28

Manhattan, 1913-1917

Cetta no volvió a ver nunca más a Andrew. Pasado un tiempo lo borró de su mente y únicamente recordaba la emoción que le había suscitado el Madison Square Garden. Y a partir de ese momento no hizo otra cosa que contársela a Christmas. «El teatro —le decía— es un mundo perfecto, donde cada cosa es como tiene que ser. Incluso cuando acaba mal. Porque todo está puesto en orden».

Christmas tenía cinco años y no entendía las explicaciones de su madre. Pero cuando estaban juntos, tumbados en la cama o de paseo por Battery Park, observando los ferrys que se llenaban de gente alegre con destino a Coney Island, o cuando Cetta lo llevaba al Queensboro Bridge y le señalaba Blackswell’s Island diciéndole que en aquellos edificios grises estaba Sal y que iba a salir pronto, Christmas le pedía que le contara más sobre el teatro. Y Cetta, que solo se acordaba vagamente de la función de los huelguistas de Paterson, cada vez se inventaba un relato nuevo. Así, partiendo de la huelga, surgían historias que hablaban de amor y amistad, o en las que aparecían dragones y princesas, héroes que nunca traicionaban a su amada, aunque ya estuvieran casados con una bruja o el rey se opusiera a su amor.

—¿Cuándo me llevarás al teatro? —preguntó Christmas.

—Cuando seas mayor, niño mío —respondió Cetta, peinándole el mechón rubio sobre la frente.

—¿Por qué no eres actriz? —preguntó entonces Christmas.

—Porque yo soy tuya —dijo, y lo abrazó con fuerza.

—Entonces yo tampoco podré hacer teatro —respondió Christmas—. Yo también soy tuyo, ¿verdad, mamá?

—Sí, cariño, eres mío —dijo conmovida Cetta. Después le cogió la cara entre las manos y se puso seria—. Pero tú puedes hacer lo que quieras en la vida. ¿Y sabes por qué?

—Uf, sí… —resopló Christmas zafándose del abrazo.

—Dilo.

—Mamá, qué pesada.

—Dilo, Christmas.

—Porque soy americano.

—Muy bien, niño. —Cetta rió—. Sí, eres americano.

Y para ser un auténtico americano tenía que ir a la escuela. Así, al año siguiente Cetta lo matriculó en la escuela del distrito.

—A partir de ahora eres un hombre —le dijo.

Le compró la cartilla, tres cuadernos, dos plumas, un frasquito de tinta negra y otro de roja, cinco lápices, un sacapuntas y una goma de borrar. Y a finales de aquel primer año —en el cual Christmas demostró ser un alumno modélico, inquieto y curioso, que aprendía velozmente—, le regaló un libro.

Se sentaban en un banco de Battery Park, uno al lado del otro, y Christmas leía en voz alta —al principio silabeando con esfuerzo, luego, progresivamente más rápido— las aventuras de Colmillo Blanco. Una página al día.

—Esta es nuestra historia —dijo Cetta a Christmas cuando hubieron terminado el libro, casi un año después—. Nosotros, cuando llegamos aquí a Nueva York, somos como Colmillo Blanco, como los lobos. Somos fuertes pero salvajes. Y encontramos a gente malvada que nos vuelve aún más salvajes. Y que es capaz de dejarnos morir si se lo permitimos. Solo que nosotros no somos solo salvajes. También somos fuertes, Christmas, recuérdalo siempre. Y cuando encontramos a una persona decente, o cuando finalmente el destino se vuelve de nuestro lado, entonces nuestra fuerza nos convierte como Colmillo Blanco. En americanos. Dejamos de ser salvajes. Eso es lo que quiere decir el libro.

—A mí me gustan mucho más los lobos que los perros —dijo Christmas.

Cetta le acarició el pelo tan rubio como el trigo.

—Tú eres un lobo, amor mío. Y el lobo que hay dentro de ti te hará fuerte e invencible cuando seas mayor. Pero, como Colmillo Blanco, debes escuchar la voz del amor. Si eres sordo a esa voz, te volverás como todos los chicos de nuestro barrio, esos rufianes que no son lobos salvajes sino perros rabiosos.

—¿Sal está en la cárcel porque es un perro rabioso, mamá?

—No, cariño —sonrió Cetta—. Sal está en la cárcel porque también es un lobo valiente. Pero no tiene el mismo destino que Colmillo Blanco. Sal es como Tuerto, el viejo jefe de la manada, sabio por el ojo que ve y feroz por el que no ve.

—Entonces ¿tú eres la mamá de Colmillo Blanco? ¿Enamoras a los perros y luego los llevas al bosque para que los lobos los devoren?

Cetta lo miró con orgullo.

—No, yo soy simplemente tu madre, cariño. Soy como las páginas del libro. Donde tú puedes escribir toda tu historia y…

—… y volverme americano, sí, lo sé —la interrumpió Christmas, riéndose y poniéndose de pie—. Vámonos a casa, mamá, que tengo hambre. Los americanos también comen, ¿no es cierto?

Sal le había dicho que abandonaría la cárcel el 17 de julio de 1916. «Dentro de dos semanas», pensó Cetta.

Cetta tenía veintidós años; Christmas, ocho.

Cetta contaba los días presa de una constante sensación de agitación y miedo, de alegría y ansiedad. Y continuamente evocaba los domingos que había pasado con Sal, como para tratar de acostumbrarse a esa presencia antes de su vuelta. Y cuando iba a verlo a la prisión se los recordaba también a él, casi para tener la certeza de que volvería.

Después de esos años solitarios y estables, que había pasado solo cuidando a Christmas, Cetta estaba ahora nerviosa y no lograba parar quieta ni un instante. No soportaba quedarse en el semisótano. Especialmente los domingos.

—Salgamos —dijo uno de aquellos domingos a Christmas y lo llevó consigo por las calles. No sabía adónde ir. Tampoco tenía la menor importancia. Andar la distraía. Cada paso era un segundo transcurrido. Un segundo más próximo al momento en que vería a Sal en la embarcación del Departamento Penitenciario de Nueva York. Un segundo más próximo al instante en que ella y Sal se mirarían. Los dos libres.

Mientras deambulaba por las calles del Lower East Side, Cetta reparó en un corrillo de gente. Y vio banderas americanas ondeando al viento.

—Ven, vamos a ver —dijo a Christmas.

Se acercó y vio a un hombre bajo y fornido que agradecía a todos los habitantes del Lower East Side desde un estrado de madera, adornado con escarapelas. Tenía un rostro radiante y lleno de energía que a Cetta le sonaba familiar, pero no sabía decir por qué.

—¿Quién es? —preguntó a una mujer del vecindario.

—Es el tipo que nos representa en el Congreso —le respondió—. Se llama Fiorello… no se qué. Tiene un nombre raro, como tu Christmas.

Y entonces, de súbito, con un brinco del corazón, Cetta supo quién era aquel tipo del estrado. Esperó a que el hombre terminara su discurso, se abrió paso entre la gente y se le acercó, embargada por una emoción muy intensa.

—¡Míster LaGuardia! —llamó a voz en grito—. ¡Míster LaGuardia!

El hombre se volvió. Dos guardaespaldas altos y fuertes se interpusieron enseguida entre aquel y Cetta.

—Míralo bien, Christmas —dijo Cetta llegando hasta Fiorello LaGuardia. Se metió entre los dos gorilas, se estiró hacia el hombre, le agarró una mano entre las suyas y se la besó. Luego tiró de Christmas y lo empujó hacia el político—. Este es mi hijo Christmas —le dijo—. Usted le puso su nombre americano.

Fiorello LaGuardia la observó incómodo, sin comprender.

—Hace casi ocho años —continuó Cetta, acalorada—, desembarcamos en Ellis Island y usted estaba allí… y era el único que hablaba italiano… y el inspector no entendía y usted dijo… él, mi hijo, se llamaba Natale… y usted dijo…

—¿Christmas? —inquirió, divertido, Fiorello LaGuardia.

—Christmas Luminita, sí —contestó Cetta, altiva y conmovida—. Y ahora él es americano… —y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Tóquelo. Por favor, póngale una mano en la cabeza…

Fiorello LaGuardia, azorado, estiró una mano rechoncha y corta sobre la cabeza rubia de Christmas.

Cetta se le abalanzó y lo abrazó. Pero enseguida se apartó.

—Perdóneme… perdóneme… yo… —Ya no sabía qué decir—. Yo… yo votaré siempre por usted —exclamó con énfasis—. Siempre.

Fiorello LaGuardia sonrió.

—Pues tendremos que apresurarnos en dar el voto a las mujeres —dijo.

Los hombres que estaban con él rieron. Cetta no entendió y se sonrojó. Bajó la mirada y, cuando estaba a punto de irse, Fiorello LaGuardia cogió a Christmas por un brazo y lo levantó en vilo.

—¡Voy a luchar en Washington por el futuro de estos jóvenes! —dijo en voz alta, de manera que todos los presentes lo oyeran—. ¡Voy a luchar por estos nuevos campeones!

Cetta miró a Christmas y se dijo: «No llores, imbécil». Sin embargo, al instante la vista se le nubló y comenzó a derramar abundantes lágrimas. Mientras Fiorello LaGuardia se alejaba entre los aplausos de la gente, Cetta agarró a su hijo y lo abrazó con fuerza.

—¿Has oído lo que ha dicho? —le dijo, casi chillando—. ¡Eres un joven americano! ¡Un campeón! ¿Has visto, Christmas? Es el hombre que te puso el nombre… es igual que con Comillo Blanco, él es el juez Scout. ¡Eres americano, lo ha dicho Fiorello LaGuardia!

Cuando a la semana siguiente Sal abandonó la cárcel, Madame dio permiso a Cetta para no ir a trabajar. Y durante toda la noche Cetta le contó a Sal el encuentro con Fiorello LaGuardia. Excitada y feliz.

—Se ha hecho mayor —dijo Sal, ya entrada la noche, mirando a Christmas, que dormía. Después se encendió un puro, se volvió hacia Cetta y, con gesto duro, añadió—: Creo que tienes que contarme algo más.

Cetta tampoco fue a trabajar la noche siguiente. Por la mañana Sal le había llevado un traje de seda azul. Con el cuello blanco perla y un cinturón del mismo color. Y medias oscuras y zapatos negros y brillantes, con la punta redonda.

—Esta noche salimos. Pasaré a recogerte a las siete y media —le dijo con frialdad.

Cetta, la noche anterior, le había contado todo sobre Andrew. También sobre el Madison Square Garden. «Pero ya se terminó», le había dicho. Sal no había pronunciado una sola palabra. Había acabado su puro, se había levantado de la silla con forma de trono y se había marchado. Cetta no sabía adónde. Y no sabía si iba a volver.

Pero Sal había aparecido por la mañana, con el traje, las medias y los zapatos. Y a las siete y media había regresado para recogerla en coche.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Cetta.

—Al Madison Square Garden —respondió Sal. Eso fue todo. Vestía un traje oscuro, lustroso y elegante. Quizá demasiado pequeño para él. Y un abrigo de cachemira negro. Y en el bolsillo derecho del abrigo llevaba un paquete, largo y fino, envuelto en un papel floreado—. Primera fila, nada de gallinero —dijo Sal al entrar en el Madison.

Cetta sintió que se quedaba sin aliento. Y le temblaron las piernas por la emoción.

Una muchacha rubia los condujo a sus localidades. Las luces apuntaban a un cuadrilátero elevado y delimitado por una cuerda. Y en el cuadrilátero, dos hombres en pantalones cortos y con guantes de boxeo esperaban para pelear, mientras el árbitro miraba un reloj.

—Esta noche solo había esto —dijo Sal, con su voz profunda.

—¿Quién es el más fuerte? —preguntó Cetta—. ¿Cuál va a ganar?

—El negro —contestó Sal.

—Pero si los dos son negros —dijo Cetta.

—Por eso.

Cetta permaneció un instante en silencio y luego rompió a reír. Y cuando sonó el gong y los dos púgiles se lanzaron uno contra el otro, se estrechó a su brazo.

—Te amo —le dijo a un oído.

Sal no respondió. Se metió una mano en el bolsillo del abrigo, cogió el paquete y se lo entregó a Cetta, sin mirarla.

—He aprendido a trabajar la madera en la carpintería —dijo—. Esto lo he hecho para ti.

Cetta besó a Sal en la mejilla, riendo feliz, y desenvolvió con frenesí el paquete. Una vez que lo hubo desenvuelto, vio que era un pene de madera.

—La próxima vez que tengas ganas de abrirte de piernas, usa esto —le dijo Sal. Después se levantó—. Me he olvidado del puro —añadió, también sin mirarla, y enseguida se alejó, al tiempo que uno de los púgiles recibía un violento gancho en el mentón y un chorro de sudor manchaba el traje nuevo de Cetta.

Sal subió por la gradería, se metió en uno de los lavabos, cerró con llave y apoyó las manos en la pared roída, apretando las mandíbulas, con los ojos cerrados. Después, un ruido obsceno que salía de su interior lo sacudió, haciéndolo vibrar, y Sal lloró todas las lágrimas que no quería enseñar a Cetta.

«Sal Tropea está agotado. Ha terminado con la calle —había dicho el jefe Vince Salemme a sus lugartenientes. Luego había convocado a Sal—. Cuando lo del lío con los irlandeses, di un primer ejemplo. A Silver lo encontraron colgado de una bandera irlandesa, como se merecía. Judas de mierda. Pero te estaba esperando para dar el segundo ejemplo. —Y como demostración de su gratitud por no haber hablado y por todos los años que había estado en la cárcel, lo recompensó con un edificio en el 320 de Monroe Street—. Me pasas el cincuenta por ciento de los alquileres, Sal, y tú te ocupas y corres con los gastos de las reparaciones y del mantenimiento —le había dicho Vince Salemme—. En quince años el edificio será tuyo. Pero recuerda que sigues siendo de la familia. Cada vez que te necesite, vendrás volando».

Lo primero que hizo Sal fue ir a ver el edificio. La fachada estaba en pésimo estado y las escaleras, aún peor. Todos los inquilinos eran italianos y judíos. Muchos de ellos no hablaban inglés y vivían como animales, diez hacinados en dos habitaciones. Había entre siete y nueve pisos por planta, y las plantas eran cinco, además de un semisótano con ocho habitaciones sin ventana. En la planta baja había tres pisos con baño. En la parte de atrás, en el patio desde el cual se extendía una telaraña de cordeles de los que permanentemente colgaba ropa tendida, había surgido un cubo sin ventanas y con puertas de metal y cristal, dividido en tres locales y una letrina común. En el primero había un zapatero remendón. En el segundo, un carpintero. En el tercero, un herrero. Y los tres artesanos vivían en el taller con sus familias. Sal calculó que tenía cincuenta y dos inquilinos potenciales. Pero en realidad cada inquilino subarrendaba su piso a las personas con las cuales lo compartía.

Al cabo de un mes, a escondidas de Cetta, Sal echó de los pisos a los inquilinos morosos y fijó un sobreprecio desorbitado al que pretendía subarrendar. Un mes después, casi todos los inquilinos se deshicieron de sus subarrendatarios. Así las cosas, Sal contrató a un puñado de albañiles italianos prometiéndoles un piso a cada dos familias a cambio de las obras de reforma del edificio. No pagarían durante dos años y después gozarían de un descuento del treinta por ciento sobre el constante mantenimiento del inmueble. Al año siguiente Sal hizo llegar la corriente eléctrica y las tuberías del agua y el alcantarillado a cada piso, usando materiales que robaban de noche. De los dos baños comunes que eliminó en cada planta sacó dos cuartitos, con lo que, en vez de cincuenta y dos pisos de alquiler, ahora tenía cincuenta y siete.

Cuando el edificio tuvo un aspecto digno, Sal ocupó un piso de la primera planta como despacho. Mandó robar un escritorio de nogal de la tienda de un anticuario y un sillón con el asiento y el respaldo acolchados y forrados de cuero. En la habitación de atrás puso una cama, aunque no tenía intenciones de dejar la casa de Bensonhurst. Después amuebló el piso de al lado. En una habitación puso una cama matrimonial, en la cocina una mesa cuadrada, tres sillas y un catre, y en el salón una alfombra, un sofá y un sillón. Por último, se dirigió al semisótano que antaño fuera de Tonia y Vito Fraina.

—Anota esta fecha: 18 de octubre de 1917… —comenzó a decir orgulloso al abrir la puerta del semisótano, pero al momento se interrumpió.

Cetta estaba de rodillas delante de Christmas y le lavaba el tórax desnudo cubierto de sangre.

—¿Qué coño has hecho, meoncete? —dijo Sal.

Christmas no respondió. Tenía los labios y los puños apretados mientras su madre le desinfectaba una herida de cuchillo en pleno pecho. El corte no era profundo, pero sí limpio.

—Se lo han hecho en el colegio —dijo Cetta.

Sal sintió que la sangre le subía a la cabeza mientras Cetta le hablaba del muchacho alto y fuerte que se había burlado de Christmas por el trabajo que hacía su madre y luego lo había marcado con el cuchillo.

—Es una P —concluyó Cetta mirando a Sal.

—Pero tú no haces esas cosas feas, ¿verdad, mamá? —dijo entonces Christmas.

Antes de que Cetta pudiera abrazar a su hijo, Sal lo había agarrado de una mano y lo arrastraba fuera del semisótano. Y, sin decir palabra, caminó hecho una furia hasta el colegio de Christmas.

—¿Quién ha sido? —le preguntó mirando con hosquedad a los chiquillos que salían de las aulas.

Christmas no respondió.

—¿Quién ha sido? —repitió furioso Sal.

—Yo soy como tú —respondió Christmas, con los ojos cubiertos de lágrimas—. No soy un chivato.

Sal movió la cabeza, luego volvió al semisótano.

—Tú o el meoncete conseguís siempre echarlo todo a perder —rezongó Sal mientras llenaba una maleta con cosas de Cetta. Luego los hizo subir al coche y los llevó al 320 de Monroe Street—. Esta es vuestra nueva casa —dijo con rudeza y levantó un dedo sucio hacia una ventana de la primera planta. Dio un empujón a Christmas para que entrara en el portal y a Cetta le arrancó la maleta de la mano—. Vamos, andando —le dijo. Una vez frente a la puerta del piso, extrajo una llave de su bolsillo y se la tendió a Cetta—. Abre, ¿qué estás esperando? Es tu casa —dijo.

Cetta no tenía palabras. Abrió la puerta y se encontró en la cocina. A la derecha, una habitación con una cama de matrimonio. A la izquierda, un salón.

—Es una casa… —Fue todo lo que dijo.

—Vaya descubrimiento —respondió Sal—. Ahora no metáis bulla porque tengo que ir al despacho. Estoy aquí al lado…

Cetta se abalanzó sobre su cuello y lo besó.

Sal la apartó de un empellón.

—Me cago en la leche, no delante del meoncete, o harás que se vuelva sarasa —dijo al salir.

Al día siguiente, Sal se presentó con una placa de latón y la colocó sobre la puerta del piso. Cetta estaba en el trabajo.

—¿Qué tal la herida, meoncete? —preguntó a Christmas.

—No pienso volver al colegio —dijo este.

—Arréglatelas con tu madre —zanjó Sal, y luego señaló con un dedo la placa de latón—. ¿Qué hay escrito aquí?

Christmas se puso de puntillas.

—Señora Cetta Luminita —leyó.

—Señora… ¿Te has enterado?