Manhattan, 1923
—Dile a ese mamarracho que salga de mi carnicería —le pidió Pep a Christmas, señalando a Joey.
Lilliput, la perrita de Pep, le gruñía tímidamente a Joey, que estaba apoyado en el marco de la puerta trasera. Santo, a su lado, no sabía dónde meterse. Dio media vuelta y salió a la calle.
Christmas se volvió hacia Joey.
—Déjanos solos —le pidió, con un tarro de metal en la mano.
—Te dejas mandar por un viejo —repuso Joey con una mueca socarrona.
Pep se incorporó de un salto con todo su peso. Asió a Joey con ambas manos por el cuello de su chaqueta raída, casi lo levantó del suelo y lo arrojó fuera de la carnicería. Joey se estrelló contra Santo. Lilliput ladraba furiosa.
—¡Calla de una vez, Lilliput! —gritó Pep—. Luego cerró la puerta de la trastienda, con tanta violencia que hizo caer trozos del enlucido de las paredes, puso una mano en el pecho de Christmas y lo empujó contra la pared de la tienda.
—¿Tú de qué vas, chico? —dijo en voz baja y amenazadora.
—Pep, tranquilízate —respondió Christmas, sonriendo—. Te he traído la crema para Lilliput. Se está curando, ¿no?
—Sí, se está curando —dijo Pep—. ¿Y bien? Responde a mi pregunta.
—Te he respondido…
—Me importa una mierda la crema —dijo Pep y retiró la mano del pecho de Christmas.
Christmas se metió la camisa dentro de los pantalones y enseguida le tendió el tarro a Pep.
—No me debes nada —dijo.
—¿No me digas? ¿Y eso? ¿Es que de pronto te has vuelto rico? —inquirió Pep.
Christmas se encogió de hombros.
—Puede que sea porque me he encariñado con Lilliput —y puso una mano en el picaporte de la puerta, que empezó a abrir.
Pep la cerró con violencia.
—Escúchame, chico —Le apuntó a la cara con un dedo manchado de sangre animal—. Escúchame bien.
—¿Eh, va todo bien allí dentro, Diamond? —lo interrumpió desde fuera la voz de Joey.
Pep y Christmas se miraron en silencio.
—¡Todo va bien! —gritó Christmas.
—No me gusta —dijo Pep moviendo el pulgar hacia la puerta tras la cual se encontraba Joey.
—Es amigo mío, no tuyo —dijo Christmas con expresión de desafío—. Me tiene que gustar a mí.
—Te lo repito: ¿de qué vas, chico?
—Pep, me encanta charlar contigo, en serio, pero me tengo que ir —dijo Christmas, que no quería oír a Pep ni a nadie, porque ya no era un chiquillo, sino un hombre.
—¿Te acuerdas del día que nos conocimos? —prosiguió Pep—. ¿Te acuerdas?
Christmas lo miraba en silencio, con la barbilla ligeramente levantada y un mohín de aburrimiento.
—Los Diamond Dogs… —se burló Pep, con amargura—. ¿Pensaste de verdad que me lo había creído? Tú no tenías ninguna banda, estaba convencido. ¿Y sabes por qué? Porque me lo decían tus ojos.
Christmas bajó la mirada durante un instante. Sin embargo, enseguida replicó, metiéndose las manos en los bolsillos con ademán arrogante:
—¿Qué puñetas quieres, Pep? ¿Es la hora de los sermones?
—No te hagas el duro conmigo —dijo Pep—. Te estás convirtiendo en un matón de tres al cuarto. ¿Sabes por qué te di ese medio dólar para que protegieras a Lilliput? Porque te miré a los ojos, no porque creyese que realmente pudieras hacerlo. Porque en tus ojos leí algo que me gustaba. Pero ahora ya no te reconozco. Si te viese hoy por primera vez, te echaría a patadas en el culo, como al maleante que está allí fuera. —Pep meneó la cabeza, luego habló con voz cálida, paternal—. Mi sarnosa te movió el rabo en cuanto te vio. Hay que fiarse de los animales, ¿sabes? Tienen un instinto infalible. Pero como sigas así, también te gruñirá a ti dentro de dos semanas, cuando vengas a pedirme el soborno, como esos maleantes de Ocean Hill. Cuando tú también quieras chuparle la sangre a la pobre gente que no tiene pistola. Esta no es una ciudad, tampoco una jungla, como dice todo el mundo. Es una jaula. Y no somos demasiados. Es fácil volverse loco. Este ya no es tu juego. Se ha vuelto algo serio. Pero todavía estás a tiempo de ser un hombre y no un matón.
Christmas le clavó una mirada dura, bajo la cual bullía toda la rabia que no conseguía retener.
—Ha estado bien hablar contigo, Pep —dijo con tono inexpresivo.
El carnicero le sostuvo la mirada en silencio, después frunció los labios en una mueca de pena y se apartó. Christmas se acercó a la puerta y la abrió.
—Una última cosa —dijo entonces Pep—. El granujiento de allí fuera —y con la cabeza señaló a Santo, que estaba apoyado en la pared junto a Joey— se va a dejar la piel si te sigue. Si todavía tienes cojones, quítatelo de encima. No lo arrastres al fondo también a él.
—Tendrías que haber sido cura, Pep —respondió Christmas.
Lilliput lanzó un largo aullido. Luego fue a cobijarse entre las piernas de su amo, donde siguió gruñendo débilmente.
—No vuelvas a aparecer por aquí —dijo Pep y cerró la puerta.
Christmas sintió que no era simplemente la puerta de un carnicero del Lower East Side la que se cerraba. Y, durante un instante, tuvo miedo. Sin embargo, enseguida decidió no hacer caso a esa sensación. Ahora tenía una coraza. Y con el tiempo sería cada vez más dura, se dijo. Les silbó a sus dos compañeros y se encaminó solo por el callejón.
—¿Te ha dado los dos dólares? —le preguntó Santo al darle alcance.
Christmas lo miró. No sabía cómo era ahora su mirada, pero sabía que la de Santo no había cambiado nunca. Se introdujo una mano en el bolsillo, extrajo dos monedas y las lanzó al aire.
—Claro —dijo riendo—. ¿Qué creías?
Santo consiguió pillar al vuelo una moneda. La otra cayó en un charco fangoso. Santo metió la mano en el barro y luego se la limpió en los pantalones.
—¿Ahora tenemos que repartir entre tres? —preguntó.
—No, todo es tuyo —dijo Christmas.
—¿Dos dólares solo míos? —preguntó Santo contento.
—¿Y eso por qué? —se quejó Joey.
Christmas se volvió de golpe.
—Son suyos —se limitó a decir.
Joey lo miró.
—Vale.
A la semana siguiente del trabajito que le había costado a Chick la rodilla, Joey había encontrado un hueco sobre el Wally’s Bar & Grill, un local que regentaban unos italianos amigos de Big Head. Un mes después, Buggsy y el topo se habían transformado de ratas en cadáveres. Pero Joey se había quedado en el Lower East Side. Y se había convertido en el tercer miembro de los Diamond Dogs. Al cabo de pocos días descubrió que la banda realmente no existía. Pero tenía un plan que consistía en aprovechar la popularidad de Christmas en el barrio. Pasado un mes, ya cobraban algún soborno y habían organizado un par de pequeños timos. Sabía que no podía contar con Santo. Sin embargo, parecía que no quería prescindir de Christmas. Y es que, según Joey, el jefe de los Diamond Dogs tenía buena pasta. Era un tipo despierto. No sabía nada, pero aprendía deprisa.
Hacía pocos días que el verano, repentinamente, se había abatido sobre la ciudad, con lo que eliminaba a la primavera con la misma violencia con que el invierno, hacía poco más de dos meses, había impedido que brotase aquella. Daba la impresión de que el asfalto de las calles se derretía.
—Hace un calor del carajo —dijo Christmas—. Vamos a abrir una boca de riego.
—¡Ducha gratis! —gritó Joey.
Santo palideció. Christmas lo miró. Como siempre, Santo tenía el miedo pintado en el rostro. Christmas le dio una palmada en un hombro.
—Iremos solo Joey y yo —le dijo.
—¿Por qué? —preguntó Santo.
—Necesito que te pases por la panadería de Henry Street.
—¿A hacer qué…? —preguntó Santo, aún más pálido.
Christmas rebuscó en su bolsillo y sacó unas moneditas.
—No tienes que hacer nada. Compra un bollo y llévaselo a tu madre.
—Sí, pero…
—Hazlo, Santo. Si no entiendes enseguida, lo entenderás después. Ya conoces la regla —dijo Christmas.
Joey rió y se dio una palmada en un muslo. Santo bajó la mirada, mortificado.
—Santo —dijo entonces Christmas, pasándole un brazo sobre los hombros—. Solo necesito que vayas allí y te dejes ver. Eso es todo. Compra un bollo. Y págalo con diez dólares —y le entregó un billete a Santo—. Te conocen. Saben que eres uno de los Diamond Dogs. Demuéstrales que los negocios nos van bien. Y que no te falta dinero. Luego vete a la casa de tu madre.
—Vale, jefe —dijo Santo, recuperando la sonrisa—. Tu chatarra —le dijo devolviéndole las moneditas.
—Gracias, Santo, te debo un favor.
—Somos los Diamond Dogs, ¿no? —dijo Santo mientras se alejaba.
Christmas esperó a que Santo hubiese doblado la esquina, luego apuntó con un dedo al pecho de Joey.
—Como vuelvas a reírte de él en su cara, te romperé el culo —dijo.
Joey dio un paso atrás, con los brazos abiertos.
Christmas lo miró en silencio.
—He decidido quitármelo de encima —añadió después.
Ruth abrió su diario. Acarició nueve flores secas y guardadas con mimo. Nueve flores que le había regalado Christmas hacía casi un año. Nueve, como los dedos de sus manos.
Alrededor, en el patio del lujoso y exclusivo colegio donde estudiaba, sus compañeros y los de otros cursos reían y bromeaban. Ruth estaba apartada. Al otro lado de la verja podía ver a uno de esos hombres horribles a los que su abuelo había encargado que la protegieran a todas horas. Cada vez que salía de casa, uno de esos tipos que vestía ropa vulgar se le pegaba a las faldas. Entraba con ella en las tiendas, la dejaba en las gradas del colegio y la esperaba a la salida. En una ocasión que un chico de los cursos superiores se le acercó, para hacerse el gracioso, el guarda de turno cogió al muchacho del brazo y dijo: «¿Todo en orden, señorita Isaacson?». En el colegio, a partir de ese día la llamaban Todo-en-orden-señorita-Isaacson. Ruth se aisló aún más. Se volvió huraña. Se negaba a ir a las pocas fiestas a las que todavía la invitaban.
Sin embargo, había otro motivo por el que evitaba a sus compañeros: tenía catorce años y estaba ocurriendo algo en su cuerpo. Algo que ella no podía dominar. Su pecho había empezado a crecer y a abultar las blusas. Al principio le dolieron los pezones —era un dolor molesto, como cuando alguien se pellizca—, y luego, una vez que el dolor hubo desaparecido, se transformaron. No en el aspecto, sino en la sensibilidad. Rozarlos, ahora, le producía una sensación agradable y desagradable al mismo tiempo. Como una languidez. Con todo, el peor trauma fue el día en que sintió un escalofrío en el vientre, como si dos garras se le clavaran en la carne, y después un chorro caliente y rojo que le caía por la parte interior de los muslos. Esa mañana se quedó inmóvil en el cuarto de baño. Con los ojos anegados en lágrimas y la mano en la boca abierta. La sangre. La misma sangre que le había chorreado por los muslos después de que Bill la violara. El mismo dolor en su interior. Y desde entonces, cada mes, su naturaleza de mujer volvía a recordarle a Bill. A recordarle que había sido ensuciada.
Hojeando las revistas de su madre, Ruth había descubierto la nueva moda. Las flapper. Tenían el pelo muy corto y algunas se ceñían bien el busto, para parecer más andróginas. Y en ese mismo instante decidió que sería una flapper. Que se ceñiría el pecho hasta que pareciera una tabla. Que se lo apretaría hasta parecer un varón. La madre, sin embargo, no le dio permiso para cortarse sus largos rizos negros. Pero Ruth —y esto no se lo podía prohibir nadie pues a nadie le pidió permiso— al menos empezó a fajarse el busto. A ocultarlo.
Ruth volvió la cabeza hacia un grupito de muchachos que reían, sentados en el prado. Siguió con los ojos la dirección de sus miradas. Se fijaban en un árbol y seguían riendo. En un primer momento no comprendió la causa. Después los vio. Eran Cynthia Siegel y Benny Dershowitz. Y se estaban besando. En la boca. Muchos chicos empezaban a besarse a esa edad. Ruth los veía continuamente. Hasta su única amiga, Judith Sifakis, le había dado una vez un beso a un chico. Nunca le había dicho quién era pero lo había besado. Y le había contado todos los detalles. Ruth apartó la mirada de Cynthia Siegel y de Benny Dershowitz. Todos los muchachos querían besarse a su edad, Ruth lo sabía.
Y lo sabía porque ella misma habría querido besar a Christmas. Y por ese motivo lo odiaba. Porque ella era diferente a todos los demás, porque tenía nueve dedos y no diez. Pero pensaba ininterrumpidamente en Christmas. Él era el único que la hacía sentirse libre. Y justo por eso últimamente procuraba evitarlo y no darle confianza. Christmas era un peligro. Ruth no quería que la volvieran a ensuciar. El amor era sucio. Ella, que había hecho todo lo que podía hacerse sin recibir nunca su primer beso, lo sabía. Lo sentía en los labios y más abajo, en medio de las piernas. Cuando estaba cerca de Christmas era como si mil hormigas le corrieran bajo la piel. Y por ese motivo lo odiaba. Y por ese motivo se odiaba.
Pero en los últimos tiempos había además otra cosa de Christmas que la turbaba. Sus maravillosos ojos, tan luminosos y puros, se habían ensombrecido y a veces le recordaban los sombríos de Bill. Tenía la impresión de no reconocerlo. Y aquel no reconocerlo, ese verlo misterioso, mucho más hombre que a sus adinerados compañeros de colegio, además de turbarla, hacía que aumentara su deseo de besarlo, de abandonarse entre sus brazos. Y cuanto más aumentaba su deseo, más dura se mostraba con Christmas, para que él no pudiese adivinarlo, porque si no él también la habría visto sucia, como sin duda la veían todos los demás.
—Eh, ¿duermes? —dijo una voz—. Ha sonado la campana.
Ruth cerró de golpe su diario. Una de las nueve flores secas se cayó al suelo.
El muchacho se acercó. Era Larry Schenck, uno de los guapos del colegio. Tenía dieciséis años. Larry recogió la flor y se la tendió a Ruth.
—Así que también Todo-en-orden-señorita-Isaacson tiene su corazoncito. ¿Y quién es el afortunado? —le preguntó.
Ruth deshojó la flor.
—Nadie —dijo y volvió a clase.
—Hola, Greenie —le dijo Christmas, al entrar en la fábrica del viejo Saul Isaacson, al gángster vestido como siempre con un traje de seda verde—. ¿Ruth está bien protegida?
Greenie lo miró de reojo, sin responder.
—¿Habéis cogido a la rata? —le preguntó Christmas.
Greenie se escarbó un diente con una uña e hizo un gesto negativo con la cabeza.
Christmas hizo una mueca y enseguida prosiguió su camino hacia el despacho del viejo, que lo había mandado llamar.
—Hay dos caminos para convertirse en director de una tienda —estaba diciendo ahora el titular de la tienda de ropa Saul Isaacson’s Clothing—. Uno empieza en la oscuridad, en el almacén, en el corazón de la actividad, donde se amontona la mercancía, donde se aprende qué se necesita, donde se pueden demostrar las intuiciones mercantiles. El otro empieza detrás del mostrador, en contacto con los clientes, y donde se aprende a entender a la gente, lo que quiere y lo que uno quiere inducirla a querer. Estos dos directores son muy diferentes entre sí. Sin embargo, poco tiempo después tendrán que parecerse. El que ha sido almacenista tendrá que aprender a conocer a la gente, si no, dependerá siempre de sus vendedores; en cambio, el que ha sido vendedor tendrá que aprender a organizar el almacén, si no, dependerá siempre del almacenista. ¿Tú sabes qué tipo de director podrías ser?
—¿Por qué debería saberlo?
—Porque si sabes qué podrías ser en la vida, tomarás la elección adecuada.
—Se me da bien hablar con la gente.
—Sí, ya lo había notado. Pues bien, por eso te he mandado llamar: tengo una propuesta. Voy a abrir una tienda de venta al detalle y necesito vendedores y almacenistas. Suelo seleccionar a personas que tengan un mínimo de experiencia, pero he decidido hacer una excepción. ¿Quieres un puesto de vendedor? Si sabes jugar bien tus cartas, podrías convertirte en director.
Christmas lo miró en silencio.
—¿Se lo ha pedido Ruth? —preguntó después.
—No.
—No me interesa trabajar de vendedor —dijo Christmas—. Tengo otros planes.
—Estoy en deuda contigo —añadió el viejo—. El azar es una patada en el culo que te da la vida para prosperar. El azar, en el mundo de los adultos, es una posibilidad que no se desaprovecha.
—Y yo, de hecho, tengo intenciones de aprovecharla.
—¿Cómo?
—¿Alguna vez ha pensado en entregar la mano de Ruth a un director de tienda? —preguntó Christmas.
—No, querría algo mejor para mi nieta.
—Yo también.
—¿Qué idea te has metido en la cabeza, muchacho?
—Ruth es mi azar. No usted, señor Isaacson.
—Ruth es judía y tú eres italiano.
—Yo soy americano.
—No digas bobadas…
—Yo soy americano.
—Bueno, de todas formas no eres judío. Y Ruth se casará con un judío.
—No va a amar a un judío —dijo con rabia Christmas.
—¿Y te va a amar a ti? —preguntó el viejo burlándose. Pero forzando la carcajada. Ese muchacho tenía ojos intensos, como recordaba. Solo que ahora, además, eran decididos. Como si de golpe se hubiera convertido en un hombre.
—Esta es la oportunidad que me ha ofrecido el azar. Y no tengo intenciones de desaprovecharla, como dice usted.
El viejo Saul Isaacson miró fijamente a Christmas, blandiendo su bastón.
—Te prohíbo que a partir de este momento veas a Ruth —le ordenó el viejo.
Christmas, desafiante, no dejó de sonreír.
—Pero usted se sigue sintiendo en deuda conmigo, ¿no es así?
—No hasta ese punto.
—No, me refería a su oferta de trabajo —dijo Christmas—. Tengo la persona apropiada para usted.
—No hago beneficencia.
—Cuando encontré a Ruth, iba conmigo un amigo. Él también se merece aprovechar el azar. Y su reconocimiento.
El viejo miró intensamente a Christmas.
—¿De quién se trata? ¿Es otro charlatán como tú?
—No, señor. Santo es un almacenista nato.
—¿Santo?
—Santo Filesi. Sabe leer y escribir.
Saul Isaacson movió la cabeza a derecha e izquierda.
—Bueno, está bien —rezongó al fin—. Dile que venga a la fábrica mañana por la mañana, a las nueve en punto, si quiere ese puesto. —Luego apuntó el bastón hacia el pecho de Christmas y añadió—: Pero tú aléjate de Ruth.
—No, señor. Tendrá que mandar que Greenie me muela a palos. Eso sí, como no me mate… me levantaré —dijo resuelto Christmas dándose la vuelta y saliendo del despacho.
Mientras se alejaba, Christmas oyó que el bastón del viejo aporreaba rabiosamente tres veces el escritorio. Luego, un chasquido seco, de madera que se partía.
Al día siguiente, Santo se presentó ante el viejo con un flamante bastón que Christmas había conseguido gratis de un chamarilero del barrio tras insinuarle que su destinatario era un jefazo para el cual trabajaban los Diamond Dogs. El número uno en persona. El chamarilero había elegido su mejor bastón de paseo, puño de plata, madera curada de ébano negro africano, contera reforzada de plata.
—De parte de Christmas —le dijo Santo a las nueve de aquel día, mientras le tendía el bastón al viejo—. Ha dicho que es muy resistente.
Saul Isaacson le arrancó de la mano el bastón y lo levantó, dispuesto a atizar a Santo. Sin embargo, de súbito, estalló en una estruendosa carcajada y contrató a Santo con una paga de veintisiete dólares con cincuenta a la semana.
A principios de otoño, el viejo murió.
El doctor Goldsmith, el médico de la familia, contó que le había recomendado a Saul Isaacson que llevase una vida más ordenada, que evitara los esfuerzos y los enfados, que moderara el ritmo de trabajo, que se contuviera con las comidas y que dejara de fumar. Sin embargo, siempre según el doctor Goldsmith, el viejo le había respondido: «No quiero llevar una vida de enfermo para morir sano». Así, el fundador de la Saul Isaacson’s Clothing —una de las más prósperas fábricas de tejidos y prendas preconfeccionadas de todo el estado— murió de un infarto.
Y Ruth pensó: «Tengo frío».
No pudo derramar una sola lágrima. Era como si todo en su cuerpo se hubiese congelado al instante. Solo el muñón del dedo amputado le dio una punzada dolorosa y aguda. Como un chillido. Pero eso fue todo. Después también el muñón se congeló. Y, aunque los días seguían siendo templados, Ruth se embutió en jerséis pesados y en mantas de cachemira. Y, a pesar de eso, en ningún momento dejó de tener frío.
Se sentaba inmóvil en la silla que siempre ocupaba su abuelo, tratando de encontrar un rescoldo del calor que aquel viejo irascible y afectuoso le había transmitido siempre, rodeada por los espejos cubiertos con telas negras, mientras su padre recitaba el kadish. Y nadie, en su gran mansión, había derramado una sola lágrima. No la había derramado su padre, mientras se dejaba crecer la barba, como exigía la tradición. Ni la había derramado su madre, que quizá nunca había sabido llorar, pensó Ruth.
El día del funeral —anunciado en todos los diarios—, el prado del cementerio estaba atestado de obreros y obreras, con su ropa de pobres y una banda negra en el brazo. Ellos tampoco lloraban. Tenían la mirada baja, los hombres con el yarmulke en la cabeza. Y, en primera fila, a los lados de Ruth y de sus padres, había hombres y mujeres elegantes, de su mundo, del mundo de los negocios, y también de la competencia. Ruth seguía teniendo frío. Y aún no podía derramar ni una lágrima por aquel hombre al que tanto había querido.
Habló el padre de Ruth. Pero no contó quién era el abuelo Saul. Contó de cuando había llegado de Europa, de cuando había fundado la Saul Isaacson’s Clothing, de cómo había hecho prosperar los negocios. Habló el sastre, Asher Mankiewicz, pero solamente dijo que el abuelo era duro, aunque justo, y que sabía de ropa y de moda. Habló un obrero —en nombre de todos los otros—, pero simplemente dijo que era un buen judío, respetuoso de las tradiciones. Y hablaron los empresarios de la competencia, pero solo dijeron que siempre había sido un hueso duro de roer, que parecía estar un paso por delante de todos y que al final de temporada era el que tenía menos restos en el almacén. Por último, habló el rabino y dijo que ocupaba, puntualmente, su banco en la sinagoga, que era generoso en sus donaciones para la comunidad hebrea, que nunca había faltado a un bris o a un bar mitzvá a los que hubiese sido invitado formalmente, y que, hasta donde él sabía, siempre había comido kosher.
Después el féretro empezó a descender a la fosa.
«Estoy sola», pensó entonces Ruth, en medio de toda esa gente.
—Y con su bastón de paseo golpeaba más fuerte que Babe Ruth —dijo en ese instante una voz a su lado, lo bastante fuerte para que también pudiesen oírla los de la primera fila—. Amén.
Ruth y todos los demás se volvieron. Christmas llevaba puesto en la cabeza un ridículo yarmulke de muchos colores, hecho de ganchillo, que se había colocado demasiado hacia delante y ladeado.
Y de repente Ruth empezó a llorar. Todas las lágrimas que no había podido soltar en esos días. Todas juntas, como un imparable río que se desborda de su cauce, como un glaciar que se derrite instantáneamente, devolviéndole el calor que aquella muerte le había robado. Las piernas le flaquearon y, mientras caía de rodillas, se llevó las manos a los ojos, en el intento de tapar esa terrible grieta líquida de dolor que se le había abierto en medio del pecho.
Christmas enseguida acudió a su lado, también de rodillas y rodeándole los hombros con un brazo, procurando contener el estremecimiento que la agitaba.
—Ahora estoy yo —le susurró Christmas al oído.
—¡Ruth! ¡Ruth! —dijo la madre con voz chillona, aunque en tono bajo—. No te pongas en evidencia.
—Muchacho, esto es un funeral, no un circo —dijo el padre de Ruth agarrando a Christmas de un brazo y tratando de levantarlo.
Pero Christmas permanecía abrazado a Ruth.
—Haz algo, Philip —continuó la voz chillona de la madre de Ruth, dirigiéndose a su marido—. Nos está poniendo en ridículo.
—¡Greenie! ¡Greenie! —llamó el padre.
El gángster vestido de verde se abrió paso hasta el borde de la fosa donde yacía Saul Isaacson. Cogió con resolución a Christmas por los hombros y lo levantó con rudeza.
—Sácalo de aquí —ordenó el padre de Ruth.
—No me obligues a emplear la fuerza delante de toda esta gente —le dijo Greenie en voz baja a Christmas.
Christmas ayudó a Ruth a ponerse de pie y le acarició el rostro bañado en lágrimas.
—Le echaré de menos —le dijo.
Ruth se puso a llorar aún con más fuerza y se abrazó a Christmas.
—¡Para, Ruth! —gritó la madre, histérica.
—Sácalo de aquí —le ordenó de nuevo el padre a Greenie.
—Vámonos, muchacho —le dijo Greenie a Christmas y le apretó con más fuerza el brazo.
Christmas miró una vez más a Ruth y después dejó que Greenie lo acompañase entre la gente, hasta el sendero asfaltado del cementerio.
—Lo siento —dijo Greenie.
Christmas le dio la espalda y se dirigió lentamente hacia la salida, pasando al lado de los lujosos coches con chófer con librea que habían formado el cortejo fúnebre.