24

Manhattan, 1913

Cetta se quedó entre las sábanas mientras Andrew se levantaba de la cama y empezaba a vestirse.

—¿Qué tal la huelga en Paterson? —le preguntó.

—Bueno… —dijo distraídamente Andrew.

—¿Eso qué significa? —insistió Cetta, con una sonrisa forzada.

—Pues eso —respondió Andrew sin volverse. Se sentó en el borde de la cama, dándole le espalda a Cetta, y se ató los zapatos.

—¿Y vais a conseguir lo que reclamáis? —volvió a preguntar Cetta, estirando una pierna y acariciándole la espalda con el pie.

Andrew enderezó la espalda y de nuevo se puso de pie. Cogió el reloj de la mesilla de noche y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Luego se abrochó los cinco botones.

—He de irme, amor —dijo—. No tengo tiempo, perdóname.

Andrew la llamaba siempre amor, pensó Cetta mientras observaba cómo se ponía la chaqueta con parches en los codos y se limpiaba las gafas oscuras con su pañuelo. La llamaba siempre amor pero nunca tenía mucho tiempo para estar con ella. No después de haber hecho el amor. Tampoco había ido nunca a su casa, el domingo, para comer juntos y conocer a Christmas. Y no la había vuelto a llevar al restaurante italiano de Delancey. Ni había habido velas. Solo ese cuarto en la pensión de South Seaport, cerca de la sección del sindicato. Siempre el mismo cuarto. El jueves. A veces, también el martes.

Andrew volvió la cabeza y se quedó mirándola.

—Amor, no te enfades…

Sí, amor era una palabra que Andrew pronunciaba con gran alegría, pensó Cetta. Al revés que Sal, que no se la había dicho ni una sola vez. Pero que iba a buscarla al semisótano de Tonia y Vito Fraina todos los domingos, con sus manazas negras, o que llevaba salchichas picantes y vino, y que nunca la ayudaba a cocinar.

Andrew se inclinó sobre la cama y la besó.

Siempre la besaba en los labios, siguió pensando Cetta. Cuando se veían, cuando hacían el amor y cuando se marchaba y le pedía que esperara un rato para salir de la pensión pues era preferible que no los vieran juntos. Porque era un hombre casado.

—Espera diez minutos para salir —le dijo Andrew.

—Sí —respondió Cetta.

—¿Qué pasa? —le preguntó Andrew.

Cetta lo miró con dureza.

—Lo pasábamos mejor cuando me pagabas cinco dólares por polvo, amor. Eso es lo que pasa —dijo con una sonrisa al tiempo que se giraba de costado.

Andrew suspiró. Miró la puerta del cuarto. Luego suspiró de nuevo y se sentó en la cama. Puso una mano en la espalda desnuda de Cetta.

—Eres preciosa —dijo.

Cetta no se volvió.

Andrew se tumbó en la cama. Le besó la espalda y siguió bajando, tras apartar las sábanas, hasta las nalgas.

Cetta estiró una mano y le agarró el pelo rubio. Se incorporó y abrió las piernas.

—Pruébame.

—¿Qué?

—Lámeme el coño. —La mirada de Cetta era dura. Y en su interior notaba una sensación violenta que no quería aceptar, un dolor remoto, molesto como una añoranza.

Andrew la miró perplejo.

—Tengo que irme —dijo—. Los compañeros me están esperando en el sindicato…

—¿Y vas a contarles que te follas a una puta? —preguntó Cetta, con su mirada dura.

—Pero ¿qué dices, amor?

—¿No les cuentas todas las cosas que pueden hacerse con una puta? —continuó Cetta, que seguía con las piernas abiertas.

—¡No!

—¿No les hablas de las veces que me la meto en la boca?

—Cetta… ¿qué te pasa?

—¿Te gusta cuando me la meto en la boca?

—Sí, amor, sí, claro…

—Pues entonces lámeme el coño. Demuéstrame que también sabes ser una puta.

Andrew se puso de pie de un salto.

—¡Tengo que dirigir una huelga! —gritó.

—¿Con tu mujer?

—¡Con mis compañeros! ¿Es que no lo entiendes? ¡Es mi vida! —Andrew cogió un borde de la sábana y tapó a Cetta—. Es mi vida. —Enseguida se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se quedó inmóvil, sin mirar a Cetta.

—Pues entonces, si no soy solamente una puta, ¡comparte conmigo esta vida de mierda! —gritó Cetta.

Andrew se volvió hacia ella; la miraba como estupefacto.

Tenía unos ojos buenos, pensó Cetta. Y entonces, rebajando el tono, le dijo:

—Me prometiste que me convertirías en una auténtica americana.

Andrew sonrió.

—Pareces una niña —dijo con ternura, regresando a la cama. La abrazó, la estrechó, le pasó una mano por su pelo negro—. Pareces una niña —repitió, agarrándole la cara—. Quería darte una sorpresa —dijo en voz baja—. Pero resulta difícil dar sorpresas a los niños. Dentro de diez días te llevaré al Madison Square Garden. Estamos organizando una función para recaudar fondos y movilizar a la opinión pública. Te llevaré al teatro. —Luego la besó.

Cetta se abandonó al beso. Cuando los labios se separaron, las gafas de Andrew estaban empañadas de sus alientos.

Cetta rió, le quitó las gafas y las limpió con las sábanas que olían a ellos.

—¿Al teatro? —dijo.

—El siete de junio —respondió sonriendo Andrew—. El sábado. A las ocho y media.

—A las ocho y media. Madison Square Garden —repitió Cetta y lo estrechó con fuerza.

Andrew rió y se zafó del abrazo.

—Ahora sí tengo que irme. Me están esperando. —Se dirigió a la puerta de la habitación—. A lo mejor, el martes consigo estar libre —añadió.

—Si no, el jueves —dijo Cetta.

—Espera diez minutos antes de salir.

Después, la puerta se cerró detrás de Andrew. Y, en su interior, Cetta volvió a notar esa sensación abrasadora que no quería aceptar. «Iré al teatro», se dijo entonces, para aplacar ese dolor remoto, molesto como una añoranza.

—Me han trasladado —dijo Sal, sentado en la silla tambaleante de la sala de las entrevistas, con la cabeza gacha, mirándose las manos—. Se acabó el taller mecánico. Lo cierran. Me han trasladado a la carpintería. —Levantó la vista hacia Cetta, que estaba sentada frente a él.

Cetta lo miraba en silencio.

—Es más difícil ensuciarse las manos en la carpintería —dijo Sal—. Se te llenan solo de astillas. —Volvió a bajar la vista y siguió retorciéndose un dedo. En silencio.

—Déjame ver —dijo Cetta y le cogió la mano. La examinó con detenimiento—. Acércate a la luz —le dijo poniéndose de pie y aproximándose al ventanal opaco y sucio, protegido por una reja de hierro.

Sal se incorporó maquinalmente y fue donde estaba Cetta.

Cetta le cogió la mano entre las suyas y la observó bien.

—Aquí está —dijo. Luego, con sus uñas, intentó extraerle una astilla.

Sal miraba por la ventana opaca, tras la cual el perfil de los edificios de la cárcel de Blackwell’s Island se difuminaba como el de un enorme fantasma geométrico.

—No puedo —dijo Cetta. Se llevó la mano a la boca y mordió con suavidad en el punto de la piel donde la astilla se había clavado—. ¿Te hago daño? —le preguntó.

Sal la miraba sin hablar. Estaba pálido. Y tenía una expresión de derrota en los ojos.

Cetta no le sostuvo la mirada y volvió a concentrarse en la astilla.

—Ya está. Ha salido —dijo pasado un instante, a la vez que escupía.

—Gracias —dijo Sal, con su voz profunda, y volvió a mirar los fantasmas del otro lado de la ventana opaca.

Cetta se arrimó a su pecho.

—Has adelgazado —le dijo.

Sal permaneció inmóvil.

—Abrázame —le pidió Cetta.

Sal no se movió.

—¿Qué ha cambiado? —preguntó Sal.

Cetta se puso tensa. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Qué ha cambiado? —La voz de Cetta se volvió insegura.

Sal se apartó.

—Me refiero a Nueva York —dijo volviendo a sentarse.

Cetta lo miró. Sal no hablaba de Nueva York. Lo leía en sus ojos. Unos ojos derrotados, débiles. No los ojos que había tenido después de que lo hirieran en el hombro. No eran unos ojos llenos de miedo y paranoia. Únicamente eran ojos que sabían. Los ojos de un hombre que sabía pero que no podía hacer nada por conservar a su mujer. Porque ya no era un hombre. Era un preso.

—Están construyendo un montón de nuevos rascacielos —respondió Cetta sentándose frente a él.

—Bien… —dijo distraídamente Sal.

De nuevo se quedaron en silencio.

—Las chicas te mandan saludos —dijo Cetta—. Y también Madame.

Sal no dijo nada.

—Todas te echan de menos.

Sal la miró sin hablar.

—Yo te echo de menos —dijo Cetta cogiéndole las manos entre las suyas.

—Sí…

Otra vez, silencio.

—Sal… —empezó a decir Cetta.

Pero Sal se puso de pie casi de un salto.

—Tengo que irme —dijo dándole la espalda. Llamó a la puerta detrás de la cual estaba el celador—. ¡Abre!

—Sal… —insistió Cetta.

—Esta noche tengo que terminar de abrillantar el escritorio del director —la interrumpió de nuevo Sal, sin mirarla.

Cetta oyó girar la llave en la cerradura. La puerta se abrió.

En la embarcación del Departamento Penitenciario de Nueva York, Cetta volvió a sentir una punzada en el estómago. Como un dolor remoto. Como una añoranza. Como una abrasadora sensación suspendida a medias entre la nostalgia y el sentimiento de culpa. Y se sintió sucia. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Era jueves. Iba a verse con Andrew en la pensión de la segunda planta de South Seaport, se desnudaría, lo recibiría en su interior y después él, antes de marcharse, la recompensaría con una entrada para el teatro.

El sábado 7 se junio de 1913 Cetta estaba delante de la puerta de acceso del Madison Square Garden. Lo primero que vio, por encima de la cabeza de los espectadores que se agolpaban en las taquillas, fue el cartel de la función. Era completamente negro. Y del negro surgía solo la parte superior de un obrero joven. La cara miraba al frente, con expresión decidida. Tenía el brazo derecho levantado y la mano abierta. El brazo izquierdo lo tenía hacia atrás y se perdía en la negrura a la altura del codo. Detrás de la cabeza altiva del joven obrero había tres letras, IWW, las iniciales de Industrial Workers of the World, y un cartel que rezaba THE PAGEANT OF THE PATERSON STRIKE, Función de los huelguistas de Paterson. Luego, en letras más pequeñas: «Interpretado por los propios huelguistas».

Cetta se abrió paso entre la gente y se acercó al cartel apretando su entrada en la mano. En la parte inferior figuraban los precios. Palcos: 20 y 10 dólares. Asientos: 2 dólares - 1,5 dólares - 1 dólar - 50 centavos - 25 centavos - 10 centavos. Cetta se fijó en la suya: 1 dólar. Luego miró alrededor, buscando a Andrew. «No podré sentarme contigo, amor —le había dicho al entregarle la entrada—. Tengo que sentarme con la directiva. Lo entiendes, ¿verdad?» Sin embargo, Cetta quería verlo al menos un instante antes de la función. A lo mejor no iba a poder besarlo, pero le estrecharía la mano. Era el primer y único hombre que la había invitado a un restaurante. Era el primer y único hombre que la había invitado al teatro. Un hombre importante y bueno que protegía a toda esa gente que desde principios de febrero estaba en huelga en Silk City. Por eso no tenía mucho tiempo para ella, se dijo Cetta mientras paseaba la mirada entre la multitud.

—¿Dónde están los jefes? —le preguntó a un hombre, que parecía del sindicato, apostado en la puerta con una banda roja en el brazo.

El hombre la miró.

—¿Eres de los nuestros? —le preguntó.

—Por supuesto —afirmó Cetta con orgullo, y durante un instante no se sintió extraña a toda aquella multitud.

—Perdóname —dijo entonces el hombre—. Verás… es que nuestras mujeres no suelen llevar esas pintas.

Cetta se sonrojó y se miró su traje verde con flores amarillas, muy escotado.

—Claro, yo tampoco suelo llevar estas pintas —dijo sonriendo, cohibida.

—¿A quién buscas? —le preguntó el hombre—. ¿A John, a Bill, a Carlo o a Elizabeth?

—¿Cómo dices?

—¿A Reed, a Haywood, a Tresca o a Elizabeth Flynn? —continuó el hombre.

—No, yo busco a Andrew Perth —dijo Cetta.

El hombre pensó un momento. Luego dio una palmada en un hombro a uno que estaba a su lado.

—Oye, ¿conoces a Andrew Perth? —le preguntó.

El otro movió la cabeza.

—¿Sabes quién es Andrew Perth? —le preguntó a otro hombre que estaba un poco más allá y que también llevaba al brazo la banda roja.

—¿Andrew Perth? —respondió—. ¿No es uno de la sección de South Seaport?

—No lo sé —dijo el hombre—. Esta compañera pregunta por él.

—Estará dentro. Los de South Seaport tienen el palco tres.

—Palco tres —dijo Cetta—. Muy bien. Voy para allá.

—Espera, compañera —la detuvo el hombre—. ¿Tienes entrada?

Cetta se la enseñó.

—Localidad de un dólar —dijo el hombre. La miró—. Podrías haberte gastado menos en el traje y ser más generosa con nosotros —añadió. Después extendió el brazo con la banda roja y señaló una puerta de acceso—. Esa es la tuya.

Cetta le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta que le correspondía. No tenía ni idea de quiénes eran las personas que había nombrado el hombre del sindicato, pero era evidente que Andrew no era el jefe.

Cuando entró en el teatro se quedó sin aliento. Era inmenso. O al menos eso le pareció. Pero no sabía si todos los teatros eran así. Había carteles que delimitaban los sectores, en función de la clase de entrada. El de un dólar estaba casi al fondo de la sala. De nuevo paseó la mirada mientras llegaba a un asiento vacío en el sector de un dólar. Y entonces vio a Andrew asomado a la barandilla de un palco de veinte dólares. Estaba de pie, y gesticulaba y gritaba. Y después aplaudía. A su lado, una mujer vestida como un hombre. Tal vez llevara también pantalones, pensó Cetta. Tenía gafas redondas como las de Andrew y una gorra que le tapaba el pelo. Pero Cetta sabía que era rubio, fino y lacio. Y tenía la tez clara, casi transparente. Y miraba a Andrew sonriendo, orgullosa. Detrás de ellos había otros cuatro hombres y dos mujeres. Todos vestidos de la misma manera. Como obreros. Y también Andrew estaba vestido de obrero.

Cetta se avergonzó otra vez de su traje verde con flores amarillas que había comprado expresamente para la ocasión en un puesto ambulante del Lower East Side por tres dólares con ochenta centavos.

Cuando de nuevo alzó los ojos vio que Andrew se estaba riendo vuelto hacia la mujer con gafas a la que también abrazaba y besaba. Y tuvo la tentación de marcharse. Pero algo la retenía.

—¿Está libre el asiento de tu lado, hermosa? —preguntó una voz a su derecha.

Cetta se volvió. El obrero le estaba observando el escote.

—Como estires las manos te arranco el pito y hago que te lo tragues —dijo Cetta y siguió mirando a Andrew y a su esposa. Eran iguales, pensó. Eran dos americanos. Y de nuevo se sintió fuera de lugar.

Entonces bajaron las luces y comenzó la función. Cetta apenas atendía al relato de los enfrentamientos entre los obreros y la policía. La invadía una creciente sensación de malestar. No era la rabia que había supuesto que sentiría al ver a Andrew y a su mujer. Era algo más penetrante. Algo que aún no quería aceptar.

El público se puso en pie y todos los espectadores entonaron una canción en un idioma extranjero junto con los actores que estaban en el escenario. También Cetta se levantó. Para mirar a Andrew.

El obrero que estaba al lado de Cetta le miró el escote.

—¿No conoces La Marsellesa? —le preguntó.

—Que te jodan —le espetó Cetta y siguió mirando a Andrew, que cantaba abrazado a la mujer de gafas.

Siguió el segundo acto, en el cual, durante los enfrentamientos con la policía, un pobre infeliz que estaba bajo un portal observando los disturbios, muere accidentalmente al ser alcanzado por una bala. Se llamaba Valentino Modestino. «Siempre les toca a los italianos», pensó Cetta, sin dejar de mirar a Andrew. En el tercer acto, bajan a la fosa el féretro de Modestino, al son de la Marcha Fúnebre y cubierto con los paños rojos de los huelguistas. Como si fuera un héroe. «No era uno de los vuestros. A él le daba todo igual —pensó Cetta con rabia. Después miró a Andrew y en voz baja y quebrada, dijo—: No te había pedido que lo educaras.»

Y Cetta ya no pudo seguir atendiendo la función, absorta en ese pensamiento que no quería formular racionalmente, sin apartar los ojos de Andrew y de su mujer. «Yo no soy como vosotros —se dijo. Y, mientras el público entonaba La Internacional, Cetta advirtió que el obrero le seguía mirando de reojo el escote—. No, no soy como vosotros —se dijo de nuevo, dejándose dominar por la sensación de extrañeza—. Soy una puta con la ropa equivocada.»

Fue entonces cuando Andrew la vio. Sus miradas se cruzaron. Durante un instante. Andrew apartó los ojos, turbado. Y la esposa de Andrew también vio a Cetta.

Al terminar la función, toda la multitud salió a la calle. Cetta vio a Andrew hablar con la gente. Su mujer estaba un poco más allá y repartía octavillas. Cetta advirtió que la estaba mirando. Luego la mujer se le acercó. Se encontraron la una frente a la otra, entre el gentío, a menos de un paso de distancia. La esposa de Andrew examinó el traje de Cetta con evidente desprecio.

—No me había dicho que era una fiesta de disfraces —dijo Cetta.

La esposa de Andrew se quitó la gorra y agitó su pelo. Era rubio y fino. Lacio. Y tenía ojos claros, azules, de americana, pensó Cetta. Como Andrew.

—¿Te ha enseñado al menos a tener conciencia? —dijo la esposa de Andrew, mirándola de hito en hito con una sonrisa sarcástica.

—¿Y a ti te ha enseñado a follar? —le preguntó Cetta, con sus ojos negros y su pelo crespo atado en un moño detrás de la nuca.

La mujer acusó el golpe. Bajó la mirada durante un instante. Herida. Cetta notó que Andrew las había visto. Estaba pálido y tenía una mirada preocupada. Débil. Despreciable.

—Es todo tuyo —le dijo entonces Cetta a la sindicalista—. Solo ha conseguido enseñarme que soy una puta —continuó en voz baja—. Pero eso ya lo sabía. —Se dio la vuelta y se perdió entre la muchedumbre que vitoreaba la huelga de Silk City.

Antes de regresar a casa a toda prisa compró una revista de moda. Llegó con esa rabia que bullía en su interior. Y con la humillación que le impedía respirar. No bajó al semisótano, sino que fue al segundo piso y llamó con violencia a la puerta de la señora Sciacca. «¿Qué te habías metido en la cabeza?», se repetía.

La oronda vecina abrió medio dormida, con una toquilla azul sobre el camisón.

—Es tarde —le recriminó.

—Tengo que ver a Christmas —dijo Cetta, con enorme apremio en la voz.

—Está durmiendo…

—Tengo que decirle algo importante. Que se levante —y, dicho esto, Cetta dio un empujón a la señora Sciacca y entró hecha una furia. Fue a la camita en la que dormía Christmas y lo cogió en brazos, despertándolo con rudeza.

Christmas refunfuñó algo. Después abrió los ojos y reconoció a su madre. Tenía cinco años y el mechón rubio estaba completamente alborotado sobre la frente. Y en sus ojos tenía una expresión asustada.

Cetta llevó a Christmas a la ventana del saloncito y la abrió. Lo apoyó en el alféizar y le puso delante la revista de moda.

El niño estaba petrificado.

—Míralo bien, este es un americano —le dijo Cetta, con voz de fanática, mientras le mostraba un modelo fotografiado con un atuendo de polo. Luego agarró la cara de Christmas y, apretándole las mejillas, se la volvió hacia la calle—. Mira a ese —y le señaló a un hombre que se recogía con su maleta de ambulante—. Ese no será nunca americano. —De nuevo hojeó la revista, frenéticamente, presa de aquella rabia interior que no tenía visos de disminuir. Se detuvo en la foto de una actriz—. Ella es americana —le dijo. Después volvió otra vez la cara de Christmas hacia la calle—. Y esa no lo será nunca —dijo señalando con un dedo a una mujer encorvada, que estaba hurgando entre los restos de los puestos de venta ambulante.

—Mamá…

—¡Escúchame! Escúchame bien, cariño. —Cetta le cogió la cara entre las manos, con fuerza, con los ojos arrebatados—. Yo nunca seré americana. Pero tú sí. ¿Me has entendido?

—Mamá… —empezó a lloriquear, confundido, Christmas.

—¿Me has entendido? —chilló Cetta.

Christmas frunció la boca, conteniendo el llanto.

—¡Tú serás americano! ¡Repítelo!

Christmas tenía los ojos abiertos como platos.

—¡Repítelo!

—Tengo sueño…

—¡Repítelo!

—Seré… americano… —dijo en voz queda Christmas y al momento rompió a llorar, tratando de soltarse.

Y entonces Cetta lo estrechó entre sus brazos, con fuerza, y por fin su rabia se transformó en lágrimas. Y su humillación la hizo sollozar.

—Serás americano, Christmas… sí, tú serás americano… perdóname, perdóname, cariño… —Cetta lloraba, acariciando el pelo de su hijo, enjugándole las lágrimas y bañándolo con las suyas—. Mamá te quiere… para mamá solo existes tú… solo tú… mi pequeñín. Mi pequeñín americano.

En la puerta, la señora Sciacca, rodeada de sus hijos, que se agarraban al enorme camisón de su madre, con las caras medio dormidas, los estaba mirando.