21

Orange, Richmond, Manhattan, Hackensack, 1923

Después de dejar la oficina de acogida de New Jersey —y de cambiar los ahorros del irlandés de cuyo nombre se había apropiado, por un total de 372 dólares—, Bill viajó al interior del país y encontró trabajo en un aserradero de Orange, cercano a una fábrica de cerveza, cerrada por la prohibición, cuyos carteles —desteñidos y abocados a la desaparición— rezaban: «The Winter Brothers’ Brewery». El trabajo estaba mal pagado y era extenuante. Los grandes troncos, no bien desbastados y descortezados, se subían a unas largas cintas corredizas y se cortaban en gruesas planchas repletas de astillas que, a pesar de los guantes que le habían descontado de la primera paga semanal, se le clavaban en las manos. Por la noche, Bill tenía los huesos molidos. Comía un plato de sopa con un trozo de tocino muy cocido y se acostaba. La vieja que lo hospedaba le cobraba una cifra disparatada, y todo por la cama, la sopa de la cena, el desayuno compuesto de copos de avena y dos rebanadas de pan negro, una cebolla cruda y un trozo de carne de vaca seca para el almuerzo. «Lo tomas o lo dejas», le dijo la vieja, con ojos codiciosos y los puños huesudos en jarras, el día que Bill se presentó en su puerta. Y Bill aceptó, porque tenía que esperar a que las aguas se calmaran antes de regresar al árbol de Battery Park, donde había escondido el dinero y las piedras preciosas. Compartía habitación con otros dos huéspedes. Jóvenes como él, dos recién llegados como él. Uno era un italiano bajo y de ojos amarillentos por la bilis. Llevaba escrito en la frente «traidor», pensó Bill en cuanto lo vio. El otro era un gigante con pinta de asmático que hablaba poco y mal, rubio y rollizo, que procedía de un país de Europa que Bill jamás había oído mentar. Era tan alto y fornido que los pies le salían dos palmos de la cama y los hombros no le cabían a lo ancho, de modo que uno de los brazos siempre le colgaba sobre el suelo. Él solo levantaba troncos que normalmente requerían el esfuerzo de tres hombres. Pero Bill no hablaba con ninguno de los dos. No hablaba con el italiano porque no se fiaba, y tampoco con el gigante porque era tan imbécil que sin querer habría acabado metiéndolo en líos.

El aserradero estaba lleno de gente. Sobre todo de negros. De negros que seguirían trabajando allí toda su vida y de inmigrantes que tal vez tendrían otras oportunidades. Pero tampoco en el trabajo Bill hizo buenas migas con nadie. Se mantenía apartado. Cuando la sirena anunciaba el descanso de mediodía, cogía el pañuelo en el que había envuelto su almuerzo y se alejaba. Buscaba un sitio aislado y masticaba pausadamente la cebolla cruda, el pan negro y el trozo de carne seca. Y pensaba. En los primeros días pensaba en su futuro, hacía planes. Sin embargo, pasadas dos semanas, sus pensamientos se enlazaron con los sueños que estaba empezando a tener. Sueños que al cabo de dos semanas más se convirtieron en pesadillas. Casi cada noche, Bill se despertaba gritando, sudado y aterrorizado. «Me estás tocando los cojones, Cochrann», le dijo poco después el italiano. En cambio, el gigante no oía nada, seguía roncando feliz. Cuando el italiano perdió medio brazo en una sierra circular, fue despedido del aserradero y para reemplazarlo llegó un viejo que gastaba casi toda su paga en destilado de contrabando y de noche roncaba como el gigante. Así, Bill se quedó solo con sus pesadillas.

Siempre eran diferentes y, sin embargo, iguales. En todos sus sueños, incluso en los que se veía en situaciones agradables, invariablemente ocurría lo mismo. Moría. Moría a manos de Ruth, la prostituta judía. La primera vez soñó que estaba en un restaurante de lujo. El camarero le lleva un plato que, debajo de la tapa de plata restallante, debía contener un pollo asado con patatas. Pero cuando Bill quita la tapa, en el plato no hay más que un dedo femenino amputado. Y entonces el camarero, que empuñaba un cuchillo para trinchar, le clava la hoja en el cuello. Y de pronto el camarero es la prostituta judía. O bien volaba, planeando en el aire como un pájaro. Y entonces Ruth, preparada con su escopeta, grita: «¡Plato!», y a continuación le dispara. O lo ahoga, o lo asfixia, o le prende fuego, o lo ahorca, o conecta la corriente en la mecedora en la que estaba sesteando y que de súbito se convierte en una silla eléctrica.

Ruth le obsesionaba. Y, mientras masticaba su almuerzo apartado de todos, no conseguía desprenderse de las impresionantes imágenes que lo habían visitado de noche. Un día trató de ahogar sus miedos con el destilado del viejo. Pero esa noche soñó que lo envenenaban. Y, mientras sus músculos se paralizaban y se ponían rígidos, Ruth reía y le enseñaba el dedo amputado de la mano, que manaba sangre.

Al cabo de siete meses Bill tenía dos ojeras profundas y una mirada alucinada. Procuraba no dormir, intentaba pasar la noche en vela. Sin embargo, cansado por el trabajo, no tardaba en cerrar los ojos y Ruth volvía a buscarlo. Bill, al final de esos siete meses, creyó que se iba a volver loco. Y entonces, una noche, tras cobrar su paga semanal, fue a la pensión, recogió sus pocas pertenencias sin decir nada, rebuscó en la cocina de la vieja hasta que encontró dinero, se lo llevó y desapareció. Había llegado el momento de regresar a Battery Park, de recuperar lo que era suyo y de hacer un gesto que le permitiese soltar al menos parte del odio que había acumulado. Tenía el pelo y la barba largos, desgreñados. Nadie podía reconocerlo. Iría a un barbero para que lo adecentara y para no parecer un vagabundo; de todas formas, estaba seguro de que no lo reconocerían. Como también estaba seguro de que, después de tantos meses, ya se habrían olvidado de él. La muerte no dejaba grandes huellas en su pobre distrito. Para cualquier eventualidad, en el bolsillo de los pantalones tenía un puñal que lo protegería.

Al día siguiente, en la carretera que lo conducía a casa, paró en Richmond y entró en una papelería.

—Tengo que escribirle una carta a una chica —le dijo a la dependienta—. Quisiera un sobre de algún color, mejor con un dibujo. Algo alegre.

La dependienta le dio un sobre rosa, con flores impresas.

—¿Me podría escribir la dirección? —le preguntó entonces Bill—. Tengo una letra espantosa, y me gusta quedar bien.

La dependienta sonrió, tal vez también enternecida. Cogió una pluma y esperó.

—Señorita Ruth Isaacson —dijo Bill, pronunciando ese nombre que tanto odiaba con tal dulzura que cualquiera habría jurado que era auténtico amor.

—¿No quiere que escriba también la dirección? —preguntó la dependienta.

—No —contestó Bill—. Voy a entregársela personalmente.

Pagó y, tras tirar su vieja ropa sucia del aserradero y comprarse un abrigo de lana, un traje gris de empleado y una camisa azul, con botones de hueso, fue a un barbero para que le arreglara el pelo y la barba. Luego prosiguió su camino de aproximación.

A la espera de que volviera a oscurecer, Bill se detuvo en las afueras de Manhattan. Giró entre sus manos el sobre, satisfecho con su plan. Con un sobre así, nadie iba a sospechar. Nadie lo abriría antes que Ruth. Nadie leería la carta antes que ella. Era un sobre inocente. Alegre. La carta de una amiga, pensarían. La invitación a una fiesta, tal vez. Bill rió y después de meses volvió a oír en el aire las notas de su carcajada cristalina, que había acallado durante mucho tiempo. De nuevo volvía a sentirse vivo. Pensó una y otra vez en lo que iba a escribir y, cuando decidió cada palabra, volvió a reír. Y, cuanto más reía, más le gustaba su antigua carcajada.

Al anochecer, Bill fue a Battery Park, subió al árbol, introdujo la mano en el hueco y sacó el hule que había escondido. Lo abrió con cautela y en su interior encontró sus veintidós dólares y noventa centavos y las piedras de la sortija, la gran esmeralda y los pequeños diamantes. Calculó que ahora tenía 454 dólares y un poco de calderilla. Una fortuna. Sobre todo considerando que aún no había vendido las piedras preciosas. Se lo guardó todo en el bolsillo y se dirigió con paso firme hacia Park Avenue.

Cerca de la lujosa casa de Ruth, Bill sintió que le aumentaba la excitación. Y la tensión de todos esos meses de pesadillas. Y temió que en ese instante se cumplieran. Se imaginó a Ruth señalándolo a un policía, se vio a sí mismo huyendo, alcanzado por una bala en la espalda, se vio chamuscado en la silla. «¡Zorra!», dijo furioso mientras depositaba la carta en el buzón. Y de repente le pareció que esa carta no era nada, una tontería, que tendría que haber esperado escondido a la judía, pararla cuando iba al colegio y degollarla, allí, en medio de todas sus amigas ricas, dejar que la sangre le ensuciara su abrigo de cachemira. «¡Zorra!», repitió al tiempo que se alejaba y regresaba instintivamente, sin pensarlo, hacia su viejo barrio, hacia su casa. Como si aquel sitio pudiese protegerlo. O al menos ofrecerle la posibilidad de ser el Bill de siempre. Como si aquel miserable barrio donde había matado a su padre alemán y a su madre judía pudiese devolverle su carcajada, que de nuevo callaba.

En su camino —donde la Tercera y la Cuarta confluyen en la Bowery— vio las luces de un garito de aspecto ambiguo y descuidado. Tenía necesidad de beber. Y de una fulana. Entró.

Reparó en ella enseguida. Acompañaba a los clientes a las mesas o a los apartados. Sonreía. Tenía unos treinta años. Debía de ser italiana. En cualquier caso, allí todos eran italianos. Los reconocía por su ropa de colores chillones, vulgar. Los reconocía por sus voces groseras, por sus pintas de chulos. Ella, por el pelo oscuro, también debía de ser italiana. Para Bill, los italianos y los judíos eran lo mismo. Y aquella mujer tenía una peculiaridad que enseguida lo excitó. Arrastraba levemente la pierna izquierda. Después de saludar a dos clientes, al volver a la barra, se había dado un leve golpe en el muslo izquierdo, luego —creyendo que nadie la veía— había doblado la espalda, inclinándola hacia la izquierda, y la pierna había recuperado el movimiento. Entonces la mujer se había enderezado y había vuelto a caminar con normalidad. «Eres coja, zorra», se dijo Bill mientras se acercaba a la barra, excitado por aquel defecto.

—Un whisky —le pidió al camarero.

—Las bebidas alcohólicas están prohibidas —contestó el camarero mirando fijamente a Bill.

Bill movió la cabeza, miró de un lado a otro, y después señaló a un cliente que estaba a unos metros.

—¿Y ese qué está bebiendo? —inquirió.

—Té frío —respondió el camarero.

—Pues dame un té frío —dijo—. Y que sea bueno —añadió sacando su dinero.

—¿Con hielo o con soda?

—Solo. Y doble.

—Es el mejor té que puede encontrar en circulación —aseguró el camarero, sirviéndole un whisky doble de contrabando.

—¿Y cuánto me costaría la puta que está ahí, amigo? —preguntó entonces Bill en voz baja, inclinándose por encima de la barra y señalando a la mujer que lo excitaba porque era coja.

—La señorita Cetta no es una puta, señor —dijo el camarero, inclinándose también hacia Bill—. Aunque si le interesa la mercancía, hay otras chicas en el piso de arriba.

Bill no respondió. Apuró su whisky de un trago, hizo una mueca y golpeó el vaso contra la barra.

—Otro doble —dijo.

El camarero le llenó el vaso hasta el borde, Bill bebió y pagó. Luego se puso a dar vueltas por el local, sin perder de vista a Cetta. Cuando vio que iba hacia la puerta que daba a la parte de atrás con un cajón de botellas vacías, la siguió.

—Eh, preciosidad —le dijo alcanzándola en la calle—, ¿quieres que te dé un masaje en la pierna?

Cetta se volvió de golpe. Dejó las botellas sobre una pila de otras botellas y avanzó hacia la puerta para entrar en el local.

Pero Bill le cerró el paso.

—¿Qué pasa? ¿Acaso te caigo mal? —le preguntó con una mueca lasciva.

—Déjeme pasar —dijo Cetta.

—No pretendo tirarte los tejos —continuó Bill, agarrándola de un brazo—. Solo quiero follarte, por si no te habías enterado.

—Suélteme.

Pero Bill le apretó con más fuerza el brazo, se lo dobló hacia la espalda y tiró de ella.

—Oye, zorra, que yo pago.

—Suéltame, gilipollas.

—Parece que no me has entendido…

—Te ha entendido perfectamente —lo interrumpió una voz profunda como un eructo.

Bill vio a un hombre de cara fea y manos negras en la puerta del local.

—¿Tú quién coño eres? —le dijo, soltando a Cetta y buscando el puñal que tenía en el bolsillo.

El hombre de las manos negras desenfundó su pistola, con una inesperada velocidad, y se la plantó en la cara, apretándosela en la frente.

—Lárgate, mierda —dijo con su voz profunda y desprovista de emociones.

Bill sacó despacio la mano del bolsillo. Levantó con parsimonia las dos manos y trató de sonreír.

—Oye, que estaba bromeando. ¿Es que aquí no aguantáis las bromas, amigo?

El hombre de las manos negras no dijo ni una palabra ni dejó de apretarle el cañón de la pistola contra su frente.´

Bill retrocedió un par de pasos. Y luego se marchó, despacio, temiendo recibir un tiro por la espalda. Transpirando de miedo. Cuando llegó a la esquina, antes de torcer, se volvió para mirar hacia la parte trasera del local. La mujer estaba abrazando al hombre de las manos negras. «Zorra», dijo dirigiéndose a todas las mujeres del mundo.

Anduvo a toda prisa por tres bloques. Estaba furioso. Y huía de su miedo, de su humillación, de su frustración.

—¿Quieres un trabajito de boca? —le dijo una voz, en la oscuridad de un callejón. La prostituta era vieja. Con el pelo teñido, color paja, estropajoso. El traje escotado dejaba entrever dos pezones oscuros y marchitos. Se quitó la dentadura—. Tengo una boca de terciopelo, cariño.

Bill miró alrededor, la empujó a un rincón, se desabrochó los pantalones y la puso de rodillas.

—Tienes que pagarme —trató de protestar la prostituta.

Bill extrajo el puñal y se lo plantó en el cuello.

—Chupa, zorra —le dijo—. Como respires, te mato. —Y, mientras la mujer se metía en la boca su miembro, endurecido por la rabia, Bill no dejó en ningún momento de acosarla con el puñal en el cuello—. Traga, zorra judía —dijo poco después, mientras se vaciaba de toda su hiel. Entonces dio un paso atrás, se abrochó los pantalones, miró a la prostituta, que seguía de rodillas, y le dio una patada en la cara. Se le abalanzó y volvió a ponerle el cuchillo en el cuello. Le metió una mano en el escote y le rasgó el traje. Los senos flácidos se balancearon en el aire y cayeron unos dólares. Bill los cogió y se los guardó en el bolsillo. Luego se levantó.

—No me mates… —lloriqueó la prostituta.

Bill la miró con profundo desprecio. Acto seguido pisoteó la dentadura, que se le había caído al suelo, haciéndola añicos.

—¡Zorra judía! —le gritó al tiempo que se alejaba a la carrera y abandonaba Manhattan.

Consiguió saltar a un tren de mercancías que iba al norte, pero el tren paró una hora después, antes de que Bill hubiese decidido adónde ir. Se apeó y, todavía temblando, con la mandíbula contraída, leyó el cartel de la estación. «Hackensack», decía. Fue a la carretera nacional y siguió andando hacia el norte. Ninguno de los pocos camiones que circulaban lo cogió. Sin embargo, pasadas unas millas, inesperadamente, un coche negro se detuvo en el arcén.

—¿Adónde vas, muchacho? —dijo el conductor, asomándose por la ventanilla—. ¿Quieres que te lleve?

Bill subió al coche. El hombre tenía unos cincuenta años, aspecto juvenil, la labia del viajante y un peluquín barato que se le movía de sitio y que se recolocaba constantemente.

—Charlo para mantenerme despierto —le dijo, y a partir de ese momento ya no paró de hablar.

Cuando por fin hizo una pausa, Bill dijo:

—Es bonito este coche.

—Es el Tin Lizzie —respondió orgulloso el hombre—. Este no te deja tirado en la carretera. Es un Ford.

—Ford —repitió Bill, embelesado. Y por primera vez en lo que iba de noche se sintió relajado. Le gustaban los coches. Y ese era realmente bonito.

—Es el Model T —prosiguió ufano el hombre, acariciando el salpicadero como habría hecho con un animal de raza—. Muchacho, si eres un auténtico americano, has de tener un Model T.

—Model T.

—Pues sí —dijo el viajante—. Y este es un Runabout, el modelo de lujo, con encendido y rueda de repuesto. Me ha costado cuatrocientos veinte dólares.

—Es precioso.

—Y que lo digas —confirmó el hombre sacando pecho—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Cochrann. Pero mejor llámame Bill.

—Vale, Bill. ¿Adónde vas?

—¿Dónde se fabrican los Ford? —preguntó Bill.

—¿Cómo que dónde se fabrican? Pues en Detroit, Michigan.

Bill miró la carretera, iluminada por los faros trémulos del vehículo. Y sus oídos se llenaban del sonido del motor que chisporroteaba sin parar. Y, de repente, reencontró su carcajada.

También el viajante rió. Y de nuevo acarició el salpicadero.

—Y bien, Bill, ¿adónde vas? —le preguntó.

—A Detroit, Michigan —respondió Bill.