23

Manhattan, Brownsville, 1923

—Eh, amigo… ¿eres tú?

Christmas, absorto en sus pensamientos, devorado por su creciente ira, se volvió al oír esa voz que lo llamaba desde atrás. Vio entonces a un muchacho que podía tener un par de años más que él, esquelético y con grandes ojeras. Tenía aspecto despierto y experimentado.

—Apuesto a que no te acuerdas de mí, Diamond —dijo el muchacho mientras se le acercaba.

Christmas lo observó mejor. Tenía manos largas, de pianista, excesivamente tersas, untadas de cera.

—Tú eres… —dijo e intentó recordar el nombre del muchacho que había conocido en la cárcel después de llevar a Ruth al hospital—. Tú eres…

—Joey.

—Joey, claro. El que birla carteras —bromeó Christmas.

—Habla bajo, Diamond. No quiero acabar en los oídos de todos los polis del barrio —dijo el carterista, mirando alrededor—. ¿Cómo te va?

Christmas agitó una mano en el aire, sin querer decir nada, aún distraído por su cólera. Luego se encogió de hombros. Habría querido estar con Greenie, protegiendo a Ruth.

—Yo he estado en el Hotel hasta hace una semana —dijo Joey, encogiéndose también de hombros.

—¿En el Hotel?

—En el reformatorio de Elvira, en el norte —dijo Joey, fingiendo que el hecho le resultaba indiferente.

Sin embargo, a Christmas le pareció notar que las ojeras de Joey eran más oscuras y más marcadas. Y que en aquel marco negro los ojos se habían apagado un poco. Y cuando el muchacho se metió las manos en los bolsillos tuvo la impresión de que lo hacía porque acababan de empezarle a temblar.

—¿Ha sido duro? —le preguntó. Y él también se metió las manos en los bolsillos.

—Unas vacaciones —bromeó Joey, pero sin alegría—. Comes gratis y duermes todo el día.

Christmas se lo quedó mirando sin hablar.

Joey bajó los ojos, turbado. Luego, cuando volvió a levantarlos, sonreía guasón.

—Haces un montón de amistades nuevas y aprendes qué es la vida real —dijo.

Christmas sabía que estaba mintiendo. Aun así, como por Greenie, sintió una punzada de admiración. Joey también estaba intentando salir del gueto.

—En el Hotel nadie había oído hablar de los Diamond Dogs —dijo Joey.

—Bueno… somos nuevos. Pero nos estamos abriendo camino.

—¿Y en qué asuntos andáis metidos?

—Ahora estamos protegiendo a una chica de un asesino.

—¡Coño! ¡Un asesino! ¿Quieres decir, un asesino de verdad?

—Ha liquidado a dos.

—Solo que parece un trabajo de polizontes —dijo Joey—. Sin querer ofender, Diamond.

—Nos pagan bien.

—¿Quién?

—Un tipo judío. Vigilamos también su fábrica. Es archirrico.

—Ah, un judío del Oeste —dijo con sarcasmo Joey.

—¿Tú cómo lo sabes?

—Con que no tienes ni idea sobre los judíos, ¿eh? —respondió Joey, con una sonrisita de superioridad—. Pues yo sí. Desde que tengo pañales solo he oído hablar de Abraham e Isaac, del Diluvio, de las plagas, del Éxodo, de los Mandamientos…

Christmas arrugó las cejas.

—Yo también soy judío, Diamond —le aclaró Joey, riendo por primera vez, y sus ojos, detrás de las grandes ojeras, se iluminaron divertidos—. Joey Fein, pero me llaman Mugre porque todas las carteras se me pegan a las yemas de los dedos grasientos, hijo de Abe el Tonto, un judío del Este que llegó aquí creyendo que encontraría la Tierra Prometida y después de veinte años sigue vendiendo corbatas y tirantes por las calles, con una maleta de cartón y los zapatos agujereados. ¿Entiendes ahora por qué lo sé todo acerca de los judíos? Los del Oeste son los ricos, los del Este somos los muertos de hambre.

—Creía que todos los judíos eran ricos —dijo Christmas.

—¿Sí? Bueno, pues un día pásate por mi casa en Brownsville y te haré cambiar de idea.

—¿Dónde?

—Coño, Diamond, ¿es que nunca has salido del East Side? —preguntó Joey—. Brownsville, el culo sucio de Brooklyn. —Joey miró entonces a Christmas durante un instante—. Oye, ¿qué tienes que hacer hoy?

—¿Hoy? Nada…

—¿Y tu asesino?

—He mandado a Greenie, un tipo de confianza, que le pise los talones.

—Pues entonces, ¿por qué no vienes conmigo a Brownsville? Tengo que hacer un trabajito para los Shapiro… ¿Los conoces?

—Sí, he oído hablar de ellos… —mintió Christmas.

—Tragaperras y otros negocios. Si no los matan antes, llegarán a ser alguien. No es fácil envejecer en este oficio —dijo Joey con aire de experto.

—Pues no, no es fácil —acotó Christmas procurando darse ínfulas.

—¿Y bien? ¿Vamos?

Christmas sintió que estaba a punto de entrar en un mundo nuevo y peligroso. Recordó los consejos que Cetta le había dado desde que era pequeño. Y recordó las historias de los muchos muchachos que no habían querido escuchar los consejos de sus madres. Que habían buscado burlarse de su destino. Vaciló. Pero la excitación pudo con él. «Me iré de aquí», pensó. Se encogió de hombros, sonrió y dijo:

—Vamos.

Joey silbó, le rodeó los hombros con un brazo y se encaminaron hacia la parada de la BMT en la Bowery. Una vez en las taquillas de acceso, Christmas hurgó en sus bolsillos en busca de unas monedas.

—De eso nada, amigo —dijo Joey—. ¿Qué coño te da esta ciudad? Nada. Y nosotros tampoco vamos a darle nada. —Miró a derecha e izquierda, paseando la vista entre la multitud del metro—. Esas de allí —dijo y enseguida se dirigió hacia una mujer de aspecto cansado, vestida de negro, que sostenía un cesto con manzanas resecas. Con la mujer había una niña, también vestida de negro, que ya tenía cara de vieja demacrada. Tropezó con las dos, como de forma casual, volcó el cesto, pidió disculpas, ayudó a la mujer a guardar las manzanas, le dio una palmadita en un hombro y una caricia a la niña, y volvió al lado de Christmas, guiñándole un ojo mientras le mostraba dos tíquets.

—Eran dos pobrecillas —protestó Christmas.

—¿No me digas? Yo solo he visto que tenían los tíquets al alcance de la mano, Diamond. No sé quiénes son y me da igual. Esta es la vida aquí en América. Cada día alguien como yo puede ser aplastado, pisoteado en un mercado y dejado en el suelo desangrándose. En un minuto todo se acaba y la gente de alrededor se marcha fingiendo que no ha visto un carajo. No dejaré que me aplasten —continuó mientras el tren paraba rechinando. Entraron en el vagón y se sentaron en el fondo—. Fíjate en Abe el Tonto —dijo entonces Joey, con desprecio—, mi padre —y en los ojos le ardía una rabia sorda, como de brasas—. Llegó aquí sin nada. Conoció aquí a una mujer que no tenía nada, como él, se casaron y siguieron sin tener nada. Hasta que nací yo y por fin tuvieron algo. —Escupió al suelo—. ¿Te das cuenta?

Y mientras Joey seguía hablando, Christmas miraba por la ventanilla y toda la ciudad le parecía diferente, como si hasta entonces hubiera vivido en un sueño. Un sueño que había sido roto por su amor a Ruth. Ese amor imposible. Porque él era un pordiosero. Porque ella era una judía del Oeste. Porque Bill había puesto su marca sobre Ruth. Porque ahora todo le parecía sucio.

—Cuando Abe el Tonto estire la pata, lo tirarán a un hoyo del cementerio de Mount Zion y en su tumba escribirán: «Nacido en 1874. Muerto en…», yo qué coño sé… «1935». Punto final. ¿Y sabes por qué? Porque no hay una mierda más que decir sobre Abe el Tonto —afirmó Joey, y sus ojos refulgían con la misma rabia que los de Christmas.

«En mi tumba no escribirán Christmas-Punto-Final», pensó Christmas.

—Tenemos que bajar —dijo entonces Joey—. Hay que caminar un poquito —añadió al salir de la estación.

Christmas miró alrededor. En el horizonte se veían, borrosos entre las nubes, los rascacielos de Manhattan. Allí, en cambio, las casas eran bajas. Como si fuese otra ciudad. Otro mundo. Se veían hombres cansados como en todas partes, pobres como en todas partes, que salían del primer turno en los molinos o en las fábricas de conservas, semejantes a fantasmas. Y en todas las esquinas de las calles, chavales que los miraban mal, haciéndose los duros.

—Hola, Mugre —dijo uno.

—¿Cómo te va, Red? —respondió Joey.

—¿Y a ti?

—Le estoy dando una vuelta turística a mi amigo Christmas, de los Diamond Dogs, del East Side.

—¿Os apetece partir huesos? Tenemos que ajustarle las cuentas a una rata —dijo el gamberro.

—¿Y te lo han encargado a ti? Debe de ser una chinche, no una rata —se burló Joey, siguiendo su camino sin volver a mirarlo.

—Vete a tomar por culo, Mugre.

—Que tengas un buen día, Red —contestó divertido.

—¿Quién era? —preguntó Christmas.

—Un tipo duro.

—¿Qué quiere decir «rata»?

—Es un tipo condenado a muerte.

Christmas y Joey anduvieron diez minutos más sin hablar. Christmas miraba de un lado a otro. Sí, era otro mundo y, sin embargo, el mismo. Repleto de gente que no salía adelante.

—América no da nada —dijo de improviso Joey, deteniéndose frente a un edificio bajo que se caía a pedazos, en la esquina entre Pitkin Avenue y Watkins Street—. Lo que promete no se consigue con el trabajo, como nos cuentan. Hay que cogerlo, con la fuerza, incluso a costa de vender el alma. Lo importante es llegar, Diamond, y no cómo se llega. Solo los gilipollas discuten sobre la forma de llegar —dijo, y con el índice señaló una ventana de la primera planta, con el marco desconchado—. Hasta allí ha llegado Abe el Tonto —sentenció mientras se acercaba hacia el edificio.

El piso era paupérrimo, como muchos de los que Christmas había visto en el Lower East Side. En vez de a ajo, olía a especias picantes y a buey ahumado; en vez de las imágenes de la Virgen y del Santo Protector, había símbolos hebreos, un pequeño candelabro de latón de siete brazos y una estrella de David. Aromas distintos, imágenes distintas. Nada nuevo. Y también la madre de Joey era una mujer muy semejante a las que Christmas conocía bien: cara resignada, zapatillas de fieltro que arrastraba por el suelo, como si en el cuerpo no le quedase ni la voluntad de doblar las rodillas, o como si tuviese miedo de desprenderse del suelo y advertir, en el aire, que ya no tenía un sueño que soñar.

—¿El Tonto anda por aquí? —preguntó Joey en cuanto entró.

—No lo llames así. Es tu padre —respondió la mujer, sin énfasis, como si fuese más una letanía repetida maquinalmente, sin creer en el milagro.

—Corta el rollo, ma. Este es mi amigo Diamond.

Christmas le sonrió a la mujer y le tendió la mano.

—¿Eres judío? —le preguntó la mujer.

—Soy americano…

—Es italiano —terció Joey.

La mujer, que había estirado la mano para estrechar la de Christmas, interrumpió el gesto y la introdujo en el ancho bolsillo anterior del sucio delantal que llevaba puesto. A continuación se dio la vuelta y entró en la cocina.

—Ven —le dijo Joey a Christmas y lo condujo a un cuarto diminuto, en el que había una cama tan pequeña como la de Christmas. Joey quitó entonces un tarugo de madera, bajo el que había dos navajas. Cogió una y, cuando estaba recolocando el tarugo, cambió de parecer, cogió también la otra navaja, se la entregó a Christmas y dijo—: Si no, ¿cómo te vas a divertir? —Bromeó y tapó el escondrijo—. ¡Salgo, ma! —chilló al abrir la puerta de casa.

Desde la cocina llegó un grito, que, aunque no era ni una despedida ni un consejo, a Christmas le pareció las dos cosas.

—¿Para qué necesitamos esto? —inquirió Christmas nada más salir a la calle, con la navaja en la mano.

—Para el trabajito que tenemos que hacer.

Recorrieron unos bloques, con las manos en los bolsillos, apretando la navaja, sin hablar, hasta que llegaron a una cafetería sucia y sórdida en Livonia. Joey entró y Christmas lo siguió, con el corazón en un puño y la mano sudada y dolorida estrechando la navaja. Joey hizo un gesto con la cabeza a la dueña de la cafetería y fue a sentarse a una mesa del fondo del local.

—¿Qué tomáis? —preguntó la dueña, una mujer gorda, con unas medias oscuras enrolladas en los tobillos.

—Dos bocadillos de rosbif —dijo Joey sin consultar a Christmas.

Cuando la mujer se hubo alejado, Christmas miró alrededor. Pocos clientes. Y todos con la cabeza gacha y en silencio.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, nervioso.

—Esperar —respondió Joey, y se reclinó sobre el respaldo acolchado del sillón verde oscuro.

Llegaron los bocadillos. Joey se comió el suyo con voracidad. Christmas ni siquiera lo tocó. Lo dejó en el plato blanco, con un lado desportillado. Sentía una punzada en el estómago. La navaja lo presionaba en un costado.

—¿No comes? —preguntó Joey agarrando el bocadillo de Christmas e hincándole el diente sin esperar respuesta. Había dado cuenta de la mitad cuando al otro lado de una portezuela mugrienta que daba a un corredor oscuro sonó un teléfono. Christmas pegó un respingo en la silla, Joey rió y escupió unas migas.

La dueña de la cafetería fue a responder.

—Es para ti, Magro —dijo con el auricular en la mano.

—Mugre —la corrigió Joey irritado, mientras se ponía de pie.

—Pues date un baño —respondió la mujer al darle el teléfono.

—¿Diga? —contestó Joey, en voz baja y tono de conspirador—. Vale. —Eso fue todo lo que añadió tras una breve pausa, y colgó—. Vámonos —le dijo a Christmas—. El camino está despejado.

—Me tienes que pagar los dos bocadillos, Magro —dijo la dueña del local al ver que se marchaban.

—Anótalos en la cuenta, gordinflona —contestó Joey.

Ninguno de los clientes volvió la cabeza ni movió un músculo.

—Eh, ¿qué tal, Mugre? —Ante ellos, en la calle, se paró un chiquillo que podía tener unos doce años. Era flaco y bajo, incluso para su edad. Con ojos avispados y a la vez asustados. No paraba de dar saltitos, como si no encontrase el equilibrio.

—Vete a tomar por culo, Chick —dijo Joey y echó a andar.

Pero el mocoso se les pegó como una lapa y se les cruzó en su camino.

—¿Adónde vas, Mugre?

—No hagas que me cabree, Chick, vete a tomar por culo.

—¿A que tienes que hacer un trabajito? —continuó Chick—. ¿Apuesto que vas al bar clandestino de Buggsy?

—Cierra el pico, Chick —le soltó Joey, que se detuvo y le agarró por el cuello de la chaqueta—. ¿Cómo coño lo sabes?

—Lo he oído…

—Mierda. Si tú lo has oído, puede haberlo oído también Buggsy —reflexionó Joey.

—¡No, no, solo lo sé yo! —chilló Chick—. ¿Puedo ir?

—Calla y déjame pensar.

—¿Hay algún problema? —preguntó Christmas.

Joey lo cogió de un brazo y lo llevó aparte, señalando con un dedo a Chick.

—Déjame hablar en paz con Diamond o te rompo el culo —le dijo.

Luego, en voz queda, le explicó a Christmas que Buggsy era un maleante de poca monta que regentaba un bar clandestino y que se negaba a colocar en su local las tragaperras de los Shapiro. Por eso un soplón le había hecho esa llamada de teléfono avisándole que Buggsy iba a salir de su asqueroso cuchitril, para que así, sin tomar riesgos, ellos pudieran pinchar las ruedas de la furgoneta que utilizaba para transportar la mercancía.

—Pero si lo sabe Chick, podría saberlo también Buggsy y tendernos una trampa —concluyó y miró a Christmas.

Una vez más, Christmas sintió que estaba en una encrucijada. Tenía la oportunidad de irse, de devolverle la navaja a Joey y de regresar a su vida de siempre antes de que fuese demasiado tarde. Sin embargo, la rabia no dejaba de corroerlo. Y no quería regresar a la vida de siempre.

—Vamos —dijo apretando la navaja en el bolsillo.

Joey lo miró en silencio.

—Sí, vamos y a tomar por culo.

Christmas lo detuvo agarrándolo de un brazo.

—Llevemos a Chick con nosotros —le comentó en voz baja.

—¿A ese plasta?

—Si se queda aquí acabará cantando —dijo Christmas—. Si está con nosotros no puede perjudicarnos.

—Tienes cabeza, Diamond. —Joey sonrió satisfecho—. Formamos una pareja cojonuda.

—Una pareja cojonuda —repitió Christmas, con el corazón latiéndole con violencia.

—Muévete, Chick —dijo Joey mientras cruzaba la calle.

—¿Puedo ir con vosotros? —exclamó excitado el chiquillo.

—Pero como respires, te meteré debajo de un tren.

—¡Hurra! No temas, Mugre, estaré callado, lo juro por la cabeza de mi madre, estaré callado como una tumba, estaré callado…

—¡Ya empieza! —gritó Christmas.

El chiquillo enmudeció y sus ojos restallaron aterrorizados. Joey rió. Luego siguieron andando. Christmas y Joey delante, Chick detrás, en silencio, sin dejar de dar saltitos.

El cielo empezaba a oscurecer cuando, tres bloques más allá, Joey señaló una construcción ancha y baja, apenas una casita de tejado plano, pegada a un garaje. Joey apuntó con un dedo hacia el bar clandestino. Luego, siempre en silencio, le señaló a Christmas una valla metálica, tendida entre dos tubos de hierro.

—La furgoneta está ahí detrás —dijo en voz baja—. Tendría que haber un agujero en la valla.

Caminando arrimados a las paredes, los tres muchachos llegaron a la valla. Una cadena con un candado cerraba la entrada de la desvencijada valla. Joey miró alrededor.

—Bien, el coche de Buggsy no está. Así que tampoco está él. —Enseguida se dirigió a Chick—. Acércate a ver qué tamaño tiene el agujero.

El chiquillo apretó los puños, abrió mucho los ojos y luego avanzó hacia el sitio donde la valla estaba fijada al muro del bar. La movió y sonrió hacia Joey y Christmas, dando saltitos.

—Es nuestro turno —dijo Joey, haciendo saltar la hoja de su navaja—. Tú encárgate de las ruedas delanteras, yo me encargaré de las traseras.

Christmas sintió un nudo en la garganta que le impedía tragar. La mano que apretaba la navaja no se movía, estaba como petrificada. Hasta que la rabia que anidaba en su interior estalló y la hoja saltó.

—Vamos —dijo dirigiéndose más a sí mismo que a Joey.

Pasaron por el agujero que había abierto el topo, según lo acordado, y se encontraron en una especie de patio de reducidas dimensiones, de tierra apisonada. La furgoneta, un pequeño camión con una plataforma de madera y un techo de hule para tapar la mercancía que transportaba —alcohol de contrabando, naturalmente—, estaba en una esquina del patio. Joey fue con resolución hacia las ruedas traseras. Christmas se acercó a las delanteras y hundió la navaja. El chiflido le pareció de una intensidad insoportable, como una queja, como un grito. Como el grito que iba a arrancar de la garganta de Bill, pensó mientras se ensañaba con el otro neumático. Una, dos, tres veces. Como si estuviese clavando la navaja en el cuerpo de un hombre que se llamaba William Hofflund. Bill. Al cuarto golpe, la hoja se partió.

—Larguémonos, ¿qué coño estás haciendo? —le recriminó Joey tirándolo de un brazo.

—¡Mugre! —exclamó en ese momento Chick, que estaba mirando y dando saltitos inquieto.

—¡Soplapollas de mierda, os he pillado! —gritó un treinteañero bajo y fornido, la cara de púgil con la nariz aplastada, al salir de la trastienda empuñando una pistola, seguido por otros dos individuos armados.

—¡Sal pitando! —le gritó Joey a Christmas mientras empezaban a oírse en el aire las primeras detonaciones y saltaba polvo del suelo del patio, en los puntos donde caían las balas.

Joey fue el más rápido en pasar por el agujero de la valla. Christmas lo alcanzó al mismo tiempo que Chick. Pero, presa del pánico, le dio un empujón y salió a la calle. Chick había tropezado por el empujón de Christmas, se puso de pie y de pronto gritó. Y cayó al suelo. Christmas se volvió. Sus ojos se cruzaron con los aterrorizados de Chick. Volvió sobre sus pasos, mientras las balas mellaban el muro del bar, estiró una mano y lo sacó del agujero.

—No puedo —lloriqueó Chick.

En ese momento también regresó Joey, agarró de un brazo a Chick y lo levantó del suelo.

—¡Corre, Chick, o te mato yo! —bramó.

Christmas asió al chiquillo por el otro brazo y comenzaron a correr, los tres enlazados, al tiempo que el individuo con la cara de púgil se enredaba, maldiciendo, en los alambres cortados de la valla.

Los tres muchachos no dejaron de correr hasta que pasaron dos bloques, mientras Chick cada vez pesaba más. Pararon, jadeando, en un callejón angosto y oscuro. Christmas y Joey se miraban, con las pupilas dilatadas y las fosas nasales hinchadas. Pero ninguno de los dos se atrevía a mirar a Chick, que se había dejado caer al suelo y gemía.

—Estoy sangrando —dijo Chick, y levantó una mano roja.

Entonces, tanto Christmas como Joey, se volvieron hacia él.

—¿Dónde coño estás herido, plasta? —preguntó Joey, con voz temblorosa.

—En la pierna —balbuceó Chick—. Me duele…

Los pantalones del chiquillo estaban empapados de sangre, desde la rodilla hacia arriba. Joey extrajo de un bolsillo un trapo que alguna vez pudo ser un pañuelo y se lo ató con fuerza al delgado muslo de Chick, justo por encima de la herida.

—¿Qué hacemos? —preguntó asustado Christmas.

Joey miró de un lado a otro. Se asomó por el callejón.

—Vamos a llevarlo donde Big Head —dijo. Luego se dirigió a Chick—. Tienes que caminar hasta los billares, mamarracho. Si no lo consigues, te dejaré en medio de la calle y Buggsy te hará papilla. ¿Te enteras? Y deja de lloriquear.

Chick tragó saliva y procuró también tragarse sus lágrimas. Christmas pensó que ahora parecía más pequeño y que tenía los ojos de un niño. Y otro pensamiento empezó a fraguarse en su cabeza, pero cerró los ojos, como para ahuyentarlo, y dijo con voz dura y firme:

—Vamos, camina, mariquita.

Cuando entraron en los billares de Sutter Avenue, Chick estaba palidísimo. Christmas y Joey tuvieron que cargarlo en brazos para subirlo por las escaleras. En cuanto entraron, todos los clientes se volvieron hacia ellos. Eran malhechores, acostumbrados a la sangre. Aun así, se pusieron tensos porque lo primero que pensaba cada uno de ellos era que, la mayoría de las veces, la sangre llamaba más sangre. Y, mirando a los tres muchachos, tenían que decidir si se iban o si podían acabar su partida.

—¿Qué coño hacéis aquí? —dijo un hombre robusto y feo, que, sentado a la mesilla que había en una esquina, jugaba a los dados. Tenía una cabeza grande, con un lado casi deforme, que le ensanchaba la sien y parte de la frente. Por ese motivo todos lo llamaban Big Head.

—El topo nos ha traicionado —respondió Joey, jadeando—. Buggsy nos estaba esperando.

—Te dije que este trabajo lo hicieras solo. Me cago en la puta, ¿qué hacías allí con Chick, si sabes que no sirve para una mierda? ¿Y el otro quién es? —preguntó Big Head poniendo una manaza llena de cicatrices sobre el hombro de Joey.

—Diamond, del Lower East Side. Tiene una banda propia —dijo Joey.

Big Head miró a Christmas.

—¿Has venido aquí a tocar los huevos? —le preguntó.

—No, señor —repuso Christmas—. Chick está mal.

—Llevadlo al despacho —ordenó Big Head a Joey a la vez que señalaba un cuartito que estaba al fondo del salón—. Ve a llamar a Zeiger —dijo luego a uno de sus compañeros de dados—. Y date prisa.

Mientras tanto, Joey y Christmas llevaron a Chick al cuartito, donde había un sofá mugriento y desfondado. Justo cuando lo estaban poniendo en el sofá, Big Head entró.

—Eh, eh, ¿qué coño estáis haciendo, mamones? —bramó—. Ese es mi sofá. Dejadlo en el suelo y desapareced.

Christmas y Joey se miraron.

—¡Largo! —gritó Big Head.

Los dos muchachos salieron de la habitación y se fueron a un rincón oscuro de los billares. Todos los jugadores levantaron los tacos y los observaron durante un instante. Después continuaron con la partida. Christmas y Joey no pronunciaron palabra. Christmas pensaba. No podía evitarlo. Había llegado a la valla con Chick. Él era más grande, más fuerte. Chick era un niño, flaco y frágil, y él lo había empujado, para pasar antes. Y a Chick lo había alcanzado la bala. En eso estaba pensando Christmas. A Chick lo había alcanzado la bala que le tocaba a él. Que el destino le tenía reservada.

Zeiger, un hombre de unos cincuenta años que parecía un empleado de correos con un sombrero de paja, entró en los billares, escoltado por el hombre de Big Head. Zeiger trastabillaba. Pero no estaba borracho. Era como si su cuerpo lo recorriera un escalofrío ininterrumpido. Tenía una cara larga y amarillenta, y dientes oscuros y sin encías. El maletín negro que sostenía en la mano se le cayó al suelo y se abrió. Se desparramaron instrumentos quirúrgicos por todas partes. Zeiger los volvió a guardar en el maletín y, tras asirlo de nuevo, siguió andando hacia el despacho.

Christmas miró a Joey. Tenía los ojos en el suelo y se retorcía las manos.

—Toma —le dijo Christmas tendiéndole la navaja partida.

Joey observó el arma, hizo una mueca y luego la cogió sin levantar la vista hacia su compañero.

—Lo siento, Diamond —dijo con voz tenue.

Christmas no dijo nada. Un instante después vio que el individuo que había acompañado a Zeiger a ver a Chick abandonaba la habitación y entraba en un almacén. Salió con una tela para tapar las mesas de billar y volvió a entrar en el despacho. Christmas se acercó lentamente hacia la habitación. Joey lo cogió de un brazo pero Christmas se soltó, con violencia. No quería que lo tocaran. Joey lo siguió. Cuando llegaron ante la puerta entornada, de la habitación salía Big Head, que miró a los dos muchachos.

—A partir de este momento, el topo y Buggsy son dos ratas —dijo—. Me ocuparé personalmente de ellos.

Christmas metió la cabeza en el cuartito, lo justo para ver a Chick llorando, tumbado en la tela que servía para tapar las mesas de billar.

Big Head se metió una mano en el bolsillo de los pantalones y extrajo un rollo de billetes. Le tendió cien dólares a Joey.

—Estos son para la madre de Chick. Va a quedarse cojo. Buggsy le ha dado en una rodilla. Encárgate de que lleguen a buen puerto —dijo. Luego cogió dos billetes de cincuenta y le entregó uno a Christmas y otro a Joey—. Y estos son para vosotros, chicos.

Zeiger salió del despacho.

—¿Tienes algo para mí? —masculló dirigiéndose a Big Head.

—Vete a tomar por culo —le dijo Big Head, sin siquiera mirarlo—. Ve a buscar tu mierda donde los chinos.

—Estoy sin blanca.

—Que te vayas a tomar por culo —rezongó Big Head, siempre sin mirarlo. Después —mientras Zeiger abandonaba los billares con su renqueante paso de yonqui— Big Head señaló con un dedo a un viejo que estaba sentado en una sillita situada al lado de una escupidera y le gritó:

—¡Me cago en la puta, qué estás esperando para limpiar esa sangre de mierda de mi suelo!

El viejo se puso de pie de un salto, entró en el almacén, salió con un cubo, un escobón y un trapo y arrastró sus pies cansados hasta el despacho. A Chick lo sacaron en brazos del despacho y lo dejaron en una silla. Tenía los ojos hinchados de lágrimas, los pantalones cortados por el muslo y una venda en la rodilla. Se le formaban grumos de sangre en el calcetín.

—Y vosotros dos, ¿qué más queréis? —preguntó Big Head a Christmas y a Joey—. ¿El beso de buenas noches?

Joey cogió de un brazo a Christmas y lo sacó de los billares de Sutter Avenue.

—Tendré que tomarme unas vacaciones mientras Big Head ajusta las cuentas a las dos ratas —dijo Joey en cuanto estuvieron en la calle—. A lo mejor encuentro un hueco en tu zona.

Christmas movió la cabeza en señal de asentimiento, distraídamente. No conseguía pensar sino en Chick. En Chick dando saltitos, como un resorte. Y en sus oídos solo sonaban sus pisadas.

Joey se enrolló el billete en un dedo.

—Abe el Tonto no tarda menos de seis meses en ganar uno de cincuenta —dijo, tratando de reír.

—Ya… —repuso Christmas. Pero no oía lo que decía. Solo quería regresar a casa. Estaba vivo. Y Chick estaba cojo por él.

Joey siguió enrollándose el billete en el dedo. Lo enrollaba y desenrollaba una y otra vez.

—Nos vemos, amigo —dijo al fin.

—Nos vemos —contestó Christmas mientras se dirigía hacia el Lower East Side.

Cuando entró en casa, no encontró el piso oscuro como se esperaba. Cetta estaba sentada en el sofá del saloncito. Inmóvil. Con la radio apagada.

—¿No has ido a trabajar? —preguntó, sorprendido, Christmas.

—No —respondió simplemente Cetta. No le dijo que lo estaba esperando, que le había rogado a Sal que no la hiciera trabajar esa noche, porque sabía que su hijo la necesitaba.

Christmas permaneció de pie. Sin hablar. Con la rabia de aquel día aún envenenándolo. Sin poder dejar de pensar en Chick. Y en Bill. Y en Ruth. En la vida.

—Siéntate aquí —dijo Cetta, allanando con la mano el sitio que había a su lado.

Christmas vaciló. Luego se sentó. Permanecieron sentados el uno al lado del otro, rígidos, en silencio. Con la cabeza gacha, mirando la punta de sus zapatos. Y poco a poco la rabia dejó paso al miedo.

—Mamá… —dijo en voz baja, después de muchos minutos.

—¿Sí?

—¿Al hacerte adulto lo ves todo sucio?

Cetta no respondió. Miraba el vacío. Había preguntas a las que no había qué responder. Porque la respuesta era tan fea como la pregunta. Entonces atrajo hacia sí a su hijo de quince años, lo estrechó entre sus brazos y empezó a acariciarle suavemente el pelo.

Christmas tuvo el instinto de apartarse, pero enseguida se abandonó entre los brazos de su madre. Porque sabía que esas eran sus últimas caricias de niño. En silencio. Porque no había nada más que decir.