Manhattan, 1924
—Feliz año, miss Isaacson —dijo el muchacho que manejaba el ascensor, mientras cerraba la puerta.
Ruth mantenía la mirada fija hacia el frente pero era como si no estuviese. No respondió. El muchacho en uniforme y gorra rígida puso en funcionamiento la palanca y la cabina comenzó a descender. Ruth sujetaba un colgante ensartado en un simple lazo de cuero. Un corazón rojo, brillante, del tamaño del hueso de un albaricoque. Horrible.
—Feliz año, miss Isaacson —dijo el portero en la entrada, mientras abría la puerta.
Ruth no respondió. Pasó cabizbaja y ni siquiera reparó en el vendaval gélido que la recibió fuera. Recorría con la yema del pulgar la superficie brillante del colgante, que había recibido como regalo la víspera de Navidad. Lo había encontrado en el buzón. «Adiós, pues», estaba escrito en la nota que lo acompañaba. Nada más. Ninguna firma.
—Feliz año, miss Ruth —dijo Fred mientras cerraba la puerta del Silver Ghost.
Pero Ruth tampoco respondió a Fred. Se sentó en los blandos asientos de piel que ya no olían a puro y brandy, que ya no le recordaban a su abuelo. Y, entretanto, seguía repasando el corazón rojo con la yema del pulgar. Casi con rabia, como si quisiera arrancar aquella espantosa pintura roja. Había pasado una semana desde que lo recibiera. Era Año Nuevo.
—¿Sabes dónde vive Christmas? —preguntó de repente a Fred, sin levantar la vista.
—Sí, miss Ruth.
—Llévame.
—Miss Ruth, su madre la espera a comer en…
—Fred, por favor.
El chófer aminoró la marcha, indeciso.
—Ya te han despedido, ¿no es cierto? —dijo Ruth.
—Sí.
—¿Qué pueden hacerte, entonces?
Fred la miró por el espejo retrovisor. Le sonrió.
—Tiene razón, miss Ruth.
Cambió de rumbo y se dirigió hacia el Lower East Side.
—¿Ya has encontrado otro trabajo, Fred? —preguntó Ruth tras recorrer algunas manzanas.
—No.
—¿Y qué vas a hacer?
Fred rió.
—Me pondré a conducir los camiones de los contrabandistas de whisky.
Ruth lo miró. Lo conocía desde siempre.
—Mi padre nos ha liado un buen follón a todos, ¿eh? —dijo.
Fred le lanzó una mirada divertida.
—Miss Ruth, no creo que el trato con ese joven beneficie su lenguaje.
Ruth volvió a pasar el dedo por el corazón pintado.
—Christmas te cae bien, ¿verdad?
Fred no contestó pero Ruth vio que sonreía.
—También le gustaba al abuelo —dijo. Miró por la ventanilla. Estaban pasando bajo las vías de la BMT. Empezaba el reino del Lower East Side—. Se parecían —dijo en voz baja, como para sí.
—Sí —confirmó Fred en voz aún más baja. Luego dejó Market Street, torció en Monroe Street y se detuvo frente al 320—. Primera planta —dijo tras bajar del automóvil y abrir la puerta de Ruth—. La acompaño.
—No, iré sola.
—Mejor no, miss Ruth.
Las escaleras eran angostas y empinadas. Apestaban a ajo y otros olores que Ruth no conseguía identificar. Olor a cuerpos, pensó. A muchos cuerpos. Las paredes estaban desconchadas y llenas de pintadas. Algunas obscenas. Las gradas estaban mugrientas y resbaladizas. Ruth se guardó en el bolsillo del abrigo el horrible colgante. El regalo de Navidad más bonito que había recibido aquel año. Mientras subía las escaleras, seguida por Fred, sentía una opresión en el pecho. «Adiós, pues», le había escrito Christmas. No lo veía desde hacía diez días. Y Christmas no sabía. No sabía que había robado los maquillajes de su madre para tener los labios más rojos. No sabía que aquel día habría querido besarlo.
—Espera, Fred —dijo cuando estuvieron delante de la puerta del piso.
Christmas no sabía por qué no había acudido a la cita. No sabía lo que le habían comunicado sus padres aquel día. No sabía por qué se había acabado. Ruth sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Espera, Fred —repitió y se puso de espaldas a la puerta.
En el edificio resonaban voces. Voces de gente que gritaba, que reía, que discutía. Que hablaba un idioma desconocido. Ruido de platos, canciones groseras, llantos de niños. Y aquel olor terrible. Aquel olor a gente. Y, sintiéndose irremediablemente excluida de ese mundo, se le secaron las lágrimas en los ojos, empezó a respirar con dificultad, y una cólera impotente le hizo contraer los músculos. Se dio la vuelta y llamó a la puerta. Con ímpetu.
Al abrir la puerta y ver a Ruth, Christmas se puso tenso. Apretó los ojos. Lanzó una mirada rápida y severa a Fred. Luego volvió a observar con frialdad a Ruth. Sin hablar.
—¿Quién es? —inquirió una voz de mujer desde dentro.
Un hombre feo, con una servilleta manchada de salsa puesta en el cuello de la camisa, se asomó desde el interior del piso.
Christmas no decía nada.
La mujer que había hablado se acercó también a ver. Era baja y morena. Tenía el pelo a lo flapper. No parecía una prostituta, pensó Ruth.
—Mamá… ella es Ruth, ¿la recuerdas? —dijo entonces Christmas.
Ruth advirtió que la mujer se fijó enseguida en su mano.
—Lo siento —dijo Ruth a Christmas—. No debía haber venido —añadió, y se dio la vuelta para dirigirse hacia las escaleras.
—¿Por qué la has traído aquí? —dijo Christmas a Fred, iracundo, mientras pasaba a su lado y corría escaleras abajo, siguiendo a Ruth. La alcanzó en el estrecho portal del edificio, la cogió de un brazo y la obligó a volverse—. ¿Quién te crees que eres? —le gritó a la cara.
Fred estaba a los pies de las escaleras.
—¿Quién te crees que eres? —gritó de nuevo Christmas.
Fred avanzó un paso.
—Espérame en el coche —le dijo Ruth, con ojos gélidos y voz dura—. Tardaré un segundo.
Fred se quedó mirando a los dos muchachos, indeciso.
—Tranquilo, Fred —dijo Christmas—. Tardará un segundo.
Fred salió del portal. Christmas y Ruth se miraron en silencio.
—¿Has visto suficiente? —dijo luego Christmas, en voz baja y hosca. Aspiró con los brazos abiertos, de forma ostensible—. Respira, Ruth. Este es el aire que tengo en los pulmones. Tu abuelo tenía razón, es imposible quitarse esta mierda de encima. ¿Has visto quiénes somos? Ya te puedes ir.
Ruth le dio una bofetada. Christmas la agarró por los hombros, la empujó contra la pared, jadeando. Los ojos encandilados. Los labios apretados. Cerca de los labios de ella. Y entonces vio miedo en su mirada. El miedo que debió de tener con Bill. La dejó de golpe y retrocedió. Asustado por el miedo de Ruth.
—Perdóname —se disculpó.
Ruth no hablaba mientras el miedo se le difuminaba en los ojos, y solo movía la cabeza.
Christmas dio otro paso atrás.
—Ya te puedes ir —dijo.
Christmas no sabía por qué Ruth no se había presentado a la cita, por qué le había escrito aquella nota de adiós. No sabía que se había puesto carmín en los labios. No sabía que, durante un instante, Ruth había estado dispuesta a ser una chica como todas las demás. Por él.
—Me voy a California —dijo Ruth de un tirón, y una rabiosa frialdad vibraba en su voz—. Mi padre ha vendido la fábrica. Quiere producir películas. Nos trasladamos a California, a Los Ángeles. —Creía que iba a resultarle difícil decírselo. En cambio, ahora experimentaba una sensación de alivio. Lo miraba con ojos tan apretados que parecían dos rendijas. Lo odiaba. Lo odiaba de todo corazón. Porque Christmas era todo cuanto le quedaba. Y tendría que dejarlo. Para siempre. Por una nueva vida. Lo odiaba por aquellos ojos sinceros que traslucían sin pudor todas las emociones. Porque le había visto en la mirada el miedo de aquella violencia que había marcado su encuentro. Porque ahora la miraba como a un perro apaleado. Porque le leía en la mirada la desesperación de perderla—. Adiós —le dijo deprisa, antes de que él le leyese en los ojos su propia desesperación. Le dio la espalda y se fue al coche—. Arranca rápido —dijo a Fred al tiempo que cerraba la puerta.
Christmas tardó un instante más del debido en despabilarse. Llegó a la calle cuando el coche dejaba la acera.
—¡Me importa una mierda! —bramó con toda la fuerza de sus pulmones.
Pero Ruth no se dio la vuelta.