22

Manhattan, 1923

Christmas estaba furioso. Entre sus manos, que temblaban por la tensión, apretaba el trozo de papel. No oía el griterío de los niños que jugaban alrededor de ellos en los prados de Central Park recién emblanquecidos de nieve; no sentía el frío de aquella primavera que, a finales de marzo, no quería olvidarse del invierno; no veía sino aquella nota, escrita en un papel grueso, basto. No reparaba en nada, embargado por el odio que había estallado en su interior, incontenible. Tenía los ojos clavados en esa pésima caligrafía y recorría obsesivamente el mensaje.

Zorra judía, ¿piensas en mí? Estoy seguro de que sí. Pero yo hago más. Todos los días te observo, te sigo, te vigilo. Y cuando quiera, volveré a cogerte. ¿Te acuerdas de la vez que lo pasamos tan bien juntos? Tu sangre sigue en mis tijeras. Con amor,

BILL

Ruth, sentada al lado de él en su banco, donde se veían cada semana, ya desde hacía meses, tenía la mirada perdida.

—No se la he enseñado a nadie —le había dicho una primera vez a Christmas al entregarle la nota—. No se la he enseñado a nadie —dijo en voz baja ahora, por segunda vez.

Christmas volvió el rostro hacia ella, apartándose con esfuerzo de la nota de Bill. La miró y sintió una corriente de celos y de rabia. «Es suya», pensó.

Ruth tenía los ojos de una niña. Unos grandes ojos verdes, con las pupilas dilatadas por el miedo.

—¿Por qué no se lo has contado a nadie? —le preguntó Christmas.

—Porque no me dejarían hacer nada.

—Hay que contárselo a tu abuelo.

Ruth no respondió, bajó los ojos hacia su mano mutilada. Christmas la abrazó, estrechándola con fuerza. Ruth se crispó, se deshizo del abrazo y se puso de pie, con la cara roja.

—No vuelvas a intentar tocarme —le dijo con voz tajante.

Christmas le clavó los ojos. Estaba acostumbrado a que lo mirara con esa dureza cada vez que se acercaba más de lo debido.

Ruth se dio la vuelta y encaminó sus pasos hacia la acera donde la esperaba Fred, en uniforme, junto al coche que la llevaría de regreso a casa. Christmas la siguió con la nota de Bill en la mano y de nuevo, mientras la observaba caminar delante de él, en su elegante abrigo de cachemira, pensó: «Es suya». No bien llegó al coche, Ruth entró sin pronunciar palabra y cerró la puerta.

—Mantén los ojos abiertos —le dijo Christmas a Fred.

Luego se volvió hacia la ventanilla detrás de la cual estaba Ruth como una estatua de hielo. El motor se puso en marcha y el coche empezó lentamente a avanzar. Christmas estaba inmóvil en la acera. Entonces Ruth lo miró. Sus ojos, ahora que se estaba marchando, habían perdido la dureza de poco antes. Apoyó la mano mutilada en la ventanilla y se quedó mirando a Christmas intensamente, hasta que el vehículo desapareció en el tráfico.

Christmas giraba entre sus manos la nota de Bill que Ruth había olvidado pedirle que le devolviera. O que se la había dejado adrede para que no olvidara. Un panda de chiquillos pasó a su lado gritando y lanzándose bolas de nieve. Un proyectil helado cayó a los pies de Christmas, que se volvió con los ojos aún henchidos de la rabia que lo invadía. «Perdone, señor», dijo uno de los chiquillos, asustado por su mirada. Tendría unos cuatro años menos que Christmas. Pero Christmas ya no parecía un muchacho. De golpe se había hecho hombre. Las cosas no eran como se las había imaginado. Y lo que lo había hecho mayor tan deprisa, lo que lo había arrancado de la adolescencia, era el amor. El amor era algo que quemaba, que consumía, que te embellecía pero también te afeaba. El amor cambiaba a las personas, no era un cuento. La vida no era un cuento.

Ruth y él se veían desde hacía meses, una vez a la semana, siempre los viernes. Se encontraban en la esquina de Central Park Oeste con la Setenta y dos, Christmas saludaba a Fred y luego, andando uno al lado del otro, llegaban a su banco en el parque y se sentaban a conversar mirando, más allá, el lago. Hablaban de todo, bromeaban y reían, pero había largos momentos en que permanecían serios. Y silenciosos. Como si las palabras sobraran. Y tras cada despedida de Ruth, Christmas se fue haciendo un poco más mayor. Ella entraba en el lujoso Rolls-Royce de su abuelo; él rebuscaba en sus bolsillos monedas para ver si en la parada de la Setenta y dos podía coger el tren de la BMT que lo llevaba al gueto del Lower East Side. Ella tenía abrigos cálidos que la protegían del frío cortante del invierno; él se embutía bien en su chaqueta de paño, que se abotonaba hasta el cuello. Ella tenía guantes de cuero forrados de suave piel de conejo; él, los nudillos de las manos agrietados. Ella era una judía occidental rica; él, un wop, un «matón», como todo el mundo llamaba a los italianos.

Pero lo que lo había hecho mayor más deprisa no era solamente su amor, sino el amor que leía, a ratos, en los ojos de Ruth. Aquel amor contra el cual ella luchaba, de día y de noche, porque Bill había hecho que se encontraran y, al mismo tiempo, que se separaran. Porque Bill, con sus manazas y sus tijeras y su violencia, había ensuciado el amor, y Ruth no lograba ver sino suciedad. También en Christmas. Y lo mantenía alejado. De manera que, cuanto más crecía el amor de Christmas, menos sabía qué hacer con el suyo. Permanecía en su interior, sin manifestarse y sin embargo violento, y en lugar de dejarlo florecer, lo envenenaba. Su carácter se había vuelto más desconfiado; hasta sus ojos se habían ensombrecido; sus esperanzas, sus sueños, su alegría y su desenfado ya no eran más que pálidos recuerdos de una infancia que no habían sobrevivido a ese huracán que se negaba a estallar, de adulto.

Mientras volvía a casa, con la nota escrita por Bill apretada en su mano, Christmas seguía rabioso. Las ideas se entreveraban en su mente, sin cobrar forma pero sin callarse. Como una masa aullante de fantasmas sin cuerpo, que removían el aire sin producir corriente.

Entró en casa en silencio. La puerta del cuarto de Cetta estaba cerrada. Seguía durmiendo. Christmas fue al salón y encendió la radio a volumen bajo. «Compre un Ford y notará la diferencia», decía un anunciante publicitario. «Y recuerden: desde 1909, pueden tener su Model T de cualquier color… con tal de que sea negro.» Se oían las risotadas del público que acompañaban la famosa humorada de Henry Ford, luego un breve jingle y, por último: «El Tin Lizzie puede ser suyo desde tan solo 269 dólares…».

—¿Qué haces en casa? —preguntó Cetta detrás de él, en el salón, con aspecto soñoliento—. ¿No tenías que trabajar?

—¿Qué te has hecho en el pelo? —preguntó Christmas, con los ojos como platos.

—¿Te gusto? Es la última moda —respondió Cetta, girando sobre sí misma y enseñándole el peinado cortísimo y lacio. Se había cortado el pelo a lo garçon, dejando la nuca descubierta.

—Pareces un hombre —dijo Christmas.

—Es la nueva moda —contestó Cetta encogiéndose de hombros.

—Pareces un hombre —repitió Christmas.

—Ahora soy una flapper.

—¿Una flapper?

—Sí, flapper. Así se llaman las que siguen esta moda.

—¿Por qué queréis ser hombres?

—Queremos ser independientes y libres como los hombres. Las flappers somos mujeres emancipadas.

—Pero ¿quiénes sois vosotras?

—Las mujeres nuevas. Las mujeres modernas.

—Pareces un hombre —zanjó Christmas y le dio la espalda.

—¿No tenías que trabajar hoy? —le preguntó de nuevo Cetta.

—No me apetece alquitranar tejados —contestó Christmas.

—Sal me ha dicho que te daban diez dólares.

—Me importa un bledo.

—Diez dólares, Christmas.

—No me apetece hacer esos trabajos de muerto de hambre que te dejan las manos sucias toda la vida y te rompen la espalda. Yo quiero hacerme rico.

—¿Y cómo? —dijo Cetta al tiempo que se le acercaba y empezaba a acariciarle el cabello rubio que había heredado de su padre violador.

—No lo sé —respondió Christmas apartándose, molesto—. Encontraré la manera. Pero no alquitranando los tejados.

—La vida es diferente de como uno se la imagina a tu edad… —Cetta lo miró con ternura. Hacía ya tiempo que había notado el cambio de humor de su hijo. Al principio le hablaba de esa chica judía que había salvado. Le había hablado de la casa lujosa en New Jersey, del piso gigantesco cerca de Central Park, de los coches, de los trajes. Y de lo muy enamorado que estaba. Cetta había intentado decirle que no pertenecían al mismo mundo, que cosas así no pasaban en la vida real; hasta que, en un momento dado, Christmas había dejado de hablar y cada vez se había encerrado más en sí mismo. Y Cetta tenía miedo de que su hijo no aprendiese a conformarse, como en cambio había hecho ella, como hacían todos los habitantes del Lower East Side.

—¿Es por esa chica? —le preguntó—. ¿Estás enamorado?

—¿Qué sabrás tú del amor? —saltó Christmas, con los ojos inyectados de rabia—. ¿Qué puede saber del amor una… una mujer de tu oficio?

Cetta sintió una punzada en el pecho, a la altura del corazón. Los ojos se le empañaron de lágrimas.

—¿Qué te está pasando, niño mío? —dijo con un hilo de voz.

—¡No soy un niño! —gritó Christmas, y salió de la casa dando un portazo.

La calle estaba cargada de olor a ajo, como siempre a la hora de la comida. Los inmigrantes no podían romper con sus orígenes y esa salsa de tomate que hervía en las cacerolas e irradiaba su aroma por el barrio era como una roja raíz líquida que los encadenaba a su papel. Era el olor que había en cada uno de los cientos de pisos del distrito. «Yo no soy como vosotros —pensó Christmas, presa aún de esa cólera que bullía tumultuosamente en su interior y que habría querido desahogar sobre el mundo entero—. Yo soy americano», y pegó una patada a una piedra.

—¿Qué te está reconcomiendo? —le preguntó Santo, que lo había visto desde su ventana de la primera planta y había salido corriendo a la calle, a pesar de las protestas de su madre, que lo amenazaba con una cuchara de palo en la mano.

Christmas extrajo del bolsillo la nota de Bill y se la enseñó. La cara de Santo, a medida que leía, se ponía más pálida, mientras que sus granos, en contrapartida, parecían todavía más rojos y brillantes.

—¿Y bien? —preguntó Christmas cuando Santo le devolvió la nota.

—Mierda —dijo Santo.

—Tenemos que protegerla —declaró Christmas—. Tenemos que cubrirle las espaldas.

—¿Quiénes? ¿Nosotros? —preguntó. Y Santo palideció aún más, con los ojos fuera de sus órbitas. Instintivamente, como si Christmas fuese portador de un peligroso virus, retrocedió un paso.

—Nosotros, por supuesto. ¿Quién, si no? —prosiguió Christmas acalorándose—. Y si lo cogemos, le sacaré el corazón por el culo.

Santo retrocedió otro paso.

—Ese tipo degolló a sus padres como a dos cerdos —dijo con voz temblorosa—. Y le hizo esas atrocidades a Ruth. Es peligroso… —Retrocedió un paso más—. A nosotros dos nos despacha en dos segundos.

—Te estás cagando encima. Como siempre. Vete a tomar por culo, Santo.

—Christmas… espera…

—Vete a tomar por culo —dijo Christmas y se alejó rápidamente, empujando a la gente que se interponía en su camino. «Sitio de mierda», pensaba con rabia creciente. Y con esa rabia miraba a los hombres y a las mujeres de su barrio, que veía más bajos, más velludos, con las cejas tan pobladas que parecían una sola raya negra trazada sobre los ojos. Esos ojos derrotados, esas espaldas encorvadas por la miseria y la resignación, esos bolsillos siempre vacíos que proclamaban hambre, tan abiertos como las bocas chillonas de sus hijos desnutridos. Y, mientras se alejaba, era como si las viejas frases que siempre decían todos los infelices como él resonaran en sus oídos. Los oía hablar del cielo y del sol de su pueblo natal —del que habían huido pero del que no se habían desprendido, pues lo llevaban enganchado como un parásito, como una maldición—, y los oía hablar de mulas, de ovejas, de pollos y de la tierra, de esa tierra que se araba con el sudor de la frente y que se abonaba con la sangre de las manos y que era —en sus conversaciones— lo único que valía algo en este mundo. Y seguía oyendo todo lo que decían acerca de América, el extraordinario país que lo prometía todo pero que a ellos no les daba nada. Y mientras los empujaba, abriéndose paso entre los vendedores ambulantes que vendían cordones de zapatos y tirantes, y entre vecinas que envolvían en papel una salchicha que tendría que alimentar a cuatro bocas, experimentaba la misma sensación de desagrado de siempre, pues aquella gente hablaba de América como de un milagro, de algo que solo existía en los cuentos, como si en realidad no estuviera fuera de sus casas. Como si no supieran verla, apresarla. Como si hubieran partido pero nunca llegado.

Con la cabeza gacha cruzó lo que todo el mundo llamaba el Bloody Angle, en Chinatown, entre la Doler, la Mott y la Pell. Cambiaba el color de la piel, en lugar de camisetas manchadas de salsa había camisas sin cuello, cambiaba la forma de los ojos, el olor de las calles —una mezcla de cebolla, opio, aceite de freír y vapores de almidón de las lavanderías—, pero las miradas eran idénticas. Solamente era otro gueto. Otra cárcel. «Es un mundo del que nadie se va. Un mundo sin puertas ni ventanas —pensaba Christmas—. Pero yo sí que me iré.» Y siempre con la cabeza gacha como si avanzase contra el viento, siguió andando, tan rápido que era casi un correr sin meta, como si únicamente buscase salir de ese laberinto donde se habían perdido los otros. Y siguió recto, hasta el límite de los distritos pobres.

Cuando se detuvo sin aliento, levantó la vista y vio que desde el principio había sabido adónde iba. En lo alto del edificio macizo y cuadrado de ladrillos rojos sobresalía un letrero descolorido por la lluvia: SAUL ISAACSON’S CLOTHING. LA mano que en ningún momento había dejado de apretar la amenaza de Bill a Ruth, se aflojó. Había llegado. Sabía lo que era mejor para Ruth. Sabía quién era la única persona que tenía agallas.

Vio a Fred fumando un cigarrillo apoyado contra el guardabarros brillante del Rolls-Royce.

—Hola, Fred —dijo—. Has dejado a Ruth en casa, ¿verdad?

—Claro.

—¿Todo tranquilo?

—¿Qué ocurre?

—No te preocupes, Fred. ¿El viejo está allí dentro? —preguntó Christmas mientras señalaba con la barbilla la fábrica.

El chófer suspiró, preparándose cansinamente a reprenderlo por ese «viejo» que seguía sin ser capaz de eliminar de su vocabulario.

—¿Sí o no, Fred? —se le adelantó Christmas—. Se trata de algo serio.

—Sí —contestó Fred—. En la segunda planta, en su despacho. —Luego se volvió hacia un hombre robusto que estaba delante de la entrada, formada por dos pesadas puertas correderas de hierro, pintadas de rojo—. Déjalo pasar —le gritó al hombre, que hizo un imperceptible gesto de asentimiento—. Huelgas… —le dijo Fred a Christmas.

—Eres un amigo —respondió el muchacho mientras se dirigía hacia la entrada.

—¿Se ha metido en líos, míster? —le preguntó Fred.

Christmas se dio la vuelta y le hizo un guiño. El hombre de la entrada tenía una porra metida en los pantalones. Christmas levantó la barbilla, en señal de saludo, y después desapareció en el edificio.

No era un ruido ensordecedor. Recordaba más el zumbido de una colmena mecánica. Había varias decenas de personas —algunos hombres, pero en su mayoría mujeres—, pegadas las unas a las otras, cada una inclinada sobre una máquina de coser, y —como un ejército—, todas hacían los mismos gestos, veloces, eficientes, casi de manera sincrónica. De nuevo, el color del pelo, la forma de las caras, la hechura de las ropas habían cambiado. Todos eran judíos. Y, como en el caso de los italianos y de los chinos, Christmas vio que entre ellos no había un solo americano. «Pero yo me iré», se repitió, después abrió la puerta del patrón sin llamar.

Saul Isaacson estaba sentado detrás de un lujoso escritorio, con un largo puro claro entre los labios y el bastón apoyado de través sobre la mesa, junto a un vaso lleno de licor. Al viejo le tenía sin cuidado la prohibición. En medio de la habitación —cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra oscura—, un hombrecillo esmirriado, calvo y con una larga barba que parecía colgada de su nariz aguileña, estaba arrodillado, con la boca llena de alfileres, a los pies de una muchacha alta y delgada.

—¿Todavía más largo? —preguntó el sastre con tono dubitativo.

Saul Isaacson levantó la vista hacia Christmas. La muchacha, que tenía el pelo corto y lacio, como Cetta, sonrió al recién llegado. Llevaba un traje ceñido al pecho, casi liso, que luego bajaba recto hasta la mitad de las pantorrillas.

—Tengo que hablarle —le dijo Christmas al viejo, con expresión seria.

El viejo lo miró en silencio, como hacía siempre, sopesando la situación sin necesidad de palabras. Luego le hizo un gesto de asentimiento y se dirigió al sastre.

—Sí, Asher, dos dedos más largo.

—Pero Coco Chanel dice que… —intentó protestar el sastre, hablando con la boca llena de alfileres.

—Me importa un comino Coco Chanel —lo interrumpió el patrón—. No me interesa lo que hacen en Europa. Aquí estamos en América. Dos dedos más largo, Asher.

El sastre bajó el dobladillo y puso un alfiler en la falda de la muchacha.

—¿Quién es Coco Chanel? —preguntó Christmas mientras el sastre y la muchacha salían del despacho.

—Una gran mujer. Le acabo de regalar a Ruth su Chanel N.º5. Excepcional. Pero es demasiado europea para los americanos. —Lo miró fijamente durante un instante—. ¿Y bien? ¿No habrás venido aquí para recibir una clase sobre madame Chanel, me imagino?

Christmas se acercó al escritorio, extrajo de su bolsillo la nota de Bill y se la tendió. El rostro del viejo se mantenía imperturbable mientras la leía. Una vez que terminó, golpeó con violencia el bastón contra la mesa, se levantó, abrió la puerta del despacho y gritó:

—¡Greenie! ¡Greenie! —tras lo cual volvió a sentarse, con las cejas enarcadas.

Al cabo de unos segundos, Greenie, un hombre con un llamativo traje verde de seda y una camisa a rayas moradas a juego con los tirantes, entró en la habitación. Christmas lo miró. Y reconoció en los ojos de Greenie algo que ya había visto por las calles del Lower East Side. Una especie de calma glacial. Como algo que se entrevé en el fondo de un charco.

Saul Isaacson le tendió la nota a Greenie, quien la leyó sin mover un solo músculo de la cara. Luego dejó la nota sobre el escritorio, sin cambiar de expresión, y esperó a que el viejo hablase.

«Él ha salido adelante —pensó Christmas, con admiración—. Es americano.»

—No quiero que le pase nada a mi nieta —dijo Saul Isaacson—. Organízalo todo.

Greenie apenas movió la cabeza. El pelo engominado y muy corto dejaba ver los pliegues que formaba su cuello ancho y musculoso.

—Y si encuentras a ese hijo de puta —prosiguió el viejo—, tráeme su cabeza.

—William Hofflund —dijo Christmas—. Bill.

Greenie ni siquiera lo miró.

—No importa cuánto cueste el servicio —añadió el viejo.

Greenie volvió a asentir levemente y luego se dio la vuelta. Sus zapatos de charol brillante chirriaron.

—Voy contigo —dijo Christmas.

—Quítate de en medio, chico —le espetó Greenie y salió.