31

Manhattan, 1917-1921

Todo cuanto intentó Cetta para que cambiara de parecer fracasó rotundamente: Christmas nunca volvió al colegio. Y Cetta acabó rindiéndose. Veía crecer a su hijo y se preguntaba, preocupada, qué haría de mayor. Cuando lo veía regresar a casa con unas monedas en el bolsillo, tras haber pasado una tarde entera voceando por las calles los titulares de los periódicos, se le encogía el corazón. Quería otra cosa para Christmas, pero no sabía qué. En más de una ocasión se descubrió pensando que ninguno de ellos se convertiría jamás en americano, con las mismas posibilidades que los americanos. Pues el Lower East Side era como una cárcel de máxima seguridad. Era imposible escapar. Vivir allí era tanto como estar condenado a cadena perpetua.

Sin embargo, su natural optimismo no tardaba en devolverle la esperanza. Entonces agarraba a su hijo por los hombros y le decía:

—Tienes que esperar tu oportunidad. Lo importante es no desaprovecharla. Porque cada uno de nosotros tiene su oportunidad, nunca te olvides de eso.

Christmas no entendía las palabras de su madre. Había aprendido a asentir y repetir todo lo que le pedía Cetta. Era el modo más rápido de que lo dejara en paz y de volver a sus juegos de niño.

Tenía casi diez años y se había construido un mundo propio, hecho de amigos imaginarios y de imaginarios enemigos. No le gustaba mucho estar con los otros chicos del edificio. Lo hacían pensar en algo que prefería no rememorar. Le recordaban el colegio y al chico que le había grabado la P de «puta» en el pecho. Y cada vez que jugaba con ellos, temía que alguno hiciera una broma sobre Cetta y su trabajo. Además, todos ellos tenían un padre. Y por mucho que fuera un alcohólico, violento, rudo, por mucho que fuera un animal, no dejaba de ser un padre.

Un día Christmas estaba jugando solo en las escaleras, cuando oyó los pasos pesados de Sal, que salía del despacho. Se escondió en un rincón oscuro, empuñando su pistola de madera. Cuando Sal estuvo a un paso de él, Christmas salió de su escondite, le apuntó con su arma y gritó: «¡Bang!».

Sal no se alteró.

—No lo vuelvas a hacer —le dijo con su voz profunda como un eructo, y siguió bajando las escaleras.

Christmas rió hasta que oyó que Sal encendía el motor de su coche y se marchaba. Luego continuó jugando solo.

A la semana siguiente volvió a oír los pasos de Sal por las escaleras. Se escondió y después apareció de repente, empuñando la pistola.

—¡Bang! ¡Te he jodido, cabrón! —gritó.

Sal, siempre impasible, le asestó una bofetada que lo tiró al suelo.

—Te avisé de que no lo hicieras más —dijo—. No me gusta repetir las cosas. —Luego se fue a su despacho.

Christmas regresó a casa, con la mejilla enrojecida.

—¿Quién te lo ha hecho? —le preguntó Cetta.

Christmas no contestó y se sentó en el sofá con expresión risueña.

—¿Quién te lo ha hecho? —insistió Cetta.

«Mi padre», pensó Christmas sonriendo. Pero no dijo nada. Cetta se puso el abrigo y dijo que tenía que salir a hacer unos recados.

Tan pronto como Cetta hubo cerrado la puerta, Christmas se levantó riendo del sofá, fue corriendo a la habitación de su madre y pegó el oído a la pared que daba al despacho de Sal.

Cetta entró en el piso de Sal, lo abrazó y se tiró en la cama. Sal le levantó la falda, le quitó las bragas y se arrodilló delante de ella. Luego le abrió las piernas y le hundió la cabeza. Y Cetta se rindió a la lengua de Sal y se abandonó al placer.

Christmas seguía con el oído pegado a la pared. Y reía. Como ríen todos los muchachos cuando oyen las voces del amor. Como de algo gracioso.

—El jefe ha dicho que aún es pronto para dejarlo —declaró Sal, en un tono hosco.

—¿Hasta cuándo debo seguir con esto? —preguntó Cetta.

Sal se levantó del sofá del burdel.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Hasta cuándo? —gritó Cetta.

—¡No lo sé! —gritó Sal.

Y Cetta vio por primera vez algo que jamás había leído en los ojos de su hombre. Una aflicción. A Sal le afligía que fuese puta.

—A lo mejor el próximo año —dijo entonces y estrechó una mano de Sal.

Sal no respondió. Bajó la mirada al suelo.

—¿Esta noche te quedas a dormir en el despacho? —preguntó Cetta.

—Quizá… —dijo Sal—. Tengo que repasar unas cuentas.

Desde hacía varios meses Sal encontraba cada noche alguna excusa para no regresar a Bensonhurst. Y Cetta iba a dormir a su cama, hasta el amanecer. Entonces se levantaba y entraba a hurtadillas en su habitación, para no despertar a Christmas.

—Me alegra —dijo Cetta.

—Ya veremos, no te garantizo nada.

—Lo sé, Sal.

—Ahora tengo que irme, nena.

Cetta sonrió. Le gustaba que Sal la llamara «nena», pese a que ya era una mujer de casi veinticinco años y estaba más rechoncha y fofa.

—Dímelo otra vez.

—¿El qué?

—Nena…

Sal soltó su mano de la de Cetta.

—No puedo perder tiempo. Hay un lío tremendo con el asunto del alcohol.

—¿De modo que es cierto? —preguntó Cetta. Todo el mundo hablaba de eso. El gobierno quería dictar una ley que prohibía beber alcohol.

—Sí, es cierto —dijo Sal—. Empieza una nueva era. ¿Crees posible que en América la gente deje de beber?

Cetta se encogió de hombros.

—Es el negocio del siglo. Todos vamos a ganar un montón de dinero —dijo Sal—. Y yo quiero estar en el ajo.

—¿Cómo? —preguntó Cetta, preocupada.

Sal rió.

—No tengo la menor intención de exponerme a los disparos de la policía. El contrabando no es lo único. También habrá que abrir locales clandestinos donde la gente pueda beber, ¿no? Y lo que yo quiero es que me den uno de esos locales.

Cetta miró a Sal.

—Estarás todavía menos en casa… —dijo.

—A lo mejor convenzo al jefe para que te contrate como camarera en mi local. —Sal le guiñó un ojo.

—¿En serio? —exclamó entusiasmada Cetta, arrojándole los brazos al cuello.

—El trabajo de camarera es duro —dijo Sal zafándose del abrazo—. No es como el de puta… todo el día en la cama.

—Vete —le dijo Cetta riendo.

—Hasta luego.

—¡Dímelo! —le gritó Cetta antes de que saliera del burdel.

—No soy tu mono amaestrado —contestó Sal al tiempo que cerraba la puerta.

Cetta se sentó en el sofá. Con una sonrisa en los labios pintados. Se miró en el espejo que tenía enfrente. Miró el traje que había creído de gran dama cuando acababa de desembarcar en Nueva York. Y se acordó de la primera vez que había visto a Sal. El hombre que la había salvado. Y que pronto la salvaría de nuevo convirtiéndola en camarera. Y se imaginó con un mandil a rayas blancas y rojas.

Llamaron a la puerta.

Cetta se levantó de un salto.

—¡Abro yo! —gritó alegre en el pasillo a las otras putas. «Es Sal que quiere decirme nena», pensó riendo.

El hombre que estaba en la puerta le observó el amplio escote. Y sonrió con los ojos entrecerrados.

—Te estaba buscando precisamente a ti, dulzura —dijo palpándole el culo. Era bajo y gordo, y, como siempre, apestaba a agua de colonia—. Te he traído caramelos, niña mala.

Y siempre quería practicar juegos asquerosos.

Christmas dejó pronto de reír de los ruidos que hacían Cetta y Sal en la cama. El amor ya no le parecía gracioso como antes. Algo había cambiado en su cuerpo. Aunque no sabía cómo manejar ese cambio, había comprendido que el amor era un asunto serio y oscuro. Misterioso y fascinante. Para mayores. Y así dejó también de pegar el oído a la pared divisoria entre los dos pisos. Y cada vez que oía a su madre recogerse, se hacía el dormido.

Algunos de los muchachos mayores del edificio hablaban de mujeres. Pero eran palabras confusas. Y, sobre todo, ninguno mencionaba jamás la palabra «amor». Parecía más una cuestión mecánica. De sus explicaciones Christmas había deducido cómo se hacía. Pero lo que le interesaba era el amor. Y ninguno hablaba nunca de amor. Tampoco los mayores.

Cuando cumplió trece años, Cetta le regaló un bate de béisbol y una pelota de cuero. Entonces ya era camarera, no prostituta. Ganaba menos y Christmas sabía que tenía que haber ahorrado mucho para comprarle aquel regalo.

Un día Christmas, sentado al lado del bate y la pelota en las gradas de la entrada del edificio de Monroe Street, estaba leyendo por segunda vez la historia del amor trágico e imposible del muerto de hambre Martin Eden con la rica Ruth Morse.

Sal aparcó el coche entre dos tenderetes de vendedores ambulantes y al entrar en el edificio le dijo a Christmas:

—Si te interesa, te he encontrado un trabajito.

Christmas cerró el libro, cogió el bate y la pelota y siguió a Sal escaleras arriba.

—Si fuese tú, tiraría la pelota y conservaría el bate, meoncete —dijo Sal. Después rió solo.

—¿Qué trabajo es? —preguntó Christmas.

—Te pagan siete dólares por alquitranar otro tejado en Orchard Street —contestó Sal—. Son los mismos de la semana pasada. Han dicho que eres bueno.

Christmas pensó que con un jornal de siete dólares nadie se hacía rico. Y se corría el riesgo de llevar una vida de mierda como la de Martin Eden. Sin embargo, le gustaba que Sal se ocupara de él.

—Somos una especie de familia, ¿verdad? —le preguntó.

Sal paró a mitad de la subida y se quedó mirándolo. Movió la cabeza, continuó subiendo y abrió la puerta de aquel que se empeñaba en llamar despacho, a pesar de que había vendido la casa de Bensonhurst.

—¿Quién te mete en la cabeza esas bobadas? ¿Tu madre?

Christmas pasó al piso.

—¿Tú la amas? —le preguntó.

Sal se puso tenso. Turbado, trastabilló. Después fue al otro lado del escritorio de nogal y miró por la ventana.

—Nunca se lo he dicho —declaró dándole la espalda a Christmas.

—¿Y por qué?

—¿A ti qué te pasa? —saltó Sal, volviéndose, con la cara roja—. ¿A qué coño vienen todas estas preguntas?

Christmas retrocedió un paso. Bajó los ojos a la portada de Martin Eden.

—Solamente quería saber por qué… —dijo en voz baja y se dirigió a la puerta.

—Porque nunca he sido un hombre valiente, supongo —respondió entonces Sal.

Al amanecer del día siguiente, Christmas oyó regresar a Cetta. Inmóvil, sonrió bajo las mantas. Después salió y vagó un rato por las calles del gueto, compró un pan dulce con el dinero que había ganado alquitranando tejados la semana anterior y volvió a casa a las once, hora en que Cetta se despertaba. Se sentó en la cama de su madre y le dio el pan caliente y dulce.

Cetta le acarició una mano mientras mordisqueaba el pan.

—Te has vuelto realmente guapo.

Christmas se sonrojó.

—No me molesta que te quedes con Sal —dijo Christmas, con la mirada gacha.

A Cetta se le atragantó un trozo de pan. Tosió. Rió y luego lo agarró y lo atrajo hacia sí, lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la frente.

—No, me gusta que me cuides por la mañana —dijo y se quedaron abrazados, tumbados en la cama uno al lado del otro.

—Mamá, Sal te ama, ¿lo sabías? —dijo poco después Christmas.

—Sí, cariño —respondió Cetta débilmente.

—¿Cómo puedes saberlo si nunca te lo ha dicho?

Cetta suspiró, acariciando el mechón rubio de su hijo.

—¿Sabes qué es el amor? —le dijo—. Es conseguir ver lo que nadie más puede ver. Y es dejar ver lo que no querrías que viera nadie más.

Christmas se apretó a su madre.

—¿Yo también me enamoraré algún día?