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Manhattan, 1924

—Se van esta noche —le dijo Fred aquella mañana de mediados de enero. Había ido a buscarlo a casa para darle la noticia.

Christmas lo miró sin hablar. Bajó los ojos. «Entonces es verdad», pensó. Hasta aquel día había fingido no creerlo. Porque no podía pensar que no volvería a ver nunca a Ruth. Que tendría que olvidarla.

—Central Station —añadió Fred, como intuyendo sus pensamientos—. Andén número cinco. A las siete y treinta y dos.

Y aquella noche Christmas fue a la Grand Central Station. Al acercarse a la entrada principal en la Cuarenta y dos, miró el enorme reloj que se elevaba sobre la fachada. Eran las siete y veinticinco. Al principio había decidido no ir. Esa rica chiquilla mimada no se merecía su amor. ¿Era capaz de borrarlo con tanta facilidad de su vida? Bueno, él haría lo mismo, se dijo con rabia. Pero después no pudo aguantarse. «Te amaré siempre, aunque tú no vuelvas a amarme», pensó, y en ese mismo instante se disipó toda su rabia. Christmas había reencontrado al muchacho que había sido siempre. Y ahora en su interior solo había lugar para el amor inmenso que sentía por Ruth.

La manecilla de los minutos avanzó un paso. Las siete y veintiséis. Las estatuas de Mercurio, Hércules y Minerva lo observaban severas. Se decidió a entrar, bajo la mirada ciega de la estatua del magnate de los ferrocarriles Cornelius «Commodore» Vanderbit. Y de repente tuvo la impresión de que ya no le quedaba tiempo.

Echó a correr hacia el andén número cinco. Quería verla. Al menos una última vez. Para que aquellas facciones que conocía de memoria se le grabaran en los ojos de forma indeleble. Porque Ruth era suya y él era de Ruth.

Llegó jadeante y, abriéndose camino entre el gentío del andén, comenzó a recorrer los vagones, con tal miedo de no encontrarla que se le salía el corazón. Ya se había anunciado la partida del tren. Las siete y veintinueve. Tres minutos. Tres minutos y Ruth habría desaparecido de su vida.

Y por fin la vio, sentada al lado de la ventanilla, con la mirada en el vacío y expresión ausente. Christmas se detuvo. Habría querido aporrear la ventanilla, tocarle la mano a través del cristal, por última vez. Pero no tuvo valor para acercarse. Se quedó allí, de pie, entre la gente que se dispersaba, mirándola. Sin saber por qué, se quitó la gorra. Después vio que Ruth agachaba los ojos, hacia algo que tenía en la mano. Luego se ponía aquello al cuello. Y a Christmas le temblaron las piernas.

—Es horroroso —dijo la madre de Ruth, sentada enfrente de ella, observando el colgante con forma de corazón que se había puesto al cuello.

—Lo sé —dijo Ruth, a la vez que pasaba la yema de un dedo por la superficie roja y brillante del corazón. Acariciándolo. Con amor, admitió en su fuero interno, ahora que al irse ya no corría ningún peligro. Y enseguida se puso a mirar por la ventanilla.

Y entonces lo vio. El pelo color de trigo revuelto sobre la frente. Los ojos oscuros, profundos, apasionados. Y aquella ridícula gorra en la mano. Y al momento, sin que pudiese evitarlo, la imagen de Christmas quedó empañada por las lágrimas.

Christmas dio un paso hacia delante, titubeante, apartándose de la multitud, cuando ya era tarde, cuando ya no podían hacer nada. Pero sus ojos estaban enlazados. Y en aquellas miradas veladas por las lágrimas hubo más palabras de las que hubieran podido decir, más verdad de la que hubieran podido reconocer, más amor del que hubieran podido mostrar. Y había más dolor del que eran capaces de soportar.

—Te encontraré —dijo en voz baja Christmas.

El tren bufó. Y se movió.

Christmas vio que Ruth estrechaba en una mano el corazón rojo que le había regalado.

—Te encontraré —repitió despacio mientras se llevaban a Ruth.

Cuando Christmas desapareció de su vista, Ruth se enderezó en el asiento. Una lágrima le surcaba una mejilla.

Su madre la miraba con su semblante gélido y distante. Había visto a Christmas y observado la emoción de su hija. La siguió mirando un rato más y luego se dirigió a su marido, que estaba leyendo un diario.

—El amor de los muchachos es como un temporal veraniego —suspiró con voz cansada—. En un instante el sol seca el agua y poco después ni nos damos cuenta de que ha llovido.

Ruth se levantó.

—¿Adónde vas, cariño? —preguntó su madre.

—Al servicio —dijo Ruth, clavándole una mirada feroz—. ¿Puedo?

—Cariño, domínate —respondió la madre y cogió una de las revistas que encargaba en París.

Ruth buscó al camarero del vagón, le pidió unas tijeras y se encerró en el lavabo. Se desnudó y se ciñó aún más el vendaje que le aplastaba el seno, ocultándolo. Luego se vistió y de un tijeretazo se cortó sus largos rizos. Hasta la línea de la mandíbula, más largos por delante y más cortos en la nuca. Se los mojó e intentó peinarse. Devolvió las tijeras al camarero y volvió a sentarse en su sitio, enfrente de su madre.

Había empezado el viaje a California.

«Adiós», pensó Ruth.