy lejos.

Rothstein se llevó una mano al caballete de la nariz, se lo frotó, y luego, tras abrir despacio el pulgar y el índice, se atusó las cejas. Aquel muchacho le seguía gustando.

—La radio llega lejos —se limitó a decir.

—Sí, señor.

—Arnold —repuso Rothstein—. Entre jugadores nos llamamos por el nombre, Christmas.

—Gracias… Arnold.

Rothstein se levantó de la silla y regresó a la mesa de billar.

—Y deja en paz a Dasher y Happy Maione.

Christmas lo miró en silencio.

—Te puedes ir —dijo Rothstein—. Di al gilipollas de Mugre que tenga cuidado. No me cae bien, como tú. Un consejo: mantente apartado de la calle. Hazme caso. No es para ti.

Christmas echó un vistazo largo e intenso al gángster más temido de Nueva York, después dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.

—Espera —lo detuvo Rothstein—. ¿Eso de la radio es otra de tus chorradas?

—No.

Rothstein abrió la boca para decir algo, luego meneó la cabeza, resopló.

—Déjame que piense —masculló. Levantó una mano, pero al momento, con un gesto brusco, la bajó. Como si espantara una mosca—. Lárgate de mi vista, Christmas.